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    Crítica | Shiva Baby

    Una doble presentación

    Crítica ★★★★☆ de «Shiva Baby», de Emma Seligman.

    Estados Unidos, 2020. Título original: Shiva Baby. Dirección y Guion: Emma Seligman. Compañía productora: Neon Heart Productions. Producción: Kieran Altmann, Katie Schiller, Lizzie Shapiro. Fotografía: Maria Rusche. Montaje: Hanna A. Park. Música: Ariel Marx. Diseño de producción: Cheyenne Ford. Dirección de arte: Jack Dobens. Intérpretes: Rachel Sennott, Dianna Agron, Glynis Bell, Richard Brundage, Polly Draper, Danny Deferrari, Ariel Eliaz, Molly Gordon, Jackie Hoffman, Sondra James, Vivien Landau, Fred Melamed, Deborah Offner, Cilda Shaur. Presentación Oficial: Festival Mar del Plata. Duración: 71 minutos.

    Las líneas que siguen buscan describir un titubeo, rodearlo y darle salida. Continúan una escritura que pretende admitir la duda en lo más profundo de su ser para luego moldear, desde allí, sus impresiones sobre el papel. Empezaré por reconocer que no entendí, hasta bien entrada la película, que las dos chicas que creía haber visto en la primera y segunda secuencias eran, en realidad, una sola y que, oh, por eso sentía(n) tanta incomodidad al lado de aquel joven encorbatado. Compartida o no, quizás la perplejidad que transité, hasta darme de bruces contra esta verdad argumental básica, funcione en realidad como barómetro perfecto para tomar el pulso al debut de Emma Seligman.

    Cabe destacar, a priori, lo diametralmente opuestas que son las puertas simbólicas que abren una y otra secuencias. En la primera, una chica tiene un orgasmo mañanero y superlativamente falso encima del sofá de un moderno apartamento. Diríamos, por la indiferencia con que se levanta y deja a su partenaire, aún alelado por la intensidad de los minutos anteriores, que hay incluso un alardeo por su parte en la inversión de las dinámicas de poder tradicionalmente asociadas al coito: él gime, ella va arriba. Pronto descubriremos que no es así, y que, a pesar del pavoneo, la chica sigue siendo un objeto que el hombre podrá cuidar —y descuidar— cuando le plazca. Al fin y al cabo, ella es solo una trabajadora sexual. Discurso feminista incorporado, eso sí, él recitará un monólogo de cartón-piedra alrededor de la importancia de las mujeres libres y emprendedoras, para luego regalarle un brazalete carísimo, por aquello de que if you like it then you shoulda put a ring on it. Un gesto de una sencillez absoluta, que se contrapone a las ridículas dificultades que muestra el tipo para «recordar» pagarle por sus servicios. He aquí algunos de tantos micromachismos que van a sucederse en una conversación que pronto se tiñe de una violencia prácticamente tangible, arraigada entre el cuerpo de ella y las manos de él. Un espacio en tensión que se dibuja de forma más nítida, si cabe, por la impasibilidad de la cámara, estática ante la injusticia y el malestar.

    Habrá también un halo de angustia en los andares de la chica a quien seguimos, de espaldas, a lo largo de una avenida arbolada. A pesar de la neutralidad de la americana que viste, el bolso que lleva colgado resbala constantemente, no la deja tranquila. Se dirige, como descubriremos al cabo de unos minutos, a una shiva, evento celebrado por la tradición judía tras la muerte de une vecine o familiar. Puede atisbarse un cierto malestar en el pendular de su bolso, si bien hasta el momento no sabemos (uno) ni a dónde se dirige, ni (dos) cuál es su lugar social. Solamente accedemos a ella como una joven con traje que camina por una calle suburbana: su figura, desnuda de todo historial, invita a verla como una de aquellas mujeres libres y emprendedoras que el hombre del apartamento alababa. Al cabo de unos segundos, ella cruza un saludo con una pareja en la avenida. Parece una joven preparada, volviendo a casa. No hay mejor entorno para la seguridad y la celebración de un futuro prometedor.

    Shiva Baby, Emma Seligman
    Presentada en el Americana Film Fest 2021.

    «El cine, excluido de todo monólogo interior, funciona aquí como amplificador de aquella teoría de la acción social de Erving Goffman, según la cual nuestra conducta varía para con las diferentes interacciones sociales que mantenemos».


    Cuánto cambiará nuestra percepción al acceder a su rostro, tras un corte de montaje que nos sitúa delante suyo. El rostro de Rachel Sennott posee la increíble capacidad volumétrica del malestar: no hay un solo recoveco en su reluciente sonrisa falsa que no sea tenso y evidente, como si el espacio entre el blanco de sus dientes apretados y su mirada, ahogada en sus constantes intentos de fuga, funcionara como un enorme cartel de neón que anuncia que, sí, la joven preferiría encontrarse en cualquier otra parte, incluso si para ello tuviera que cambiarse el sitio con la persona llorada en la shiva en cuestión. Danielle (Sennott) tiene motivos de sobra para no querer estar ahí y, como descubriremos, que sienta que su vida profesional es un fracaso es solo uno de ellos. Como si fuera poco: en la película de Emma Seligman el reencuentro comunitario es una barra libre para el juicio social, un banquete de chismorreos y maliciosas puestas al día entre las muy-señoras del barrio. Tener una carrera profesional de éxito equivale, en este contexto, a una suerte de salvoconducto social… Pero Danielle es niñera, cursa una licenciatura en Estudios de Género y vive aún con sus padres. Más que un reencuentro, la shiva funciona como el enésimo recordatorio de que las esperanzas de sus padres, y las de ella misma, eran infundadas. Un juicio y condena exprés por no haber sido lo suficientemente buena.

    El rictus de la chica de camino al evento es falso, porque no podría ser de otra forma. Los labios apretados serán una máscara, un armazón a prueba de las narices curiosas de las señoras. Verdadera carcasa contra una violencia social de primer nivel, ejercida, eso sí, entre la armonía somera de la vida suburbana. El cine, excluido de todo monólogo interior, funciona aquí como amplificador de aquella teoría de la acción social de Erving Goffman, según la cual nuestra conducta varía para con las diferentes interacciones sociales que mantenemos. Emma Seligman —que ya había explorado las relaciones tóxicas de una shiva en primer corto, del que nace la película— usa el metraje como una finísima placa de Petri donde, de alguna forma, también preguntarse: si somos como nos relacionamos con les demás, si nuestro ser es inajenable a nuestra imagen pública, ¿cómo suponer que Danielle es la misma persona que la joven del orgasmo mañanero?


    Mariona Borrull |
    © Revista EAM / Barcelona


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