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    Crítica | El verano de Cody (Driveways)

    El ayer que no volverá

    Crítica ★★★★☆ de «El verano de Cody», de Andrew Ahn.

    Estados Unidos, 2019. Título original: Driveways. Director: Andrew Ahn. Guion: Hannah Bos, Paul Thureen. Productores: Nicolaas Bertelsen, Joe Pirro, James Schamus, Celine Rattray. Productora: CinemaWerks, Farcaster Films, Maven Pictures, Studio Mao, Symbolic Exchange. Fotografía: Ki Jin Kim. Música: Jay Wadley. Montaje: Katie Mcquerrey. Reparto: Lucas Jaye, Hong Chau, Brian Dennehy, Laurent Rejto, Stan Carp, Jerry Adler, Bill Buell.

    No siempre el cine ha otorgado a la infancia la importancia y profundidad que merece. Más allá de juegos y travesuras, esa etapa crucial de todo ser humano en la que, a través de experiencias –la mayoría triviales pero siempre decisivas– y enseñanzas, se va forjando la personalidad del futuro adulto, pocas veces ha sabido ser captada con la suficiente sensibilidad y esa carga de complejidad poco común que, sin duda, conlleva, como sí lo han hecho obras como Boyhood (Richard Linklater, 2014), The Florida Project (Sean Baker, 2017) o la reciente Minari. Historia de una familia (Lee Isaac Chung, 2020), donde los niños protagonistas son testigos inocentes y, en cierta manera, víctimas colaterales, de circunstancias adultas tan desestabilizadoras como la desestructuración de las familias (divorcios traumáticos, ausencia de la figura de alguno de los progenitores) o situaciones próximas a la marginalidad social o económica. El mayor acierto de aquellas películas residió en la cualidad observadora de los cineastas que tenía detrás y en su extraordinaria capacidad para mostrar a los niños como lo que son, niños, con actitudes y conductas muy auténticas que no restaban un ápice de ese poso de incipiente madurez que empezaban a manifestar ante aquel tipo de vivencias. El verano de Cody, segundo largometraje del estadounidense con raíces coreanas Andrew Ahn tras Spa Night (2016), es, al igual que aquella, una nueva historia de coming of age. Si en la primera nos relató el despertar a la sexualidad de un adolescente que comenzaba a trabajar en un spa de Los Ángeles, en su nuevo trabajo Ahn introduce al espectador la cotidianeidad de una unidad familiar mínima, formada únicamente por una madre y su pequeño hijo de 8 años. Un hecho tan trágico como la muerte de su hermana mayor hace que Kathy, una joven madre soltera de origen asiático, tenga que desplazarse junto a Cody, gran protagonista de la historia, hasta la ciudad en la que fallecida vivía, con el propósito de desmantelar su casa y ponerla a la venta. Un viaje que responde más a una obligación o trámite de pura formalidad que a otra cuestión más emocional y que, en principio, solo debería alargarse unos días, cambiará, sin embargo, la manera de enfrentarse a la vida de sus dos protagonistas.

    Desde el primer momento, destaca el dibujo certero que el guion de Hannah Bos y Paul Thureen hace sobre sus personajes. Kathy es una mujer introvertida y callada, de apariencia fuerte e independiente, capaz de sacar adelante ella sola a su hijo, pero que, al atravesar las puertas del hogar de su hermana y encontrarse con que esta había pasado los últimos años de su existencia sumida en una depresión y malviviendo entre montañas de basura y objetos acumulados por todas las estancias de la casa, consecuencia de un síndrome de Diógenes de manual, es consciente de lo poco que la conocía y lo mal que la había juzgado después de que, siendo más de diez años mayor que ella, huyese dejándola con la carga de cuidar a una madre enferma. Por su parte, Cody es un niño dotado de una madurez poco común y una extrema sensibilidad que le lleva a no congeniar con facilidad con otros chicos de su edad, ya que prefiere dedicar sus ratos libres a leer cómics Manga en soledad que asistir a campamentos de verano u otras actividades que conlleven socializar. Así, mientras que Kathy se ve inmersa en la labor de adecentar la casa, Cody empieza a conocer la fauna que rodea a su nuevo barrio, desde la típica vecina políticamente correcta (y muy chismosa) que les recibe con la mejor de sus sonrisas y trata de integrar al niño, más como impostado acto de civismo que de forma natural, con sus dos malcriados nietos; a dos hermanos mexicanos más dispuestos a brindarle una verdadera amistad, aunque la atención del chico se centrará, desde el primer instante, en su anciano vecino Del. Un excombatiente de la Guerra de Corea que pasa sus días añorando a su difunta esposa, entre las cuatro paredes de un hogar que se le cae encima por la evocación de las vivencias acontecidas en él y que ahora se agolpan en su memoria, o jugando al bingo en un local del pueblo, en compañía de otros abuelos. La conexión entre Cody, en los primeros compases de su vida, con la pureza del alma que ello implica, y Del, en el ocaso de la suya, haciendo examen de conciencia de los errores cometidos en el pasado, es inmediata, dando paso a una hermosa amistad de verano que es lo que da verdadera fuerza a la cinta de Ahn El verano de Cody es un drama rodado con esa sutileza que, con solo dos trabajos, ya caracteriza a su realizador. Es uno de esos filmes en los que parece que no suceda nada excesivamente importante y en los que, sin embargo, sucede todo.

    Driveways, Andrew Ahn.
    Una preciosa despedida de Brian Dennehy | Americana 2021.


    «Una pequeña gran película que habla de cómo la amistad no entiende de razas, culturas o edades, ya que los lazos afectivos entre estos dos personajes cuyos caminos se cruzan en etapas antagónicas de sus respectivas vidas, surgen, básicamente, de dos miradas sinceras que saben entenderse sin juzgarse».


    Un retazo de vida captado a través de la hermosa fotografía de Ki Ji Kim, y que, utilizando el costumbrismo, deja entrever muchísimos temas que subyacen en un elegante segundo plano. Desde un pasado de la Historia de los Estados Unidos que sus ciudadanos parece aprender a olvidar, pasando página –nada más simbólico que esa familia coreana acogida con cariño dentro del seno de ese grupo de ancianos veteranos de guerra–, al inclemente paso del tiempo. Hay un maravilloso diálogo entre Del y Cody en el que el primero se lamenta de no haber sabido disfrutar más plenamente los pequeños instantes de su vida y que, de poder volver atrás en el tiempo, saborearía más profundamente cada sorbo de unas vivencias que, en el recuerdo, han adquirido la importancia que en su momento parecía no tener. También mira hacia atrás Kathy, lamentándose de no haber tenido una relación más estrecha con su hermana cuando, por desgracia, ya no podrá hacerlo. Los achaques de la vejez son otra subtrama que sobrevuela la historia, no solo por el sentimiento de soledad que vive Del –¡qué fabuloso está Brian Dennehy, casi siempre relegado a papeles de secundario ilustre y que aquí encuentra un personaje precioso antes de despedirse del cine (y de la vida) por la puerta grande! – sino también en cómo asiste a los estragos del Alzheimer en su mejor amigo. Un personaje acuciado por los recuerdos enfrentado a otro que comienza a perderlos de manera progresiva. Pese a ello, El verano de Cody no es un filme que se regodee en la pena o busque la lágrima fácil, por mucho que la melodramática partitura de Jay Wadley parezca intentarlo en instantes como los que muestra a Del cenando en la soledad de una mesa rodeada por sillas vacías que, tiempo atrás, fueron ocupadas por su familia. Por el contrario, es esta una de esas obras intimistas que apelan a los sentimientos desde el trazo sutil, valiéndose de tres fantásticas actuaciones –Hong Chau como Kathy y, en especial, el jovencísimo Lucas Jaye, están perfectos otorgando gran autenticidad a la relación de madre e hijo– y un guion de hierro, bastante más profundo de lo que pudiera parecer en un primer vistazo, para conseguir tocar la fibra sensible del espectador sin dejar en este esa sensación, tan irritante y común en este tipo de productos, de haber sido emocionalmente manipulado. Una pequeña gran película que habla de cómo la amistad no entiende de razas, culturas o edades, ya que los lazos afectivos entre estos dos personajes cuyos caminos se cruzan en etapas antagónicas de sus respectivas vidas, surgen, básicamente, de dos miradas sinceras que saben entenderse sin juzgarse.


    José Martín León |
    © Revista EAM / Madrid


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