Crónica Número VI del 66SSIFF
Día 6 en el Donostia Zinemaldia.
Así lo ha querido la organización. Hoy han coincidido a la misma hora, las doce del mediodía, tres proyecciones de prensa que han provocado primero la dura elección y segundo la disgregación de los acreditados. Hablamos de Roma, gran aspirante al Óscar –la estatuilla dorada a la mejor película foránea ya la damos por conseguida—, Infiltrados en KKKlan –lo nuevo de Spike Lee que entusiasmó en Cannes— y The Sisters Brothers, un excelente western dirigido por Jacques Audiard y protagonizado por Joaquín Phoenix y John C. Reilly que participó en la reciente Mostra de Venecia. Su programación, aparte de lo anteriormente descrito, ha provocado que la presentación oficial de la cinta china Baby, que compite por la Concha de Oro, haya contado con solo un par de decenas de espectadores, algo impensable en un evento de estas características y que remarca cuáles son las prioridades de la crítica española. En EAM, ya os hemos hablado de las dos primeras, con sendos textos de Rafael Guilhem y Alberto Sáez Villarino, por eso queremos centrarnos en la tercera. The Sisters Brothers rompe, por suerte, con la deriva del género; acotando, con el Western desmitificador, que se ha prodigado en mayor o menor fortuna en el circuito de festivales y que inició Slow West y continuaron obras como Damsel, The Nightingale, Bone Tomahawk o Sweet Country. Un derribo de los pilares genéricos, de la mitología sobre la que se cimentó la temática que dio alas al cine norteamericano desde los años 40, partiendo de la ironía, del humor incluso surrealista. El filme de Audiard se separa de esta corriente ofreciéndonos una película de aventuras a la antigua usanza que acude a los estereotipos, sí, pero también a una interesante construcción de personajes que exudan empatía. Porque no solo Phoenix y Reilly están brillantes, también Riz Ahmed y Jake Gyllenhaal en este cuento lleno de camaradería con un final tan inesperado como irresistible. El director francés abre nuevos caminos –un western que, por ejemplo, no duda en visitar las playas bañadas por el océano— pero también transitando territorio conocido. Su calidez la convierte en una rara avis en un panorama que parece exigir constantemente la demolición de los contrafuertes del cine clásico. Audiard lo logra dejándonos un gusto dulce, diciéndonos que hay vida más allá de las tendencias.
Prólogo y crítica de Baby: Emilio Luna.
Crítica de Neon Heart y High Life: Jose Luis Forte.
Críticas de Vision y The Sisters Brothers: Miguel Muñoz Garnica.
Crítica de Viaje al cuarto de una madre: Juan Roures.
Crítica de Neon Heart y High Life: Jose Luis Forte.
Críticas de Vision y The Sisters Brothers: Miguel Muñoz Garnica.
Crítica de Viaje al cuarto de una madre: Juan Roures.
HIGH LIFE
Claire Denis, Francia | Competición.
La directora francesa Claire Denis divide su filme High Life en tres segmentos que coinciden con las tres líneas temporales distintas que componen su trama. En el primero de ellos asistimos a la vida cotidiana de un astronauta en una nave espacial con la única compañía de una niña pequeña, su hija, a la que cuida con dedicación y ternura. Sus llantos, sus risas y sus balbuceos son el limitado contacto humano que tiene Monte (Robert Pattinson), solitario en realidad en los abandonados pasillos y salas de lo que asemeja una gigantesca tumba entre lejanas estrellas. Un espacio en descomposición por el que Monte deambula solucionando los problemas que van surgiendo y alimentándose de sus propios desechos reciclados. Visto en la necesidad de ahorrar energía procede a la evacuación de la sala de criogenización en la que descansaban los cadáveres del resto de la tripulación. Sus cuerpos quedan suspendidos flotando en el espacio en el que sin duda es uno de los planos más hermosos y macabros de la película, y el que de manera definitiva nos sumerge en el misterio que supone esa colección de muertos siderales. La extrañeza viene dada no solo por este luctuoso descubrimiento, sino por un diseño de producción ajeno a lo que es habitual en el género, desubicándonos al alejarnos de lo esperado: aquí no veremos alta tecnología ni imbricados laberintos de cables, tampoco la limpieza aséptica y minimalista de otras propuestas, sino un pasillo que bien pudiera ser el de nuestro bloque y unas salas de control con tres monitores y trazas de suciedad y descuido por todas partes. Pareciéramos atisbar el interior de una nave soviética de los 70 o un centro de oficinas con poco trabajo. Y de la Tierra solo llegan imágenes sin sentido como si se trataran más de un virus que de cualquier tipo de mensaje.
En el segundo segmento retrocedemos al tiempo en el que la nave aún contaba con toda su tripulación, un grupo de reclusos peligrosos de ambos sexos reclutados para servir de cobayas en una misión científica al borde de un agujero negro. Todos dominados por la inquietante figura de la doctora Dibs (Juliette Binoche), una científica obsesionada con la idea de que alguna de las astronautas quede embarazada por inseminación artificial, algo que la radiación y la exposición al espacio ha convertido en tarea casi imposible. La doctora es sin duda el personaje más desquiciado del grupo, un ejemplo extremo de “científico loco” de los que hemos visto en tantas películas, capaz de las mayores barbaridades con el fin de conseguir el éxito de sus experimentos. Dibs también es una criminal, asesinó a sus hijos y a su marido, razón tal vez por la cual su obstinación raya en el delirio. La tensión provocada por la difícil convivencia entre los miembros de la tripulación estallará cuando uno de los jóvenes intente violar a una compañera. Claire Denis muestra las crisis, los enfrentamientos, la locura y el sexo sin miramientos y sin miedo, sabiendo medir cuándo su relato debe ser excesivo y cuándo detenerse en lo contemplativo. La atmósfera en este tramo resulta claustrofóbica, teniendo quizá como referente a la ciencia ficción literaria de finales de los 60 y primeros 70, la denominada new wave, pletórica de experimentación y riesgo tanto en sus formas como en las temáticas tratadas. Y un tono en su acercamiento al sexo que nos retrotrae de alguna manera a la genial escritora Angela Carter, sobre todo a la de El doctor Hoffmann y las infernales máquinas del deseo (The Infernal Desire Machines of Doctor Hoffman, 1972) o a la de La pasión de la Nueva Eva (The Passions of New Eve, 1977), transgresora por necesidad, por pulsión revolucionaria en su escritura fílmica. La película culmina con un más reposado tercer segmento donde Monte vive con su hija ya adolescente, sabedores de que la única forma de poder hallar la salvación es una desesperada huida hacia adelante. Apasionante Claire Denis en una obra que se muestra atípica y personal sin sentir la menor vergüenza de acudir a tópicos de la serie B, la clara muestra de que el genio verdadero está por encima del temor a utilizar cualquier recurso a su alcance para dar vida a su creación. 85|100
Francia – Alemania – Reino Unido – Polonia – EEUU, 2018. Título original: High Life. Directora: Claire Denis. Guion: Claire Denis, Jean-Pol Fargeau y Geoff Cox. Productoras: Alcatraz Films, Pandora Film Produktion, Andrew Lauren Productions, The Apocalypse Films y Madants. Música: Stuart Staples. Fotografía: Yorick Le Saux. Montaje: Guy Lecorne. Intérpretes: Robert Pattinson, Juliette Binoche, André Benjamin, Mia Goth, Lars Eidinger, Agata Buzek, Claire Tran, Jessie Ross.
VISION
ビジョン, Naomi Kawase, Japón | Competición.
Resulta tentador, sin duda, leer Vision como una especie de reencuentro con los orígenes de Naomi Kawase. Comparecen en ella la atmósfera mágico-panteísta del bosque remoto de Suzaku, el encuentro entre culturas y las conversaciones lost in translation de Nanayo o la idea de la naturaleza como elemento de sanación emocional que tan a las claras ejemplifica El bosque del luto. Pero en el camino que va del intimismo hiperlocal de los primeros documentales —Kawase encontró su voz propia a partir de la insistencia en filmar incansablemente a poco más su abuela, su casa y sus plantas— a una coproducción francesa con Juliette Binoche, la sensación de estar ante otra directora es inevitable, y ahí interviene también la mística de autosuperación que en sus últimas producciones había eclipsado al misterio febril que hace tan grande a una película como Shara. Dicho de otro modo, que Kawase sigue siendo la cineasta fascinada por las texturas del follaje, las flores y el canto de los pájaros entre las ramas, pero lo que en su primer cine se relacionaba con el acto de amar íntimamente lo filmado y abrazar su misterio, en su versión actual ha terminado reformulado en discursos de sentimentalismo espiritualizado. La japonesa, al menos, ha sabido mantener a raya el riesgo de guruísmo. Pero, para que se nos entienda, que Vision empiece con un primer plano de la Binoche llorando sobre la ventana de un tren emocionada por estar ante una «cultura milenaria» es como para hacer saltar las alarmas.
Vision, decíamos, sabe al menos dar un paso atrás respecto a Una pastelería en Tokio y Hacia la luz para volver a la espesura remota, a la casita de madera aislada en mitad del monte frondoso. El espacio es el de Suzaku, sí, pero mientras que de aquella emergía un retrato elusivo de la convivencia armónica (aunque a veces de una armonía dolorosa) entre lo humano y lo salvaje, en Vision parece contarse la visita turística con traducción simultánea a estos parajes. Donde en la primera Kawase había viento y silencio, aquí hay una incontinencia verbal para poner palabras (y restar sugestividad, por tanto) a aquellas sensaciones. La naturaleza como un ciclo de esplendor y destrucción, el mantenimiento de saberes ancestrales, el trauma que se diluye al fundirse el yo y el misterio del mundo… La Kawase que antes se limitaba a dejar fluir los sentidos antes sus imágenes y sonidos, en fin, hace verbalizar ahora a sus personajes la necesidad de sentir, de oler, de tocar, de oír. Y aunque el discurso ocupe el que era el lugar de la experiencia misma, al menos la cineasta no deja de intentar trasladarlo al trabajo con la cámara. Creemos percibir en Vision, además, un intento por llevar todas estas constantes a una mayor indeterminación entre niveles temporales o realistas, sobre todo en un segundo tramo donde la cineasta juega a confundir personajes, fantasías y a trastocar las expectativas de romance que pueden brotar de un primer vistazo. [55/100]
Japón-Francia, 2018. Título original: ビジョン. Directora: Naomi Kawase. Guion: Naomi Kawase. Productoras: LDH Japan, Slot Machine, Kumie. Música: Makoto Ozone. Fotografía: Arata Dodo. Montaje: Yoichi Shibuya. Reparto: Juliette Binoche, Masatoshi Nagase, Takanori Iwata, Mari Natsuki, Minami, Mirai Moriyama, Min Tanaka. Duración: 109 minutos.
BABY
Liu Jie, China | Competición.
En la pasada entrega del Festival de Cannes, se presentó en la sección oficial Ayka, una modesta producción kazaja dirigida por Sergei Dvortsevoy donde la cámara sigue a una madre que intenta denodadamente renunciar, primero física y después emocionalmente, a esa posición debido a una evidente mala situación financiera y burocrática. A través de varios planos-secuencia, observamos su angustia, su huida a través de un presente cenagoso, invadido por la deuda y las prácticas de los matones que allanaron su camino para una vida mejor en Moscú. Su elección es la respuesta ante un callejón sin salida, y la lente de Dvortsevoy, cercana e irritante, no nos permite escudriñar los porqués de esta joven cuya decisión termina cambiando gracias a un viraje emocional que parte de lo endótico, desde lo visceral; su cuerpo ha estado preparado para engendrar un vástago y también lo está para criarlo. Ese es el punto de partida para que el cineasta ruso nos ofrezca una interesante mirada sobre la concepción y sus vínculos; capaz de hipotecar sendos futuros, de condenar ambas vidas a una existencia miserable. Precisamente, en la cinta que nos ocupa, Baby, solo unas pocas horas de vida de un bebé nacido en Nanjing bastan para augurar un destino inmisericorde. Ha sido diagnosticado con el síndrome de VACTERL, una malformación congénita que, sobrepasada la posibilidad de mortalidad posnatal, deja secuelas físicas que llevan a la discapacitación. La protagonista del filme, Jiang Meng, también sufriente de dicha dolencia, superó el momento crítico sin la mirada ni el cuidado de sus padres, que la abandonaron en un hospital de la zona. Su vida, a partir del colapso, se movió entre la maleza del extrarradio, habitando espacios desvencijados hasta encontrar acomodo y hogar junto a una anciana a la que cuida y apoya. Jiang busca desesperadamente trabajo que le permita iniciar una vida que nunca tuvo. Este llega como conserje en el ala infantil de un centro médico donde se encontrará con un caso similar al suyo, expuesto líneas atrás, justo en el momento que los padres renuncian a su tutela, quebradas ya sus esperanzas. A partir de ahí, Jiang comienza una lucha por hacer cambiar de parecer al matrimonio, adoptando todas las medidas posibles para conseguirlo.
Jiu Lie, autor de la notable El último viaje del juez Feng (2006), apela a la honestidad para abordar este drama sobre la consanguinidad afrontado desde dos arcos narrativos diferentes y complementarios. Por un lado, la mentada trama principal que llevará a Jiang a recorrer recovecos y pasillos buscando primero preguntas, después respuestas. La enfermedad que sufre no le permite tener hijos pero, al igual que la protagonista de Ayka, surge en su interior ese poderoso deseo de protección, de recuperación de lo que nunca tuvo. El estancamiento de la situación, ante la negativa de los padres y las escasas soluciones legales –el Jefe de Policía no duda en prestar apoyo a pesar de las limitaciones imperantes—, provoca que cada paso dado por Jiang sea cada vez más complejo, más desesperado. En ese sentido, la decisión de Jiu Lie de ejercer de simple retratista de la coyuntura, sin recurrir a juicios o a dramatismos innecesarios, resulta a todas luces acertada. De esta manera, la credibilidad de la historia, pese a su extremismo, nunca decae; todo funciona de forma orgánica, gracias a la sensibilidad de un director que cuida a su personaje principal, un rol matizado elevado por la excelente interpretación de Yang Mi, clara aspirante a la Concha de Plata a la mejor interpretación femenina. El background sobre el que se compone el personaje de Jiang, cimentado con subtramas sobre la aspiración a la custodia legal de su compañera de piso y la amistad con un repartidor sordomudo, solidifican y dan vida a un carácter fascinante, que no solo termina conquistando a los que le rodean, también al propio espectador. Un claro ejemplo de su solidez es el encuentro final entre padre y, si se nos permiten la licencia, madre coraje. Lo que en otras manos sería un subrayado innecesario buscando una emoción artificial, en Baby es el resultado consecuente y humano ante una apasionada lucha por la supervivencia. Y, de esta manera, Jiu Lie vuelve a la primera línea cinematográfica, con una propuesta que rompe la visión neorrealista (o dardenianna) esperable para ofrecernos una notable perspectiva sobre la independencia femenina, sobre los lazos y compromisos que nos unen, haya o no sangre de por medio. 75|100.
China, 2018. Título original: Bao Bei Er. Director: Jie Liu. Guion: Jie Liu. Productoras: Beijing Culture / Zhejiang Hengdian Film Production / 3C Films Group. Música: Guo Sida. Dirección de fotografía: Florian Zinke. Reparto: Yang Mi, Guo Jingfei, Lee Hong-Chi, Wang Yanjun, Zhu Shaojun, Yan Surong. Duración: 96 minutos.
THE SISTERS BROTHERS
Jacques Audiard, Francia | Perlas.
En una memorable escena, Eli Sisters (John C. Reilly) da a una prostituta un pañuelo rojo y le pide que se lo entregue mientras recita unas palabras de amor, replicando lo que puede haber sido la despedida de Eli con su amada antes de partir a un nuevo encargo mercenario junto a su hermano Charlie (Joaquin Phoenix). No llegamos nunca a ver la despedida original, ni por tanto a saber si realmente ha ocurrido, pero hemos visto demasiados westerns como para no ponerle imágenes. En principio, The Sisters Brothers se asemeja más a la vertiente posmoderna del género, con los dos hermanos pistoleros a sueldo dejando a su paso abundantes regueros de sangre, que a retóricas clásicas de la muchacha dulce que borda pañuelos rojos y les deja caer una gota de su perfume antes de entregárselos al héroe y darle un beso para bendecir su partida. En principio. Porque lo que escenas como la de la performance demandada a la prostituta van dejando entrever es que Audiard amaga recoger la estela de los antihéroes mugrientos a lo Peckinpah para ir dejando que, desde el interior de los personajes, lo que descubramos es un western de vuelta al hogar. A ese hogar compartido por la vertiente clásica del género que no está en los revólveres, los sombreros y las espuelas, sino en la fraternidad que surge con disimulo en ese mundo de aparente rudeza masculina. La camaradería entre los hermanos Sisters no está, en el fondo, tan lejana a la de los Earp. Hay, por supuesto abundantes tiroteos y rastros de sangre sobre las paredes de madera, pero Audiard parece más interesado en cuestiones como el descubrir por primera vez en la vida el placer de lavarse los dientes, y construir relaciones de amistad que surgen en la propia pantalla a partir del ejercicio en común de estas acciones.
Es más, el encuentro de los hermanos Sisters con los personajes de Jake Gyllenhaal y Riz Ahmed, que parece tomar prestado el motivo típico de Mann de los pistoleros que tienen que unir fuerzas ante circunstancias mayores, reorienta la película hacia su vertiente más idealista, consiguiendo por momentos la complicada pirueta de traer de vuelta aquel Oeste donde entre la anarquía y los instintos básicos de supervivencia se atisbaba la posibilidad de construir una nueva civilización mejorada (esto es, que la regresión sugerida por Audiard atisba una dimensión utópica ya negada por cintas tan tempranas como La diligencia). Quizá en otras cuestiones echemos de menos la vuelta a los clásicos que propone The Sisters Brothers. La cámara nerviosa de Audiard y el ritmo de su avance narrativo están lejos de la perfección en las construcciones formales de los viejos maestros. Así queda patente en el escaso aprovechamiento de las miradas, el poco esmero en imbuir vida a las ciudades que atraviesan los Sisters (esto es, en explorar las dinámicas comunitarias que tanto enriquecen los escenarios del western clásico), o en unos duelos donde manda más la fragmentación de planos, los barridos y el juego con la iluminación oscura que el sostenimiento de la tensión. Esto, por supuesto, es nuestra carta a los reyes más que las carencias de una película que, simplemente, prefiere construirse con otros elementos. La operación de regreso al hogar, a la calidez familiar o a la amistad entre aparente lobos solitarios se complementa también con la tendencia del francés a construir sus personajes con esquemas psicoanalíticos. En cualquier caso, tanto la sensación de volver como la ausencia de cinismo convierten a The Sisters Brothers en una película a la que apetece querer. [70/100]
Francia-Bélgica-Rumanía-España, 2018. Director: Jacques Audiard. Guion: Jacques Audiard, Thomas Bidegain. Productoras: Why Not Productions, Page 114, Annapurna Pictures, Knm, Michael De Luca Productions, Top Drawer Entertainment, France 2 Cinéma, France 3 Cinéma, Ugc, Apache Films, Mobra Films, Les Films Du Fleuve. Música: Alexandre Desplat. Fotografía: Benoît Debie. Montaje: Juliette Welfing. Reparto: Joaquin Phoenix, John C. Reilly, Jake Gyllenhaal, Riz Ahmed, Rebecca Root, Jóhannes Haukur Jóhannesson, Ian Reddington, Philip Rosch, Rutger Hauer, Carol Kane, Creed Bratton, Duncan Lacroix, Niels Arestrup. Duración: 120 minutos.
NEON HEART
Laurits Flensted-Jensen, Dinamarca | Nuevos Directores.
Hay un género cinematográfico propio de los festivales de cine que se correspondería al de las canciones de las radiofórmulas porque siempre se hace igual: rodaje cámara al hombro buscando el realismo más descarnado, planificación nula con la excusa de huir de la ficción sin adornos ni desvíos metafóricos o también adornándose en lo sórdido, delectándose en lo más sucio del ser humano, con algún breve apunte de humanidad para justificar tanta bajeza moral y escenas de sexo explícito para terminar de redondear el producto. Un feísmo existencial que deviene pereza narrativa y dar a su espectador potencial lo que este quiere. Un tipo de películas ya viejo, cansado, repetitivo como un día tras otro en la más gris de las oficinas, cansino en sus moldes fotocopiados, agostado en su campo baldío del exabrupto y en ese dibujo de la realidad trastocada por el interés de sus resultados. No hay tesis posible cuando lo que se obliga a comer es un yogur caducado. Neon Heart responde paso a paso al tipo de canción del verano festivalera, con su ex alcohólico que recae al final del metraje como está mandado, con su jovencito nazi al que acompañamos en su descerebre o la joven que para ganarse la vida se convierte en actriz porno y a la que hay que rodar haciendo una mamada, claro está, para que no falte la supuesta escena de choque. Al menos en esta ocasión el director ha optado por la versión corta de la misma y no la larga, la que suele culminar con la protagonista escupiendo el semen. Es curioso cómo en tales dosis de realidad a tope la sensación que acaba dominando es la de construcción falseada, la del instante en que se quiere dar a entender que también es posible la sensibilidad y el cariño resulte tan ñoño, la de que pretendiendo ser crítico se termine por derivar en descreído. Películas aburridas sin fin en el que todo está subrayado hasta el extremo de romper el papel. Masticado y bien ensalivado para que no haya duda en tu estómago. Los fans entregados y tu cerebro de paseo a cien años luz de la sala de proyección. 05|100
Dinamarca, 2018. Título original: Neon Heart. Director: Laurits Flensted-Jensen. Guion: Laurits Flensted-Jensen. Productora: Walenciak Film. Música: Peter Peter. Fotografía: Balthazar Hertel. Montaje: Frederik Strunk. Intérpretes: Victoria Carmen Sonne, Niklas Herskind, Noah Skovgaard Skands.
VIAJE AL CUARTO DE UNA MADRE
Celia Rico Clavellino, España | Nuevos Directores.
En un país donde muchos intérpretes (o, quizá, directores) tienden a la impostación, Lola Dueñas y Anna Castillo siempre —adverbio evidentemente más amplio para la primera que para la segunda— han destacado por su naturalidad. Basta atender a sus dos últimos trabajos, los magníficos debuts No sé decir adiós, de Lino Escalera, y La llamada, de Javier Ambrossi y Javier Calvo, por los que ambas fueron respectivamente nominadas al Goya que ya poseen, para comprobarlo. Dueñas encarnaba a una madre de familia pueblerina desbordada por la enfermedad del padre y la irascibilidad de la hermana; Castillo, a una adolescente alocada que redescubre su sexualidad en un campamento de verano; ninguna parecía actuar: ambas se habían convertido en personajes que, quizá de alguna manera, llevaban ya dentro. Enorme es la suerte, por tanto, de Celia Rico, por haber contado con ellas como protagonistas de su primer largometraje, donde encarnan a madre e hija con sumo candor y deliciosa química. Así, Viaje al cuarto de una madre plasma, como su nombre augura, la relación entre una joven en pleno descubrimiento vital y su mucho más conformista progenitora, perseguidas ambas por la cercana muerte del padre, la cual —recordada una y otra vez por dichosas llamadas de las siempre inoportunas compañías telefónicas que insisten en hablar “con el titular de la línea”— las ha sumido en congoja pero también las ha unido más que nunca. La serie de televisión que ven juntas cada vez que sus harto distintos horarios se lo permiten (cuando la madre quiere verla, la hija se va de fiesta; cuando la hija vuelve de fiesta y quiere verla, la madre ya está dormida) sirve de tierno símbolo de tan bello puente entre generaciones.
Como directora novel ejemplar, Rico renuncia a todo artificio visual o sonoro para ofrecer un trabajo humilde que parece partir directamente de su corazón; o sea, de su relación con sus padres. Como ella sabe perfectamente de qué habla, se respira realismo en cada plano; y, aunque la guinda la ponen, como se ha dicho, las actrices, la magia parte de un guion que mima hasta el mínimo detalle para ganarse la identificación del espectador, con diálogos llenos de frescura y gestos tan sutiles como expresivos. A modo de ejemplo, retomemos la serie televisiva que las une (sin que lleguemos a saber cuál es): la forma en que la ven, conectando un ordenador portátil al televisor por cable HDMI, es harto característica en la sociedad española contemporánea y sin embargo quien firma estas líneas nunca antes la ha visto en pantalla (quizá porque suele ir ligada a haberse descargado la serie ilegalmente, quizá porque es una de tantas rutinas que pasan desapercibidas hasta que alguien las subraya). Son pequeños detalles como ese los que tornan la clásica historia de una madre demasiado dependiente de su hija y una hija deseosa de volar en una conmovedora —por creíble, no por lacrimógena— representación del amor filo-maternal, el cual es demasiado fuerte para que las banalidades típicas de otras producciones más ávidas de drama lo pongan en peligro. Estamos ante una ópera prima tan humana, tan sincera, tan… preciosa, que sólo cabe esperar con calma al próximo trabajo de su jovencísima realizadora. Y es que, viendo Viaje al cuarto de una madre, tan difícil es contener las sonrisas de complicidad como hacer lo propio con lágrimas que parten al tiempo de lo que sucede en pantalla y de lo que se revuelve en nuestro interior. Durante el coloquio posterior a la proyección, un joven confesó a la directora que tenía muchas ganas de llamar a su madre; con seguridad, no fue el único en sacar el móvil para buscar la M al dejar la sala. 85/100
España, 2018. Director: Celia Rico. Guion: Celia Rico. Fotografía: Santiago Racaj. Montaje: Fernando Franco. Música: Pablo Ortega. Productoras: Amorós Producciones, Arcadia Motion Pictures, Canal Sur Televisión, Noodles Production, Pecado Films, Sisifo Films AIE, Televisión Española (TVE). Intérpretes: Lola Dueñas, Anna Castillo, Anna Castillo, Pedro Casablanc, Adelfa Calvo, Marisol Membrillo, Susana Abaitua, Ana Mena, Silvia Casanova, Maika Barroso, Noemí Hopper. Duración: 90 minutos.
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