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    Crítica | Swimming Out Till The Sea Turns Blue, de Jia Zhangke

    La doble distopía

    Crítica ★★★☆☆ de «Swimming Out Till The Sea Turns Blue», de Jia Zhangke.

    China, 2020. Título original: 一直游到海水變藍 | Yi zhi you dao hai shui bian lan. Dirección: Jia Zhang-ke. Guion: Jia Zhang-ke, Wan Jiahuan. Producción: World Sales. Productora: Zhao Tao. Co-productores: Fu Ruoqing, Wang Jianer, Gao Xiaojiang, Sun Changpeng, Zhu Weijie, Wang Zhongjun, Lin Binwei, Zhu Zhenhua. Fotografía: Yu Lik-wai. Dirección de sonido: Zhang Yang. Diseño de producción: Zhang Dong. Montaje: Kong Jinlei. Duración: 112 minutos.

    Ha ocurrido una y mil veces con la utopía: cuando nos acercamos a ella, la atractiva blancura que la recubre se desvanece y empieza a complicarse. Cuando las ideas gravitan de vuelta a lo humano, a lo mundano, inevitablemente acaban problematizándose. Por ello, cuando las estatuas del principio del último documental del cineasta chino Jia Zhangke se tornan rostros humanos, cuando el modelo de campesino-proletario entregado a un Bien común se equipara, con un simple corte, a la arrugada faz de un anciano esperando en un comedor social, entonces sabemos que la cosa no es tan sencilla. Un residente de la Villa de la Familia Jia, en Fenyang (Shanxi), de donde Zhangke es oriundo, nos relata orgulloso cómo Ma Feng (1922-2004) promovió la recuperación de ese pueblo, cuya tierra había sido alcalinizada por la acidez del agua de los cultivos, gracias a la movilización conjunta de los campesinos que la trabajaban. Una historia épica de trabajo en equipo, la conversión de un lugar inhóspito en una nueva Arcadia china. Genial, excepto que no tanto. La historia de Fenyang, reciclada constantemente por el régimen como ejemplo de los máximos ideales comunistas, esconde en realidad una caída durante los años posteriores hacia los infiernos más recónditos de la distopía. Y, sin embargo, ahí tenemos este luminoso primer capítulo (uno de dieciocho), en que, quizás de forma similar a la que Tsai Ming Liang observaba el rostro humano en Your Face (2019), se eleva la vivencia humana más inmediata –tanto en la película que nos ocupa como en la de Ming Liang, a partir del trabajo con la amplificación de la mínima gestualidad facial–, trasladándola a un estrato abstracto, ideal. Es, de alguna forma, una parábola semejante al doble viaje que se realiza con cualquier representación artística: recoger testimonios reales, para regurgitarlos y devolverlos al mundo que les pertenece.

    Por ello, parece natural que, a la hora de encarar el retrato de su ciudad idealizada, Jia Zhangke recurra al testimonio de tres de sus hijos pródigos, que han cosechado su carrera alrededor de la literatura. Así, aparecen las autobiografías de Jia Pingwa, Yu Hua y Liang Hong; tres nombres populares que han tratado en sus novelas de exponer el espacio que separa, insalvable, el ideal comunista de vida campesina y la verdadera experiencia rural. Para conectarlos, esporádicos fragmentos de obras suyas y de otros autores, ordenados por temática («amor», «padre», «vivir», conceptos que nombran además a los capítulos de la película) y recitados oficiosamente por campesinos –lo sean o no, poco importa. A estos interludios se les suman viñetas aparentemente desconectadas de gente en sitios, que beben de un cierto cine observacional, muy alejado del periodismo de manual que rige las entrevistas del grueso de la película. Esta amalgama a priori parecerá gratuita, y tiene todos los números de perder al espectador en su propia descoyuntura. También en las entrevistas podría haber más brevedad, menos reportaje de simple busto parlante, para así evitar el inevitable y tedioso ritmo de la crónica por puntos.

    Juicios a parte, me interesa más el posicionamiento de Zhangke sobre el gran telón de fondo que envuelve siempre cualquier cuestión referente a la China rural de la última mitad de siglo pasado; ya sabéis, ese tema. Porque, por un lado, partimos del imaginario por defecto de cualquier «documental sobre la vida de», que presupone –Bourdieu ya lo argumentaba– que el valor de la obra engloba también aspectos biográficos ineludibles y que, por lo tanto, la grandeza de lo que estos tres autores viene dada, en parte, «gracias» al sufrimiento que han experimentado en sus respectivas vidas. Pura convención, sin duda, pero que pocas veces se ha rebatido en la crítica artística. Lamentablemente, tampoco aquí Zhangke parece dispuesto a negar concesiones de este tipo.

    一直游到海水變藍, Jia Zhangke.
    El gris de la China precapitalista.

    «El acercamiento de quien firmó hace años la inquebrantable Naturaleza muerta (2006) no puede sino resultar polisémico, consciente (y a la vez esquivo) de su propia problemática. Zhangke, ahora director del certamen literario de Shanxi y del festival de cine de Pingyao, debe de tener responsabilidades oficiales que atender. Por ello, pasa el retrato de sus protagonistas por un tamiz humanista, convencional y sin complicación alguna, de forma que conecte fácilmente con una perspectiva fraternal, exenta de un marco político concreto y dada a un discurso optimista sobre la resiliencia».


    Por otra parte, y de algún modo relacionada, está la cuestión de que, en el fondo, el sistema político que movilizó este sufrimiento sigue ahí, aplicando aún sus dictados respecto a lo que puede, o no, decirse en una gran pantalla; de hecho, el mismo año pasado Zhang Yimou retiró su One Second de la Competición alemana por un asunto de supuesta censura, algo a lo que Zhangke en sus declaraciones no reivindicó directamente. Por ello, el acercamiento de quien firmó hace años la inquebrantable Naturaleza muerta (2006) no puede sino resultar polisémico, consciente (y a la vez esquivo) de su propia problemática. Zhangke, ahora director del certamen literario de Shanxi y del festival de cine de Pingyao, debe de tener responsabilidades oficiales que atender. Por ello, pasa el retrato de sus protagonistas por un tamiz humanista, convencional y sin complicación alguna, de forma que conecte fácilmente con una perspectiva fraternal, exenta de un marco político concreto y dada a un discurso optimista sobre la resiliencia: el mismo Yu Hua lo pone en evidencia, cuando ríe (y nos hace reír) de su infancia viviendo en una morgue. También detrás de las cámaras lo demuestra Zhangke –en, por ejemplo, el relato de Liang Hong sobre la relación con su madre–, insertando una música que se crece con la emotividad del relato, a la vez que corta justo en el momento en que la lágrima aflora discreta. Mareas del sentimiento en el documental clásico, nada más. Entonces, ¿por qué esta constante tendencia centrífuga, que escapa del relato biográfico y se va por otros derroteros? ¿Quién es toda esta gente? ¿No iba esto de literatura? Todas estas salidas del tono que esperaríamos al ver el formato de las entrevistas podrían ser en realidad un tic de su cinematografía anterior, aún sin deconstruir, pero démosles la vuelta en materia política, aunque solo sea por puro deseo de argüir.

    Si Jia Zhangke dirige un documental que aborda directamente un tema que afecta de pleno las bases históricas del Partido en el poder, no hubiésemos visto hoy su película en Berlín. Por ello, el cineasta –y la siempre presente Zhao Tao, aquí productora– podrían buscar centrar sus esfuerzos en un eje temático diferente: hablar de la segunda mitad del siglo pasado aludiendo a un ideal roto, pero solo de refilón. Con esto en mente, y sujeta la validez de esta tercera vía solo a la valoración del lector, recuperamos el concepto de utopía según la literatura clásica china: esos grandes relatos de los que Jia Pingwa habla en su entrevista (como el Sueño en el pabellón rojo que lo inspiró en primer lugar) y en los que Mao se basaba a la hora de construir su desastroso proyecto nacional. La utopía en la literatura occidental siempre ha referido, defiende el teórico Wu Xiaodong, a un marco temporal, no espacial (utopía significa, literalmente, «sin espacio»). Por otra parte, en la tradición china, utopía es siempre un espacio delimitado, separado físicamente de otro y alejado de cualquier noción de tiempo, donde un proyecto de mejora del Bien colectivo es efectivamente pensable y realizable. Empero, indica Xiaogong, hay en la literatura china otro pilar indispensable para repensar esta utopía a la que el Partido se refiere una y otra vez, desde una perspectiva contemporánea.

    一直游到海水變藍, Jia Zhangke.
    Utopía y buenas intenciones bajo el prisma del maestro chino.

    «¿Cuál es entonces, la solución que parece proponer Jia Zhangke? Cuestionarlo todo (y nada) y volver a lo personal: al comer, vivir, amar». 


    Es el Shouhuo, escrito en 2003 por Yan Lianke. En él, esta epónima utopía, arraigada a una forma de vida pretérita, deja de estar aislada y sufre su mayor revés cuando se integra en el funcionamiento político de la China comunista; por lo tanto, cuando padece, al igual que el resto del país, las hambrunas y represión del gobierno de Mao. El problema parece sencillo: la eliminación de las fronteras que separaban esta Arcadia del país de los mortales condena a aquellos elegidos que vivían en ella. La historia nos habla, y así llegamos rápidamente al paralelismo entre la malhadada desaparición de unas fronteras (característica esencial de la utopía) en la ficción... y el traslado de los intelectuales al campo, hecho constantemente referido por los tres escritores de la película. Aunque la utopía de Mao acabó evidentemente antes de eso, o eso o nunca existió. Al argumento, se le puede dar otra vuelta: en el pueblo de Shouhuo hubo un segundo período de esperanza entre la población: aquella venida justo después de la primera caída, la del comunismo. La segunda utopía, que luego se convirtió en distópica, fue la del capitalismo. El sistema que trajo consigo a turistas, dinero y posibilidades de negocio con los recursos y la historia local. También en la película vemos a gente en trenes, con móviles, viajando sin casi pensarlo entre todo tipo de provincias, de comunidades. Esperando en la estación de destino, abstraídos, como lo estamos todos en un deslugar cualquiera (¡no podía ser la utopía china nada más que lugar!). La transgresión del límite de lo utópico es tal que casi aparece como impensable, absolutamente erosionada por el puro paso de la contemporaneidad. El capítulo IV, «Volviendo a casa», viene introducido por unos turistas posando para fotos delante de una pintura totalmente kitsch de la Villa de la Familia Jia, como si el ideal utópico ya fuera otro de los productos mercantilizables por el monstruo fagocitador del capitalismo actual. De lo utópico, a una primera y segunda distopías, de fundadores a peones de dos engranajes políticos igualmente inhumanos.

    ¿Cuál es entonces, la solución que parece proponer Jia Zhangke? Cuestionarlo todo (y nada) y volver a lo personal: al comer, vivir, amar. Comer, porque vemos a una gran cantidad de gente comiendo durante toda la película: en el comedor social, en familia, en el instituto; comer es necesario, y más para la ritualística china. Vivir, porque observamos a los habitantes de la ciudad pasear, atender sus quehaceres de absolutamente todo tipo, trabajar y, para atrás, volver constantemente a lo biográfico, que nos da referencias tan buenas como la del origen del título de la película. Finalmente, amar, porque, como vemos al final de la cinta con los Hong, parece que solo en la unión familiar, en la transmisión de madres/padres a hijos, recae el poder de transmitir algo de ese ideal utópico que desalcalinizó la tierra de Fenyang en primera instancia | ★★★☆☆


    Mariona Borrull Zapata |
    © Revista EAM / 70ª edición de la Berlinale


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