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El sendero azul
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    Cine Alemán Siglo XXI

    Nuevos aires, viejos lodos

    Palmarés de la 70ª edición del Festival de Berlín.

    Se anunciaban aires de renovación en la Berlinale. La nueva dirección artística comandada por Carlo Chatrian y Mariette Rissenbeek ha abierto sus programas a una línea heterodoxa, títulos más arriesgados formalmente y grandes nombres del circuito autoral. Parte de la sección oficial y toda Encounters, nueva creación de Chatrian y Rissenbeek, nos confirman que el certamen ha querido dejar atrás su anterior especialización en el cine social y comprometido (motivo de que películas tan bienintencionadas como ramplonas tendieran a copar sus programas). Pero una cosa es la apuesta artística y otra por dónde salgan los jurados. There Is No Evil, precisamente la cinta que más encajaba en el perfil de la «vieja Berlinale», ha resultado ser la ganadora del Oso de Oro. Una compilación de cuatro historias sobre la pena de muerte en Irán, con el plus de que su director (Mohammad Rasoulof) lleva años perseguido por el régimen persa y le han prohibido acudir a presentarla a la capital alemana. Así pues, un clásico de los jurados: el premio pensado para enunciar una postura política más que celebrar unos méritos cinematográficos. Conste que There Is No Evil es una cinta más que solvente, sólida en su narrativa y amplia en sus registros. Ahora bien, como Oso de Oro desluce frente a otras de sus contendientes. Tsai Ming-liang, Kelly Reichardt o Philippe Garrel se van imperdonablemente de vacío. The Woman Who Ran y DAU. Natasha, al menos, han rascado algo.  Pero su inclusión se queda en apuesta tímida en un palmarés de opciones más bien conservadoras (en términos cinematográficos). Es el caso de la justa pero plana Never Rarely Sometimes Always, la muy académica interpretación de Elio Germano en Volevo nascondermi, el humor rancio sobre  la era de los smartphones de Effacer l'historique o las ínfulas discursivas de Favolacce. El palmarés de la sección Encounters, ante ello, resulta más coherente con la nueva línea programática que la oficial ha dejado a medias. En lo alto de sus premiadas está The Works and Days (of Tayoko Shiojiri in the Shiotani Basin), un trabajo gestado durante casi una década sobre un pueblecito japonés cercano a Kioto, mezcla de ficción y documental y concebido como una experiencia de la duración en sus ocho horas de metraje. Nos llegan, en fin, bastantes buenas noticias desde Berlín pese a que nos falte el remate de un Oso de Oro consecuente con ellas. Queda esperar que la siguiente edición siga trabajando en ello y que toque con un jurado menos dado a las soluciones facilonas.

    Sección oficial


    ◼ Oso de Oro a la mejor película: There Is No Evil (Sheytan vojud nadarad), de Mohammad Rasoulof.
    ◼ Oso de Plata a la mejor dirección: Hong Sang-soo, por The Woman Who Ran (Domangchin yeoja).
    ◼ Oso de Plata - Gran premio del jurado: Never Rarely Sometimes Always, de Eliza Hittman.
    ◼ Oso de Plata a la mejor actriz: Paula Beer, por Undine (Christian Petzold).
    ◼ Oso de Plata al mejor actor: Elio Germano, por Volevo nascondermi (Giorgio Diritti).
    ◼ Oso de Plata al mejor guion: Damiano y Fabio D’Innocenzo, por Favolacce.
    ◼ Oso de Plata a una contribución artística sobresaliente: Jürgen Jürges, por la fotografía de DAU. Natasha (Ilya Khrzhanovskiy, Jekaterina Oertel).
    ◼ Oso de Plata - 70ª Berlinale: Effacer l’historique, Benoît Delépine y Gustave Kervern.

    ◼ Premio GWFF al mejor debut en el largometraje: Los conductos, de Camilo Restrepo.
    ◼ Premio GWFF al mejor debut en el largometraje (mención especial): Nackte Tiere (Naked Animals), de Melanie Waelde.
    ◼ Premio al mejor documental: Irradiés, De Rithy Panh.
    ◼ Premio al mejor documental (mencion espcial): Aufzeichnungen aus der Unterwelt (Notes from the Underworld), de Tizza Covi y Rainer Frimmel.
    ◼ Oso de Oro al mejor cortometraje: T, de Keisha Rae Witherspoon.
    ◼ Oso de Plata (premio del jurado) al mejor cortometraje: Filipiñana, de Rafael Manuel.
    ◼ Premio FIPRESCI: Undine, de Christian Petzold.

    Sección Encounters


    ◼ Mejor película: The Works and Days (of Tayoko Shiojiri in the Shiotani Basin), por C.W. Winter y Anders Edström.
    ◼ Premio especial del jurado: The Trouble With Being Born, por Sandra Wollner.
    ◼ Mejor dirección: Cristi Puiu, por Malmkrog.
    ◼ Mejor dirección - Mención especial: Matías Piñeiro, por Isabella.
    ◼ Premio FIPRESCI: A metamorfose dos pássaros, de Catarina Vasconcelos.

    Otros premios


    ◼ Crystal Bear (Generation KPlus): Our lady of the Nile, de Atiq Rahimi.
    ◼ Crystal Bear (Generation 14Plus): Sweet Thing, de Alexandre Rockwell.
    ◼ Teddy Award: Futur Drei, de Faraz Shariat.

    Palmarés completo en la página oficial de la Berlinale.

    por Miguel Muñoz Garnica
    febrero 29, 2020

    Berlinale 2020 | Palmarés

    por Miguel Muñoz Garnica | febrero 29, 2020

    Noche miserable

    Ganadores de los 45º Premios César.

    De poco han servido las protestas feministas ante las 12 nominaciones de El oficial y el espía, pues precisamente las dos que más enfado generaban se han convertido en estatuilla. Así, Roman Polanski, quien, perseguido por las acusaciones de violación, ha preferido no acudir a la ceremonia, ha sido premiado como director y como guionista, si bien el reconocimiento principal ha ido a manos de Los miserables, ópera prima de Ladj Ly que se ha llevado también las menciones a mejor actor revelación (Alexis Manenti) y montaje pero curiosamente no mejor primera película, recogido por la franco-argelina Papicha, sueños de libertad, de Mounia Meddour, que también se ha llevado el otro galardón al que optaba: actriz revelación para la maravillosa Lyna Khoudri. Dos han sido también los entorchados recibidos por ¿Dónde está mi cuerpo?, de Jérémy Clapin: película de animación y música original, ambos muy merecidos, mientras que La belle époque, de Nicolas Bedos, ha dado la campanada al recoger hasta tres laureles: actriz de reparto (segundo triunfo de la gran Fanny Ardant), decorados y guion original, igualando así el recuento de El oficial y la espía, que, además del doblete de Polanski, ha visto reconocido su elaborado vestuario, y Los miserables, cuyo cómputo asciende en realidad a cuatro si contamos el Premio del Público. Muy repartidos, los 45 Premios César también han tenido cabida para Oh Mercy (Roubaix, une lumière), de Arnaud Desplechin (mejor actor, Roschdy Zem); Los consejos de Alice, de Nicolas Parisier (mejor actriz, Anaïs Demoustier); Gracias a Dios, de François Ozon (mejor actor de reparto, Swann Arlaud); El canto del lobo, de Antonin Baudry (mejor sonido), y Retrato de una mujer en llamas, de Céline Sciamma (mejor fotografía), lo cual sonaría muy democrático de no ser porque esta última probablemente sea la mejor película del año y que solo Claire Mathon haya visto reconocido su trabajo es lamentable. De esta manera, en una sola noche, la Academia francesa se ha revestido no ya de machismo sino directamente de falta de criterio por partida doble: ignorando otra vez a Sciamma, que tampoco ganó nada con Lirios de agua (2007), Tomboy (2011) ni Girlhood (2014), y encumbrando nuevamente a Polanski, que ya fue designado mejor director del año con Tess (1979), El pianista (2002), El escritor (2010) y La venus de las pieles (2013). Adèle Haenel, protagonista de Retrato de una mujer en llamas, dejó la sala al escuchar este polémico nombre. Y no fue la única. Muchos, a distancia, nos limitamos a apagar el televisor. (Juan Roures)

    • Mejor película: Los miserables, de Ladj Ly.
    • Mejor director: Roman Polanski por El oficial y el espía.
    • Mejor actor: Roschdy Zem por Oh Mercy (Roubaix, une lumière).
    • Mejor actriz: Anaïs Demoustier por Los consejos de Alice.
    • Mejor actor de reparto: Swann Arlaud por Gracias a Dios.
    • Mejor actriz de reparto: Fanny Ardant por La belle époque.
    • Mejor actor revelación: Alexis Manenti por Los miserables.
    • Mejor actriz revelación: Lyna Khoudri por Papicha, sueños de libertad.
    • Mejor guion adaptado: Roman Polanski y Robert Harris por El oficial y el espía.
    • Mejor guion original: Nicolas Bedos por La belle époque.
    • Mejor música original: Dan Levy por ¿Dónde está mi cuerpo?.
    • Mejor vestuario: Pascaline Chavanne por El oficial y el espía.
    • Mejores decorados: RémiI Daru, Séverin Favriau y Jean-Paul Hurier por La belle époque.
    • Mejor fotografía: Claire Mathon por Retrato de una mujer en llamas.
    • Mejor montaje: Flora Volpelière por Los miserables.
    • Mejor sonido: Nicolas Cantin, Thomas Desjonquères, Raphaëll Mouterde, Olivier Goinard y Randy Thom por El canto del lobo.
    • Mejor película de animación: ¿Dónde está mi cuerpo?, de Jérémy Clapin.
    • Mejor primera película: Papicha, sueños de libertad, de Mounia Meddour.
    • Mejor documental: M, de Yolande Zauberman.
    • Mejor película extranjera: Parásitos, de Bong Joon-ho, Corea del Sur.
    • Mejor corto de ficción: Pile Poil, de Lauriane Escaffre y Yvonnick Muller.
    • Mejor corto animado: La noche de las bolsas de plástico, de Gabriel Harel.
    • Premio del Público: Los miserables, de Ladj Ly.

    por Juan Roures
    febrero 29, 2020

    Ganadores de los 45º Premios César

    por Juan Roures | febrero 29, 2020

    Controvertida pero elegante, «Reina de corazones» se alzó con el Premio del Público de la competición internacional de ficción del Festival de Sundance hace ya un año y, tras conseguir una nominación a los Premios de Cine Europeo para su protagonista, Trine Dyrholm, por fin va a estrenarse en España, lo que nos ha brindado la oportunidad de hablar con su directora, la egipcio-danesa May el-Toukhy.


    Entrevista a May el-Toukhy, directora de «Reina de corazones».
    Texto de Juan Roures | | Madrid-Copenhague.

    ¿Cómo se involucró Trine Dyrholm en la película y qué le aportó?

    Trine Dyrholm se unió al proyecto muy pronto, antes de que hubiera guión siquiera. Hemos realizado varios proyectos juntas y nos conocemos bien, así que fue natural para mí compartir mis pensamientos sobre esta historia con ella. Es una actriz magnífica y además una increíble lectora de guiones, con lo que aportó una enorme complejidad a este personaje femenino por partida doble. Es una de las personas más valientes que conozco en lo que respecta a desafiarse a uno mismo.

    Gustav Lindh, sin embargo, es prácticamente un debutante, ¿cómo fue trabajar con él junto a Dyrholm, especialmente teniendo en cuenta la importancia de las escenas de sexo?

    Gustav Lindh tiene un don natural de pura presencia. Y eso es muy similar a lo conseguido por Trine Dyrholm en el espacio de trabajo. Él entendió desde el principio que mi ambición con las escenas de sexo simulado era que fueran brutales y audaces. Fui muy franca y específica sobre cómo iba a filmar esas escenas en todo momento. Por supuesto, hay una diferencia entre trabajar con una actriz muy experimentada y un actor menos experimentado. Pero nunca tuve la sensación de que Gustav Lindh estuviera intimidado por Trine Dyrholm o por mí. De hecho, esa es una de las razones por las que lo elegí.

    Anne es una abogada que defiende a las víctimas de abuso sexual, pero ella misma tiene una actitud controvertida hacia la sexualidad, así como hacia la verdad... ¿Qué le interesó de esta ironía?

    Me fascinan los puntos ciegos que tenemos como seres humanos. Y me parece eternamente interesante que a veces no veamos nuestros propios patrones. Por lo tanto, mi coguionista, Maren Louise Käehne, y yo decidimos darle a Anne esa profesión específica. Además, su superpoder, su valentía, es su defecto fatal. Ella puede mejorar la belleza del mundo con su superpoder, pero también dañar a otros con ella. Y eso me parece muy cierto para muchos de nosotros.

    ¿Cuándo y cómo comenzó la relación entre esta película y Alicia en el país de las maravillas?

    Alicia en el país de las maravillas es el libro que Maren Louise estaba leyendo a sus hijos cuando escribimos la película juntas y lo incluyó en el guión. Pero el plan inicial era encontrar algo más adecuado más adelante. ¡Sólo que nunca lo hicimos! Y, con el tiempo, Alicia en el país de las maravillas se convirtió en la referencia perfecta para la película. Porque la propia Alicia cae en la madriguera del conejo y se pierde en un mundo donde las reglas cambian todo el tiempo y todo se pone del revés. La ambición era contar una historia que hiciera exactamente eso a los personajes, así como, claro, al público.

    La Reina de Corazones es una villana muy famosa, pero ¿hay realmente villanos en esta película?

    Dedicir eso depende de la audiencia. En mi opinión, todos tenemos la capacidad de convertirnos en héroes y villanos. Anne es ambas cosas. Es producto de su propia historia y una víctima de eso, pero también la perpetradora, una persona que en teoría debería saber hacer las cosas mejor. Y cada espectador tiene una opinión distinta sobre ella. Mi idea con la película era nunca juzgar a los personajes, sino iniciar un diálogo con el público.

    Los entornos naturales pacíficos donde comienza la conflictiva historia de amor parecen contrastar con el rígido mundo de los tribunales, ¿cuál era su plan para el diseño de producción?

    Con los contrastes visuales, mi idea era crear un contraste entre el comportamiento civilizado de los personajes y su comportamiento animal. La naturaleza representa eso para mí. En la naturaleza, los animales inteligentes, grandes, fuertes y envenenadores se imponen a los demás. Y esa dinámica es también un símbolo de lo que sucede entre los miembros de la familia de Reina de corazones, en esa jerarquía tan presente de la que sin embargo nunca se habla realmente.

    por Juan Roures
    febrero 27, 2020

    Entrevista: May el-Toukhy, directora de «Reina de corazones»

    por Juan Roures | febrero 27, 2020

    La educación sentimental

    Crítica ★★★☆☆ de «Le sel des larmes», de Philippe Garrel.

    Francia, 2020. Título original: Le sel des larmes. Dirección: Philippe Garrel. Guion: Philippe Garrel, Jean-Claude Carrière, Arlette Langmann. Compañía productora: Rectangle Productions. Fotografía: Renato Berta. Música: Jean-Louis Aubert. Montaje: François Gedigier. Diseño de producción: Emmanuel De Chauvigny. Producción: Edouard Weil, Laurine Pelassy. Reparto: Logann Antuofermo, Oulaya Amamra, André Wilms, Louise Chevillotte, Souheila Yacoub, Martin Mesnier, Teddy Chawa, Aline Belibi. Duración: 100 minutos.

    Philippe Garrel tiene una cualidad poco común: la de conjurar el enamoramiento en cuestión de segundos. En otros casos, tomemos el del cine clásico americano, que entre dos personajes haga su efecto la flecha de Cupido forma parte de un pacto de lectura por el cual su amor repentino se acepta como necesidad de guion. Que sea así no le quita fuerza al romanticismo de sus imágenes, por supuesto. Hay algo magnético en que baste una mirada, un par de gestos, un beso de cinco segundos como máximo, para que nos dejemos llevar por la fantasía del flechazo instantáneo. Lo que queremos decir es que lo de Garrel es otra cosa, que tiene más que ver con la economía de planos y la precisión en las elipsis. Y que no convierte al romance en catalizador de una imagen romántica en su totalidad, sino en un compuesto interno a ella con vida propia, tan fácil de crear como de disolver. Para esto último, un simple corte de montaje puede bastar para que, de pronto, descubramos que el sentimiento ya es otro. Al respecto, les proponemos centrarnos en el comienzo de Le sel des larmes. La escena de apertura consiste en un único plano de desplazamiento tomado desde las alturas. Vemos a nuestro protagonista, Luc (Logann Antuofermo) salir de una estación de tren y atravesar una plaza en dirección a la parada del metro. Ahí está toda la información que necesitamos de él: llega a París con lo puesto, en una situación de tránsito entre desplazamientos. Después sabremos que está en la capital gala para hacer un examen de acceso a una escuela profesional y volver enseguida a su ciudad, pero el detalle es lo de menos: lo que importa es un estado vital más abstracto y que tiene que ver con su perenne mochila al hombro y su situación entre dos viajes.

    Tras ello, un corte típicamente garreliano y pasamos a Luc, de nuevo, pendiente de otro desplazamiento. Camina por una callecita buscando la parada del autobús. Pero entonces se topa con Djemila (Oulaya Amamra), la aborda, y la cámara transforma su relación con el espacio. Garrel cambia las vistas de seguimiento de Luc a planos-contraplanos. El propio escenario reafirma el recurso visual, puesto que vemos a los muchachos hablarse desde distintas aceras. El uno frente al otro, la calzada en medio. Porque ahora hay algo que ha detenido el estado de tránsito de Luc. Pasamos del perpetuo movimiento del viaje al estatismo de la atracción. Tras lo cual, volvemos al corte. Después de la elipsis llega la secuencia de la primera cita de Luc y Djemila, esa misma noche. Atendiendo a los estándares temporales, estas tres secuencias han transcurrido en un día completo. Pero tal medición no nos dice nada, porque Garrel tiene la virtud de crear su propio tiempo, un tiempo depurado que deja las situaciones entre dichas secuencias en vacíos irrelevantes. Gracias a esta continuidad tan pulida, podemos cotejar una escena (el encuentro) con la siguiente (la cita) y detenernos en los cambios entre ambas, contenidos en las miradas de los personajes —en el lenguaje de Garrel, la atención a los rostros es el nexo de las elipsis—. La primera atracción antes, brusca y repentina, que da paso ahora a las primeras ternuras. Podemos, también, comprobar que la atracción es forzada por Luc en su manera directa de abordar a la chica, y que la ternura tiene más que ver con la sensibilidad de ella. Así pues, la medición que importa no es la de un día sino la de tres secuencias, que a su vez implican tres estados sucesivos: el tránsito, la parada y el acercamiento. Dicho con tal sequedad podemos apreciar mejor la limpieza de la gramática garreliana.

    por Miguel Muñoz Garnica
    febrero 26, 2020

    Crítica | The salt of tears (Le sel des larmes)

    por Miguel Muñoz Garnica | febrero 26, 2020

    Llegan sin avisar

    Crítica ★★★★☆ de «Color Out of Space», de Richard Stanley.

    Estados Unidos, 2019. Título original: Color Out of Space. Director: Richard Stanley. Guion: Scarlett Amaris, Richard Stanley (Historia: H.P. Lovecraft). Productores: Daniel Noah, Josh C. Waller, Lisa Whalen, Elijah Wood. Productoras: SpectreVision / ACE Pictures Entertainment / XYZ Films. Fotografía: Steve Annis. Música: Colin Stetson. Montaje: Brett W. Bachman, Reparto: Nicolas Cage, Joely Richardson, Madeleine Arthur, Elliot Knight, Tommy Chong, Brendan Meyer, Julian Hilliard, Josh C. Waller, Q'orianka Kilcher.

    Cuando parecía que la carrera como actor del un día imprescindible Nicolas Cage parecía haber caído en un oscuro pozo habitado por subproductos de acción de serie Z que ni siquiera llegan a ser estrenados en salas comerciales, el cine fantástico parece haberle dado una segunda juventud, haciéndole protagonista de un puñado de títulos que, por méritos propios, se han ganado ciertas simpatías en diferentes festivales especializados en los últimos años. Estamos hablando de esa suerte de trilogía que conforman la irreverente comedia zombie Mamá y papá (Brian Taylor, 2017), la inclasificable Mandy (Panos Cosmatos, 2018) y esta Color Out of Space (Richard Stanley, 2019) que adapta una historia de H.P. Lovecraft que ya había sido llevada a la gran pantalla en varias ocasiones, siendo la más popular Granja maldita (David Keith, 1987). Por todos es sabido lo complicado que ha sido siempre trasladar el particularísimo universo del escritor de Providence al cine, siendo pocas las películas que se han acercado a capturar una mínima parte del espíritu de ese horror cósmico que este cultivara en sus obras. Para este nuevo intento, producido por SpectreVision, responsables también de Mandy, se ha confiado en la dirección de uno de los realizadores más injustamente marginados que ha conocido el género, Richard Stanley, responsable de una serie B maldita de ciencia ficción que se convirtió con los años en todo un título de culto del subgénero cyberpunk, Hardware, programado para matar (1990). Tras aquel fracaso de taquilla, el director se las apañó para entregar otra pequeña joyita, por desgracia, muy poco conocida, El demonio del desierto (1992), cinta de terror con ambientación de western con la que volvió a sus raíces sudafricanas, antes de sufrir el mayor varapalo de su carrera cuando fue despedido del rodaje de la desastrosa La isla del Dr. Moreau (1997) para ser sustituido por un John Frankenheimer que tampoco fue capaz de levantar el proyecto. Tras más de una década dedicado al campo del documental y algún que otro cortometraje, Stanley vuelve a tener una oportunidad con esta Color Out of Space que, si bien no será tampoco la adaptación definitiva de Lovecraft, al menos sí sale más que airosa del intento.

    La historia ideada por Lovecraft y puesta en imágenes por Stanley, habla de una amenaza sobrenatural llegada desde el espacio exterior, esta vez tomando la forma de una especie de meteorito que se estrella en un entorno rural, más concretamente en una granja de Massachusetts donde vive una familia, formada por un matrimonio y sus tres hijos, que se dedica al cuidado de alpacas. Lo que debía ser ese lugar idílico y apartado del mundanal ruido en el que los Gardner se habían refugiado para sobrellevar la convalecencia de la madre de la familia del cáncer que padece, se convierte en un escenario de pesadilla desde el momento en que comienzan a manifestarse los efectos tóxicos que la piedra de otro mundo tiene en la fauna y flora del lugar. Todo empieza con extrañas mutaciones en las hortalizas del huerto y animales, pero se acentúa con el envenenamiento que los habitantes del lugar sufren al beber del agua contaminada. Este sugestivo argumento, que adquiere una paradójica actualidad en estos tiempos de coronavirus, sirvió de inspiración a algunos de los más entrañables clásicos de la ciencia ficción de los años 50 (y sus consiguientes remakes de los 70 y 80), como El enigma de otro mundo (Christian Nyby, Howard Hawks, 1951), Invasores de Marte (William Cameron Menzies, 1953), La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) o La masa devoradora (Irvin S. Yeaworth Jr., 1958), todo un subgénero de especies extraterrestres que intentaban una invasión silenciosa de nuestro planeta, en muchos de los casos, usurpando las personalidades de sus habitantes. Ese encantador aroma de serie B añeja está muy presente en Color Out of Space, que juega muy bien la carta de la paranoia y el miedo a lo desconocido y que se detiene, más que las versiones anteriores, en describir las personalidades de los distintos miembros de la familia protagonista, así como las relaciones que mantienen los unos con los otros. La película se divierte presentando a una familia perfecta, no exenta de alguna excentricidad como la de que la hija adolescente se dedique a realizar rituales esotéricos para tratar de devolver la salud a su madre, antes de sumergirla en una situación desesperada que les irá convirtiendo, literalmente, en monstruos.

    por José Martín León
    febrero 23, 2020

    Crítica | Color Out of Space

    por José Martín León | febrero 23, 2020

    La doble distopía

    Crítica ★★★☆☆ de «Swimming Out Till The Sea Turns Blue», de Jia Zhangke.

    China, 2020. Título original: 一直游到海水變藍 | Yi zhi you dao hai shui bian lan. Dirección: Jia Zhang-ke. Guion: Jia Zhang-ke, Wan Jiahuan. Producción: World Sales. Productora: Zhao Tao. Co-productores: Fu Ruoqing, Wang Jianer, Gao Xiaojiang, Sun Changpeng, Zhu Weijie, Wang Zhongjun, Lin Binwei, Zhu Zhenhua. Fotografía: Yu Lik-wai. Dirección de sonido: Zhang Yang. Diseño de producción: Zhang Dong. Montaje: Kong Jinlei. Duración: 112 minutos.

    Ha ocurrido una y mil veces con la utopía: cuando nos acercamos a ella, la atractiva blancura que la recubre se desvanece y empieza a complicarse. Cuando las ideas gravitan de vuelta a lo humano, a lo mundano, inevitablemente acaban problematizándose. Por ello, cuando las estatuas del principio del último documental del cineasta chino Jia Zhangke se tornan rostros humanos, cuando el modelo de campesino-proletario entregado a un Bien común se equipara, con un simple corte, a la arrugada faz de un anciano esperando en un comedor social, entonces sabemos que la cosa no es tan sencilla. Un residente de la Villa de la Familia Jia, en Fenyang (Shanxi), de donde Zhangke es oriundo, nos relata orgulloso cómo Ma Feng (1922-2004) promovió la recuperación de ese pueblo, cuya tierra había sido alcalinizada por la acidez del agua de los cultivos, gracias a la movilización conjunta de los campesinos que la trabajaban. Una historia épica de trabajo en equipo, la conversión de un lugar inhóspito en una nueva Arcadia china. Genial, excepto que no tanto. La historia de Fenyang, reciclada constantemente por el régimen como ejemplo de los máximos ideales comunistas, esconde en realidad una caída durante los años posteriores hacia los infiernos más recónditos de la distopía. Y, sin embargo, ahí tenemos este luminoso primer capítulo (uno de dieciocho), en que, quizás de forma similar a la que Tsai Ming Liang observaba el rostro humano en Your Face (2019), se eleva la vivencia humana más inmediata –tanto en la película que nos ocupa como en la de Ming Liang, a partir del trabajo con la amplificación de la mínima gestualidad facial–, trasladándola a un estrato abstracto, ideal. Es, de alguna forma, una parábola semejante al doble viaje que se realiza con cualquier representación artística: recoger testimonios reales, para regurgitarlos y devolverlos al mundo que les pertenece.

    Por ello, parece natural que, a la hora de encarar el retrato de su ciudad idealizada, Jia Zhangke recurra al testimonio de tres de sus hijos pródigos, que han cosechado su carrera alrededor de la literatura. Así, aparecen las autobiografías de Jia Pingwa, Yu Hua y Liang Hong; tres nombres populares que han tratado en sus novelas de exponer el espacio que separa, insalvable, el ideal comunista de vida campesina y la verdadera experiencia rural. Para conectarlos, esporádicos fragmentos de obras suyas y de otros autores, ordenados por temática («amor», «padre», «vivir», conceptos que nombran además a los capítulos de la película) y recitados oficiosamente por campesinos –lo sean o no, poco importa. A estos interludios se les suman viñetas aparentemente desconectadas de gente en sitios, que beben de un cierto cine observacional, muy alejado del periodismo de manual que rige las entrevistas del grueso de la película. Esta amalgama a priori parecerá gratuita, y tiene todos los números de perder al espectador en su propia descoyuntura. También en las entrevistas podría haber más brevedad, menos reportaje de simple busto parlante, para así evitar el inevitable y tedioso ritmo de la crónica por puntos.

    Juicios a parte, me interesa más el posicionamiento de Zhangke sobre el gran telón de fondo que envuelve siempre cualquier cuestión referente a la China rural de la última mitad de siglo pasado; ya sabéis, ese tema. Porque, por un lado, partimos del imaginario por defecto de cualquier «documental sobre la vida de», que presupone –Bourdieu ya lo argumentaba– que el valor de la obra engloba también aspectos biográficos ineludibles y que, por lo tanto, la grandeza de lo que estos tres autores viene dada, en parte, «gracias» al sufrimiento que han experimentado en sus respectivas vidas. Pura convención, sin duda, pero que pocas veces se ha rebatido en la crítica artística. Lamentablemente, tampoco aquí Zhangke parece dispuesto a negar concesiones de este tipo.

    por Mariona Borrull Zapata
    febrero 23, 2020

    Crítica | Swimming Out Till The Sea Turns Blue, de Jia Zhangke

    por Mariona Borrull Zapata | febrero 23, 2020

    Hijos de la guerra

    Crítica ★★★★☆ de «Monos», dirigida por Alejandro Landes.

    Colombia, 2019. Presentación: Festival de Sundance 2019. Dirección: Alejandro Landes. Guion: Alexis Dos Santos, Alejandro Landes. Productora: Stela Cine. Fotografía: Jasper Wolf. Montaje: Yorgos Mavropsaridis, Ted Guard, Santiago Otheguy. Música: Mica Levi. Diseño de producción: Daniela Schneider. Reparto: Julianne Nicholson, Moises Arias, Jorge Román, Sofia Buenaventura, Laura Castrillón, Sneider Castro. Duración: 102 minutos.

    | Este texto expone detalles de la trama |

    Monos no es una película corriente. No es un filme de guerra al uso, ni tampoco un coming-of-age a la vieja usanza. Desde el primer momento, el largometraje de Alejandro Landes se dedica a romper concienzudamente todos los moldes en los que intenta colocarse la historia que narra. El realizador colombiano parece querernos decir que, en Colombia, ni la guerra ni el alcance de la madurez pueden identificarse con ese idilio hollywoodiense que la industria norteamericana se ha esforzado por insertar en nuestro imaginario colectivo. En la cinta, Landes conjura dos influencias a priori antagónicas: por un lado, el estilo hiperbólico del cine de acción estadounidense, con frenéticas secuencias de persecución y de guerra que mantienen en vilo al espectador; y por otro, el carácter pausado y esteticista del cine de autor, con planos visualmente espectaculares que sacan el máximo partido del variado paisaje colombiano. Esta combinación introduce al espectador en una realidad contradictoria, en la que el horror de la violencia también permite adentrarse en ella desde un punto de vista más poético y reflexivo —aunque impostado en algunas ocasiones.

    En este sentido, Monos parece reconocer abiertamente su deuda con Apocalypse Now, con clarísimas referencias a la obra maestra de Coppola. La muerte de la vaca, los rostros pintados de negro o la única escena de combate de la película son pequeños homenajes que Landes dedica a su predecesor. Al igual que en la película del director americano, el colombiano se esfuerza en retratar la espiral de locura que envuelve a la violencia, ya presente desde un primer momento. Los niños, aunque al principio se muestran más ingenuos e idealistas, ya forman parte del sinsentido desde la primera secuencia: aparecen jugando, pero con ametralladoras. Es especialmente significativo que la cinta comience con dos celebraciones casi opuestas: una «quinceañera» —aunque sea la de un chico— y una boda. Estos pasajes de la cinta —imposible no acordarse de El señor de las moscas— afirman claramente que, de alguna manera, para los Monos ya es tarde desde el principio. Para ellos, la infancia —y la inocencia que esta implica— no es nunca una opción.

    por Juan Montón
    febrero 23, 2020

    Crítica | Monos

    por Juan Montón | febrero 23, 2020

    Violencia contra la violencia de estado

    Crítica ★★☆☆☆ de «Bacurau», de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles.

    Brasil, 2019. Título original: Bacurau. Dirección y guión: Kleber Mendonça, Juliano Dornelles. Compañías Productoras: SBS Productions, ARTE France Cinéma, CinemaScópio (BR), Globo Filmes (BR). Presentación: competición del Festival de Cannes 2019. Productores: Tiago Melo, Saïd Ben Saïd, Michel Merkt. Producción Ejecutiva: Emilie Lesclaux. Fotografía: Pedro Sotero. Edición: Eduardo Serrano. Música: Gustavo Montenegro. Intérpretes: Udo Kier, Sonia Braga, Barbara Colen, Jonny Mars, Chris Doubek, Karine Teles, Alli Willow, Brian Townes, Antonio Saboia, Silvero Pereira. Duración: 132 minutos.

    Macondo, Santa María, Comala. Territorios que estarían en el inconsciente de este Bacurau, un lugar que, de repente, deja de aparecer en los mapas, como si el espacio, las casas, los habitantes, nunca hubieran existido como un preámbulo al olvido interesado. Y en el inicio de Bacurau, última película del director brasileño Kleber Mendonça Filho, en esta ocasión a cuatro manos con Juliano Dornelles, transpira esa esencia literaria del realismo mágico, de lugares donde la realidad puede verse superada por cualquier hecho inexplicable que pasa a formar parte de la colectividad con la mayor de las naturalidades. Un funeral en el que los asistentes previamente toman una poderosa droga alucinógena, una muerta insultada en su propio funeral, un ovni que sigue a un lugareño, un profesor incapaz de encontrar junto con sus alumnos el pueblo vía satélite porque éste ha desaparecido. Parecería que nos movemos en el espectro de lo inexplicable, de lo carente de lógica, más cerca del espíritu de Chuva e cantoria na aldea dos mortos que de la narrativa reconocible y amable de la anterior película de Mendonça, Doña Clara.

    Pero esta impresión inicial queda despejada muy pronto, el envoltorio que adorna los primeros minutos de película muta de lo fantástico o irreal a la fábula, y dentro de ésta a la de contenido político, acercándose a las anteriores películas del director aunque nos hubiera podido parecer que había un cambio de registro. Lo onírico, lo intangible, lo irreal, da paso a lo material, a lo tribal, a lo indigenista, aunque maquillado para hacerlo más contemporáneo. Si en Doña Clara o en O som ao redor la lucha se individualizaba, el sistema era enfrentado por voluntades individuales resistentes y dispuestas a no dejarse quebrar fácilmente, en Bacurau es la existencia del grupo la que justifica y refuerza esa lucha que, individualmente, estaría condenada al fracaso. La primera escena de presentación es sintomática, un cielo estrellado va dando paso, gradualmente, a un acercamiento al planeta Tierra, al continente sudamericano, a Brasil y al pequeño pueblo que se debate ante una crisis de subsistencia, organizado para que la falta de agua provocada por los poderes de siempre no determine su abandono. Sería como la creación de Uderzo y Goscinny, aquel mapa de la Galia que iniciaba todas las aventuras de Astérix donde la irreductible aldea era aumentada con una lupa para que supiéramos que ahí estaba el objetivo a seguir y el germen de la resistencia.

    por Miguel Martín Maestro
    febrero 23, 2020

    Crítica | Bacurau

    por Miguel Martín Maestro | febrero 23, 2020

    El amor (o el sexo) está en el aire

    Crítica ★★★★☆ de «Pico 3», dirigida por María Antón Cabot.

    España, 2018. Directora: María Antón Cabot. Guión: Marina Maesso. Montaje: María Antón Cabot. Actores principales: Clementina Gades. Productores: María Antón Cabot, Carlos Pardo Ros. Productor ejecutivo: Carlos Pardo Ros, Teo Guillem. Fotografía: Ana Catalá. Sonido: Daniel Rincón. 64 minutos.

    En 1961, Jean Rouch y Edgar Morin salieron a las calles de París con una pregunta muy simple, «¿eres feliz?». Eran los tiempos incipientes del «cinema verité», y aquella pregunta permitía dibujar con precisión todas las capas sociales de un país a punto de entrar en ebullición en Crónica de un verano. En 1963 Pasolini, cámara y micrófono en mano, filmaba por Italia su Comizi d’amore, una encuesta callejera intentando que los y las italianas dijeran en público su opinión sobre las relaciones entre hombres y mujeres, sobre su sexualidad, el matrimonio o la virginidad. Una experiencia que permitía ir distribuyendo el espectro sociológico que diferenciaba el norte del sur de Italia, las clases urbanas de las rurales, la mujer trabajadora de la mujer encerrada en su casa siguiendo roles patriarcales. Hay que dejar claro que no es éste el tipo de material con el que se mueve, ni el resultado que pretende María Antón con Pico 3, entre otras cosas porque su propuesta, estéticamente, está alejada de esa idea de cine periodístico que busca la verdad, sea ésta cual sea, pero sí que hay ese punto de conexión entre el intento de hacer una película personal, con un concepto visual y sonoro muy definido, unido a la idea de la encuesta, de la pregunta más o menos incómoda, centrada en un segmento muy particular del país: su gente joven.

    Hay que empezar destacando la enorme calidad de un trabajo que, en poco más de una hora, es capaz, no sólo de usar el documental como técnica narrativa, sino que éste termine mutando en ficción sensorial y en experimento visual y sonoro, algo que parecía apuntarse desde las dos escenas iniciales pero que parecería desaparecer, salvo breves apuntes intercalados entre los testimonios, cuando el dispositivo se centra en la entrevista espontánea. Lo lejos que uno se va quedando de determinadas realidades del presente quedan patentes a través de dos anécdotas en relación con esta sorprendente y estupenda película. La primera, tener que consultar en internet cómo se escribe el signo matemático que precede al 3 del título, y la segunda saber qué significa ese simbolismo. Lo que para las generaciones analógicas se acerca al jeroglífico egipcio para las jóvenes digitalizadas es ejemplo de un lenguaje alternativo en el mundo de la tecnología y reconocido sin dificultad. Ese Pico 3 es el equivalente a un corazón, es decir, un signo de amor, amistad, confidencialidad en el mundo de los smartphones que nos avasalla y que, a algunos, nos expulsa directamente de la realidad imperante. Por lo tanto la película tiene que hablar de gente joven, muy joven, insultantemente joven; la que identifica a primera vista el valor del símbolo que también encierra un signo. Personas en ocasiones asombrosamente maduras y racionales pese a su edad, pero en muchas otras completamente anodina y superficial; a veces ingenuamente expuesta a sus propias incoherencias, y en otras extremadamente locuaz en sus silencios o vergüenzas, es decir, salvo la diferencia de edad, idénticos a cualquier otra etapa de la edad o de la vida, pero con la necesidad de experimentar las primeras sensaciones amorosas.

    La pregunta clave de Antón, siguiendo esa estela de Rouch y Morín, sería la de ¿qué es estar enamorado?, y dejar que los chicos y chicas que se someten al escrutinio de la cámara en el parque de El retiro de Madrid, se expresen con la libertad de su vocabulario, se quiten la palabra o no haya manera de que se atrevan a hablar con un discurso elaborado. Pero esa pregunta puede venir respondida, en muchas ocasiones, por la simple contemplación sin apoyo verbal del comportamiento juvenil, y aquí es donde entra el ojo documental de la directora, procedente del colectivo Lacasinegra. Esas praderas arboladas del parque, con multitud de parejas más o menos encariñadas, más o menos ajenas a lo que les rodea y absortas el uno para el otro, proporcionan más información que la que se verbaliza. El comportamiento gestual de jóvenes que acuden al parque a seguir con un ritual inextinguible porque forma parte de la naturaleza humana, exhibirse, dejarse ver, seducir, mirarse, «venderse» en definitiva en un escaparate a la búsqueda de lo que termina convirtiendo el final de la película en un estallido de colores, luces, gemidos y sensaciones de placer; largas son las horas del día como intensas y breves las de la noche.

    por Miguel Martín Maestro
    febrero 23, 2020

    Crítica | Pico 3, de María Antón Cabot

    por Miguel Martín Maestro | febrero 23, 2020

    Malos tiempos para el esteta

    Crítica ★★☆☆☆ de «Domino», de Brian De Palma.

    Dinamarca. 2019. Título original: Domino. Director: Brian De Palma. Guion: Petter Skavlan. Productores: Michel Schønnemann, Els Vandevorst. Productoras: Coproducción Dinamarca-Francia-Bélgica-Italia-Países Bajos (Holanda)-Estados Unidos-Reino Unido; Backup Media / Saban Films / Schønne Film / Zilvermeer Productions / N279 Entertainment / Action Brand / Recalcati Multimedia / Light Industry Motion Pictures / Beluga Tree / Proximus / Canal+ / Ciné+ / Global Road Entertainment / Mollywood / Suroeste Films. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Pino Donaggio. Montaje: Bill Pankow. Reparto: Nikolaj Coster-Waldau, Carice van Houten, Guy Pearce, Søren Malling, Paprika Steen, Eriq Ebouaney.

    Que un creador de la talla de Brian De Palma vuelva a asomarse en la gran pantalla siempre debería ser sinónimo de alegría para cualquier aficionado al cine, sobre todo si se tiene en cuenta que han pasado trece años desde que Redacted (2007), aquella noqueante muestra de cine políticamente comprometido, cuyo estilo documental se alejó completamente de la estilización que caracterizaba a su obra, suponiendo una rara avis dentro de su filmografía, fuese la última ocasión de ver una de sus películas estrenadas en los cines de España, donde Passion (2012), su penúltimo trabajo hasta la fecha, continúa inédito. Algo inaudito, ya que no dejaba de tener cierto anzuelo comercial en la presencia de su atractiva pareja protagonista, formada por Rachel McAdams y Noomi Rapace. No corren buenos tiempos para los cineastas clásicos y parece que el casi octogenario De Palma ha pasado de ser uno de los directores más influyentes y personales de los 70 y 80 a convertirse en una presencia casi incómoda dentro de la industria. Cierta aura de marginalidad le persigue desde el desastre (artístico y financiero) de su epopeya espacial Misión a Marte (2000) y cada nuevo estreno suyo se ha topado con un rechazo bastante generalizado. Pero, al César lo que es del César: en Femme Fatale (2002), vilipendiadísima en Cannes, y en Passion aún podían detectarse fogonazos del genio de De Palma y algunas virtuosas secuencias a la altura de pocos realizadores actuales. Y es que, a fin de cuentas, estamos ante un director que fue saludado en sus inicios como el sucesor original del maestro Hitchcock, gracias a magníficas películas de suspense como Fascinación (1976), Vestida para matar (1980), Impacto (1981) o Doble cuerpo (1984), y que ha dejado para la posteridad algunos thrillers tan apasionantes como El precio del poder (1983), Los intocables de Eliot Ness (1987) o Atrapado por su pasado (1993). Si bien es cierto que semejante legado deja poco espacio a la duda sobre la profesionalidad del director, tampoco se puede negar la evidencia de que, en su última obra, Domino (2019), poco se puede salvar de una quema tristemente merecida.

    De Palma, sobrado de talento y personalidad como para merecer todo tipo de facilidades a su alcance para sacar adelante sus películas, no ha encontrado más que constantes obstáculos en esta producción noruega “de encargo”, empezando por un presupuesto ajustado, más propio de un telefilme europeo de sobremesa, y terminando en un guion, obra de Peter Skavlan, que acabó siendo deslavazado por la imposibilidad de rodar gran parte del material y por una posproducción de la que el propio director reniega, no sin razones. Nunca sabremos cómo de compleja o interesante podría haber llegado a ser la historia concebida por el guionista de Kon-Tiki (Joachim Rønning, Espen Sandberg, 2012), pero lo que Domino ha terminado ofreciendo es poco menos que un confuso thriller terrorista que gira en torno al mascado tema de la venganza. El punto de partida, al menos sobre el papel, no podría parecer más sencillo: un policía danés pierde a un compañero (e íntimo amigo) en acto de servicio, asesinado por un supuesto terrorista islámico al que perseguirá sin tregua, ayudado por una oficial que también mantenía estrechos vínculos afectivos con la víctima. La acción (y el entendimiento de la trama) se complica con la entrada en escena de la CIA y una operación secreta que busca desestructurar una célula terrorista del ISIS que busca sembrar el terror en Europa con sendos atentados. Demasiados ingredientes y personajes para una película de acción y suspense de menos de 90 minutos de metraje, por lo que se termina quedando la sensación de que muchas ideas quedaron descartadas, ya fuese en la mesa de montaje o, directamente, sin realizar como consecuencia de esa falta de presupuesto que obligó a De Palma a aparcar su obsesión por medir al milímetro cada toma, para echar mano de oficio e improvisación si quería rodar la película dentro del tiempo estipulado. Y el resultado final es un continuo quiero y no puedo en el que, en todo momento, se puede apreciar la sombra de lo que pudo llegar a ser si el proyecto se hubiese abordado con algo más de ambición y, sobre todo, libertad creativa.

    por José Martín León
    febrero 23, 2020

    Crítica | Domino

    por José Martín León | febrero 23, 2020

    Dibujos en el encierro

    Crítica ★★★☆☆ de «Las golondrinas de Kabul», de Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec.

    Francia, 2019. Título original: Les hirondelles de Kaboul. Dirección: Zabou Breitman, Eléa Gobbé-Mévellec. Guion: Zabou Breitman, Patricia Mortagne, Sébastien Tavel (Libro: Yasmina Khadra). Producción: arte France Cinéma, Les Armateurs. Música: Alexis Rault. Presentación oficial: Un Certain Regard, Festival de Cannes. Duración: 80 minutos.

    Es verano de 1998 en Kabul, la capital de Afganistán. En una calle, una mujer está a punto de ser dilapidada. Un joven (voz de Swann Arlaud) mira la escena y, después de dudar unos momentos, lanza una piedra junto con el resto de hombres coléricos. De regreso a casa, Mohsen, el joven de la piedra, se muestra taciturno con Zunaira (Zita Hanrot), su pareja, una alegre artista que debe escuchar forzadamente música con auriculares y que ansía un futuro mejor para su país. Mohsen y Zunaira son profesionistas en busca de una vía de resistencia al régimen talibán; y la posibilidad de dar clases en una escuela clandestina parece serlo. Ambos representan la esperanza entre la tiranía; contrastan con otra pareja conformada por Atiq (Simon Abkarian), un veterano de guerra que trabaja como guardián en una prisión de mujeres, y su Musarat (Hiam Abbass), que padece una enfermedad terminal. Los destinos de las parejas se cruzan a causa de un terrible accidente para explorar temas como el amor, la pérdida o el encarcelamiento femenino —el burka como una suerte de prisión.

    Las golondrinas de Kabul está basada en la novela homónima de Yasmina Khadra (seudónimo femenino del escritor argelino Mohammed Moulessehou) y cuenta con la dirección de Zabou Breitman y Eléa Gobbé-Mévellec, esta última animatriz de Ernst & Celestine (2012), película con la que mantiene los detalles de las líneas intermitentes en los contornos de los personajes, o las insinuaciones del color, que, como en toda acuarela, no ocupan por completo el espacio y resaltan los blancos, los vacíos. Precisamente, y atendiendo a referencias, a la hora de abordar el trabajo de este tándem de directoras resulta interesante volver a obras como Osama (2003) y El pan de la guerra (2017). Ambas, desde sus propios géneros (la segunda también es una animación), tratan de las distintas formas de violencia hacia las mujeres, desde el enclaustramiento hasta la muerte, a partir de las historias de niñas que deben «transformarse» en varones para poder comer y trabajar. Si en Osama la película comenzaba presentando la manifestación (y su terrible represión) de cientos de mujeres en burka vistas desde el punto de vista de un documentalista extranjero, Las golondrinas de Kabul está en un punto intermedio entre el realismo crudo de ésta y la metaficción de El pan de la guerra, que transita entre los horrores del régimen talibán con sus desapariciones forzadas y la belleza de los cuentos infantiles. De esta manera, la clave está en la representación. La animación, en su relación con la realidad, puede trastocarla, narrarla desde el recuerdo o la fantasía para evocarla, no le debe ningún registro fidedigno. Bajo este recurso se ha podido salir del silencio de la guerra, una posible respuesta a lo que se preguntó alguna vez el poeta Paul Celan sobre si era posible escribir poesía después de Auschwitz; así dibujó Art Spiegelman la vida de su padre en los campos de concentración en la novela gráfica Maus, sus dibujos son vínculo entre la realidad y la memoria y funcionan como representación abierta, como los bordes con acuarela que no terminan de llenarse o el relato mítico que enmarca la infancia.

    De ahí el énfasis de Las golondrinas de Kabul en el arte como elemento lúdico y, a su vez, como herramienta política. Zunaira tiene ocultos tras las cortinas de su hogar dibujos en los que aparecen caracterizados Mohsen y ella. De este modo, el rostro de Mohnsen se convierten en talismán y sus dibujos en icono de resiliencia durante los encierros tanto en casa como en la prisión. Si en Maus el dibujo le hacía frente al trauma de la guerra, en Las golondrinas de Kabul, la acuarela busca, como Zunaira, evocar la belleza como transgresión. Por ello en algún instante vemos árboles muy verdes entre el calor abrasador (el árbol-esperanza) y por tras estos vemos un grupo de golondrinas negras volar, un ave asociada al vuelo migratorio. En ese sentido, en el filme funciona como figura antitética de la prisión y del encierro y como un símil del anhelo de la libertad femenina. En la mística sufí, un cautivo puede transformarse en una golondrina; así lo narra el filósofo Ibn Arabi en un cuento en el que un prisionero que cree poder transmutar en dicho ave para ver a su familia. De esta forma, Las golondrinas de Kabul porta sus propias lecturas sobre la libertad y la negación que deshace el binomio compuesto por el destino y las acciones humanas, porque, como en muchos relatos sobre la guerra, la película se suma a la premisa de que ante el terror importa lo humano y todo lo que lo colorea: el arte, el perdón, el amor. En esa tradición, la propuesta de Breitman-Gobbé se guía por la premisa de los afectos como pequeños actos de rebeldía; recordatorios de lo que nos distingue y que invitan a la resistencia | ★★★☆☆


    Karina Solórzano |
    © Revista EAM / México


    por Karina Solórzano
    febrero 22, 2020

    Crítica | Las golondrinas de Kabul

    por Karina Solórzano | febrero 22, 2020

    «Columbus»: Arquitectura,
    espacio y diálogos con Ozu

    Videoensayo dedicado a Columbus (2017, Kogonada).

    Con este videoensayo, queremos introduciros dentro del espacio de Columbus. Un lugar donde fotografía, cine y arquitectura se combinan y dan con una estética delicada que invita a la contemplación de lo sublime con elegancia. La arquitectura es protagonista y convive con sus personajes pero, también, es catalizadora de los conflictos de sus protagonistas: Cassey es la hija de una exdrogadicta que se refugia en su pasión por la arquitectura de su ciudad. Jin, sin embargo, odia la arquitectura debido a su padre pero encuentra un punto de conexión con ella gracias a Cassey. Por medio de los edificios favoritos de Cassey mencionados en el filme y de su relación con el coprotagonista Jin, descubrimos la psicología de unos personajes atormentados por un sentimiento de infancia perdida.

    Con esta pieza remarcarmos el tiempo de Columbus, un ritmo pausado y contemplativo que deja brillar el poder de los silencios y la expresión de sus personajes. Los espacios deshabitados también tienen algo que decir, son la muestra de ese vacío interior que embarga a Cassey y Jin. Estas también son algunas de las características propias del estilo del director japonés Ozu, director predilecto de Kogonada del que toma inspiración para la creación de esta película, y eso es lo que hemos querido plasmar en la segunda parte de del vídeo.

    Este videoensayo es fruto de una práctica de los alumnos de la asignatura de «Crítica», 4º de Comunicación Audiovisual de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.


    Javier del Río y María López Bleda
    © Revista EAM / Pamplona





    por Redacción EAM
    febrero 18, 2020

    «Columbus»: Arquitectura, espacio y diálogos con Ozu

    por Redacción EAM | febrero 18, 2020


    Eugène Green y el arte de la mirada

    Videoensayo dedicado a la filmografía del director francés

    En este videoensayo recorremos parte de la filmografía del director francés para representar una de las herramientas más usadas en el cine de Eugène Green: las miradas. Su debilidad por el teatro ha llevado a que el autor componga numerosos primeros planos de las miradas de sus personajes. Hemos elegido cuatro de sus películas para ilustrarlo: Toutes les nuits (2001), Le Pont des Arts (2004), La Sapienza (2014), Le fils de Joseph (2016) y su cortometraje Como Fernando Pessoa salvou Portugal (2018). Hemos dividido esta pasión por las miradas del director en tres apartados. En primer lugar está la mirada contemplativa, que invita al espectador a parar la vista en la belleza y dejarse conmover por las obras de arte que los personajes contemplan. A la vez, también invita a detenerse en hechos de la vida más cotidiana como el simple caminar. En segundo lugar, la mirada correspondida expresada en el clásico recurso del plano-contraplano. Y, por último la mirada directa, donde el director se atreve a romper la cuarta pared y dejar que el actor se fije directamente en la cámara y como consecuencia en el espectador. Green utiliza el primer plano como uno de sus recursos más característicos evocando así a directores como Yasujiro Ozu o Robert Bresson. El director francés se acerca aún más a sus personajes, componiendo así una bellísima colección de rostros y miradas a lo largo de su filmografía.

    Este videoensayo es fruto de una práctica de los alumnos de la asignatura de «Crítica», 4º de Comunicación Audiovisual de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.


    Adriana Linares y Paloma González de Canales
    © Revista EAM / Pamplona




    por Redacción EAM
    febrero 18, 2020

    Eugène Green y el arte de la mirada

    por Redacción EAM | febrero 18, 2020


    Música y fotografía en «Cold War»

    Videoensayo dedicado a Cold War (2018, Pawel Pawlikowski)

    En el presente videoensayo hemos analizado dos de los elementos artísticos más usados en la película a servicio de su sentido: la música y la fotografía. En el primero de los apartados, la música, atendemos tanto al uso simbólico de los géneros como a su empleo enfático. En el caso de los géneros, el jazz se alza como expresión personificada de la libertad, la improvisación y la liberación de las normas; considerados temas centrales de la película. En el lado opuesto situamos el folclore, un género —por entonces— al servicio del Gobierno y las restricciones. Aquí se puede apreciar, además, la pérdida de la identidad, un tema que se mostrará al final de la película. Asimismo, la película usa la música para ilustrar los puntos de giro de los personajes. Hecho que se puede apreciar a lo largo de los encuentros —bailan y cantan jazz desde la primera vez que coinciden—, desencuentros —la música deja de sentirse y no suena igual— y cambios radicales de los personajes —la música es distorsionada o, en el caso de Zula, recurre a la música comercial, el género menos personal que existe, en un movimiento que recuerda al acto de prostituirse—. Por todo ello, afirmamos que la música no solo acompaña a los personajes, sino que ilustra su espíritu y pronuncia su arco de transformación. La fotografía es otro destacado recurso expresivo. El videoensayo pretende ejemplificar los modos en que el director habla al espectador de modo subliminal: el trato que recibe el personaje Lech Kaczmarek para que lo despreciemos mediante el encuadre, la presión que ejerce el Gobierno sobre el pueblo a través de las líneas, o como transmitir amor en la pantalla de modos contrapuestos gracias al movimiento.

    Este videoensayo es fruto de una práctica de los alumnos de la asignatura de «Crítica», 4º de Comunicación Audiovisual de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra.


    Cristian Ruiz y David Serón
    © Revista EAM / Pamplona




    por Redacción EAM
    febrero 18, 2020

    Música y fotografía en «Cold War»

    por Redacción EAM | febrero 18, 2020


    3. Tambores lejanos (1951)

    Podcast La última flecha


    Raoul Walsh estrenó en 1951 cuatro películas: Camino de la horca (Along the Great Divide), El hidalgo de los mares (Captain Horatio Hornblower), Sin conciencia (Enforcer) –codirigida con Bretaigne Windust— y Tambores lejanos (Distant Drums). En comparativa con el resto de su filmografía, esta última siempre ha sido considerada una película menor, de la que el propio realizador renegó, junto a otras muchas, a posteriori, por su vocación artesanal; perteneciente a una serie de trabajos de encargo –en este caso por el Ministerio de Interior, que buscaba promocionar la geografía floridense e incluso premió a Walsh la utilización de nativos de la zona como actores improvisados—, rodados en pocas semanas, con bajo presupuesto y a mayor gloria de un actor mediático. De esta manera, Gary Cooper, en el crepúsculo de su carrera, se enfunda el traje de explorador en esta aventura clásica que nos traslada a la primera década del siglo XIX en Florida. En una zona inhóspita, rodeada de manglares e infectada de caimanes, lo que parecía una misión rutinaria del ejército norteamericano –que describe brevemente la situación de tensión entre estadounidenses, españoles e indios en el área— se convierte en una huida a través del corazón de los Everglades, el paradigma geográfico del peligro, perseguidos por los semínolas, indígenas de fama sanguinaria que pondrán en jaque a la expedición liderada por Quincy Wyatt (Cooper). Con esta sencilla premisa se articula un filme cuyo gran valor es su dinamismo en la puesta en escena, algo que, al contrario de lo que pensaba su creador, le ha valido un hueco como clásico popular.

    Tambores lejanos es la protagonista de la tercera entrega de «La última flecha». Daniel Lourtau, Emilio M. Luna, Miguel Muñoz Garnica y José Luis Forte analizan y debaten sobre este clásico de Walsh.

    por Redacción EAM
    febrero 16, 2020

    Podcast: Tambores lejanos (1951)

    por Redacción EAM | febrero 16, 2020

    El hombre es un lobo para la mujer

    Crítica ★★★☆☆ de «El huevo del dinosaurio», dirigida por Quan'an Wang.

    Mongolia y China, 2019. Título original: Öndög. Presentación: Festival de Berlín 2019. Productora: Ying Ye. Dirección: Quan'an Wang. Guion: Quan'an Wang. Fotografía: Aymerick Pilarski. Montaje: Yang Wenjian. Reparto: Dulamyav Enkhtaivan, Aorigeletu, Norovsambuu, Gangtemuer Arild. Duración: 100 minutos.

    A nuestra cartelera llegan películas cada vez más heterogéneas. Entre la decena de estrenos semanales, además de los ejemplos de turno del último blockbuster, de la muestra de cine independiente (que ya es una categoría en sí misma, lo cual excluye su marginalidad) o de películas más convencionales también dirigidas al gran público, se puede colar de vez en cuando alguna propuesta auténticamente marginal, y por ende exótica. Una cinta ambientada en la estepa mongola, sin ningún miembro del equipo reconocible y apartada de las reglas más ortodoxas de la narración, cumpliría claramente esos últimos requisitos. Así es El huevo del dinosaurio (Öndög), estrenada el año pasado en el Festival de Berlín y triunfadora en la posterior Seminci de Valladolid, dato que seguramente es el que más ha contribuido a que ahora llegue a nuestras salas con una distribución decente, al menos si se compara con otros recientes y maltratados estrenos. En algunos cines viene con el reclamo de película especialmente recomendada para el fomento de la igualdad de género, algo que también puede haber contribuido a su visibilidad. En verdad es un reclamo llamativo para una historia ambientada como decíamos en un microcosmos rural, apartado de muchos de los avances de la civilización y por tanto también de sus progresos sociales. Wang nos traslada a un páramo anclado en antiguas costumbres y mitos, donde las mujeres a priori tienen como único destino casarse y tener hijos, y donde los hombres tendrían el consiguiente derecho de acceso sexual masculino, en palabras de Adrienne Rich, que aquí procede traer a colación si queremos criticar este contexto lejano y anticuado desde nuestra avanzada perspectiva occidental.

    Pero con ello perderíamos de vista la idiosincrasia de un ambiente que, al menos tal como es retratado por Wang, supera todo prejuicio o idea preconcebida. Su protagonista es una mujer literalmente de armas tomar, que efectivamente se acuesta con un hombre y se queda embarazada, pero por decisión suya, no de él. Por cierto luego acude a una consulta médica donde su encargada pone a su rápida disposición una pastilla por si quisiera abortar, por lo que no habría ningún obstáculo para ello. Pero volviendo a la secuencia donde se producirá la fecundación, maravillosamente rodada con una cámara lenta y oscilante, como el fuego que ilumina a ráfagas la noche bajo la que se abrigan esos dos personajes, el femenino es el que casi al mismo tiempo coge su fusil para disparar contra unos lobos que se habían ido acercando sigilosamente en la oscuridad. Por tanto asume también el papel de protectora, frente a su transitoria e inexperimentada pareja, pese a que este último es un policía. Hay que precisar que ambos se han encontrado porque les han encargado custodiar la escena de un crimen, el de una mujer asesinada encontrada la noche anterior en medio de ese desierto. Así arranca el metraje, y a la mañana siguiente los agentes del orden llegan a la escena en cuestión, por lo que en esos primeros minutos esperamos que la trama discurra por la investigación de dicho crimen. Sin embargo este no es más que un McGuffin, pues el culpable, o al menos el principal sospechoso, es pronto descubierto, trasladado junto al cadáver para identificarlo. De hecho solo lo vemos en ese breve instante, ya que los pasos previos que han llevado a su detención transcurren en elipsis. Esta premisa propia de un relato criminal no es entonces más que un pretexto para introducir a esa heroína a la que nos referíamos, aunque entonces buena parte del resto de la narración nos resulta indiferente y en ocasiones tediosa. En cualquier caso, hacia aquella progresivamente se va centrando el foco, lo cual también es revelador de una historia que trastoca nuestras expectativas desde el punto de vista del género que debería protagonizarla.

    por Ignacio Navarro
    febrero 16, 2020

    Crítica | El huevo del dinosaurio

    por Ignacio Navarro | febrero 16, 2020

    De profundis

    Crítica ★★☆☆☆ de «Underwater».

    Estados Unidos 2020. Título original: Underwater. Dirección: William Eubank. Guion: Brian Duffield, Adam Cozad. Productoras: 20th Century Studios, Chernin Entertainment, TSG Entertainment. Fotografía: Bojan Bazelli. Música: Marco Beltrami, Brandon Roberts. Montaje: Brian Berdan, William Hoy, Todd E. Miller. Diseño de producción: Naaman Marshall. Producción: Peter Chernin, Tonia Davis, Kevin Halloran, Jenno Topping. Reparto: Kristen Stewart, Vincent Cassel, T.J. Miller, Jessica Henwick, Mamoudou Athie, John Gallagher Jr., Gunner Wright. Duración: 95 minutos.

    Cuando era pequeño dábamos paseos por la orilla del mar en las noches de verano. Recuerdo que solía mirar cómo las olas rompían, pero no durante mucho tiempo. La negrura del agua aún me produce escalofríos al pensar en los misterios del fondo marino. Unas profundidades que Underwater explora pero en las que no ahonda, y que como persona a la que le aterra el mar de noche, una película de estas características como mínimo debería de hacerle sudar en la butaca. Tras un prólogo sobreexplicativo en el que se muestran titulares de periódicos que informan de una base submarina en la fosa de las Marianas y «fenómenos misteriosos», nos introducimos de lleno en la acción. Norah Price (Kristen Stewart) está lavándose los dientes cuando repara en una araña atrapada en el lavabo. «¿Qué haces tú aquí?», se pregunta extrañada por ver un pequeño artrópodo a tantos metros de profundidad. Inmediatamente después, un fallo ocasiona la destrucción de la base. Entonces Norah y los tripulantes deberán cruzar el fondo marino en pos de la supervivencia. Eubank perfila a un personaje con el que empatizamos porque Stewart le da la dimensión que merece y, digámoslo de paso, que sostiene toda la película.

    Como ocurre con la visitante en el lavabo, uno se pregunta qué hace aquí una actriz de este calado. Es admirable cómo la carrera de Stewart ha dado para tanto. Después del bombazo adolescente Crepúsculo, que le ganó fama y detractores por igual, ha sido lo suficientemente inteligente para hacerse un hueco en la industria. Ante todo, destaca la versatilidad de una actriz que nos ha regalado interpretaciones como las de Personal Shopper o Viaje a Sils Maria. Incluso Woody Allen le dio un papel romántico en Café Society. Una dilatada experiencia que después de este recorrido profesional más periférico ha vuelto a la senda de lo comercial, encontrando en Underwater una protagonista que no es su personaje más memorable, pero que encierra una particularidad que el director ha sabido aprovechar muy bien. Y es que si algo está plenamente implementado en el personaje de Norah es su miedo al agua, que comparte con Stewart y que da a la interpretación un peso bastante palpable. Eubank decía en una entrevista: «Cuando nos sentamos, ella dijo: “odio Underwater, no la película, simplemente no me gusta estar bajo el agua. Me encanta el personaje de Norah, pero siendo sincera, odio el agua, así que quiero hacer esto”. Era un reto para ella.» Un reto del que Stewart sale a flote, pero que conlleva dejar tocada y hundida una producción en la que el resto de personajes son más bien una carga.

    por Redacción EAM
    febrero 16, 2020

    Crítica | Underwater

    por Redacción EAM | febrero 16, 2020

    El pequeño soldado

    Crítica ★★★★☆ de «Sinónimos», dirigida por Nadav Lapid.

    Francia, 2019. Título original: Synonymes. Director: Nadav Lapid. Intérpretes: Tom Mercier, Quentin Dolmaire, Louise Chevillotte, Uria Hayik, Olivier Loustau, Yehuda Almagor, Gal Amitai, Gaya Von Schwarze. Guion: Nadav Lapid, Haim Lapid. Productores: Saïd Ben Said, Maren Ade. Productoras: SBS Films, Pie Films, Arte France Cinema. Fotografía: Shai Goldman. Montaje: Neta Braun, Era Lapid, François Gedigier. Diseño de producción: Christine Duchier, Marianne Germain. Diseño de vestuario: Khadija Zeggai. Departamento musical: Elise Luguern. Dirección Arte: Thomas Laporte.

    Accedemos a la imagen desde el plano subjetivo a través de una cámara nerviosa, que al hombro persigue de cerca al protagonista. Los movimientos acelerados, a contrapié, concitan en el espectador la sensación de nerviosismo, de asistir a una fuga en primera persona. La realización activa dramáticamente la sensación de celeridad, de huida hacía delante. Podemos tomarlo como una melodía cuya métrica sonora es el pulso y respiración de un hombre que escapa, no solo de un país sino de sí mismo. La cámara pone música a sus pasos marcándolos en compases entrecortados, pegándose a su piel, sin que podamos abrirnos a un lugar o a un enemigo concreto. En la toma posterior, la cámara se detiene abruptamente, adoptando la quietud momentánea y dejándole al protagonista cierta distancia con respecto a nosotros. Mientras sube la escalera de un edificio percibimos el lugar como un nuevo espacio habitable. En solo dos tomas la cinta marca una distensión, pasando del exterior, caótico, móvil, embarrado, al interior, en este caso de un piso abandonado. Las estancias se irán abriendo a la luz que entra desde fuera, penetrando con ello en la vida de ese hombre, que asume mirarlo con asombro, como un extraterrestre. Nuestra mirada adoptará el control sobre los espacios. Sin darnos cuenta hemos pasado de la huida al recogimiento. La idea de Nadav Lapid en Sinónimos funciona poniéndonos en la perspectiva del joven soldado Yoav (Tom Mercier), que viene huyendo desde Israel. El abandono intencionado de su país, del que reniega, es mostrado en esos primeros minutos de película.

    En el ámbito de la puesta en escena se dan las principales simbologías del relato. Yoav huye despavorido entrando a hurtadillas, casi a escondidas en un piso abandonado, que representa en primera instancia su nuevo mundo. Un mundo por amueblar. Deja atrás todo lo conocido, país, amigos, familia, aventurándose en una nación que lo acoge fríamente. Sin embargo, su fuerte deseo de pertenencia, y de forjar una nueva identidad en un país distinto, es superior, a la cruda realidad. Su pasado militar le hace tomarse las cosas con severa disciplina, ejerciendo un duro desgaste de su cuerpo. No es baladí que en estos primeros pasos el director le despoje de cualquier vínculo con su pasado, incluso robándole la ropa y dejándolo desnudo, sin nada a lo que aferrarse. Yoav ejerce la voluntad de recién nacido. Francia, o en este caso París, es ahora su madre, la cual adopta a una criatura que el propio Lapid dibuja con trazos animados, condicionando su atuendo—el abrigo amarillo que más tarde Emille y Caroline le proporcionan— a la imagen icónica de un integrante de la comedia del arte, una performance en la que su cuerpo es objeto y radar central de la escena. Una especie de niño grande que debe arreglárselas en su viaje, eligiendo siempre el camino más difícil de todos. El palíndromo de su puesta en escena se cumple en el tramo final, en el que volvemos sobre los pasos del inicio. El mismo recorrido solo que ahora la cámara en vez de temblar le sigue fijada a sus espaldas de forma pausada. El corte, o ese cambio de toma, ya no mostrará espacios abiertos o vacíos sino una puerta cerrada. Por mucho que golpees deseoso de acceder el mundo nuevo no se abrirá. Será entonces cuando definitivamente esa nación de acogida te expulse, devolviéndote al punto de partida, y mandándote fuera robando cualquier atisbo identitario. Yoav lucha con demonios del pasado y se enfrenta como el héroe de sus novelas griegas a un demonio quizás más fuerte y poderoso. Mata al padre (metafóricamente), reniega de su propia lengua de origen, vende su cuerpo y se prostituye. Se autoinflinge un correctivo como si siguiera dentro de un régimen militar. Los ecos y sombras de su país le acompañan pese a negarlos constantemente y al final se topa con barreras aún más peligrosas y escurridizas.

    por David Tejero Nogales
    febrero 14, 2020

    Crítica | Sinónimos

    por David Tejero Nogales | febrero 14, 2020

    Como una ola

    Crítica ★★★☆ de «El amor está en el agua», de Masaaki Yuasa.

    Japón, 2019. Título original: きみと、波にのれたら [Kimi to, nami ni noretara]. Dirección: Masaaki Yuasa. Guion: Reiko Yoshida. Productoras: East Japan Marketing & Communications, Fuji TV, KDDI, Lawson Entertainment, Science Saru, Shogakukan, Toho. Música: Michiru Oshima. Montaje: Kiyoshi Hirose. Producción: Eun-young Choi, Yuka Okayasu. Reparto (voces): Ryota Katayose, Rina Kawaei, Honoka Matsumoto, Kentaro Ito. Duración: 95 minutos.

    El surf como metáfora de la vida, donde hay que aprender a no perder las mejores olas que se nos presentan, fue la inspiración inicial de este proyecto de Masaaki Yuasa, una de las voces más refrescantes que nos ha dado el anime de este siglo. La enseñanza se verbaliza expresamente en la película y en su título internacional (Ride Your Wave; el original japonés significa «Contigo surfearía la[s] ola[s]»), y nos sirve como resumen de las constantes autorales de Yuasa. The Tatami Galaxy, la serie que produjo con Madhouse en 2010, es al fin y al cabo un laberinto de tiempos alternativos y mundos paralelos que nace de la incapacidad de su protagonista de surfear su ola: en lugar de aprovechar las oportunidades más inmediatas que tiene para acercarse a la chica de la que está enamorado, prefiere perderse en los infinitos repliegues del «qué hubiera pasado si...». La gracia de The Tatami Galaxy o del largometraje Night is Short, Walk on Girl —una especie de remix de los mismos personajes a partir de una situación similar de enamoramiento e indecisión por parte del protagonista— es que Yuasa está más que dispuesto a perderse con él. A la absoluta sencillez de la enseñanza vital sobre las oportunidades perdidas se llega por vías sinuosas en las que no dejan de abrirse micromundos que explorar. Pocas obras han tenido una imaginación tan desatada para reinventar el ambiente universitario o el de las salidas nocturnas como las dos citadas. Pues bien, siendo El amor está en el agua una obra que responde tanto a esta constante temática del animador como a su estilo característico —líneas muy claras, personajes de diseños espigados y angulosos, gran partido estético de los elementos acuosos e ígneos...—, pronto nos encontramos con que le falta ese dejarse perder. La metáfora del surfear la ola está, desde muy pronto, demasiado presente como elemento de guía más que como hallazgo final que no invalida todas las andanzas previas.

    Con todo, el Yuasa más interesante se deja ver en los minutos de apertura, donde presenta el escenario tan atractivo que diseña para Hinako, la joven protagonista. Una chica apasionada del surf que alquila un piso frente al mar en su ciudad natal, deseosa de retomar el contacto con las olas. Un primer travelling nos basta para contagiarnos de su euforia: el plano de Hinako asomada al balcón frente al mar, junto a su tabla y con su vestido batido por el viento, retrocede inquieto para recorrer el pasillo entre numerosas cajas de mudanza. La chica agarra la tabla y corre sonriente entre las cajas, incapaz de esperar más a lanzarse al mar. Todo, hasta el sonido de sus zancadas descalzas sobre el parqué, resulta prometedor. Pronto, la gama de azules aumenta con el azul del cielo que Hinako observa desde su bicicleta, visto en preciosos contrapicados; con el agua de los charcos que salpican los vehículos en la carretera; con el chorro de la manguera con el que un bombero la rocía por accidente. Yuasa comienza a contrarrestar esta euforia del azul con los primeros punteos de rojo fuego, adelantados por la presencia de los bomberos. Un castillo de fuegos artificiales, en principio elemento continuador de la euforia, causa sin embargo un incendio en el edificio donde vive la protagonista. Las llamas, de pronto, queman. El rojo es ahora el dominante. Hinako, última en evacuar del incendio, sube a la azotea pertrechada con su tabla para protegerse de los fuegos que siguen cayendo del cielo. Y nos encontramos con la imagen más bella de toda la película:
    por Miguel Muñoz Garnica
    febrero 14, 2020

    Crítica | El amor está en el agua

    por Miguel Muñoz Garnica | febrero 14, 2020

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