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El sendero azul
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    Cine Alemán Siglo XXI
    || Críticas | ★★★★☆
    Disco Boy
    Giacomo Abbruzzese
    Transmisión de masculinidades


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    Francia, 2023. Título original: Disco Boy. Director: Giacomo Abbruzzese. Guion: Giacomo Abbruzzese. Productores: Giulia Achilli, Marco Alessi, Maria Blicharska, Gaëtan David, Lionel Massol, Pauline Seigland. Productoras: Donten & Lacroix Films, Dugong Films, Films Grand Huit, Division, Panache productions. Distribuida por: Adso Films. Fotografía: Hélène Louvart. Música: Vitalic. Montaje: Giacomo Abbruzzese, Ariane Boukerche, Fabrizio Federico. Diseño de producción: Esther Mysius . Diseño de Vestuario: Pauline Jacquard, Marina Monge. Reparto: Franz Rogowski, Morr Ndiaye, Laetitia Ky, Leon Lucev, Robert Wieckiewicz, Matteo Olivetti, Michal Balicki.

    En uno de sus libros, el crítico e historiador Jonathan Rosenbaum reflexiona acerca de la importancia de Taxi Driver (1976), no solo dentro de la historia universal del cine, sino como simulador de toda la mitología norteamericana contemporánea. Taxi Driver ofrece, en palabras exactas de Rosenbaum: una película snuff simulada (el apasionado monologo del director), y una secuencia de la masacre de My Lay –uno de los sucesos más criticados de la Guerra de Vietnam – excepcionalmente artística, obligatoria para todas las películas estadounidenses serias, porque todas las películas estadounidenses serias son sobre Estados Unidos. Interesante apreciación sobre aspectos que ligan el espíritu de un país a la crónica violenta, descarnada y nihilista, de los hombres que la protagonizan. La guerra de Vietnam abría la caja de pandora de una cinematografía adulta que se atrevía por fin a desnudar el alma de sus combatientes. Seres abandonados, desarropados de los mantos estructurales; seres antisistema, asociales, moralmente deshechos o rotos. El cine americano de los años setenta marca la tendencia de explorar, sin miedo alguno, los arquetipos de la masculinidad hegemónica. La transmisión de toda masculinidad pasa primero por los filtros de la guerra. Vietnam sirve de inspiración para que cineastas importantes aborden la desintegración del hombre primitivo. Gente de la talla de John Millius, Walter Hill, Francis Ford Coppola, Michael Cimino, o los mismos Scorsese y Schrader, ahondan en esa idea totémica masculina.

    De toda esa época sin duda El cazador (1978) es la obra maestra que mejor ahonda en la autenticidad masculina. Tres amigos trabajan en una fábrica de fundición de acero en un remoto pueblo del norte de Estados Unidos donde gran parte de la población es de origen ruso. Cimino adopta sensibilidades especiales mirando a unos hombres alineados con un sistema ajeno que los acoge (el nido de la inmigración), para poco después exiliarlos. La ritualidad masculina está presente en la caza, en los bailes con sus familias, en el cortejo con sus mujeres. Hay una manifestación palmaria de lo masculino como eje motor del mundo. La amistad conjura un sentimiento soterrado, oculto de dependencia. Esos hombres que eligen voluntarios, inocentes, servir a un país, parten de un sistema patriarcal que los conduce una y otra vez a la batalla. La hegemonía masculina orbita entonces en los símbolos de amistad y compañerismo. Lejos de una casa de acogida y de los roles preestablecidos sus mundos se caen para siempre. Me fascina, sirviéndonos de ejemplo, la escena cuando Michael (Robert De Niro), después de la guerra, vuelve otra vez a Saigón en busca de su amigo Nick (Christopher Walken). El dialogo de Michael nos sobrepasa y martiriza: He recorrido 20.000 kilómetros para encontrarte y ahora no me reconoces. Nick es un muerto viviente, un ser anclado en ese horror, o pesadilla, sin poder tomar conciencia de su vida anterior. Los roles, o rituales masculinos desaparecen, restando sentido a la idea del heroísmo.

    En Disco Boy (Giacomo Abbruzzese, 2023), película que nos ocupa, barruntamos vasos comunicantes con ese mismo tipo cine al que nos hemos acercado en los primero párrafos, en especial con la obra de Cimino: la tenencia de amistad y compromiso masculino, o en las obsesiones militaristas de Milius, pese a recortar cualquier lado nostálgico o sentimental atribuible a lo castrense, y sumergirse en texturas mucho más líricas, curvas y escurridizas, ajustadas a las sensibilidades liquidas de nuestro tiempo. Aleksei (Frank Rogowski) y Mikhail (Michel Balicki) son dos amigos que huyen de su país natal, Bielorrusia, para entrar de forma clandestina en Francia. Sin embargo, Mikhail morirá ahogado intentando atravesar la frontera justo antes de su destino. El director lee el valor de la amistad masculina, la odisea y pensamiento de alcanzar un mundo mejor, en contraste con la soledad nihilista y decadente de Aleksei llegando solo a Francia. Dispositio fijado con el plano subjetivo bajo el agua con fundido a negro -la muerte y su profunda oscuridad-, mezclada con la transición del rostro de Aleksei hacia la luz de París, abandonado e incomunicado como un objeto pasivo arrastrado por la corriente. Abbruzzese revela la idea del muerto viviente, el zombie cuya alma ha sido robada. Su identidad prescribe en un mundo donde sobrevuela la obligación de adherirse a algo; una nueva nacionalidad, un nuevo estado, una nueva dimensión de su existencia. No será casual que se indague una y otra vez en el concepto de zombificación por parte del protagonista. No desde una perspectiva terrorífica próxima al cine de George Romero, diremos más bien como un ser que ha perdido la voluntad o la consciencia, en paralelo a la idea originaria de hombre vegetativo, sonámbulo de la célebre Yo anduve con un zombie (1943). La mirada antropológica del filme estudia y disecciona la figura de un hombre multicultural, en perpetua crisis identitaria, cuya imagen de hogar o de origen acaba por diluirse, borrada de su memoria. Para hacer las cosas más transparentes Aleksei quiere alistarse en la Legión Extranjera, el salvoconducto para adquirir la nacionalidad e integrarse en el sistema. Pese a ello se trata de una búsqueda en el vacío, y una revelación de la masculinidad toxica, en derredor de dinámicas ancestrales, y ritos preexistentes.

    La estructura y andamiaje de la película se divide en tres partes muy diferenciadas, acopladas a un mismo tiempo verbal. Primeramente tenemos la odisea de Aleksei, su llegada a Francia y el alistamiento en la Legión Extranjera. Bien avanzado el metraje, y como interludio de lo anterior, el realizador intercala la historia de Jomo (Morr Ndiaye), líder de un grupo ecoterrorista que lucha contra las multinacionales petrolíferas en el Delta del Níger. Tras eso, la tercera parte supone el encuentro de ambos personajes. En este segmento Abbruzzese apuesta sin complejos por elementos descriptivos y temáticos mucho más cercanos al fantastique. Además, esta dimensión fusiona los dos mundos, no solo en el plano físico, la llegada de Aleksei para liberar rehenes franceses capturados por el grupo rebelde de Jomo, y su enfrentamiento cara a cara, también en el plano espiritual, misterioso y esotérico. Disco Boy sufre una clara metamorfosis de almas y cuerpos fantasmas, donde las costumbres y ritos africanos cobran especial relevancia. Las imágenes se traducen a un lenguaje eléctrico, proyectadas por un carrete mágico de arcana lectura. Un cine destinado a ungirse en cenizas y que evoca tiempos de sabor clásico próximos al cine de serie B de la RKO, o al cine espectral de Val Lewton. El vudú asoma tímidamente en esa extraña transmigración de almas, cuyos cuerpos, el de Aleksei y el de Jomo se unen como uno solo. Esa flotante y gaseosa tela mágica de apariciones y sueños oníricos, aguardan un perfil atemporal que solo acaba rompiéndose por los sonidos electrónicos y vibrantes de la banda sonora, siendo la música el contacto motor con la actualidad y nuestro presente. Para el director no es un simple adorno gratuito, la importancia de la música, es capital para entender los significados de la película, sin ir más lejos equipara los cuerpos de los soldados a los de los bailarines haciéndolos coincidir en un mismo grado de conciencia y disciplina. La danza y el baile lucen como imágenes abstractas, enfocadas por una cámara de ritualidad espejo con matices sobrenaturales y un sentido laberíntico.

    Abbruzzese se muestra hábil, muy dinámico en sus sucintos noventa minutos de metraje, todo esto teniendo en cuenta que estamos ante un primer largometraje de ficción. Con esta depuración de elementos y referencias Disco Boy acentúa un bonito recorrido por las diferentes escuelas y estilos del cine europeo sin dejar de lado el ecosistema anglosajón y ese horror globalizado: las batallas o guerras son las mismas, aquí o allá, que lucharon los soldados de Apocalypse Now (1979) o El cazador. En una primera toma de contacto sus parecidos con Beau Travail (1999), son más que evidentes, funcionando a modo de reboot, o más bien homenaje de aquella. No dejaríamos ahí los parecidos con el cine de Denis, hablaríamos también de ese lado vampírico, de una tautología bastante poética que proyecta sombras de fragmentos de Trouble Every Day (2001), o la utilización musical del cine de Leos Carax. A destacar esas imágenes con cámara térmica donde los cuerpos relucen en llamas psicodélicas de formas extraterrestres. De la misma manera el hermoso uso del color se antoja parte fundamental del conjunto. La directora de fotografía Hélène Louvart lleva a cabo un trabajo de luces impresionante. Una luz que siempre anda moviéndose de un lado a otro del encuadre sin emanar de fuentes concretas, y que circula como voluntad anímica de los protagonistas.

    Por un lado la base antibelicista de Disco Boy queda clara y sobreexpuesta, sin embargo en paralelo a ella conjugan otro pasajes de belleza y humanidad que elevan el discurso hacia lugares melancólicos, en ese camino destacaríamos por ejemplo la escena en la discoteca con Aleksei brindando solo con el fantasma de su amigo y esas dos copas de burdeos, o la que tiene lugar dentro de la habitación de Udoka, la hermana de Jomo, en donde el papel pintado de las paredes conduce al mismísimo corazón de las tinieblas; la selva verde que conecta en texturas y fotogramas con la primera secuencia del filme. En definitiva un estudio mordaz acerca de la masculinidad accidentada y las fantasías violentas de la contemporaneidad.


    «Un estudio mordaz acerca de la masculinidad accidentada y las fantasías violentas de la contemporaneidad».




    por David Tejero Nogales
    diciembre 25, 2023

    Crítica | Disco Boy

    por David Tejero Nogales | diciembre 25, 2023
    || Críticas | Cannes 2023 | ★★★★★
    Fallen Leaves
    Aki Kaurismäki
    El cine como happy place


    Mariona Borrull Zapata
    Cannes (Francia)|

    ficha técnica:
    Finlandia, 2023. Título original: «Kuolleet lehdet». Dirección: Aki Kaurismäki. Guion: Aki Kaurismäki. Compañías productoras: Sputnik, Finnish Film Foundation. Productores: Misha Jaari, Aki Kaurismäki, Mark Lwoff. Dirección de arte: Ville Grönroos. Fotografía: Timo Salminen. Montaje: Samu Heikkilä. Reparto: Alma Pöysti, Jussi Vatanen, Anna Karjalainen, Kaisa Karjalainen, Janne Hyytiäinen. Presentación oficial: Sección Oficial del Festival de Cannes. Duración: 81 minutos.

    De ambición pequeña entre gigantes, de trama anticipable dentro de tanta ansia por sorprender, de base moderna entre imágenes presentistas, la nueva película de Aki Kaurismäki, quien ganara el Gran Premio del Jurado en Cannes por Un hombre sin pasado (2002), salta cual simpático salmón por las corrientes de la Sección Oficial. El mayor logro del finlandés se sostiene en la integridad de quien tiene clarísimo qué quiere contar y qué forma debe darle. En este caso, mirará a los acercamientos románticos entre Ansa (Alma Poysti) y Holappa (Jussi Vatanen), dos corazones dolidos por una timidez y la pobreza crónica. Un día, Ansa y Holappa se enamoran, dan unos primeros pasitos en una relación y, de repente, tienen algo que perder.

    Ella es reponedora en un supermercado, él trabaja en la construcción. Tanto él como ella son despedides más veces de las que cuenta una mano, aunque por la película apenas nos demos cuenta. Más atención presta Kaurismäki a la amabilidad tras el gesto de ella, que compra expresamente un plato y unos cubiertos para acoger a su enamorado a cenar, que procura tener una botellita de champán sobre la mesa para cuando él llegue y que seguramente haya preparado esta noche tanta buena comida como para toda una semana de tuppers. No alimentará la desgracia la película del finlandés, aunque no se la ahorre: es un compañero agente de seguridad quien provoca que despidan a Ansa de su primer trabajo, por coger comida caducada, y a diario oiremos por la radio implacables noticias de la guerra en Ucrania. El mundo es agrio, pero ello no determina nuestra relación para con él. Las noticias, de hecho, acaban por unir a los dos personajes, por montaje, bajo un mismo horizonte oscuro. Y son las compañeras de Ansa quienes deciden despedirse ellas mismas del trabajo. La insolidaridad, en Fallen Leaves, se elige.

    Hacedor de terreno neutro, Kaurismäki concibe todo el andamiaje de su planificación con el término de lo justo por centro y medida, como si proclamara que esto va sobre Ansa y Holappa, y ya está. No es nuevo pero sí notorio que, en un cuadro de líneas muy pautadas, nunca sobre ni falte aire por encima de la cabeza de ningune de les dos. Al cuidado que el cineasta pone al mirar bien aquello que entra en plano (una actitud que de todas formas sobrepasa cualquier perspectiva histórica), se le suma la confianza plena en la autosuficiencia de la puesta en escena. En el universo del finlandés hay dos tipos de pareja: las que se sientan de cara y las que se sientan de espaldas a los grupos que tocan en un local. Lo primero que veremos del súper de Ansa serán unas bolsas de carne envasada al vacío, vueltas moradas por los fluorescentes. Al mismo tiempo, en el océano de azules y verdes de Fallen Leaves los perros dan color y dinamismo, alegría visual… Se vive mejor con ellos. En hora y veinte minutos, la película de Kaurismäki perfila constelaciones estéticas con una claridad a la que sólo aspiran algunas de sus competidoras, torres de tres horas o más. Será porque el cine del finlandés se ha construido de forma autónoma y con los ojos puestos en los maestros del mudo. Es decir, quizás es porque no son películas cinéfilas.

    Atención, ni una cinta plagada de alusiones y referencias a un cine de autor de línea dura (desde Diario de un cura de campaña a El desprecio) no tiene por qué ser estrictamente cinéfila. Puede ser celebratoria –que lo es–, pero no cinéfila, porque no bebe de las imágenes de otres para construirse, como sí lo hacen otras grandes filmografías posmodernas (Tarantino sería el referente fácil). Si a alguien se refiere Kaurismäki es, en todo caso, a sí mismo. En Fallen Leaves juega en casa, rodando en exactamente el mismo analógico deslucido pero vibrante y con la paleta de amarillos y azules que ha hecho icónico a su director de fotografía, Timo Salminen, el mismo desde que empezara a trabajar hace ya sesenta años. El finlandés está mayor y se reconoce alegremente inmutable en sus propias decisiones estéticas: guarda así el fuerte para un humor al margen, una alternativa permanente. Un verdadero happy place.


    por Mariona Borrull Zapata
    diciembre 23, 2023

    Crítica | Fallen Leaves

    por Mariona Borrull Zapata | diciembre 23, 2023
    || Críticas | Berlinale 2023 | ★★★★☆
    Samsara
    Lois Patiño
    Transfiguración humanista


    Luis Enrique Forero Varela
    73ª Berlinale |

    ficha técnica:
    España, 2023. Título original: «Samsara». Dirección: Lois Patiño. Guion: Lois Patiño, Garbiñe Ortega. Compañía productora: Señor & Señora. Fotografía: Mauro Herce, Jessica Sarah Rinland. Música: Xabier Erkizia. Intérpretes: Amid Keomany, Toumor Xiong, Simone Milavanh, Mariam Vuaa Mtego, Juwairiya Idrisa Uwesu. Duración: 113 minutos.


    anexo| Cobertura de la Berlinale 2023


    El cineasta Lois Patiño (Madrid, 1983) presentó en la sección Encounters de la Berlinale —un espacio que acoge las propuestas más divergentes, innovadoras y, por qué no decirlo, arriesgadas del festival— su nueva película, que recoge su inclinación hacia el cine experimental, integrándolo en una propuesta sensorial y metanarrativa muy estimulante. El título del filme, Samsara (2023), ya supone una declaración de intenciones y una guía del conjunto audiovisual que propone Patiño, encargado del libreto junto a Garbiñe Ortega. Este término hace referencia al ciclo de transmigraciones, o de renacimientos, causados por el karma, dentro de algunas doctrinas orientales. De modo que partimos del budismo. Como doctrina y como primer marco situacional. Un comedido y detallista prólogo nos presenta, lentamente, la rutina ordinaria de un templo budista en Laos. Los monjes oran, o más bien, meditan, preparan y luego sirven la comida, comen en silenciosa comunión, descansan, lavan sus hábitos. La atención de un joven monje se detiene en otro muchacho, más o menos de su misma edad, cuyo pelo y ropa delatan que no forma parte de la congregación. Amid (Amid Keomany) acude cotidianamente al templo, hace recados y ayuda como bien puede. Además, toma una lancha y recorre los pocos kilómetros que separan una orilla de la otra del río, para visitar diariamente a Mon (Simone Milavanh). La anciana se encuentra en un estado de salud muy delicado, está casi ciega y le faltan fuerzas para levantarse de la cama. Amid se sienta junto a ella y le lee pacientemente un libro. No es un texto cualquiera, sino el Bardo thodol, el libro tibetano de los muertos, en cuyas instrucciones Mon parece encontrar alivio ante su más que cercano fallecimiento.

    Durante una pequeña digresión de la rutina, en la que el joven ha llevado en la lancha a un pequeño grupo de monjes a una cascada —momento en la que, despojando la secuencia de artificios se presenta a los jóvenes en su estado más puro, hablando sin complejos acerca de sus aficiones, sus proyectos futuros, sus intereses académicos, en medio del sobrecogedor paisaje natural—, recibe una llamada al móvil con la funesta y empero anunciada noticia. Lo previsible no resta en absoluto impacto a la sorpresa; así que acude veloz al encuentro con la recién fallecida Mon, para quien, en acto último de cariño, recita una vez más las palabras del libro, casi acompañándola en su transición, abandonando su cuerpo ahora inerte. Entonces se produce entonces una ruptura formal de esta narrativa básica.

    La estructura de Samsara, cuya categorización excede los planteamientos ortodoxos, está dividida en dos partes complementarias, interconectadas mediante este intermezzo, en el que se rompe a conciencia la denominada cuarta pared y se interpela a nosotros como público, directamente, para invitarnos a formar parte de la experiencia, a interactuar con la película a través de una serie de sencillos pasos —principalmente, cerrar nuestros párpados—, a través de los cuales se nos va guiando con sutileza e inteligencia. Lo único que se nos pide aquí es un poco de paciencia, y confianza en que seremos capaces de disfrutar de esta experiencia tal y como Patiño —quien se encarga, además, del ingenioso montaje— la ha diseñado para su público, con la ayuda audiovisual de Mauro Herce, Jessica Sarah Rinland, como directores de fotografía, y Xabier Erkizia, tras los mandos de la edición de sonido. Si estos primeros segundos de salto al vacío, luego convertidos en minutos, no gozaran del sólido respaldo discursivo que sus responsables se han esmerado en construir, el fragmento habría caído en lo puramente banal, y no tendría más valor que un mero ejercicio hueco de pedantería audiovisual; por el contrario, el resultado es un auténtico viaje cósmico y sensitivo que nos recuerda el subtexto de lo que hemos presenciado hasta entonces, y nos sirve como introducción a la segunda parte, perfectamente encajada, y su posterior desarrollo.

    Este segundo segmento nos lleva a más de siete mil kilómetros de distancia, desde Asia hasta el continente africano, e inicia un nuevo camino —cerrando un ciclo y abriendo otro—. Una niña es despertada de su profundo sueño —de manera análoga a como Amid despertaba a Mon, dejando correr suaves gotas de agua sobre su mano— por su madre, en la playa de Zanzíbar, para acudir a presenciar un acontecimiento especial: la cabra de la familia ha parido una cría. Presenciamos entonces, de manera casi simétrica, la vida cotidiana de la pequeña, su madre, el padre y la cabra, desde el otro lado del espectro. El padre trabaja como pescador y la madre, al igual que la mayoría de las mujeres, recogen algas en la costa, que transforman en productos como jabón, y venden en los comercios locales o a los turistas. La niña acude al colegio, juega con sus amigas, pasea con su mascota, hablando con los masái. En este discreto devenir de los días observamos cómo dos grupos humanos tan aparentemente alejados geográficamente comparten una cosmovisión con similares anhelos, las mismas preguntas acerca del presente e incertidumbres sobre el futuro. En la secuencia más importante de este segmento, la niña y su madre hablan acerca de su religión, el Islam, y de cómo su rito funerario y su relación con la muerte difieren de, por ejemplo, el de los Masái, o de otras comunidades —como la budista—, que creen en la reencarnación. De esta manera conversacional se cierra un círculo infinito en el que la humanidad discurre a través de las distintas etapas vitales, interconectada gracias a un núcleo común. Lo radical de la muy interesante propuesta de Patiño no reside en su interludio, en el que se nos invita a nosotros, como audiencia, a cerrar literalmente los ojos durante la transición metafísica de un alma a través del universo de lo ignoto, abandonando un cuerpo y reencarnándose en otro, a miles de kilómetros, en un despliegue de luces estroboscópicas y sonidos progresivamente conocidos, más identificables; el riesgo que toma el cineasta aquí es sumergirse de lleno en estos paisajes contemplativos, tan sobrios como absolutamente bellos, puros, conectando dos puntos del globo con una sensibilidad compartida, y ofreciendo un ejercicio de humanismo imbuido de esperanza, de certera y honesta fraternidad.


    por Luis Enrique Forero Varela
    diciembre 18, 2023

    Crítica | Samsara

    por Luis Enrique Forero Varela | diciembre 18, 2023
    || Críticas | Cannes 2023 | ★★★★☆
    A fuego lento
    Tran Anh Hung
    Los fogones-jugones del cine francés


    Mariona Borrull Zapata
    Cannes (Francia)|

    ficha técnica:
    Francia, 2023. Título original: «La passion de Dodin Bouffant». Dirección: Tran Anh Hung. Guion: Tran Anh Hung. Compañías productoras: Curiosa Films, Umedia. Productores: Olivier Delbosc. Diseño de producción: Toma Baqueni. Fotografía: Jonathan Ricquebourg. Reparto: Juliette Binoche, Benoît Magimel, Pierre Gagnaire, Jean-Marc Roulot. Presentación oficial: Sección Oficial del Festival de Cannes. Duración: 145 minutos.

    Sobre las encimeras de la mansión Dodin-Bouffant, cocinar vale la pena. Proceso colaborativo pero abstraído, sencillo aunque lleno de color, exigente y científico, con sus dosis de juguetonería. De entre las estrellas que conforman la constelación culinaria de la pequeña troup de chefs de casa Dodin-Bouffant, destaca la satisfacción incontestable que exuda la sonrisa de Eugénie (Juliette Binoche) al soasar, verter o emplatar. Es el gesto de seguridad verdadera que llega sólo a quien se sabe en buen camino, el choca-esos-cinco de un deporte en equipo, el giro preciso de quien clava una coreografía al segundo.

    En casa de Dodin-Bouffant, cocinar juntes es placer, hacerlo a solas es devoción. Al fin y al cabo, supone participar en un ritual más preciso, más dado al error. Lo que hay en juego se disuelve en la pequeñez aparente de sus procesos, se convierte en tarea detectivesca. En solitario se cocina de noche. De día, la cocina pide al cine una sucesión de cortes que sostengan un paso en el tiempo lo justo para mantener la lógica del partido, mientras lo entregan a los brazos de la imagen siguiente.

    El cineasta vietnamita Tran Anh Hung (Cámera d’Or por El olor de la papaya verde en 1993) entiende que la cocina habla directamente a los pilares de cualquier construcción audiovisual, en lo visual y en sus tiempos. Prioriza, por lo tanto, cuestiones estéticas a duramente argumentales, se pregunta antes cuál es el tiempo perfecto para que un salteado atraviese un plano detalle, qué distancia pide cortar en Juliana o qué colores encapsulan un determinado sabor, u otro. Participar en el espectáculo audiovisual que La passion de Dodin Bouffant propone puede abrir puertas realmente interesantes a cuestiones de puesta en escena y de montaje, si sólo no nos dejamos llevar.

    Porque resulta cómodo dejarse mecer por la narrativa relajada de Tran Anh Hung, que adapta el libro de 1920 La Vie et la Passion de Dodin-Bouffant, gourmet de Marcel Rouff, sintetizando toda la carne de la segunda mitad de la novela, sobre la búsqueda de un aprendiz para el chef, en la presencia entre fogones de una niña talentosa que, intuimos, podría heredar la cocina de la mansión. Tran escribirá únicamente sobre la relación entre el aristócrata, experto aficionado en la alta gastronomía, y su cocinera Eugénie. Una relación afectiva y amorosa, en ocasiones sexual, pero que desde el guion Tran oculta tras un biombo. Dice Dodin Bouffant (Benoît Magimel) que Eugénie no será nunca su esposa, siempre «su cocinera».

    A los veinte minutos de metraje, entre cacerolas y mesas de cortar, la mujer sufre un desmayo. Sin embargo, el arco dramático que este primer trastabillo anticipa no llega a concretarse hasta prácticamente las dos horas de película… De esta guisa, aunque sepamos que la relación entre Eugénie y Dodin esté condenada a la fatalidad, Tran deja suficiente espacio para que las imágenes gustosas que cultiva se empapen de tristeza sólo al baño María; nos permite paladear los días dulces del otoño (de fondo, chicharras y vencejos). El director acude con regularidad al desplazamiento lateral, suficientemente descriptivo para que el mundo llene el cuadro con sus aromas intactos, pero dictada por una composición transparente, amable.

    De la fotogenia incontestable de cada cuadro, todos hijos aventajados del impresionismo, se encarga la mano de Jonathan Ricquebourg (La muerte de Luis XIV, Earwig). Nos recuerda la compleja mecánica de la retórica, que se separa del barroquismo por tener las ideas claras y la audacia para esgrimirlas. Sólo por el interés en pensar aquello que se prepara ya distinguimos al grupo capitaneado por Magimel de los gentilhomes farsantes de cocinas ajenas, pero que la cocina esconde un sistema propio de pensamiento es una tesis que moviliza todo el suelo narrativo de la película. Eugénie pide a su aprendiz que describa con atino qué ha sentido al dar el primer bocado a su tarta Alaska, Dodin Bouffant dedica una preciosa declaración de amor al acto de masticar.

    Y, a pesar de todo, esta se concreta en la realidad apabullante de una descripción científica. Tran emprende su película de forma parecida: tomando la estética como un terroir que abordar con la meticulosidad que pide la suerte de ciencia que pone en forma cualquier película, para exprimir lo mejor del mundo por delante. Eso no le quitará pizca de juguetonería. Recordamos a Benoît Magimel con un gorrito simpático de pâtissier soplando para montar paquetitos de azúcar endurecido, o un sugerente –sobradísimo– corte de una pera a una espalda desnuda. Cuando entendemos la cocina (y el cine), disfrutamos más.


    por Mariona Borrull Zapata
    diciembre 18, 2023

    Crítica | A fuego lento

    por Mariona Borrull Zapata | diciembre 18, 2023
    || Críticas | L'Alternativa | ★★★☆☆
    Notre corps
    Claire Simon
    Exposición pública


    Miguel Martín Maestro
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Francia, 2023. Título original: Notre corps. Dirección y guion: Claire Simon. Fotografía: Claire Simon. Montaje: Luc Forveille. Sonido: Flavia Cordey, Nathalie Vidal, Elias Boughedir. Música: Elias Boughedir. Producción: Kristina Larsen. Compañías: Madison Films, France 2 Cinéma. Duración: 168 min.

    Reciente ganadora de los festivales L’Alternativa y Márgenes, resulta especialmente complicado escribir sobre una película que penetra en la intimidad ajena y pega fuego al principio de confidencialidad médico-paciente. Y esa dificultad proviene, entre otras cosas, de la individualidad de cada supuesto que se presenta ante nuestra mirada, de cómo cada cuerpo es distinto y las reacciones de mentes tan diversas, aparte de que asistimos a aquello que no tendríamos derecho a conocer si no existiera una cámara intrusa de por medio. La cotidianeidad hospitalaria puede filmarse de muy diferentes maneras, desde la del espectáculo televisivo de series que se transforman en películas de acción, donde la medicina se ejerce a contrarreloj o que buscan la excusa del espacio para centrarse en el retrato íntimo y sentimental del personal sanitario, o bien decidir someter al espectador a la crudeza de la intervención médica bisturí y pinzas por delante. Simon decide que todo esto no le interesa sino de manera tangencial, el punto central de su narración son los pacientes, sus realidades, sus reacciones, sus deseos y, fundamentalmente, sus frustraciones. Simon pone el foco de manera principal en las mujeres, porque los hombres se convierten en meros acompañantes o prescriptores durante el recorrido.

    La película se publicita desde la falsa premisa de encontrarnos en una clínica ginecológica; no es cierto. Estamos en un hospital público de la capital francesa y es la mirada de Simon la que busca, intencionadamente, esa visión femenina en los pacientes. Alrededor del ciclo vital, y de manera esencial sobre el eje sexualidad-reproducción, y a veces podríamos unir ambos términos en sexualidad reproductiva, la directora se asoma a diferentes servicios del hospital para acompañar a adolescentes que quieren abortar, personas atrapadas en cuerpos diferentes al de su sexualidad orgánica, mujeres que quieren evitar embarazos o que se someten voluntariamente a un calvario de pruebas e intervenciones precisamente intentando perpetuar el rol impuesto socialmente de mujer igual a madre. Asistimos también al hecho mismo de la maternidad y el parto como uno de los momentos centrales y, también hay que decirlo, más emotivos, de la historia, o acompañamos a mujeres que no pueden disfrutar plenamente del sexo por el dolor, o asaltadas de improviso por una enfermedad mortal que impone un paréntesis incierto en el día a día, hasta llegar al ocaso y al último momento, filmado con mucha delicadeza, es cierto, pero interfiriendo en algo tan personal como es morir.

    Existiendo una voluntad femenina indudable en el retrato uno no deja de sentir que, frente al intento de acercarse al cuerpo de la mujer desde un punto de vista alejado del estereotipo publicitario, es lo reproductivo lo que centra el mayor esfuerzo en la mirada de la directora, puede incluso que de manera sobrevenida, pero indirectamente, me provoca una reacción contraria al propósito de la obra como es el mantenimiento de los roles que llevan a la mujer a convertirse en un contenedor obligado a ser madre. Siendo un elemento imprescindible e insustituible de la perpetuación de la especie, de hecho ahora mismo ya el único de los dos géneros todavía insustituible, la película se mantiene al margen de otro tipo de mirada femenina, la de la mujer que opta por no someterse al trauma físico y psicológico de la maternidad o de la imposibilidad de alcanzarla sin sentirse incompleta, muchas de las mujeres filmadas aparecen así, como madres en sí mismas, con la finalidad de serlo para sentirse socialmente aceptadas y felices, incompletas y frustradas si no lo consiguen.

    Frente al modelo Philibert o Wiseman, que terminan dibujando a la perfección el funcionamiento interno y externo de las instituciones que filman, el de Simon rehúye lo organizativo y asistencial para centrarse en las pacientes. Afortunadamente su visión del cuerpo rechaza el modelo Castaing-Paravel y evita la exposición de sangre, vísceras, bisturíes y órganos de manera prudente. A Simon le interesa más la psicología unida a esos cuerpos femeninos que el funcionamiento interno de los mismos por más que, en ocasiones, sea inevitable seguir la mirada de los médicos hacia el interior (fundamentalmente el cuerpo de la propia Simon, que termina convirtiéndose en víctima-protagonista de su propio experimento). Es así Notre corps una mirada médica prudentemente alejada del entorno en el que se desarrolla la amplia filmación, exhaustiva y cronológicamente dispuesta hacia lo inevitable de nuestra existencia y su fin. Siento pudor y malestar invadiendo la intimidad de tantas personas, incluso en esos momentos definitivos donde ya se ha abandonado toda esperanza, por más que hayan consentido las filmaciones, la idea de ser un intruso me arruina parte de la experiencia porque es completamente ajena. Es difícil aprender algo de la experiencia filmada por Simon, cada cuerpo es diferente, cada paciente es único, cada respuesta ante la enfermedad muy personal, como la reacción ante la misma, que hasta que no se sufre no se conoce si se afrontará con naturalidad o con derrumbamiento, pero lo que parece evidente es que siempre se sentirá el miedo inherente a dejar de existir. ♦


    por Miguel Martín Maestro
    diciembre 17, 2023

    Crítica | Notre corps

    por Miguel Martín Maestro | diciembre 17, 2023
    || Críticas | ★★☆☆☆
    La sociedad de la nieve
    J.A. Bayona
    En la montaña


    Kevin Rodrigo Pérez
    Madrid |

    ficha técnica:
    España, 2023. La sociedad de la nieve. Dirección: J.A. Bayona. Guion: J.A. Bayona, Bernat Vilaplana, Jaime Marques-Olearraga, Nicolás Casariego. Compañías productoras: Apaches Entertainment, Misión de Audaces Films. Fotografía: Pedro Luque. Montaje: Jaume Martí, Andrés Gil. Música: Michael Giacchino. Diseño de Producción: Alain Bainée. Producción: Belén Atienza, Sandra Hermida, J.A. Bayona. Reparto: Enzo Vogrincic, Matías Recalt, Agustín Pardella, Tomas Wolf, Diego Vegezzi, Esteban Kukuriczka, Francisco Romero, Rafael Federman, Felipe Otaño, Agustín Della Corte, Valentino Alonso, Simón Hempe, Fernando Contigiani, Benjamín Segura. Duración: 144 minutos.

    Al comienzo de La sociedad de la nieve, una voz en off nos advierte: «El pasado es lo que más cambia». Es Numa Turcatti, uno de los pasajeros del avión que se estrelló en los Andes en 1972, y su voz nos guía a través de las semanas. En la montaña, el tiempo es como la nieve, la certeza de que empieza y termina se desvanece si caminas lo suficiente. Y es inevitable preguntarse si quien nos dirige la frase con grandilocuencia y poca claridad es el propio Bayona, que se autojustifica en la revisión de esta historia.

    Bayona escribe, dirige y produce esta película, cuyo punto de partida es el libro de Pablo Vierci en el que los protagonistas de la tragedia la narran en primera persona. Tras ser dados por muertos y suspendidas las labores de búsqueda, sobrevivieron durante setenta y tres días a las condiciones extremas alimentándose de los cadáveres de los pasajeros fallecidos.

    Imagino difícil adaptar un material como ese. Y son evidentes los peligros de ficcionar una vez más algo que de tan contado es ya mito, imaginario colectivo. Tal vez por eso mismo se ha olvidado de dejar un mínimo espacio a los espectadores en la película, y al inicio uno respira con ese montaje fragmentario, los cortes antes de tiempo que nos dejan entrar. Pero pronto cae en la autocomplacencia y traza una ruta inequívoca, no cuestiona ni revela. Señala con violencia, reproduce con más bien poco gusto. En ningún momento entendemos qué le interesa a Bayona de todo esto y se vuelve frío, un poco grotesco, lo contrario a los relatos en primera persona de los que parte. La película se vuelve algo así como un artefacto Baudrillardiano que fagocita y oculta tras de sí la realidad que representa, un letrero de neón que deslumbra y no ilumina.

    Hablar de poética del canibalismo o de la tensión relato-Historia, que parecen apuntarse al inicio, no tiene mucho sentido cuando la película termina de desplegar su aparato narrativo: si bien La sociedad de la nieve es un buen ejercicio de ritmo y Bayona nos deja un par de secuencias en las que saca pecho y demuestra su dominio del género, lo cierto es que resulta verdaderamente vacía. La sinopsis del libro de Vierci dice sobre esta historia: «Si fuera ficción, resultaría inverosímil». Tal vez sí, tal vez no. Pero hay historias que quizás no lucen más en forma aristotélica. ♦

    por Kevin Rodrigo Pérez
    diciembre 14, 2023

    Crítica | La sociedad de la nieve

    por Kevin Rodrigo Pérez | diciembre 14, 2023
    || Críticas | Rizoma 2023 | ★★★☆☆
    Splendid Hotel: Rimbaud en África
    Pedro Aguilera
    Una temporada, larga, en el infierno


    Miguel Martín Maestro
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Francia, Marruecos, España, 2023. Título original: «Splendid Hotel: Un voyant en enfer». Dirección: Pedro Aguilera. Guion: Pedro Aguilera, Nathan Fischer, Damien Bonnard. Reparto: Damien Bonnard, Patricia Iloki, Prince Higuet Bitsindou Moussounda, Mustapha Rguie. Música: Jimmy Gimferrer, Fernando Vacas. Fotografía: Jimmy Gimferrer.Compañías productoras: Coproducción España-Francia-Marruecos; Barney Production, Stray Dogs. Duración: 70 minutos.

    Hay películas cuya propuesta y factura es más ambiciosa y sugerente que su resultado final. Al cine de Pedro Aguilera no se le pueden poner reparos, al menos en cuanto al riesgo y equilibrismo que todas y cada una de sus películas afrontan; otra cosa puede ser ese resultado, quizás disminuido por cierta aridez expositiva que va provocando un distanciamiento de este espectador conforme pasan los minutos. Pese a ello es capaz de lograr perfectas piezas de insana representación del individuo como fue el caso de Demonios tus ojos, pero esta Splendid Hotel, pese a lo exótico de la ambientación, está más cerca de los cánones de su estilo ya expresados en La influencia o Naufragio, con la soledad de un individuo, su progresivo deterioro físico y mental, la insolidaridad del entorno; la práctica desaparición absoluta del diálogo convertido en un monólogo envolvente y absorbente del protagonista, quien va sumergiéndose en una derrota integral avanzando hacia las personales montañas de la locura.

    La sutil diferencia de este último largometraje se encuentra en que Aguilera utiliza a un personaje histórico, a uno de esos poetas malditos, y también por qué no, maldito poeta, del simbolismo francés. Un personaje mítico influenciado literaria y personalmente por nombres como los de Verlaine, Baudelaire, Hugo... La apuesta, al adoptar esa idea de «cine de época» ya resulta arriesgada; ni se opta por la fidelidad histórica, ni temporal ni espacial. El personaje de Rimbaud se mueve por la representación de un Adén o un Harrad del presente (que no dejan de ser ciudades de Marruecos en la realidad y no de Yemen o Etiopía) con un traje blanco de occidental colonialista como si nos encontráramos en la década de los 80 del siglo XIX cuando todo a su alrededor es contemporáneo. El poeta ya ha sido disparado por Verlaine, ya ha publicado su Una temporada en el infierno y ha decidido abandonar Francia y la escritura; también olvidarse de la metrópoli y vivir la aventura orientalista en propias carnes y no a través de las artes. Ha cambiado el cultivo del espíritu por la versión capitalista del intermediario comercial, su ambición de pasar a la posteridad por su literatura ha sido aparcada por su afán de enriquecerse con el tráfico de armas, y donde mejor puede traficarse es en una zona de conflicto, en ese momento en el cuerno de África.

    La preparación de esa caravana que transportará los fusiles de segunda mano y desechados por el ejército francés se transforma en el desierto de los tártaros del propio Rimbaud. Una interminable espera de un cargamento que no termina de arribar a puerto, y una vez llegado, las largas esperas administrativas para conseguir los permisos, después el embargo que el gobierno francés decreta para la circulación de armas con destino a Abisinia. Escollos que van consumiendo la delicada salud y resistencia del poeta encarnado por Damien Bonnard. La película se va convirtiendo, poco a poco, en un atolladero sin salida, un relato donde parece que Bartleby se encuentra detrás de todas las puertas para no decir que no pero tampoco que sí; transmitiendo muy bien la sensación del personaje pero al mismo tiempo abrumando al espectador con repeticiones de las situaciones con escasas variaciones. Sus 70 minutos terminan pesando y nos transportan al mismo punto muerto en el que se encuentra Rimbaud, la diferencia es que él espera algo que nosotros no buscamos, dinero.

    Ninguna objeción formal a la película, bien contada y bien pensada en sus imágenes, construidas con un sentido artístico que hacen atractivas las calles de la ciudad pese a su deterioro y podredumbre, aprovechando el color de los exteriores y el movimiento cada vez más tortuoso y agotado de su protagonista. Podríamos rememorar imágenes de Oliver Laxe en Mimosas, salvo que el propósito argumental es completamente opuesto, no hay misticismo en Aguilera porque su personaje es un derrotado de antemano, un perdedor podríamos decir que sin la ética que lo acompaña cuando se nos hace atractivo; y en los interiores y su relación con la amante etíope es inevitable recordar las composiciones pictóricas de Dinet, Delacroix, Gérôme, Belly, Bonat, Benjamin Constant, o en España el propio Fortuny. También son muy acertadas las referencias históricas mediante fotografías de la época, de esa Francia que Rimbaud abandonó pero a la que seguía conectado con las cartas que enviaba y recibía, fotos y daguerrotipos de la metrópoli a la que se quiere regresar enriquecido, que nos hablan de lujo en el París del XIX, pero también de miseria, de la Comuna, de la represión homicida, de los poetas que acompañaron a Rimbaud en algún momento. La película tiene muy buenas ideas y muy buenas conexiones entre éstas y las imágenes, aunque el resultado final resulte repetitivo y monótono. ♦


    «Al cine de Pedro Aguilera no se le pueden poner reparos, al menos en cuanto al riesgo y equilibrismo que todas y cada una de sus películas afrontan; otra cosa puede ser ese resultado, quizás disminuido por cierta aridez expositiva».



    por Miguel Martín Maestro
    diciembre 14, 2023

    Crítica | Splendid Hotel: Rimbaud en África

    por Miguel Martín Maestro | diciembre 14, 2023

    Pistoleros de sombras

    Podcast sobre dos westerns: El vengador sin piedad (1958) + El último pistolero de la frontera (1958)

    A finales de los cincuenta, la modernidad empezaba a asomar entre las producciones de Hollywood, también en un género tan señero como el western. En 1958, dos películas del Oeste abordan tropos clásicos del género desde perspectivas insólitas. En El vengador sin piedad (The Bravados), el veterano Henry King problematiza la venganza ejecutada por el protagonista al que encarna Gregory Peck; un personaje al que dota de un espacio fronterizo, lúgubre, casi purgatorial. Raras veces las sombras han tenido tanto protagonismo en un western. En El último pistolero de la frontera (The Last of the Fast Guns, George Sherman), producción de serie B de la Universal, Jock Mahoney interpreta a un pistolero a sueldo en la que espera que sea su última misión, consciente de que la era de las leyendas del revólver toca a su fin. En las sierras mexicanas acabará por encontrar una posible redención que no buscaba.

    Al otro lado del micro, disparan sus reflexiones Miguel Muñoz Garnica, Lourdes Esqueda, José Luis Forte y Gema Pérez Herrera.

    | Además de en iVoox, pueden escucharlo en Spotify | Apple Podcasts | Pocket Cast |

    por Redacción EAM
    diciembre 13, 2023

    Podcast | Pistoleros de sombras: «El vengador sin piedad» + «El último pistolero de la frontera»

    por Redacción EAM | diciembre 13, 2023
    || Críticas | ★★★★☆
    Wonka
    Paul King
    Antes de la fábrica de chocolate


    José Martín León
    Telde (Las Palmas) |

    ficha técnica:
    Reino Unido, 2023. Título original: Wonka. Dirección: Paul King. Guion: Simon Farnaby, Paul King (Personajes: Roald Dahl). Producción: Alexandra Derbyshire, David Heyman, Luke Kelly. Productoras: Coproducción Reino Unido-Estados Unidos; Heyday Films, Warner Bros., Village Roadshow. Distribuidora: Warner Bros. Fotografía: Chung Chung-hoon. Música: Joby Talbot. Montaje: Mark Everson. Reparto: Timothée Chalamet, Calah Lane, Olivia Colman, Hugh Grant, Sally Hawkins, Tom Davis, Keegan-Michael Key, Paterson Joseph, Mathew Baynton, Matt Lucas, Rowan Atkinson, Rakhee Thakrar, Natasha Rothwell, Jim Carter, Rich Fulcher.

    Uno de los nombres propios más importantes de la literatura infantil de todos los tiempos es, sin duda, el del galés Roald Dahl, un autor que tocó todos los palos, desde la poesía a guiones cinematográficos –suyo fue el libreto de, por ejemplo, Chitty Chitty Bang Bang (Ken Hughes, 1968)–, pero que siempre será especialmente recordado por unos cuentos para niños no exentos de cierta negrura, sobre todo, en el modo en que representaba a la mayoría de sus personajes adultos, casi siempre figuras peligrosas para sus jóvenes protagonistas. El cine, claro está, encontraría un filón en la desbordante (y algo perversa) imaginación de Dahl, aunque las adaptaciones de su universo al celuloide pocas veces han plasmado toda la grandeza de sus fuentes literarias. Mientras Matilda (Danny DeVito, 1996) o Fantástico Sr. Fox (Wes Anderson, 2009) podrían contarse entre las más conseguidas, James y el melocotón gigante (Henry Selick, 1996) o Mi amigo el gigante (Steven Spielberg, 2016) se quedaron en tierra de nadie, aunque ninguna adaptación disgustó tanto al autor como aquella (por otra parte, notable) La maldición de las brujas (Nicolas Roeg, 1990) que cambió su no tan feliz final de la novela –el niño acababa convertido en ratón para siempre– por un desenlace más convencional y del gusto de toda la familia. De todo su imaginario, el personaje del chocolatero Willy Wonka y su chistera ha sido el que más veces ha probado fortuna en el cine, asomándose por primera vez en pantalla con los rasgos del cómico Gene Wilder en el musical Un mundo de fantasía (Mel Stuart, 1971), todo un clásico de culto a día de hoy que, sin embargo, fue un considerable descalabro en taquilla en su día. Todo lo contrario que la más famosa versión de Tim Burton, estrenada en 2005, Charlie y la fábrica de chocolate, que le brindaría al camaleónico Johnny Depp uno de sus personajes más recordados. La huella dejada por esta colaboración del binomio Burton-Depp dejaba el listón demasiado alto para que una nueva versión de la historia, sin la implicación de ellos, pudiese ser bien recibida. Pero la magia se ha realizado y aquí llega Wonka, una precuela que narra los primeros pasos del mágico chocolatero, antes de inaugurar aquella emblemática fábrica que acabaría regalando al digno heredero que encontrara un deseado tíket dorado.

    Warner Bros se había hecho, en 2016, con los derechos del personaje creado por Dahl, así que solo necesitaba una historia interesante para devolverle a la gran pantalla. Simon Farnaby y Paul King se han encargado de escribir cómo se fraguó el sueño de Wonka de ser el mejor chocolatero del mundo, valiéndose de sus asombrosas capacidades como mago e inventor. En Wonka seremos testigos de cómo se embarca en un viaje por mar que le llevará a tratar de alcanzar su sueño, ese que le prometiera a su difunta madre, llegando a esa bulliciosa ciudad en la que se encuentran las lujosas Galerías Gourmet, el lugar donde se vende el mejor chocolate del mundo. Un monopolio que dirigen tres ricachones sin escrúpulos que pronto ven el humilde y soñador recién llegado una amenaza para sus intereses, ya que sus creaciones, además de muy apetitosas y mágicas, planean ser mucho más asequibles para los bolsillos de sus golosos consumidores. También muestra la película cómo Willy termina prácticamente esclavizado por la ambiciosa dueña de una lavandería y su secuaz, después de no leer la letra pequeña de su contrato de alojamiento por una sola noche en una de sus habitaciones, algo que le servirá al protagonista para conocer a un puñado de personajes que, como él, también cumplen una condena similar en las mazmorras de la lavandería, los cuales se convierten en amigos y aliados, no solo para escapar de su encierro, sino, también, para enfrentarse a los tres magnates chocolateros y hacerse con su ansiada fábrica dentro de las Galerías Gourmet. Paul King, director del aclamado díptico familiar sobre el osito Paddington –como curiosidad, no está de más recordar que Paddington 2 (2017) desbancó a la mismísima Ciudadano Kane del primer puesto como mejor película de la Historia del Cine en Rotten Tomatoes, siguiendo su cuestionable baremo de críticas positivas–, ha sido el acertado encargado de levantar un musical a la antigua usanza, tan clásico en su fondo y sus formas que le confieren un carácter atemporal de lo más agradable. Los números musicales y las coreografías de bailes son tan espectaculares que nos reemiten directamente a clásicos como la oscarizada Oliver (Carol Reed, 1968) o la “maldita” Annie (John Huston, 1982), compartiendo con ambas esos ambientes dickensianos de niños huérfanos malviviendo en las calles o, en su defecto, bajo el yugo de adultos malvados que solo quieren explotarlos.

    De hecho, el personaje de la cruel lavandera Mrs. Scrubbit tan magníficamente encarnado por Olivia Colman bebe claramente de aquella Miss Hannigan de Carol Burnett que le hacía la vida imposible a la pobre huerfanita Annie. De hecho, Wonka también tiene a su particular Annie en la figura de Noodle (estupenda Calah Lane), otra niña que, tras perder a su madre, permanece encerrada en una lavandería donde trabaja día y noche para tratar de pagar una deuda que nunca se termina de saldar. La historia de Farnaby y King esconde sus dardos envenenados a los grandes empresarios y a las tácticas no del todo claras para monopolizar el mercado. También a las diferencias de clases sociales. Pero, en unos tiempos en los que la ironía se ha apoderado del cine familiar, Wonka emerge como un producto absolutamente blanco e ingenuo, algo que debería ser recogido como un cumplido. El personaje de Wonka, al igual que los chocolates que crea en su minifábrica portátil (esos con los que, indistintamente, hace volar o convierte en criaturas peludas a quienes los comen), desprende una bondad, una dulzura y una positividad que son las armas con las que termina venciendo a toda la tropa de ruines villanos que se interponen en su camino hacia el éxito. Timothée Chalamet ha entendido a la perfección la esencia del personaje y ofrece una versión del chocolatero tan carismática como las entregadas por Gene Wilder Y Johnny Depp, acabando, desde su primera aparición en pantalla, con cualquier duda respecto a su elección como protagonista. En general, todo el reparto brilla a gran altura, recuperando King a dos de las estrellas de Paddington: una encantadora Sally Hawkins como madre de Willy y, sobre todo, un Hugh Grant caracterizado como anaranjado enano naranja, que acapara toda la atención en sus divertidísimas intervenciones como Lofty, el primer Oompa-Loompa con el que tiene contacto el chocolatero. Wonka es visualmente abrumadora, desde su preciosa puesta en escena (ambientación, decorados, vestuario, todo luce impecable gracias a la inversión de 125 millones de dólares) hasta sus imaginativos efectos especiales, pero su espíritu se acerca más al de la versión de 1971 que al de Charlie y la fábrica de chocolate, una obra en la que el marcado estilo visual de Burton opacaba un poco la esencia del no menos excéntrico Dahl. La película se siente en todo momento fresca, alegre, viva, luminosa. No tiene aquel tufillo oportunista que sí tuvo, por ejemplo, El regreso de Mary Poppins (Rob Marshall, 2018), sino que emana verdadera magia y cariño hacia unos personajes que consiguen enganchar al público. Sin duda, no solo estamos ante una fantasía musical excelente, donde todas sus canciones funcionan como un reloj, sino ante una de las mejores ofertas de la cartelera de cara a las fiestas navideñas. ♦


    por José Martín León
    diciembre 11, 2023

    Crítica | Wonka

    por José Martín León | diciembre 11, 2023
    || Críticas | ★★☆☆☆ |
    Maestro
    Bradley Cooper
    Por lo demás


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2023. Dirección: Bradley Cooper. Guion: Bradley Cooper y Josh Singer. Director de Fotografía: Matthew Libatique. Edición: Michelle Tesoro. Casting: Shayna Markowitz. Vestuario: Mark Bridges. Intérpretes: Bradley Cooper, Carey Mulligan, Matt Bomer, Vincenzo Amato, Greg Hildreth, Michael Urie. USA. Blanco y Negro/Color. Duración: 129 minutos.

    La Historia del Cine es un mal cadáver. Tiene la mala costumbre de pasear su putrefacción entre profundos lagrimones, hipidos melancólicos y acongojados gemidos. Es lo malo que tiene el invento: que el cine —o, mejor dicho, el cine clásico— no termina de morirse y así va arrastrándose de un lado a otro, y viene Spielberg con sus trenes de juguete y Erice con sus milagros, y uno se enfada o se enternece, según le pille el día. A Dominik, cuando hace cosa de un año, le dio por rodar la pústula del cine clásico, la herida putrefacta y visible (el cuerpo lacerado de Marilyn), la gente se le enfadó y estuvo enfurruñada un par de días por las redes sociales, apretando fuerte los puños y entrecerrando los ojos, porque aquello era una falta de respeto y una tomadura de pelo y hágame usted el favor de no tocarme el cadáver, que el cadáver luce mucho y vienen las visitas a hacer el peregrinaje y a besar la reliquia. A la reliquia del clasicismo, a la reliquia de Hollywood, y a las figuras espirituales me las trata con respeto, como hace Almodóvar cuando habla de Natalie Wood, ya está bien.

    Por lo que Bradley Cooper ha aprendido la lección —la traía aprendida de casa, Cooper es el heredero directo de Eastwood, ya se sabe— y ha realizado el movimiento paralelo al de Dominik, pero a la inversa, es decir: retornar de nuevo al manierismo y hacer una película que es mitad blanco y negro, y mitad Douglas Sirk, que cumple con todos los lugares comunes del momento ideológico dominante y que no molestará absolutamente a nadie bajo una pátina de nostalgia que no teme sumergirse en el más espantoso ridículo visual. Pondré un simple ejemplo: en los primeros minutos de la película, Cooper plantea un travelling digital que parte de una cama en una habitación abuhardillada y se abisma mediante un frenético picado hacia un tremendo espacio teatral. La solución visual es tan artificial, tan fea, tan poco natural que parece por momentos que el plano ha sido enteramente diseñado con motores de inteligencia artificial o cosa parecida. A partir de ese traspiés, la fotografía de Matthew Libatique parece empezar a dar tumbos entre una estetización desmesurada y aparentemente clásica que subraya desquiciadamente su propia belleza (el humo de los cigarrillos filtrándose en el blanco y negro de un pequeño teatro) hasta un expresionismo de primero de carrera en el tramo final que hace coincidir, pongamos por caso, el rostro de una Carey Mulligan sufriente y enferma con los rayos de sol que entran por la ventana. Nada que ver, sin embargo, con las saturaciones carnales, cósmicas y absolutas de Russell Metty: antes bien, la cita de una cita de una cita en la que el verde de un jardín o el azul de una piscina huelen a Photoshop, y subrayan lo que únicamente una mano torpe debe subrayar. Pondré, de nuevo, un simple ejemplo: durante la escenificación de la segunda sinfonía de Mahler —la tan celebrada interpretación de seis minutos que se ha vendido como la gran proeza estética del filme—, la cámara se centra en Cooper, quiere desplegar la precisión de su interpretación, se enrosca a sus gestos como una serpiente garante del talento y la potencia del actor. Sin embargo, al concluir su obligatorio plano largo, reencuadra sobre una Mulligan saturada en azul y verde que pega un aullido cromático al contrastarse con los grises de la catedral de Ely. Hay que subrayar, subrayar y subrayar, por si alguien se ha quedado dormido a mitad de la proyección: Cooper es un gran actor porque calca la realidad, y un gran director porque introduce la figura sobre el fondo.

    El primer problema, claro, es que el mérito del cine no es calcar la realidad, sino hacer algo con ella. Algo a partir de ella. Arrancarle un pensamiento propio, a ser posible con la forma de una imagen concreta. El segundo problema, claro, es que la película pone a la Mulligan y a su personaje por encima de Bernstein, de Mahler, de la Catedral de Ely y de cuantas otras maravillas en el mundo han sido. Es decir, que la película se llama Maestro y dice hablar de un señor llamado Leonard Bernstein, pero, seamos sinceros, de Bernstein habla muy poco. O, al menos, convengamos en que no habla de un Bernstein que hacía cosas como dirigir o componer, que tenía una relación conflictiva y espiritual con la música de complejísimas resonancias, sino que parece ser que únicamente se llevaba señores y señoras a la cama. Lo que está muy bien, claro, pero es que siempre resulta mucho más difícil rodar la relación de un ser humano con la genialidad o con lo inefable de la creación que con la gente que pasa por su entrepierna. Que es lo que a Cooper y a su equipo le interesa, claro.

    Maestro es una película hipertrófica, desmesurada y grandilocuente que no puede tranquilizar su ansia de excesos visuales: un ballet de marineros, un plano subrayado de una muerte subrayada, una dirección de arte pantagruélica, más y más y más y más, hasta que al final uno parece desplomarse en una procelosa nada.


    Me dirán, y llevarán razón, que incurro sibilinamente en el viejo error crítico de lloriquear por la película que hubiera querido ver (la película del Bernstein músico) en lugar de analizar con objetividad la película que Cooper nos ofrece (la película del Bernstein marido, el Bernstein amante y el Bernstein padre, según toque). Y no se lo niego, claro. Pero con las mismas puedo aducir que incluso en ese terreno la falta de conocimiento de Cooper sobre la obra de Bernstein es tan escandalosa que uno no deja de sorprenderse de cómo descarrilan las escenas. Toda la película está literalmente saturada, llena hasta los bordes de música intradiegética y extradiegética. Por la primera no hay problema: sirve para que veamos lo bien que actúa Cooper y lo mucho que se ha preparado el papel, de acuerdo. La segunda es un absoluto dislate porque no realiza ningún tipo de conexión narrativa entre su lucimiento y su función en la historia. De nuevo, pondré un simple ejemplo: Bernstein regresa a su hogar para reencontrarse con su familia y de pronto escuchamos el celebérrimo prólogo de la partitura de West Side Story. ¿Por qué? ¿Cómo se relacionan esos planos de un coche que entra en una propiedad, otra vez una piscina, un caminito y unos árboles con la potencia sibilante, amenazadora, sexy, afilada, de la partitura de Bernstein? Ya les respondo: de ninguna manera. Ni siquiera perderé su tiempo haciendo una comparación con la escena original filmada por Robert Wise, todo un despliegue majestuoso de los usos y posibilidades de la cámara y un absoluto prodigio de montaje. No. Aquí un coche entra en una propiedad y la pieza se escucha, supongo, porque en algún lado había que meterla y porque historiográficamente encaja con el tiempo del relato.

    Al final, uno termina la proyección extenuado y con la sensación de que era complicado rodar una película tan estrepitosamente fea. Por supuesto, ahí están algunos chispazos valiosos como la discusión marital rodada en plano fijo —al menos, una vez, Cooper sabe cuándo detener la cámara—, o como esa pequeñísima pero afilada lección de dirección final. Maestro es una película hipertrófica, desmesurada y grandilocuente que no puede tranquilizar su ansia de excesos visuales: un ballet de marineros, un plano subrayado de una muerte subrayada, una dirección de arte pantagruélica, más y más y más y más, hasta que al final uno parece desplomarse en una procelosa nada.

    Por lo demás, es probable que gane bastantes Óscars.


    por Aarón Rodríguez
    diciembre 10, 2023

    Crítica | Maestro

    por Aarón Rodríguez | diciembre 10, 2023

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