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    Crítica | Oslo, 31 de agosto

    Oslo, 31 de agosto

    Patología depresiva

    crítica de Oslo 31 de agosto | Oslo, 31. August, de Joachim Trier, 2011

    La soledad de la droga. Posterior a su socialización. El paso de la erótica de la desinhibición, al ostracismo del estigma. De la iniciación colectiva a la orfandad posmoderna. Sustancias que permiten el acceso a una realidad subjetiva y que conducen a una destrucción objetiva. Un bucle con incierta escapatoria. El mono les atosiga, les acosa, les hostiga. La sociedad les da la espalda. Se individualiza el problema. Se castiga. Maldita droga. El vicio del adicto. Un sujeto que, en el imaginario colectivo, se identifica con los yonkis despojados de sí mismos. Con chándal noventero, de fuma bases. Una persona capaz de inyectarse hasta la resina de los árboles. Ese que empieza fumando porros a los catorce. Sin embargo, los datos del Observatorio de Proyecto Hombre no niegan la mayor, pero sí hablan de otro nuevo perfil: “Hombre, de 35 años, que vive en la ciudad y tiene trabajo, consume cocaína”. Detrás de esta silueta se encuentra Anders, protagonista de la segunda película de Joachim Trier, Oslo, 31 de agosto (2011). Título que hace referencia al fin y al comienzo. Crepúsculo estival. Inicio del invierno. Consumación de la rehabilitación. Estreno de una vida normal –lo que quiera que signifique eso–.

    El realizador noruego filma “el día”. El 31 de agosto de Anders. Recorre su infelicidad. Pasea por la soledad del desamparo. Después de diez meses en un centro de desintoxicación obtiene, tan sólo, el consuelo de la abstinencia. A cambio, la deriva existencial. El suicidio como alternativa. Intento fallido y vuelta a empezar. Las primeras oportunidades: reencontrarse con los suyos, una entrevista de trabajo y una fiesta. Otra chance para aferrarse a eso que llaman la vida. La losa de los años perdidos y el pesar de la decepción ajena empujan a este noruego, en el ecuador de la treintena, al abismo. Oslo, 31 de agosto juega con la dicotomía del verano y su ocaso, el día y la noche, la vida y la muerte. Y cómo no, con la reinserción o el destierro. En ese flirteo, con ambas direcciones de una bifurcación, es donde la historia seduce y absorbe. El suspense de la recaída como exaltación. La oscilación temporal como metáfora. El reloj entendido como el marco de la realidad más atroz. El espacio transitorio en el que un (ex)adicto debe lidiar con las cicatrices pretéritas y con un proceso de autoflagelación. En esas divergencias uno no sabe a qué atenerse y navega en esa incertidumbre existencial. Hasta la escena del café. El punto de inflexión. Anders, después de una desafortunada entrevista de trabajo y antes de un encuentro malogrado con su hermana, decide ir a una cafetería. Desde la barra, escoltado por una clientela ávida de cafeína, escucha las conversaciones que le rodean. Acompañado por la desconocida multitud reafirma su percepción situacional. La soledad como estado inamovible. Momento en el que pasar página deja de ser una opción. Punto en el que nuestro antihéroe se abona a la autocompasión como escenario ineludible.

    Oslo, 31 de agosto

    El descenso a los infiernos de la depresión y el desencanto no es nuevo en Joachim Trier. En su ópera prima, Reprise (2006) –una sumersión íntima en la amistad entre dos escritores nóveles–, también hay lugar para el desasosiego vital y las duplicidades derivadas. Ese contrapunto, entre la satisfacción por la publicación de un libro de uno y el cataclismo depresivo tras lidiar con el éxito del otro, se ensancha en Oslo, 31 de agosto. Menos romántica y más madura. Hay una sustitución de protagonistas. La interacción ya no es entre dos amigos y la puesta en común de sus angustias existenciales, sino entre Anders y Oslo. No es casualidad que la película inicie con una batería de imágenes de videocámara, acompañadas de distintas voces en off, que dan testimonio de las múltiples evocaciones y recuerdos de la capital nórdica. Anders forma parte de ese colectivo. Pertenece a Oslo. Ahí, en diferentes, localizaciones, se irá sucediendo el 31 de Agosto. La ciudad, tan nostálgica para algunos, es un microcosmos privativo de libertad. Una cárcel. Visitará cada rincón, cada módulo, tocará cada reja hasta cerciorarse de la irreversibilidad. El director noruego construye un discurso nostálgico y tremendista con el sedimento que otorga el poso de los años.

    Oslo, 31 de agosto

    El resultado final, satisfactorio, no oculta la disolución de la densidad inicial en una ligereza próxima al videoclip. Esa transición –escenificada con una siesta en un parque público, del día a la noche–, precedida por el punto de inflexión, se percibe en la disgregación de los diálogos. Al llegar al ecuador de la cinta todo se vuelve más sensorial, y mucho más sonoro. Se produce un aumento introspectivo y una disminución analítica. Los placeres decadentes irrumpen. La atmósfera alicaída alerta de una variación estética. Planos más poéticos, menos descriptivos confirman el cambio de rumbo. Variaciones que permiten concebir Oslo, 31 de agosto como un círculo. Termina igual que empieza, con planos de lugares concretos de Oslo. Esta vez en silencio, sin voz en off. Las ínfulas pretenciosas de la segunda mitad, el exceso de autocomplacencia, los mohines derrotistas del protagonista y el abuso de una estética indie, se ven contrarrestadas por una banda sonora encomiable. Joachim Trier, con esta adaptación personal del libro de Pierre Drieu, El fuego fatuo, se reafirma como un realizador con maneras, en aparente progresión. Un especialista en la tristeza patológica, la infelicidad y el papel del medio en los trastornos afectivos. ★★★

    Andrés Tallón Castro
    redacción Madrid

    Noruega, 2011, Oslo, 31. August. Director: Joachim Trier. Guion: Joachim Trier, Eskil Vogt. Productora: Motlys. Música: Ola Fløttum. Fotografía: Jakob Ihre. Reparto: Anders Danielsen Lie, Hans Olav Brenner, Ingrid Olava, Øystein Røger, Tone Beate Mostraum, Kjærsti Odden Skjeldal, Johanne Kjellevik Ledang, Petter Width Kristiansen.

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