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El sendero azul
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    Cine Alemán Siglo XXI

    Una doble presentación

    Crítica ★★★★☆ de «Shiva Baby», de Emma Seligman.

    Estados Unidos, 2020. Título original: Shiva Baby. Dirección y Guion: Emma Seligman. Compañía productora: Neon Heart Productions. Producción: Kieran Altmann, Katie Schiller, Lizzie Shapiro. Fotografía: Maria Rusche. Montaje: Hanna A. Park. Música: Ariel Marx. Diseño de producción: Cheyenne Ford. Dirección de arte: Jack Dobens. Intérpretes: Rachel Sennott, Dianna Agron, Glynis Bell, Richard Brundage, Polly Draper, Danny Deferrari, Ariel Eliaz, Molly Gordon, Jackie Hoffman, Sondra James, Vivien Landau, Fred Melamed, Deborah Offner, Cilda Shaur. Presentación Oficial: Festival Mar del Plata. Duración: 71 minutos.

    Las líneas que siguen buscan describir un titubeo, rodearlo y darle salida. Continúan una escritura que pretende admitir la duda en lo más profundo de su ser para luego moldear, desde allí, sus impresiones sobre el papel. Empezaré por reconocer que no entendí, hasta bien entrada la película, que las dos chicas que creía haber visto en la primera y segunda secuencias eran, en realidad, una sola y que, oh, por eso sentía(n) tanta incomodidad al lado de aquel joven encorbatado. Compartida o no, quizás la perplejidad que transité, hasta darme de bruces contra esta verdad argumental básica, funcione en realidad como barómetro perfecto para tomar el pulso al debut de Emma Seligman.

    Cabe destacar, a priori, lo diametralmente opuestas que son las puertas simbólicas que abren una y otra secuencias. En la primera, una chica tiene un orgasmo mañanero y superlativamente falso encima del sofá de un moderno apartamento. Diríamos, por la indiferencia con que se levanta y deja a su partenaire, aún alelado por la intensidad de los minutos anteriores, que hay incluso un alardeo por su parte en la inversión de las dinámicas de poder tradicionalmente asociadas al coito: él gime, ella va arriba. Pronto descubriremos que no es así, y que, a pesar del pavoneo, la chica sigue siendo un objeto que el hombre podrá cuidar —y descuidar— cuando le plazca. Al fin y al cabo, ella es solo una trabajadora sexual. Discurso feminista incorporado, eso sí, él recitará un monólogo de cartón-piedra alrededor de la importancia de las mujeres libres y emprendedoras, para luego regalarle un brazalete carísimo, por aquello de que if you like it then you shoulda put a ring on it. Un gesto de una sencillez absoluta, que se contrapone a las ridículas dificultades que muestra el tipo para «recordar» pagarle por sus servicios. He aquí algunos de tantos micromachismos que van a sucederse en una conversación que pronto se tiñe de una violencia prácticamente tangible, arraigada entre el cuerpo de ella y las manos de él. Un espacio en tensión que se dibuja de forma más nítida, si cabe, por la impasibilidad de la cámara, estática ante la injusticia y el malestar.

    Habrá también un halo de angustia en los andares de la chica a quien seguimos, de espaldas, a lo largo de una avenida arbolada. A pesar de la neutralidad de la americana que viste, el bolso que lleva colgado resbala constantemente, no la deja tranquila. Se dirige, como descubriremos al cabo de unos minutos, a una shiva, evento celebrado por la tradición judía tras la muerte de une vecine o familiar. Puede atisbarse un cierto malestar en el pendular de su bolso, si bien hasta el momento no sabemos (uno) ni a dónde se dirige, ni (dos) cuál es su lugar social. Solamente accedemos a ella como una joven con traje que camina por una calle suburbana: su figura, desnuda de todo historial, invita a verla como una de aquellas mujeres libres y emprendedoras que el hombre del apartamento alababa. Al cabo de unos segundos, ella cruza un saludo con una pareja en la avenida. Parece una joven preparada, volviendo a casa. No hay mejor entorno para la seguridad y la celebración de un futuro prometedor.

    por Mariona Borrull Zapata
    abril 30, 2021

    Crítica | Shiva Baby

    por Mariona Borrull Zapata | abril 30, 2021

    El ayer que no volverá

    Crítica ★★★★☆ de «El verano de Cody», de Andrew Ahn.

    Estados Unidos, 2019. Título original: Driveways. Director: Andrew Ahn. Guion: Hannah Bos, Paul Thureen. Productores: Nicolaas Bertelsen, Joe Pirro, James Schamus, Celine Rattray. Productora: CinemaWerks, Farcaster Films, Maven Pictures, Studio Mao, Symbolic Exchange. Fotografía: Ki Jin Kim. Música: Jay Wadley. Montaje: Katie Mcquerrey. Reparto: Lucas Jaye, Hong Chau, Brian Dennehy, Laurent Rejto, Stan Carp, Jerry Adler, Bill Buell.

    No siempre el cine ha otorgado a la infancia la importancia y profundidad que merece. Más allá de juegos y travesuras, esa etapa crucial de todo ser humano en la que, a través de experiencias –la mayoría triviales pero siempre decisivas– y enseñanzas, se va forjando la personalidad del futuro adulto, pocas veces ha sabido ser captada con la suficiente sensibilidad y esa carga de complejidad poco común que, sin duda, conlleva, como sí lo han hecho obras como Boyhood (Richard Linklater, 2014), The Florida Project (Sean Baker, 2017) o la reciente Minari. Historia de una familia (Lee Isaac Chung, 2020), donde los niños protagonistas son testigos inocentes y, en cierta manera, víctimas colaterales, de circunstancias adultas tan desestabilizadoras como la desestructuración de las familias (divorcios traumáticos, ausencia de la figura de alguno de los progenitores) o situaciones próximas a la marginalidad social o económica. El mayor acierto de aquellas películas residió en la cualidad observadora de los cineastas que tenía detrás y en su extraordinaria capacidad para mostrar a los niños como lo que son, niños, con actitudes y conductas muy auténticas que no restaban un ápice de ese poso de incipiente madurez que empezaban a manifestar ante aquel tipo de vivencias. El verano de Cody, segundo largometraje del estadounidense con raíces coreanas Andrew Ahn tras Spa Night (2016), es, al igual que aquella, una nueva historia de coming of age. Si en la primera nos relató el despertar a la sexualidad de un adolescente que comenzaba a trabajar en un spa de Los Ángeles, en su nuevo trabajo Ahn introduce al espectador la cotidianeidad de una unidad familiar mínima, formada únicamente por una madre y su pequeño hijo de 8 años. Un hecho tan trágico como la muerte de su hermana mayor hace que Kathy, una joven madre soltera de origen asiático, tenga que desplazarse junto a Cody, gran protagonista de la historia, hasta la ciudad en la que fallecida vivía, con el propósito de desmantelar su casa y ponerla a la venta. Un viaje que responde más a una obligación o trámite de pura formalidad que a otra cuestión más emocional y que, en principio, solo debería alargarse unos días, cambiará, sin embargo, la manera de enfrentarse a la vida de sus dos protagonistas.

    Desde el primer momento, destaca el dibujo certero que el guion de Hannah Bos y Paul Thureen hace sobre sus personajes. Kathy es una mujer introvertida y callada, de apariencia fuerte e independiente, capaz de sacar adelante ella sola a su hijo, pero que, al atravesar las puertas del hogar de su hermana y encontrarse con que esta había pasado los últimos años de su existencia sumida en una depresión y malviviendo entre montañas de basura y objetos acumulados por todas las estancias de la casa, consecuencia de un síndrome de Diógenes de manual, es consciente de lo poco que la conocía y lo mal que la había juzgado después de que, siendo más de diez años mayor que ella, huyese dejándola con la carga de cuidar a una madre enferma. Por su parte, Cody es un niño dotado de una madurez poco común y una extrema sensibilidad que le lleva a no congeniar con facilidad con otros chicos de su edad, ya que prefiere dedicar sus ratos libres a leer cómics Manga en soledad que asistir a campamentos de verano u otras actividades que conlleven socializar. Así, mientras que Kathy se ve inmersa en la labor de adecentar la casa, Cody empieza a conocer la fauna que rodea a su nuevo barrio, desde la típica vecina políticamente correcta (y muy chismosa) que les recibe con la mejor de sus sonrisas y trata de integrar al niño, más como impostado acto de civismo que de forma natural, con sus dos malcriados nietos; a dos hermanos mexicanos más dispuestos a brindarle una verdadera amistad, aunque la atención del chico se centrará, desde el primer instante, en su anciano vecino Del. Un excombatiente de la Guerra de Corea que pasa sus días añorando a su difunta esposa, entre las cuatro paredes de un hogar que se le cae encima por la evocación de las vivencias acontecidas en él y que ahora se agolpan en su memoria, o jugando al bingo en un local del pueblo, en compañía de otros abuelos. La conexión entre Cody, en los primeros compases de su vida, con la pureza del alma que ello implica, y Del, en el ocaso de la suya, haciendo examen de conciencia de los errores cometidos en el pasado, es inmediata, dando paso a una hermosa amistad de verano que es lo que da verdadera fuerza a la cinta de Ahn El verano de Cody es un drama rodado con esa sutileza que, con solo dos trabajos, ya caracteriza a su realizador. Es uno de esos filmes en los que parece que no suceda nada excesivamente importante y en los que, sin embargo, sucede todo.

    por José Martín León
    abril 29, 2021

    Crítica | El verano de Cody (Driveways)

    por José Martín León | abril 29, 2021

    Elogio de la representación

    Crítica ★★★☆☆ de «Come Here», de Anocha Suwichakornpong.

    Tailandia, 2021. Título original: Jai jumlong/ ใจจำลอง. Tailandia. 2021. Dirección y Guión: Anocha Suwichakornpong. Fotografía: Boonyanuch Kraithong, Leung Ming-Kai. Edición: Aacharee Ungsriwong. Sonido: Chalermrat Kaweewattana. Asistente de dirección: Maenum Chagasik. Productores: Parinee Buthrasri, Mai Meksawan. Intérpretes: Apinya Sakuljaroensuk, Waywiree Ittianunkul, Sirat Intarachote, Sornrapat Patharakorn, Bhumibhat Thavornsiri. Compañías productoras: Electric Eel Films, Diversion. Duración: 69 minutos.

    ¿Qué pasa si la imagen que falta no es un lugar o un momento en el tiempo, sino muchos? Así se crea, y se sostiene, la última película de la directora tailandesa, partiendo de imágenes multidireccionales, muy simples, pero que permiten significados muy diversos y que exigen, necesariamente, saber qué son el «Hellfire pass» o el «Death railway» para facilitar la comprensión sobre la propuesta, endemoniadamente compleja en su apenas hora de duración, como suele ocurrir en el cine más representativo del país asiático. Desde la ventana de un tren vemos pasar el paisaje cada vez a mayor velocidad mientras el sonido característico del traqueteo sobre las vías va apagándose para ser superado por el de picar piedra; un relato donde la imagen, en ese momento, deja paso a la construcción sonora de la propuesta y que nos acerca a ese ruido característico del trabajo forzado construido por nuestra cinefilia. Poco después un grupo de amigos, suponemos que han viajado en ese tren hasta Kanchanaburi, pasean. Al encontrarse cerrado el museo memorial «Hellfire pass», por los restos inconclusos de la trinchera excavada del «Death railway». Un tren que une Bangkok con la ciudad selvática pero que tiene un ramal que no se terminó, el que conducía a la antigua Birmania. Un muro de piedra con pequeñas banderas británicas aporta más información, el espacio es el de la construcción del famoso tren panasiático que los japoneses pretendían construir usando mano de obra esclavizada, soldados británicos incluidos, durante su fase de hegemonía durante la Segunda Guerra Mundial; es el espacio del río Kwai; pero lo cinéfilo no invade el terreno propio de la película, no la contamina, el desafío visual y conceptual va por otros derroteros nada bélicos sino de reafirmación de una memoria colectiva tailandesa a partir de la presencia, hasta cierto punto inconsciente, del grupo de jóvenes.

    El museo que trata de visitarse está cerrado, como si la historia se hubiera detenido, pero la historia se encuentra en el espacio físico, un espacio que cambia en función de quien lo transita, porque de repente abandonamos al grupo de jóvenes que es sustituido por una chica que huye sin rumbo a través de la selva y se desploma ante un lago del que bebe ansiosamente, para, acto seguido, transformarse en un muchacho que mira fijamente a cámara antes de que la historia retome al grupo inicial. Es el espacio el que retiene el eco del pasado o de diferentes entidades que se han movido por él. Ese lago que ahora acoge a un resort desde el que se contempla el atardecer, donde se habla de una obra de teatro cuyo montaje escénico aparece en paralelo y que da paso a otra mujer igualmente arrodillada ante el agua en la misma actitud de la muchacha fugitiva, aunque sobre el grupo de jóvenes inicial planea la idea del enamoramiento. Acción y representación, no sabremos si son diferentes hechos o la recreación ficcional de lo que le sucedió a alguien previamente. En ese juego de reconstrucción de lo visto la película se convierte en espejo deformado de lo real. Cuando contemplamos a los jóvenes en su bungalow mientras beben, hablan, cantan, van durmiéndose o contemplan los fuegos artificiales, creemos estar contemplando un momento de realidad, pero cuando la imagen nos traslada a un escenario teatral que representa ese mismo instante, con la ficción del espacio recreado, podremos dudar si aquello filmado en el espacio real no sería un ensayo de lo que después habría de llevarse a escena y todo se desvanece en el territorio de la creación sin apoyo en un hecho histórico concreto; sin atender a que lo histórico se equipare a esencial en el devenir de la humanidad, sino en el pasado de las personas, en su historia.

    por Miguel Martín Maestro
    abril 29, 2021

    Crítica | Come Here (Jai Jumlong/ใจจำลอง), de Anocha Suwichakornpong

    por Miguel Martín Maestro | abril 29, 2021

    El primer y el último verano

    «Leto», de Kirill Serébrennikov.

    Rusia, 2018. Título original: Leto/Лето. Director: Kirill Serébrennikov. Guion: Lily Idov, Michael Idov, Ivan Kapitonov y Kirill Serebrennikov. Productores: Pavel Burya, Georgy Chumburidze, Carole Baraton. Productoras: Hype Film, KinoVista, Charades y Centre National du Cinéma et de l’Image Animée. Fotografía: Vladislav Opelyants. Música: Roman Bilyk. Montaje: Yuriy Karikh. Reparto: Roman Bilyk, Irina Starshenbaum, Teo Yoo, Filipp Avdeev, Evgeniy Serzin, Aleksandr Gorchilin, Vasiliy Mikhaylov, Aleksandr Kuztnesov. Presentación oficial: Festival de Cannes (Sección Oficial). Duración: 128 minutos.

    Un grupo de jóvenes corretean por un bosque hasta llegar a una playa. Se diría incluso que flotan, elevados por la luz que brilla solo en el esplendor de la vida. Allí, cerca del mar, unos se bañan, otros improvisan juegos en la arena, algunos tocan la guitarra y cantan; todos fuman y beben con gozo, seguros de su inmortalidad. El líder de la pandilla es Mike Naumenko (el músico Roman Bilyk, en su debut cinematográfico), cantante y compositor de Zoopark, una banda de rock de moda en el Leningrado de principios de los años ochenta. Hasta él se acercan Viktor (Teo Yoo) y Lenya (Filipp Avdeev), dos músicos noveles que quieren tocar unos temas ante su ídolo. Aún no lo saben, pero ese será el primer verano de Viktor y el último de Mike. En tanto fuerzas creadoras, la estrella ascendente del alumno cegará la estrella descendente del maestro. No habrá sin embargo lágrimas en la despedida. No cabe dolor ante el paso de las estaciones.

    Esta secuencia sintetiza de manera brillante la propuesta de Leto, biopic que narra los inicios en la escena musical de Viktor Tsoi, fundador de Kino, una de las bandas más influyentes en la historia del rock soviético. Filmada en delicado blanco y negro, la película emplea la relación entre ambos músicos para reflexionar sobre la belleza y la fugacidad de los momentos únicos. Esos de los que no se tiene consciencia hasta que se han perdido, y uno mismo con ellos. Orillados en la playa, Mike y Viktor intercambian canciones ante la mirada cautivadora de Natasha (Irina Starshenbaum), la esposa de Mike. Es un instante mágico, de una belleza arrolladora, pues Natasha, como la luz del crepúsculo que abraza el paisaje, se aleja progresivamente de Mike para acercarse a Viktor. Ni puede ni quiere evitarlo. Descubre en el joven el ruido y la furia que su marido, y acaso ella misma, ya no tienen. Aproximándose a Viktor, lenta e inexorablemente, trata de absorber un brillo y un aura olvidados. La atracción, escribió Jung, es la más visible de las pasiones invisibles.

    Este recurso estético expresa también la esencia narrativa del director y coguionista de Leto, Kirill Serébrennikov, cuya filmografía destaca con voz propia en la Rusia de la era Putin. El psiquiatra desesperado de Ragin (2004), la madre doliente de Yurev den (2008), los amantes desbordados de Traición (Izmena, 2012), el estudiante atormentado de (M)uchenik (2016) y, aquí, el trío formado por Mike, Viktor y Natasha no son sino personajes de una misma novela río que habla por lo común de pérdidas y frustraciones. Quizá sea esto lo que tanto molesta a Putin, empeñado desde hace años en perseguir y arrinconar a un cineasta que se ha manifestado abiertamente contra él y la Iglesia ortodoxa rusa en cuestiones como la anexión de Crimea o la persecución de los homosexuales. Si (M)uchenik, premiada en Cannes, fue su respuesta al fanatismo religioso, Leto podría entenderse fácilmente como una denuncia del ejercicio autoritario del poder político. En este sentido, hay muchos y evidentes paralelismos entre la vieja Rusia soviética que describe la película y la nueva Rusia zarista de nuestros días. El control y la represión solo han cambiado de rostro (y moneda).

    Лето, Kiril Serébrennikov.
    Una carta de amor a aquellos que amamos y dieron sentido a nuestras vidas.

    por Raúl Álvarez
    abril 29, 2021

    Leto (Kirill Serébrennikov, 2018)

    por Raúl Álvarez | abril 29, 2021

    Bringing Up Baby

    Crítica ★★★★☆ de «On the Rocks», de Sofia Coppola.

    USA, 2020. Dirección y guion: Sofia Coppola. Compañía: Apple Tv. Producción: Youree Henley y Sofia Coppola. Música: Phoenix. Fotografía: Philippe Le Sourd. Montaje: Sarah Flack. Reparto: Bill Murray, Rashida Jones y Marlon Wayans.

    El título traducido de La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938) no hubiese dado juego en esta crítica; pensar en Rashida Jones como trasunto de Katharine Hepburn, o por supuesto emparejar a Bill Murray con Gary Grant no tendrían ni pies ni cabeza, aunque eso curiosamente fuese una de las características de la screwball comedy. En cambio su título original, Bringing up, puede ayudar. De alguna manera el verbo preposicional condensa una idea que sobrevuela en On the Rocks, aquella de educar o criar a alguien. Sobre la pantalla en negro se oye la voz de Félix (Bill Murray) aconsejando a su hija Laura (Rashida Jones): «Y recuerda, no des tu corazón a ningún chico. Eres mía antes de que te cases y después… Seguirás siéndolo». Y Laura reacciona de la única forma que una niña puede llegar a hacerlo, expulsando una risita de incredulidad y pasando olímpicamente de él con un «Ok, papi». Así, desde la misma génesis del relato, sin ni siquiera haberse creado su imaginería (su corpus visual), en su misma sombra (veremos que la penumbra funcionará como confesionario metafórico entre ambos personajes al final de su periplo), la responsabilidad basculará entre ellos dos para resolver el enigma de la titularidad del «Baby» del encabezado, porque una vez que sepamos a quién corresponde, sabremos a quién va adscrito el verbo, a quién habrá que educar, en definitiva, dónde habrá focalizado su tema Sofia Coppola.

    por José Amador Pérez Andújar
    abril 29, 2021

    Crítica | On the Rocks / AppleTV+

    por José Amador Pérez Andújar | abril 29, 2021

    Al otro lado del cristal

    En las sombras (Im Schatten, Thomas Arslan, 2010)


    Especial | Cine alemán Siglo XXI*

    Un plano fijo de casi dos minutos nos introduce en la película. La estampa, lluviosa y crepuscular, de una calle céntrica de Berlín. Las luces refractadas, los reflejos en primer término visual y el sonido acolchado nos desvelan el cristal que media sobre nuestro acceso a la imagen corriente de la ciudad. Después, el contracampo: en el siguiente plano situado ahora en el exterior, vemos a Trojan (Mišel Matičević), el criminal protagonista, asomado desde el otro lado del vidrio. Nuestra mirada en el anterior plano era la suya, y pronto descubriremos que ese posicionamiento respecto al espacio urbano resulta fundamental para comprender En las sombras. Como el propio título indica, Arslan articula su película sobre la dualidad entre un Berlín anodino, casi diríamos que anticinematográfico, y un ejercicio de puro thriller. Las redes criminales ocultas entre las sombras de las rutinas urbanas.

    No en vano, ese largo plano de apertura parece situarnos en un «cine de autor» reposado y observacional, que en principio está en las antípodas del thriller. Pero Arslan, que siempre ha afirmado que pretendía limitarse a hacer una buena película de género, nos demuestra lo errado de esa oposición. Los escenarios, siempre localizaciones reales —garajes, restaurantes de comida rápida, pasillos de hotel…—, resultan efectivos precisamente por su familiaridad, por la sugerencia continua de que cualquier esquina insignificante de nuestras calles puede ocultar una intrincada trama criminal. Por lo que cambian esos paisajes que damos por sentados en cuanto vemos las cosas, como Trojan, desde el otro lado del cristal.

    En favor de esta familiaridad, Arslan juega con pericia sus recursos cinematográficos: la recurrencia de las panorámicas para la descripción espacial, la querencia por iluminar en clave baja y con poco contraste, y un montaje lineal y seco que se acopla al devenir de Trojan. En esto último tenemos, además, otra clave de En las sombras. En la tradición de El silencio de un hombre (Jean-Pierre Melville, 1967), el director construye a un protagonista vaciado de psicologismos, que cuenta únicamente con la urgencia de conseguir dinero. Todo el metraje, en consecuencia, se desarrolla sobre el seguimiento continuo de sus acciones en los pocos días que transcurren desde que sale de la cárcel hasta que organiza un atraco a un furgón cargado de dinero. Y aunque pronto emergen los elementos genéricos —los tiroteos y golpes—, la mayor parte de las escenas muestran deambulares, encuentros e interminables viajes en coche. A este respecto, decíamos, la concisión con la que el montaje tiende a cortar las escenas resulta un puro contagio del carácter de Trojan, un protagonista desapasionado y meticuloso. Un personaje, como el «samurái» sin nombre de la película de Melville, que se expresa con su movimiento.

    Versión en alemán


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Madrid



    * | Una sección auspiciada por el Goethe-Institut Madrid, institución pública cuya misión es promover, divulgar y promocionar el conocimiento de la lengua alemana y su cultura. |

    por Miguel Muñoz Garnica
    abril 28, 2021

    En las sombras (Thomas Arslan, 2010)

    por Miguel Muñoz Garnica | abril 28, 2021

    Volver a casa

    «Songs My Brothers Taught Me», de Chloé Zhao.

    Estados Unidos, 2015. Título original: Songs My Brothers Taught Me. Director: Chloé Zhao. Guion: Chloé Zhao. Productores: Mollye Asher, Nina Yang Bongiovi, Angela C. Lee, Forest Whitaker, Chloé Zhao. Fotografía: Joshua James Richards. Música: Peter Golub, Tom MacLear. Montaje: Alan Canant, Chloé Zhao. Reparto: John Reddy, Jashaun St. John, Irene Bedard, Taysha Fuller, Travis Lone Hill, Eleonore Hendricks, Kevin Hunter, Cat Clifford.

    Un caballo y su jinete se preparan para iniciar un paseo a trote, al atardecer, al borde del desierto de las Badlands americanas. Es la hora mágica. Están solos, él monta a pelo y ambos parecen tener bien altos sus spirits. Será la primera vez que los vemos. Sin embargo, Chloé Zhao, directora de Songs My Brothers Taught Me, hace caso omiso del paisaje que los rodea, de la preciosa luz anaranjada que aún se atisba y del horizonte desértico que ante ellos se abre. Los ignora, casi los desdeña: sitúa al joven Johnny en medio de unos árboles no especialmente destacables, que tapan la puesta de sol, coloca una furgoneta en medio del plano, prescinde de todo efectismo musical o ralentí y, con la cámara en constante movimiento, como encima de otro caballo, apuesta por un plano medio ni demasiado espectacular ni demasiado expresivo. Solo una voz over, la del propio Johnny, enuncia que nunca debe domarse a un ecuo del todo, pues necesita algo de su espíritu salvaje para sobrevivir.

    Habrá que esperar solo unos segundos para ver al fin la luz del crepúsculo, que se recorta tras el cuerpo de la aún más joven Jashaun, en una secuencia de clara influencia malickiana, pero volvamos sobre los planos de Johnny; estos primeros instantes de negación. Más adelante, sabremos que el chico se dedica a importar licores desde Nebraska a la reserva de Pine Ridge, donde está prohibido por ley debido a la elevada alcoholemia de su población (en 2017, el dos de cada tres habitantes eran o habían sido alcohólicos). También conoceremos que su propia madre tiene problemas de adicción y que Johnny trabaja con el firme objetivo de escapar del pueblo, junto con su novia, para construir una nueva vida ni más ni menos que en Los Ángeles. Este es un personaje que desea intensamente huir, no-estar allí: alguien para quien las áridas llanuras de las Badlands no equivalen a grandes ideas de libertad, sino más bien lo contrario. Para él, el desierto no será un paisaje trascendental, sublime, un espacio de posibilidades; en él, ya no cabalgarán más que los fantasmas de lo que fue y ya no es, y de lo que sería posible en cualquier otra parte, pero aquí, de una forma un tanto prematura, inconcreta, le es negado: una familia funcional, seguridad económica o poder dejar de alimentar la miseria a diario para ganarse el pan. Las montañas, en Pine Ridge, están peladas, los lagos son enormes charcos de barro. Johnny querría ser una Anna y desaparecer en un islote en medio del Mediterráneo, sin deber explicaciones a nada o nadie. Pero alguien debe cuidar de su hermana pequeña, Jashaun.

    No es su única hermana. De hecho, será la muerte de su padre, una de las figuras claves de la comunidad y aclamado bullrider, la que nos revelará la existencia de otros 23 hermanos de nueve madres distintas. Fallece el gran patriarca, un auténtico «jefe indio» al que muchos de sus hijos solo conocían por sus atributos (la chaqueta, el cuchillo, las imágenes de los rodeos) o las historias fantásticas que de él se cuentan. Con él, parece que se entierra algo más que un cadáver: quizás este sea el verdadero punto final de una forma de ser en, de habitar el paisaje del Oeste americano. En imágenes esto se traduce en una discreta desaparición de los majestuosos grandes planos generales y de la hora mágica –Songs My Brothers Taught Me los reserva, porque sabe que no ocupan ya espacio en los sueños de aquellos que pueblan esa tierra–. Al fin y al cabo, el mítico trotador de toros ha dado a luz a una panda de borrachos adormecidos y de conductores de camionetas que suplantan el silencio del camino por los machacantes compases de Thrift Shop.

    por Mariona Borrull Zapata
    abril 28, 2021

    Songs My Brothers Taught Me (2015) / Mubi

    por Mariona Borrull Zapata | abril 28, 2021

    Crónicas del pijoaparte

    «El último sábado», de Pere Balañá.

    España, 1967. Título original: «El último sábado». Dirección: Pere Balañá. Compañía de Producción: Filmes Pronade. Guion: Pere Balañá, Luis Romero. Fotografía: Aurelio G. Larraya. Montaje: Emilio Rodríguez. Música: José Solá. Intérpretes: Julián Mateos, Eleonora Rossi Drago, Antonio Ferrandis, María Luisa Ponte, Silvia Tortosa. Duración: 81 minutos.

    Barcelona mediados de los 60. Interior día. Piso de obreros. Matrimonio de emigrantes procedentes de «Castilla». Dos hijos adultos deseando abandonar el ambiente familiar; el mediano, demasiado niño todavía como para ver un ejemplo en su hermano mayor; dos más pequeños que han llegado a destiempo; en total tres chicos y dos chicas, más la abuela que vive en la misma casa. Un sueldo para dar de comer a ocho personas más la ayuda de las aportaciones de los hijos que ya trabajan. No se pasa hambre, pero no sobra nada ni de nada. El barrio popular, con calles de tierra, más parecido a un pueblo enclavado en la gran ciudad que parte de ésta, un barrio como gueto del que las nuevas generaciones, que nunca perderán la etiqueta de charnegos, desean escapar con la idea de acercarse a ese estado del pequeño burgués que, trabajando, o viviendo de las rentas, disfruta de la vida. Y en el epicentro del relato, y del deseo de su personaje principal, la motocicleta, un símbolo de libertad juvenil a falta del dinero para conseguirla. Salir del barrio que les ata al pueblo del que proceden y que les recuerda, a cada paso, la vida de esfuerzo y de esclavitud obrera a la que están predeterminados.

    En el primer, y último, largometraje de Pere Balañá, se reproducen y amplían las ideas plasmadas en dos obras de corta duración precedentes, un corto inicial del mismo título, que no llegó a sonorizarse, y sobre todo en la segunda, Un día más, cortometraje filmado en Madrid con un esquema argumental similar al de El último sábado pero sin el conocimiento preciso y ajustado que de la ciudad impresiona en su largometraje posterior. Primer largometraje en el que, como obra inicial, pueden criticarse los balbuceos de situaciones introducidas forzadamente para aportar una imagen de frescura a un cine español que se encontraba en pleno debate para romper con las férreas estructuras impuestas por la dictadura, pretendiendo acercarse a un cine que respirara más de la calle, como sin duda veían estos cineastas en las propuestas procedentes de Francia, Italia o Reino Unido, sin cargar en exceso las tintas sobre el panorama político para sortear la amenaza de la censura. El afán de querer mostrar demasiado tampoco ayuda a hacer de El último sábado una obra redonda, pero sin duda contiene elementos de interés sociológicos que no pueden desdeñarse para tomar conocimiento de dónde se viene y cuánto del clasismo evidenciado se mantiene.

    Hay en la película de Balañá un intento de hablar de demasiadas cosas que se diluyen por el aluvión de frentes abiertos, no llegando a profundizar de la misma manera en todos ellos y perdiendo mucho tiempo en aspectos accesorios como los largos minutos musicales vía Karina y Los Sirex que rompen el ritmo y poco, o nada, aportan. Hay un tema obvio, central en la película, como es el económico, que marca, en definitiva, el futuro de los personajes, para bien o para mal. A partir de ahí queda margen para plasmar el conflicto generacional y la diferente manera de concebir la vida entre la generación que hizo, y sufrió, la guerra (Antonio Ferrándiz, María Luisa Ponte) y la que ahora tiene que pensar en su vida autónoma. Un filme que recuerda mucho al monólogo que el padre de Emilio Gutiérrez Caba pronuncia en la inmensa Nueve cartas a Berta, que se acerca, con sutileza y a sabiendas de que pisa terreno peligroso, a la homosexualidad, o a un cierto ambiente barcelonés donde su práctica se tolera mientras no sea explícita; a su vez apunta hacia la lucha de clases desideologizada, la que se circunscribe a tener o no tener dinero, mientras la cámara no pierde la oportunidad de referirse a esos otros para los que la lucha sindical empieza a tener un sentido político identitario. También, sin necesidad de verbalizarlo, hay ocasión, sin disimulo alguno, de confrontar el modo de vida de la burguesía catalana con el de la clase obrera a la que pertenece José Luis, que se asoma a ese mundo deseado como una pieza sustituible en la que no termina nunca de encajar y en la que es parcialmente admitido por interés, no por aceptación.

    por Miguel Martín Maestro
    abril 28, 2021

    El último sábado (Pere Balañá, 1967)

    por Miguel Martín Maestro | abril 28, 2021

    Perro ladrador

    Crítica ★★☆☆☆ de «Península», de Yeon Sang-ho.

    Corea del Sur. 2020. Título original: Train to Busan 2 / 반도. Director: Yeon Sang-ho. Guion: Yeon Sang-ho y Ryu Yong-hae. Productores: Yeon-ho Kim y Dong-ha Lee. Productoras: RedPeter Film y Next Entertainment World. Fotografía: Hyung-deok Lee. Música: Mowg. Montaje: Jinmo Yang. Reparto: Dong-won Gang, Lee Jung-hyun, Re Lee, Min-Jae Kim, Kyo-hwan Koo, Do-yoon Kim, Ye-Won Lee y Hae-hyo Kwon.

    El cine de zombis es uno de tantos placeres culpables que procura el fantástico. El aficionado suele conformarse con pasar un buen rato, una aspiración tan legítima como difícil de satisfacer. Por esa razón, las fábulas políticas y las alegorías sociales, si las hay, no importan tanto como el vértigo y la ansiedad de ver a unos personajes acorralados, al borde de la extinción, y por ello mismo obligados a revelar su auténtica naturaleza. Se trata de sobrevivir, y ese instinto primario lo devora felizmente todo. Quizá por su procedencia, a la saga Train to Busan se le han buscado lecturas un tanto forzadas, cuando el motor de la trilogía lo constituye claramente un compendio de referencias y homenajes que ya apenas se disimulan en Península. Con salida desde 1997: Rescate en Nueva York (Escape from New York, John Carpenter, 1981) y destino en la serie Mad Max, haciendo parada especial en Más allá de la cúpula del trueno (Mad Max Beyond Thunderdome, George Miller y George Ogilvie, 1985), la película de Yeon Sang-ho propone un sencillo ejercicio de acción que responde al clásico esquema de entrada-rescate-huida. Como en tantos otros survivals, no importa la amenaza, sino la manera de expresarla y el efecto que provoca. El problema se presenta, como es el caso, cuando la sencillez dramática se confunde con la simplicidad narrativa.

    Ni Carpenter ni Miller perdieron energías en la articulación literaria de sus historias; sabían que ahí no estaba El Dorado de sus películas. El talento se concentraba en rodar cada escena con la mayor variedad posible de recursos visuales, todos ellos dirigidos a trasladar al espectador esa sensación de agonía sin la cual este tipo de aventuras carece de interés. Pasarlo mal o no, esa es la cuestión. En Península, pese al evidente esfuerzo en términos de producción, las vicisitudes de Jung Seok (Dong-won Gang), un exmilitar atormentado por la muerte de su hermana, y Min Jung (Lee Jung-hyun), una mujer que vive con sus dos hijas y su padre en Inchon, terminan disolviéndose en un magma de carreras y persecuciones en coche pobremente dirigidas. Yeon abusa del plano general y de la tecnología digital –lo primero es consecuencia de lo segundo– para recrear la acción entre las ruinas apocalípticas de la ciudad, y en esa exhibición de medios se olvida de trasladar el relato a un plano más cercano y, por lo tanto, físico. En Train to Busan (2016) los zombis son perros que muerden; en Península son perros que ladran.

    Hay una imagen significativa al respecto. A su llegada a Inchon, Jung Seok descubre una estructura de cristal donde se amontonan decenas de zombis hambrientos. Estremece la visión de esa turba enfurecida que intenta salir para alimentarse, pero no provoca un miedo paralizador. Al convertirlos en masa, y controlarlos, el director conduce a los zombis a un territorio abstracto, inconcreto, que anula en buena medida la sensación de espanto que deberían producir. Resulta sorprendente que Yeon tome este camino, ya que una de las virtudes de la primera Train to Busan es precisamente la individualización progresiva de la pandemia. El equipo de béisbol, la animadora, el personal del tren, las hermanas, el político, el analista financiero, el futuro papá… Casi todos los personajes principales se convierten en zombis, y desde esa condición, al otro lado del espejo, asedian a los supervivientes. Romero solía decir en este sentido que un zombi no da miedo, pero un vecino zombi, sí.

    por Raúl Álvarez
    abril 27, 2021

    Crítica | Península

    por Raúl Álvarez | abril 27, 2021

    Toda casa tiene una cuarta pared

    Correspondencia de Mariona Borrull y Aarón Rodríguez Serrano sobre «In my room», de Mati Diop.

    In my room. Francia, 2020. Directora: Mati Diop. Guion: Mati Diop. Productor: Max Brun. Compañías productoras: Miu Miu, Hi Production. Fotografía: Mati Diop. Música: Dean Blunt, Giuseppe Verdi. Montaje: Gabriel Gonzalez. Sonido: Thomas Van Pottelberge. Reparto: Mati Diop, Maji Diop. Duración: 20 minutos. Disponible en el catálogo de Mubi.



    Mariona, 15 de febrero

    Estimado Aarón,

    Antes que nada, deja que me disculpe por haber tardado tanto en escribir. La verdad es que la generosidad del corto de Mati Diop ha resultado un poco abrumadora: qué ideas trabajar, cuáles dejar fuera… Cerraba puertas e inmediatamente la película abría otras. Podría seguir deambulando semanas —incluso meses— entre medias certezas y su réplica inmediata, así que prefiero compartir contigo este campo de juego en el que palabras e imágenes se incorporan orgánicamente. Me disculpo, pues, si mis palabras son menos afiladas de lo que me gustaría. De ellas, por lo menos, me fío más que de mí misme.

    Primer fragmento: una estancia a oscuras y un panel de cinco ventanas, con persianas venecianas echadas, entre los listones de las cuales se cuela un poco de luz grisácea del exterior. El tiro de cámara está ligeramente desnivelado, por lo que rehúsa cualquier amaneramiento compositivo y, en su lugar, dirige nuestra atención a los dos verdaderos intérpretes de las imágenes: una figura, femenina, y su fondo, la ciudad. La mujer sube primero la persiana de la izquierda, tirando de un cordón, luego hace lo mismo con la contigua. Da unos pasos en la oscuridad para acercarse a la tercera, destapando, con su movimiento, un paisaje que deviene naturalmente objeto de nuestro interés. Digo naturalmente porque, por sustracción, es prácticamente el único signo legible de toda la escena. Se trata de una línea de rascacielos residenciales, a primera hora de la mañana en un día nublado. Ni siquiera la línea de horizonte es bella stricto sensu: ya sea por el carácter acallado que desprenden las cosas bajo la luz plana de un nubarrón, o bien el desprecio sistemático por la estética ruda de los armatostes de cemento de la banlieue, en un enésimo síntoma de clasismo internalizado.


    Con el tañido de la punta metálica del cordón contra el marco de la ventana como toque de atención, volvemos al compás parsimonioso con que la figura sube la tercera persiana. Ella es una mujer joven, pero es difícil inferir nada más de su apariencia. Abrirá entonces ese cuarto batiente y, con él, van a colarse en la habitación el murmullo de pájaros y primeros coches, que anuncian siempre el final de la noche con discreción y diligencia. Nos fijamos, con ellos, en el fondo: esa ciudad que está presente y ausente a la vez. Ante la ausencia de una narrativa explícita, «útil», quizás recordemos ahora la última vez que trasnochamos, la fatiga mareante venida de la adrenalina, la satisfacción cansada, la intensidad de la vivencia insomne… Nos vamos de tema. La joven abre el batiente, entra el sonido y, justo cuando alarga la mano para tirar del quinto cordón, esa persiana cae. No es nada espectacular, simplemente se desmonta. Le siguen dos segundos de quietud extrema, la joven con los listones destartalados en la mano, tan sorprendida como nosotres. Corte a negro y entra título: «In my room». ¿Qué ha sido eso?

    Partiendo del resto de imágenes del corto, te habrás dado cuenta del carácter eminentemente extraño de esta secuencia, como dislocada, tan fuera de sitio como solo se le permite a un preludio. Es un cold open, en un sentido literal: leo el metraje por delante como un proceso dialéctico, síntesis continuas que toman sentido por montaje. Ya nos extenderemos sobre ellas más adelante, pero me resulta claro que la mejor mano de Diop se juega justamente en las sumas fuera de la propia imagen: en los caminitos y espejismos simbólicos que propone. Quizás por ello la ambigüedad rotunda de este plano pese como una losa. Si tuviera que describirlo brevemente, diría que es uno de los pocos cuadros realmente «vacíos» del corto: sin voz en off, sin un atisbo de belleza sobrecogedora, sin nada, aparte del propio ir y venir de la mirada. Al mismo tiempo, sabemos que en el despertar inmemorable de la criada de Umberto D. (Vittorio de Sica, 1952) también se escondían rastros de una trascendencia verdadera.


    En estas primeras imágenes, Mati Diop nos invita a mirar fijamente hacia la nada, buscando algo significativo a lo que asirnos. Así, nos prepara para una suerte de aparición, que llega, en este caso, bajo la forma de unas persianas que caen. Podríamos decir que una búsqueda, la nuestra, da paso a otra, la de la misma cineasta, y que toda la película se desenvuelve a partir de este instante. Por otra parte, intuyo que nos predispone, con esta revelación en el vacío, a dialogar en términos de película de fantasmas. Pienso en Personal Shopper (Olivier Assayas, 2016) y en cómo Kristen Stewart recorre la pantalla con la mirada, en el tira y afloja vigilante de quien sabe que cada rincón oscuro puede ser una puerta de entrada para lo fantástico (lo fantástico ha sido, desde siempre, cuestión de apariciones). No obstante, la pregunta que se abre en la caída repentina de las persianas, esa vía de entrada de lo intangible, es cortada de inmediato: la interrumpe el título, que promete desvelarnos el sentido de esta realidad desencajada dentro de un contexto acotado: «In my room». Para ver cómo, tendremos que agudizar la mirada. Aunque, claro, puede que los fantasmas, como todas las cosas que perdemos, se nos aparezcan solo cuando no los buscamos.

    Tú dirás.

    Un tele-abrazo bien fuerte,
    Marions

    por VV. AA.
    abril 26, 2021

    Correspondencia | In my room, de Mati Diop / Mubi

    por VV. AA. | abril 26, 2021

    La consagración de Chloé Zhao

    Ganadores de la 93ª edición de los Premios Oscar.

    Se echa el cierre a uno de los cursos más complejos, impredecibles y, sobre todo, difíciles para una industria en pleno proceso de readaptación a una realidad que ha sido cruel con las bases de este arte: el público y las salas de exhibición. La celebración de la 93ª edición de los Oscars, tras varios cambios de fecha, no es más que un acto de resiliencia; también de resistencia para un sector que tardará en recuperarse pese a que la ilusión, el motor de este, se mantenga intacta. La victoria de Nomadland, en cierta medida, ha representado en toda esta temporada de premios esa mirada cercana, honesta y humilde, que representa el espíritu combativo y colaborativo tan necesario en nuestros días.

    Han sido los Oscars de los anónimos. De invitados inesperados pero igualmente bienvenidos. Nomadland es una gran ganadora, que consagra a su directora, Chloé Zhao, la segunda mujer en la historia en obtener el premio a mejor dirección –tras Kathryn Bigelow con En tierra hostil (2010)—. Sus dos filmes anteriores –Songs my Brother Taught Me (2015) y The Rider (2017)— adelantaban que sería una agente importante dentro del cine independiente. Cuatro años después es mucho más que eso. Deseamos que su personalidad se siga expandiendo en sus proyectos, por muy grandes que estos sean.

    McDormand-Hopkins, Yuh-Jung-Kaluuya, consiguieron las preseas en las categorías de intérpretes principales y secundarios, respectivamente. Los dos primeros son clásicos en estas lides. McDormand suma ya cuatro estatuillas –dos la pasada noche, ya que también es productora de Nomadland—; Hopkins, dos –el primero fue 1992 con El silencio de los corderos. Los dos segundos son el mentado ejemplo de invitados que nadie esperaba hace cinco meses. Para la veterana actriz surcoreana es un rédito que será imposible de repetir y que subraya el idilio del cine de su país con la Academia en estos dos últimos años; para Kaluuya, todavía una promesa, supondrá el apoyo definitivo en una carrera con mucho aún que decir.

    Como en el final de la danesa Otra ronda, la ganadora del Oscar a mejor película extranjera, dentro de la amargura, del dolor de un año duro, queda espacio para el optimismo. Probablemente (o eso deseamos), la próxima entrega de los Oscars se parecerá a las de los tiempos prepandémicos. Esperemos que con las lecciones aprendidas y con un sector más fuerte, en el que se mantenga la esencia principal: que el espectador vuelva a las salas. Hay sitio para todos —también para el cine independiente. Tras una noche en la que prima la euforia no hay que olvidar que ahora más que nunca es momento para la reconstrucción.

    PALMARÉS 93ª EDICIÓN

    • Mejor película: Nomadland, de Chloé Zhao (Searchlight Pictures).
    • Mejor dirección: Chloé Zhao, por Nomadland.
    • Mejor actriz: Frances McDormand, por Nomadland.
    • Mejor actor: Anthony Hopkins, por El padre.
    • Mejor actriz secundaria: Youn Yuh-jung, por Minari.
    • Mejor actor secundario: Daniel Kaluuya por Judas and the Black Messiah.
    • Mejor guion original: Emerald Fennell, por Una joven prometedora.
    • Mejor guion adaptado: Christopher Hampton, Florian Zeller, por El padre.
    • Mejor película internacional: Otra ronda, de Thomas Vinterberg (Dinamarca),
    • Mejor película de animación: Soul, de Pete Docter, Kemp Powers.
    • Mejor película documental: My Octopus Teacher, de Pippa Ehrlich, James Reed (Sudáfrica).
    • Mejor dirección de fotografía: Erik Messerschmidt, por Mank (B/N).
    • Mejor montaje: Mikkel E.G. Nielsen, por Sound of Metal.
    • Mejor maquillaje y peluquería: Matiki Anoff, Mia Neal, Larry M. Cherry, por La madre del blues.
    • Mejor diseño de producción: Donald Graham Burt, Jan Pascale, por Mank.
    • Mejores efectos visuales: Andrew Jackson, David Lee, Andrew Lockley, Scott Fisher, por Tenet.
    • Mejor música original: Trent Reznor, Atticus Ross, Jonathan Batiste, por Soul.
    • Mejor canción original: Judas and the Black Messiah: «Fight for You», por H.E.R. y Dernst Emile.
    • Mejor sonido: Nicolas Becker, Jaime Baksht, Michelle Couttolenc, Carlos Cortés, Phillip Bladh, por Sound of Metal.
    • Mejor diseño de vestuario: Ann Roth, por La madre del blues.
    • Mejor cortometraje documental: Colette, de Anthony Giacchino (Estados Unidos).
    • Mejor cortometraje de animación: If Anything Happens I Love You, de Will McCormack, Michael Govier (Estados Unidos).
    • Mejor cortometraje de ficción: Two Distant Strangers, de Travon Free, Martin Desmond Roe (Estados Unidos).

    ANEXO | Nominaciones para la 93ª edición de los Oscars.

    por Redacción EAM
    abril 26, 2021

    Oscars 2021 | Ganadores

    por Redacción EAM | abril 26, 2021
    Anne of the Indies

    Las 10 mejores películas de Jacques Tourneur

    Seleccionamos los mejores filmes de la obra del magnífico cineasta parisino.

    La mujer pirata (Anne of the Indies, 1951).

    Jacques Tourneur fue un director que siempre trabajó en los márgenes del cine de serie B: películas de bajo presupuesto y días de rodaje contados. Si bien pocas de sus películas entrarían de lleno en esa categoría, es cierto que las más costosas están muy lejos de ser consideradas grandes producciones. Hijo del prestigioso director de cine francés Maurice Tourneur, viaja con él de niño a Hollywood cuando su padre es reclamado por los estudios que buscan, en la época del cine mudo, a directores europeos que den prestigio a sus producciones. Jacques aprenderá el oficio viendo cómo su padre rueda con algunas de las actrices más famosas del momento (Bessie Love y Mary Pickford) o realiza primitivas versiones de novelas de autores clásicos como Robert Louis Stevenson, James Fenimore Cooper y Jules Verne en La isla del tesoro (Treasure Island, 1920), El último mohicano (The Last of the Mohicans, 1920) o La isla misteriosa (The Mysterious Island, 1926), atreviéndose incluso con una adaptación imposible como es la de la novela de Joseph Conrad Victoria (Victory, 1915) tan solo cuatro años después de la publicación de la misma, en 1919, protagonizada por Wallace Beery y un magnífico Lon Chaney todavía ejerciendo de actor secundario pero bordando uno de esos papeles de malvado sin igual que lo harían eterno en nuestro recuerdo. Victory, la película, pese a sus evidentes carencias argumentales pues en apenas una hora no da tiempo más que a contar un resumen algo atropellado de lo que es la magistral obra del escritor polaco, no deja de resultar apasionante, narrada a muy buen ritmo y brillando, valga la contraposición, en los fragmentos más oscuros y siniestros, que por descontado son aquellos dominados por el excelso Chaney. Maurice retornaría a Francia y con él Jacques, el cual seguiría trabajando tanto con su padre como con otros directores en tareas de ayudante de dirección, director de segunda unidad y montador.

    A principios de los años 30 Jacques Tourneur rodaría cuatro largometrajes, pero en el año 1935 estaría de vuelta en Estados Unidos. Su destacada presencia dirigiendo la segunda unidad en las escenas revolucionarias de la toma de la Bastilla en la excelente película Historia de dos ciudades (A Tale of Two Cities, Jack Conway y Robert Z. Leonard, 1935), que lo lleva a que su nombre figure destacado de manera especial en los títulos de crédito, constituirá el primer paso que lo llevará a convertirse en director de largometrajes en los USA y a comenzar una carrera donde la infinita modestia de su carácter solo es equiparable a la grandeza de su cine. En este rodaje también conoció a Val Lewton, el escritor y productor con quien escribió el guion de este segmento y con el que realizaría tres míticos filmes de terror para la productora RKO. Destacaremos aquí diez de sus películas (y uno de sus trabajos televisivos), pero Tourneur supo dejar su impronta en todas las que dirigió, por lo que esto debéis interpretarlo como una guía para entrar en su obra si no la conocéis, como un bonito recordatorio si las habéis visto o como un cariñoso empujón para que volváis a verlas y os aventuréis con todas aquellas que no están incluidas aquí. Tourneur siempre trabajó por encargo, siempre realizó cine de género, pero pocos directores encontraréis con una manera tan personal de contarnos una historia. Su cine está hecho de susurros y pasajes en sombras, de aventureros perdidos y desubicados, de hombres comunes enfrentados a fuerzas que los superan, de mujeres extraordinarias que se debaten en un mundo de hombres que no las merecen y de un hálito sobrecogedor en el que lo épico se funde con lo cotidiano, lo sobrenatural con lo terrenal.

    por José Luis Forte
    abril 25, 2021

    Las 10 mejores películas de Jacques Tourneur

    por José Luis Forte | abril 25, 2021

    Cine alemán en la Berlinale 2021 (V)

    El profesor Bachmann y su clase (Herr Bachmann und seine Klasse, Maria Speth, 2021).


    Especial | Cine alemán Siglo XXI*

    Presentado en la sección oficial de la Berlinale 2021, este documental abre con una serie de estampas paisajísticas de Stadtallendorf, un pueblo en la parte central de Alemania. Asoman enormes chimeneas sobre su skyline, que dan cuenta de su esencia industrial, sustrato de sus fenómenos demográficos actuales. Porque Stadtallendorf tiene un 70% de población con un trasfondo migratorio, y un 25% que ni siquiera cuenta con la ciudadanía alemana. El escenario, por tanto, ofrece una valiosa muestra de las nuevas realidades socioculturales europeas. Ahora bien, Speth no aspira a la visión de conjunto, sino que encierra sus imágenes en el aula de Herr Bachmann, un profesor nada ortodoxo que forma parte de un programa de inclusión escolar. Durante un año, prepara a alumnos —de nueve países diferentes— con dificultades de adaptación o aprendizaje del idioma para su posterior incorporación a los programas docentes regulares.

    Ahora bien, ese conjunto más amplio que encuadra las cuatro paredes de la clase plantea una serie de cuestiones definitorias para las imágenes. En esencia: ¿cómo ha de responder el sistema educativo a las dinámicas migratorias que están cambiando Europa? ¿Dónde está el equilibrio entre la integración y la pluralidad cultural? Speth se cuida mucho de imponer una tesis al respecto, limitándose a la observación paciente y cariñosa de los métodos de Herr Bachmann. El documental, de hecho, es fruto de una invitación de este último a la directora, a quien le unía una larga relación de amistad. Y Bachmann, sin duda, resulta un sujeto fascinante. En sí mismo un outsider social, antiguo revolucionario y artista, deviene un profesor que jamás podría haber encajado en un perfil convencional, y que despliega una filosofía de aprendizaje que difumina las fronteras entre los contenidos curriculares y las enseñanzas vitales. Sus clases pueden pasar de las matemáticas o el alemán a pequeños recitales de rock o actividades artesanales.

    En el fondo, la película nos asoma, desde la cercanía, a la formación continuada de una serie de identidades en ebullición. Niños o adolescentes que, casi ante nuestros ojos, están configurando su individualidad a la vez que la negocian con su ciudadanía entre dos aguas. De ahí la apuesta de Speth por la duración —casi cuatro horas—, que se justifica por la coralidad de la película —el montaje aspira a presentarnos con cierta profundidad a cada uno de los alumnos—, la prolongación de las escenas y la visibilidad del crecimiento que opera de principio a fin. Esto es, la manera en la que la larga duración se solapa con la amplitud temporal —la película cubre todo un curso completo— y desvela los enormes progresos de los muchachos antes de separarse de ellos.

    Versión en alemán


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / Madrid



    * | Una sección auspiciada por el Goethe-Institut Madrid, institución pública cuya misión es promover, divulgar y promocionar el conocimiento de la lengua alemana y su cultura. |

    por Miguel Muñoz Garnica
    abril 23, 2021

    El profesor Bachmann y su clase (Maria Speth, 2021)

    por Miguel Muñoz Garnica | abril 23, 2021

    Cuatro películas del siglo XXI (II)

    Podcast dedicado a Al primo soffio di vento (2002) y Europa Report (2013).

    Especial 13º aniversario de EAM: el cine del siglo XXI

    Como complemento a los textos y listas sobre el cine del siglo XXI que hemos ido publicando en los últimos meses, nuestros redactores Ignacio Pablo Rico, Miguel Muñoz Garnica, Mariona Borrull y José Luis Forte han organizado un podcast de encuentro e intercambio de recomendaciones. Cada uno de ellos ha elegido para que la vean los demás una película que formaba parte de su lista de las mejores del siglo. Y a cada una de ellas dedican un debate en profundidad. En esta segunda parte del podcast —pueden escuchar la primera aquí— se centran en Al primo soffio di vento (Franco Piavoli, 2002), escogida por Mariona Borrull, y Europa Report (Sebastián Cordero, 2013), la elección de José Luis Forte.

    | Además de en iVoox, pueden escucharlo en Spotify | Apple Podcasts | Pocket Cast |

    por Redacción EAM
    abril 22, 2021

    Podcast | Cuatro películas del siglo XXI (II)

    por Redacción EAM | abril 22, 2021

    Un bromance en 7 etapas

    Crítica ★★★★☆ de «The Climb», de Michael Angelo Covino.

    Estados Unidos. 2019. Título original: «The Climb». Director: Michael Angelo Covino. Guion: Michael Angelo Covino, Kyle Marvin. Productores: Michael Angelo Covino, Kyle Marvin, Noah Lang. Productora: First Look, Watch This Ready, Ad Astra Films (Distribuidora: Sony Pictures Classics). Fotografía: Zach Kuperstein. Música: Jon Natchez, Martin Mabz. Montaje: Sara Shaw. Reparto: Michael Angelo Corvino, Kyle Marvin, Gayle Rankin, Talia Balsam, George Wendt, Judith Godrèche, Daniella Covino, Eden Malyn, Sondra James.

    ¿Qué cinéfilo aficionado a la buena comedia no recuerda aquella turbulenta convivencia bajo el mismo techo de un apartamento de Nueva York entre el maniático e hipocondriaco Felix (Jack Lemmon) y el mucho más descuidado Oscar (Walter Matthau) en la divertidísima La extraña pareja (Gene Saks, 1968)? Es cierto que ambos hombres chocaban continuamente por sus caracteres opuestos, parecían no soportarse y las broncas entre ambos eran monumentales, pero también es verdad que el valor de la amistad triunfaba por encima de cualquier rencilla y que aquel clásico podría considerarse uno de los primeros bromances cinematográficos, o, al menos, uno de los que abordaron con más contundencia cuáles son los códigos de este tipo de relaciones. El bromance es una forma de romance entre amigos que, en los últimos años, ha tenido gran auge en la comedia, gracias, por ejemplo, a las valiosas aportaciones de Judd Apatow, ya sean en su faceta como director –Virgen a los 40 (2005), Hazme reír (2009)– o como productor –Supersalidos (Greg Mottola, 2007)–, o Edgard Wright con su exitosa trilogía del Cornetto –Zombies Party (2004), Arma fatal (2007), Bienvenidos al fin del mundo (2013)–, con los geniales Simon Pegg y Nick Frost repitiendo, prácticamente, idéntico colegueo en subgéneros distintos. El amor entre dos (o más) amigos varones, unidos por un vínculo invisible afectivamente intenso, sin que haya, por ello, algún tipo de atracción sexual de por medio, encuentra en Cima a la amistad (Michael Angelo Covino, 2019), que causó una más que agradable sensación en su paso por festivales como los de Cannes o San Sebastián, a una de las representantes más originales y auténticas del cine independiente actual. Siempre es bienvenida la irrupción en el panorama cinematográfico de nuevas voces con inquietudes y cosas interesantes que decir y este es el caso de Michael Angelo Covino y Kyle Marvin, amigos en la vida real que han sido los artífices de una comedia que sorprende (siempre positivamente) por numerosos motivos, empezando por su condición de ópera prima. Una primera película que, desde su modestia, no renuncia a cierta ambición de trascender y aportar momentos muy genuinos a un género que parecía excesivamente encorsetado a las mismas reglas y lugares comunes.

    El germen de esta cinta tuvo lugar en 2017, cuando Covino, después de haber vivido la amarga experiencia de cómo un amigo se acostaba con su exnovia, decidió subirse en su bicicleta y subir una montaña, con el fin de aclarar sus ideas. A partir de ese suceso, coescribió un guion junto a su colega Kyle Marvin, y ambos protagonizaron el que sería el cortometraje The Climb, posterior primer episodio de los siete que compondrían la película homónima. Interpretando a dos personajes que tienen muchísimo de ellos mismos, incluidos sus mismos nombres, Mike y Kyle comienzan el relato montados en sus bicis mientras, con no pocas dificultades, tratan de llegar a la cima de una empinada carretera de montaña francesa. Una estampa muy normal y cotidiana en la que ambos hombres hablan distendidamente de la cercana boda de Mike, que se muestra ilusionadísimo con el importante paso que va a dar junto a su novia, y que se ve inesperadamente trastocada por una confesión de Kyle, que aprovecha que lleva la delantera a su compañero de pedaleo en la pendiente para soltar la bomba: ha mantenido relaciones sexuales con la prometida de su amigo del alma. Esta traición funciona como detonante para que una amistad de tantos años estalle por los aires y, a través de seis episodios más, el espectador asista, a lo largo de los años, a las distintas idas y venidas de ambos personajes, siempre unidos, por diferentes circunstancias, en los momentos relevantes de sus vidas. Desde el primer instante, el filme pone sus cartas sobre la mesa y presenta lo que podría denominarse una relación de amistad tóxica, en la que uno de los dos colegas, en este caso Mike, es el típico pobre diablo ingenuo y apocado, mientras que Kyle es el amigo caradura que se aprovecha, seguramente sin malicia, del carácter débil del otro para manipularle y llevarle a su terreno siempre que puede. Cima a la amistad está planeada, como si de una vuelta ciclista se tratara, por etapas. Las que tendrán que atravesar para conseguir encarrilar de nuevo una amistad que a veces causa daño pero que, sin duda alguna, necesitan. El guion de Covino y Marvin se revela como una maquinaria de gran precisión, en la que el humor absurdo (incluso cayendo en el gag físico) está perfectamente integrado dentro de un relato que transcurre de manera ágil y muy natural, manteniendo un tono mordaz y bastante inteligente.

    por José Martín León
    abril 21, 2021

    Crítica | Cima a la amistad (The Climb) / Movistar+

    por José Martín León | abril 21, 2021

    Un Vietnam a medida

    Crítica ★★★☆☆ de «Da 5 Bloods: Hermanos de armas», de Spike Lee.

    Estados Unidos, 2020. Título original: Da 5 Bloods. Dirección: Spike Lee. Guion: Spike Lee, Kevin Willmott, Danny Bilson, Paul de Meo. Compañías productoras: 40 Acres & A Mule Filmworks. Fotografía: Newton Thomas Sigel. Música: Terence Blanchard. Montaje: Adam Gough. Diseño de producción: Wynn Thomas. Vestuario: Donna Berwick. Producción: Spike Lee, Beatriz Levin, Lloyd Levin. Reparto: Delroy Lindo, Clarke Peters, Norm Lewis, Isiah Whitlock Jr., Chadwick Boseman, Jonathan Majors, Jean Reno, Mélanie Thierry, Paul Walter Hauser, Veronica Ngo, Jasper Pääkönen, Rick Shuster, Mav Kang, Alexander Winters, Devin Rumer, Casey Clark, Lê Y Lan, Andrey Kasushkin, Sandy Huong Pham, Lam Nguyen. Duración: 154 minutos.

    Un padre le pregunta a su hijo en qué universidad estudió. «En el Morehouse College», responde, tal y como reza su camiseta en letras rojas. «¿Y quién más?», insiste el hombre. «Edwin Moses» —contesta—. «Promoción del 78». De repente, empiezan a recordar sus hazañas. Moses ganó dos oros olímpicos en los 400 metros vallas. El atleta recortaba trece pasos entre valla y valla frente a los quince del resto de corredores. «Ese hombre podía volar…», exclama el padre cerrando el puño con fuerza y mirando fijamente los ojos de su vástago. Podríamos ubicar fácilmente esta conversación en el Brooklyn habitual de Spike Lee —Crooklyn (1993), por ejemplo—. Pero la escena no acontece en un barrio residencial neoyorquino una tarde cualquiera, sino en plena jungla. En el Vietnam contemporáneo. Con la frente de ambos personajes bañada de sudor y un rumor de cientos de cigarras que no cesa. Lo más destacado no es tanto el lugar —que también— como el impasse en que se encuentran Paul, el progenitor (Delroy Lindo), y su retoño David (Jonathan Majors). Este último ha tenido la mala pata de pisar una mina que todavía no ha detonado y, con la ayuda de una cuerda atada a su grupo de acompañantes, deberá saltar lo suficientemente lejos como para evitar el impacto del explosivo cuando levante el pie. David deberá saltar como Moses. Un brinco de campeonato para salvar la vida.

    Hasta aquí, la escena se podría leer bajo un solo prisma: como uno de los puntos álgidos de Da 5 Bloods: Hermanos de armas (2020). Pero Lee, que jamás se conforma con poco, se decanta por unos recursos visuales menos frecuentes de lo que cabría esperar y transforma la intriga en algo más que intriga. De hecho, la escena funciona como herramienta de enfoque, como punta del iceberg de su propio cine de la temprana Aulas turbulentas (1988) a la oscarizada Infiltrado en el KKKlan (2019). Esto es: su capacidad para mantener alta la tensión narrativa y un historicismo que lo impregna casi todo. A veces acertado, otras cargante, pero siempre reivindicativo. Hablamos de películas trepidantes —sirvan de ejemplo el clímax final en el restaurante de Haz lo que debas (1989), el último discurso de Denzel Washington en Malcolm X (1992), la huida hacia delante de Edward Norton en La última noche (2002) o el ritmo endiablado de Plan oculto (2006)— y también de películas obstinadas en cargar de sentido diálogos y escenas donde abundan las citas. Ya sean de héroes como Nat Turner y Marcus Garvey, figuras de relieve mediático como Martin Luther King, Malcolm Little, Booker T. Washington y Frederick Douglas o artistas de la talla de Pam Grier, Keith Sweat y Richard Rountree. Tales menciones denotan un firme compromiso de raza que se traduce en relatos enérgicos, éticos y cargados de buenas intenciones, pero que acarrean defectos de enciclopedismo y artificiosidad. Ni el pasaje más inspirado —como la mentada escena de la mina pisada— evita un conjunto irregular y de metraje excesivo.

    Evidentemente, hay grandes excepciones —véase Chi-Raq (2015)—. Pero la nueva producción de Lee para Netflix, una de las más caras de su carrera, no es el caso. En ella encontramos implicación y defectos a partes iguales. Da 5 Bloods versa sobre el viaje de regreso al pasado de cuatro veteranos del ejército estadounidense (interpretados por Clarke Peters, Norm Lewis, Isiah Whitlock Jr. y Delroy Lindo) y un agregado de última hora (Jonathan Majors) que aterrizan en el Vietnam de nuestros días para encontrar la tumba de un camarada caído en combate casi 50 años atrás y, de paso, desenterrar un tesoro en lingotes que dejaron escondido. El relato juega continuamente al despliegue narrativo y formal. Arranca con una sucesión de fragmentos de archivo de un Vietnam sangriento, que se encadenan con declaraciones de Muhammad Ali, Angela Davis y Stokely Carmichael o con la imagen del icónico gesto de Tommie Smith y John Carlos en los olímpicos de México. Expuesta esta primera inquietud documental, Lee da paso rápidamente a la ficción con un relato que muta dentro de sí mismo, una ficción que se transforma dentro de la propia ficción. El libreto, a medio camino entre el registro épico y el melodramático, navega entre géneros y se permite destellos de humor bruto y violencia macabra. Sin traspasar, eso sí, los códigos de la gran superproducción hollywoodiense. Hay secuencias donde la dicotomía entre buenos y malos, soldados y paramilitares, mitos y malvados, se acerca más al espíritu lúdico y a los fantasmas del trauma de, por ejemplo, Sylvester Stallone en Acorralado (1982) que a la afectación de Stanley Kubrick en La chaqueta metálica (1987).

    por Carles M. Agenjo
    abril 19, 2021

    Crítica | Da 5 Bloods: Hermanos de armas / Netflix

    por Carles M. Agenjo | abril 19, 2021

    El bardo del punk

    Crítica ★★★★☆ de «Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan», de Julien Temple.

    Reino Unido, 2020. Título original: «Crock of Gold: A Few Rounds with Shane MacGowan». Dirección: Julien Temple. Guion: Julien Temple. Productores: Stephen Deuters, Johhny Depp, Stephen Malit, Julien Temple. Compañías productoras: Infinitum Nihil, Nitrate Film. Música: Ian Neil. Fotografía: Steve Organ. Personalidades (documental): Shane MacGowan, Johnny Depp, Maurice MacGowan, Siobhan MacGowan, Gerry Adams, Ann Scanlon, Victoria Mary Clarke. Presentación oficial: Festival de San Sebastián (Competición - Premio Especial del Jurado). Duración: 124 minutos.

    La eclosión del movimiento punk en el Reino Unido fue el catalizador que necesitaba Shane MacGowan para iniciar el viaje personal que Julian Temple nos relata en Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan (2020), documental sobre el cantante y líder del grupo The Pogues, galardonado con el Premio Especial del Jurado en el pasado Festival de San Sebastián, que llega ahora a nuestras pantallas. Marcado desde la infancia por un arraigado catolicismo y ese espíritu irlandés capaz de aguantar de manera estoica cualquier tipo de adversidad, es sin embargo el amor por las costumbres, las tradiciones y la música de su pueblo lo que en gran medida le ha impulsado de un modo creativo a lo largo de su existencia que, todo hay que decirlo, lamentablemente no aparenta que se alargue mucho más... La notable decadencia física causada por toda una vida de alcoholismo es tan protagonista en la cinta como su indomable rebeldía, insolencia y admirable sinceridad en las charlas que Shane mantiene con su viejo amigo Johnny Depp (productor de la película), Bobby Gillespie (líder del grupo Primal Scream), su hermana Siobhan MacGowan o incluso Gerry Adams —expresidente del partido nacionalista irlandés Sinn Féin, y vinculado al IRA en los años setenta—, entre otros.

    No ha de sorprendernos las simpatías de MacGowan por las diferentes mutaciones y escisiones que convirtieron al Ejército Republicano Irlandés en una banda terrorista con múltiples asesinatos a sus espaldas. Dado que, para muchos inmigrantes de Eire y sus descendientes, las heridas de la Gran Hambruna, la Guerra de Independencia Irlandesa, el desempleo (con más de tres millones de parados en 1983) o el trato despectivo y denigrante recibido por parte de la sociedad inglesa, sirvieron de caldo de cultivo para que numerosos jóvenes apoyaran de modo radical la causa independentista. Y es aquí donde debemos recordar la canción Birmingham Six (1988), que The Pogues dedicaron al drama humano sufrido por varias personas inocentes a causa de un montaje judicial inglés, y que Jim Sheridan llevó al cine con la premiada En el nombre del padre (In the Name of the Father, 1993).

    Bajo el desmedido influjo del punk, MacGowan, Finer y Stacy forman en 1983 la banda The Pogues con la tenaz misión de recuperar la música popular irlandesa, convirtiendo cada concierto en el tipo de juerga que se vive “como si no hubiera un mañana”. En sus letras —groseras y entrañables a partes iguales— encontramos desde elogios al consumo de alcohol y la búsqueda de experiencias intensas hasta la nostalgia y el cariño por la sencillez de la gente humilde. De ahí que Julian Temple nos parezca el autor ideal para narrar la odisea de Shane. No sólo por su conocimiento y vivencias de primera mano de la música británica, si no por su talento como documentalista, que dejó patente en cintas como The Ecstasy of Wilko Johnson (2015) o la imprescindible Joe Strummer: The Future Is Unwritten (2007). Justamente, el desaparecido líder de la banda The Clash afirmaba, como hacían igualmente muchos otros por aquel entonces, que MacGowan era uno de los más grandes poetas de nuestra época. Ante lo cual, el protagonista de esta historia responde, fiel a su carácter indómito: «La gente siempre me llamaba poeta. Pero es muy molesto que te llamen poeta cuando eres músico, porque significa que perdiste el tiempo escribiendo la música». El autor de la emotiva canción Fairytale of New York (1988) fue un artista tan singular que, siendo popular en todo el Reino Unido, acumulando discos de oro y reconocimiento, se unía en ocasiones a los ancianos alcohólicos de los parques para charlar y beber sidra juntos. A un hombre de esta naturaleza, tan extrema como sensible, a principios de los años noventa —como no podía ser de otra manera—, el dinero, la popularidad y las drogas lo abatieron contra el suelo, a semejanza de la víctima de un tiroteo. En Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan, Julian Temple retrata con ponderación al viejo cantante de “belleza distraída” como el artista libre, y al mismo tiempo condenado, cuyas canciones ya forman parte del acervo cultural irlandés. En uno de los mejores momentos del documental, ilustrado, no por casualidad, con las imágenes del filme Larga es la noche (Odd Man Out, 1947), de Carol Reed, Shane confiesa con agudeza su universo artístico: «Para hacer buena música no te tiene que interesar poseer casas o importarte dormir en la calle; lo que has de tener es la fuerza arrebatadora de querer ser escuchado».


    Egon Blant |
    © Revista EAM / Barcelona


    por Egon Blant
    abril 16, 2021

    Crítica | Crock of Gold: Bebiendo con Shane MacGowan

    por Egon Blant | abril 16, 2021

    Cuatro películas del siglo XXI (I)

    Podcast dedicado a Encontré al diablo (2010) y Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (2010).

    Especial 13º aniversario de EAM: el cine del siglo XXI

    Como complemento a los textos y listas sobre el cine del siglo XXI que hemos ido publicando en los últimos meses, nuestros redactores Ignacio Pablo Rico, Miguel Muñoz Garnica, Mariona Borrull y José Luis Forte han organizado un podcast de encuentro e intercambio de recomendaciones. Cada uno de ellos ha elegido para que la vean los demás una película que formaba parte de su lista de las mejores del siglo. Y a cada una de ellas dedicamos un debate en profundidad. En esta primera parte del podcast hablamos de Encontré al diablo (Kim Jee-won, 2010), elegida por Ignacio Pablo Rico, y de Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas (Apichatpong Weerasethakul, 2010), la opción de Miguel Muñoz Garnica.

    | Además de en iVoox, pueden escucharlo en Spotify | Apple Podcasts | Pocket Cast |

    por Redacción EAM
    abril 15, 2021

    Podcast | Cuatro películas del siglo XXI (I)

    por Redacción EAM | abril 15, 2021

    La venganza se sirve fría

    Crítica ★★★★☆ de «Una joven prometedora», de Emerald Fennell.

    Estados Unidos, 2020. Título original: «Promising Young Woman». Director: Emerald Fennell. Guion: Emerald Fennell. Productores: Tom Ackerley, Ben Browning, Emerald Fennell, Ashley Fox, Josey McNamara, Margot Robbie. Productoras: Filmnation Entertainment, Focus Features, LuckyChap Entertainment (Productor: Margot Robbie) (Distribuidora: Focus Features). Fotografía: Benjamin Kracun. Música: Anthony B. Willis. Montaje: Frédéric Thoraval. Reparto: Carey Mulligan, Bo Burnham, Alison Brie, Connie Britton, Adam Brody, Jennifer Coolidge, Laverne Cox, Clancy Brown, Alfred Molina, Christopher Mintz-Plasse, Molly Shannon.

    On the Rocks (Sofia Coppola), Una noche en Miami (Regina King), Nomadland (Chloé Zhao), Emma (Autumn De Wilde), Nunca, casi nunca, a veces, siempre (Eliza Hittman), The Assistant (Kitty Green), First Cow (Kelly Reichardt), Kajillionaire (Miranda July) ... cuesta recordar un año en el que las mujeres directoras tuviesen tanta presencia en una carrera de premios. Atrás van a quedar décadas en las que realizadoras como Jane Campion o Kathryn Bigelow supusieran escasas excepciones de representación femenina en la categoría de mejor dirección, tanto en los Globos de Oro como en los Oscars, ya que 2021, a pesar del momento crítico que está atravesando la industria del espectáculo como consecuencia del covid, tiene muchas posibilidades de ser ese punto de inflexión en el que, por primera vez, podría haber más mujeres nominadas que hombres. Emerald Fennell, hasta ahora conocida por su faceta de actriz en, por ejemplo, The Crown, donde da vida a Camilla Parker Bowles, también ha dado el salto a la dirección con resultados sobresalientes. Una joven prometedora, su debut, destaca, ante todo, por la amalgama de géneros en la que se mueve. El incisivo guion, obra de la misma Fennell, destaca por el prodigioso equilibrio que logra entre la comedia (muy) negra, el thriller de venganzas de toda la vida y el drama con fuerte carga de denuncia contra las conductas machistas (ojo, no solo por parte de los hombres) en la sociedad. Con este libreto, la incipiente directora demuestra tener un sentido del humor ácido y muy inteligente, así como una increíble mala baba para el dibujo de sus personajes, incluido el de su peculiar protagonista, esa antigua joven prometedora que da título a la película. En efecto, la suya podría ser catalogada como la obra más radicalmente feminista del año, digna consecuencia del movimiento #MeToo, y lanza sus envenenadísimos dardos, sin piedad, no únicamente contra los depredadores sexuales, sino también contra todas esas personas que, de manera indirecta, contribuyen a silenciar sus conductas abusivas hacia la mujer, ya sea mirando hacia otro lado o tratando de justificarlas con argumentos absolutamente vomitivos.

    ¿A qué viene el título de Una joven prometedora? Eso es lo que, de cara a la sociedad, era Cassie. Una muchacha hermosa, inteligente y con inquietudes. Sus altas notas en la universidad le auguraban un futuro espectacular en la medicina, pero todas esas expectativas se vieron truncadas a raíz de un terrible “incidente” que vivió su mejor amiga, Nina, víctima de los bajos instintos sexuales de unos compañeros de estudios. Desde aquel momento, la vida de Cassie cambia por completo y ahora malgasta su potencial trabajando en una cafetería mientras su mayor (por no decir única) motivación es la de servir de azote a todos esos hombres que se aprovechan de las mujeres, a través de una particular cacería de depravados. Para ello, recorre locales nocturnos, fingiendo pasarse con las copas para así captar a esos hombres que se llevarían a casa a una mujer ebria para, aprovechando su estado desvalido, mantener relaciones sexuales con ella. La bochornosa secuencia que abre la cinta no puede ser más ilustrativa hacia lo que pretende contar. Un grupo de hombres, bailando en una discoteca, realizan unos contoneos pélvicos que pretenden ser sexis (algo así como una suerte de exaltación de su masculinidad), mientras que un más reducido grupo de amigos, desde la barra del bar, se percata de la presencia de una chica casi desmayada por la ingestión de alcohol en un sofá. Después de soltar por sus bocas frases tan típicas como “¡qué vergüenza, cómo ha llegado a ese estado!” o “¿qué clase de amigas dejan a una mujer sola en ese estado?”, uno de ellos se presta “caballerosamente” a rescatarla del local, pero, en realidad, lo que hace es llevarla a su apartamento para tratar de acostarse con ella. Este prólogo antecede a una imagen ya icónica del cine de 2021, la de una Cassie triunfante, caminando por la calle con las manos manchadas del ketchup que chorrea desde el perrito caliente que se está comiendo, al son del “It´s Raining Men”. Fennell no ha podido encontrar una manera más brillante de presentar a su protagonista, un personaje bombón que ha servido para que Carey Mulligan, extraordinaria actriz algo encasillada en roles intensos y dramáticos, explore nuevos registros que la acercan más a la comedia. Sarcástica, irreverente, sexy, esta nueva versión de una intérprete que lleva buscando su Oscar desde que nos enamorara en An Education (Lone Scherfig, 2009) es todo un acierto.

    por José Martín León
    abril 14, 2021

    Crítica | Una joven prometedora

    por José Martín León | abril 14, 2021

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