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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Ariel

    || Críticas | Karlovy Vary 2025 | ★★★★☆ |
    Ariel
    Lois Patiño
    Punto y seguido


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    España, Portugal, 2025. Título original: «Ariel». Dirección y guion: Lois Patiño. Compañías: Filmika Galaika S.L., Bando à Parte. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Róterdam (sección Harbour). Distribución en España: Atalante. Fotografía: Ion de Sosa. Montaje: Lois Patiño. Música: [Información no disponible]. Producción ejecutiva: Beli Martínez, Rodrigo Areias. Diseño de producción: Cora Patiño. Diseño de sonido: Xabier Erkizia. Reparto: Agustina Muñoz, Irene Escolar, José Díaz, Hugo Torres, Marta Pazos. Duración: 108 minutos. Formato: 16 mm (Digital).

    Hay algo fascinante en la libertad con la que Luis Patiño parece trazar una filmografía al margen de su propia filmografía. Estaba en aquel documental atípico y luminoso —O espíritu de Pucho Boedo (2018)—, pero también en Sycorax (2021), corto seminal del que ha emergido Ariel (2025) como una flor de tremenda belleza. Ese “margen” dentro del propio “margen” —hay quien quiere ver en Patiño una suerte de director anonadado en las brumas y los misterios— es el resultado de un proceso vital y personalísimo, de una concepción de la imagen que se intuye siempre propia y vibrante, arriesgada, llena de posibilidades. Patiño rueda sin miedo al ridículo ni a la dislocación, como si toda su obra fuera siempre detrás de algo en permanente fuga, como una invitación al movimiento, al fluir, al descubrimiento.

    En muchos sentidos, tanto la monumental Lúa Vermella (2020) como la no menos potente Samsara (2023) podían ser entendidas como dos callejones sin salida, dos puntos de no retorno. La primera era una sinfonía fantasmal donde la imagen resultaba tan potente que por momentos amenazaba con desbordar al espectador y enterrarle en una suerte de torbellino mítico y lleno de sombras. La segunda, de alguna manera, cumplía esa promesa pero la convertía inesperadamente en un túnel cerrado sobre sí mismo, una reflexión sobre la reencarnación, el deseo de vida, el amor, el encuentro, el viaje. Se nos hace muy difícil imaginar siquiera cómo tuvo que ser el proceso de construir imágenes después del arriesgadísimo salto que partía en dos el anterior largometraje del director.

    Sin embargo, a juzgar por Ariel, parecería que la cosa fue natural, sencilla: «orgánica», que dicen ahora los modernos. Y es que Ariel es una película luminosa, llena de verdes y rojos, llena de luz y de versos, con olor a teatro de pueblo y totalmente desacomplejada. Es una película presente, voluntariamente ingenua en algunos aspectos —las referencias «meta» del dispositivo, por ejemplo, con referencias al cine de Jonás Trueba o al propio Patiño—, rudimentaria, artesanal. Es una película que, quizá más que en ningún otro título del director, introduce de pronto el humor y el diálogo hasta el punto de explicarse una y otra vez a sí misma. Y vaya por delante, no es un humor elevado basado en la cita pedante ni en el reconocimiento del chiste privado: es un retorno muy consciente al gag, al disfraz, a un absurdo tierno y lleno de amor hacia sus personajes. Ariel es precisamente todo aquello que no era la película con la que se enfrenta directamente en el tablero del cine de autor —Los libros de Próspero (Prospero´s Book, Peter Greenaway, 1991)—: es cercana, dulce, humilde, una película que parece que puede recogerse entre las palmas de las manos. Allí donde Greenaway —y vaya por delante que su película, vista hoy, sigue resultando esplendorosa— necesitaba cuerpos que se retorcían, superposiciones y apilar materiales compulsivamente hasta aplastar al espectador, Patiño compone con un placer de pequeñeces que lleva a otro lado de la obra de Shakespeare. Una peluca chillona, un árbol en el que apoyarse, un traje de guerrero medieval Low Cost, una callejuela hermosísima y una etiqueta de fruta. No hace falta más, porque ahí están Agustina Muñóz e Irene Escolar dándole cuerpo y voz a la historia, paseándose por los textos de Shakespeare allí o allá, niñas que juegan o mujeres que buscan según la escena y el momento. Lo relevante es que hay algo indudablemente creíble en esa empresa de cartón piedra, como lo hay en las funciones amateur y como lo había en los sainetes y en el género chico cuando los retrataba la cámara de Florián Rey o de Neville. Se me dirá que la referencia es forzada, pero quizá no tanto. En los mejores momentos de la película, Patiño opta claramente por una aproximación popular al teatro, por devolverle al acto mismo de la escena su pátina de humildad inicial, su esencia de barrio y de corrala, sin que eso signifique en ningún momento desvirtuar lo más mínimo las obras originales de Shakespeare. Antes bien, parecería que la película ejerce el movimiento contrario: al descontextualizar y llevar a otro lado los textos originales nos hace chocar frontalmente con su universalidad, redescubrir de alguna manera su belleza, conseguir que vuelvan a ser lo que fueron en su origen. Palabras del pueblo, digamos. Palabras populares.

    Ariel acaba siendo una «película-juguete», una «película-artefacto» que, sin embargo, sabe dónde y cuándo elevar su tono y mostrar una potencia plástica descomunal. Todo el trayecto de llegada a la isla, por ejemplo, o los momentos en los que Patiño se permite desligarse de la propia trama para buscar y experimentar con las texturas, los reflejos de la luz o los volúmenes, son sencillamente sobrecogedores. La fotografía de Ion de Sosa, en este aspecto, arroja decisiones bellísimas y se nos antoja todo un acierto. Ese trabajo sobre la luz, especialmente en los exteriores del tramo final, parece dialogar con otros de los grandes puntos fuertes de la película: una comedida pero hermosísima selección de vestuario firmada por Susana Abreu. La manera en la que los colores generan el contraste entre Agustina e Irene es una absoluta delicia que se aprecia, con especial intensidad, en los planos que comparten juntas.

    Uno tiene la sensación de que todos los directores y directoras que conformaron aquello que vino a llamarse el «Novo Cinema Galego» han recorrido un camino paralelo y ascendente. De aquellos prometedores primeros pasos han acabado generando películas cada vez más potentes y llenas de aristas. Cada uno tiene sus preferencias e incluso sus fobias, pero hay que estar muy ciego para no querer ver que de ellos y ellas está surgiendo una de las vetas más prolíficas e interesantes del cine español contemporáneo. En esta dirección, Ariel abre una ventana a territorios que habían quedado inexplorados: el humor, la ligereza, puede incluso también que la propia literatura como motor del cine. En este sentido, es un más que prometedor punto y seguido para lo que ha de venir. ♦


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