El 2007 fue un gran curso para el cine de Hollywood. Tres meses después del Año Nuevo de 2008, dos películas de autores genuinamente americanos se disputaban la entrada en el Olimpo del Kodak Theatre.
No es país para viejos y
Pozos de ambición, dirigidas por los hermanos Coen y Paul Thomas Anderson, respectivamente, representaban las dos caras de una misma moneda: el guión adaptado. La búsqueda de los horizontes abiertos frente a la disección del negro como esencia del hombre. Ganó –en lo que a premios se refiere– la violencia muda de
Anton Chigurh (Javier Bardem). También la psicopatía de éste hacia su víctima,
Llewelyn Moss (Josh Brolin). Los tres filmes restantes habían llegado como teloneros, aunque de entre
Expiación,
Juno y
Michael Clayton, sólo esta última dejó un poso extremadamente amargo en la memoria de los cinéfilos, el plus de crítica ninguneado por el
establishment. La dirigía el debutante Tony Gilroy bajo la presión de su propio texto. Y lograba atemorizarnos con una historia sobre la oscuridad de nuestra época, a través de un tipo que iba por ahí resolviendo limpiamente las pesquisas de sus clientes. Era un abogado que no ejercía el derecho al uso: la trama y el desarrollo narrativo eran casi tan turbios como las ideas expuestas en aquella película. En cualquier caso, Gilroy también había aportado su talento en una trilogía que llegaba –muy a nuestro pesar– a su fin: esa que vio la luz un lustro antes con
El caso Bourne, que giraba en torno a un agente especial en busca de sí mismo, de su identidad, ya que desde que despertara en aquel barco pesquero tan sólo había evocado imágenes, escenas que se mostraban en forma de regresión, pero no un
flashback convencional.
El ultimátum de Bourne, de Paul Greengrass, cerraba pues el círculo de una historia apasionante, inyectada en taurina, sorteando los parámetros de las action movies, para componer una suerte de thriller cuya tensión se había hecho más poderosa a cada entrega.