Introduce tu búsqueda

El sendero azul
FICX Imatge Permanent
  • [4][Portada][slider3top]
    Cine Alemán Siglo XXI
    || Críticas | Streaming | ★★★★★
    Jurado Nº 2
    Clint Eastwood
    Tránsito final del gran cronista americano


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    USA, 2024. Título original: Juror 2. Director: Clint Eastwood. Guion: Jonathan Abrams. Productores: Adam Goodman, Clint Eastwood, Matt Skiena, Tim Moore, Jessica Meier, Jeremy Bell. Productoras: Warner Bros, Malpaso Productions, Lightnin Production Rentals. Distribuida por: Warner Bros. Fotografía: Yves Bélanger. Música: Mark Mancina. Montaje: Joel Cox, David Cox. Diseño de producción: Ronald R. Reiss. Dirección de Arte: Gregory G. Sandoval. Reparto: Nicholas Hoult, Toni Collette, Zoey Deutch, Gabriel Basso, Chris Messina, J.K. Simmons, Leslie Bibb, Adrienne C. Moore, Kiefer Sutherland.

    A estas alturas resulta imposible acercarse a la filmografía de Clint Eastwood sin relacionar su cine con estructuras y estilemas propios del cine clásico. Sin embargo, esta comparativa reside principalmente en su dilatada trayectoria como narrador omnisciente, siempre en paralelo a las herencias de sus maestros y, sobre todo, en la condición de hijo cultural de cineastas cuyo principal foco de interés habita en el arte de contar historias. El patrimonio de su obra percute en los idearios de ilustres como John Ford, Howard Hawks o Don Siegel, con los que comparte esa desnudez narrativa y cierta invisibilidad para adentrarnos rápido en el contexto de sus relatos, al mismo tiempo que sacrifica su arrolladora personalidad por una crepuscularidad escénica que guarda especial relación con el permanente ocaso del mundo. Sería erróneo considerar lo crepuscular un valor añadido de su madurez artística porque es evidente que su cine lleva siendo así desde hace más de 50 años. Tanto El aventurero de medianoche como Bronco Billy, ya anticipaban esa singular inclinación hacia el olvido y la muerte de ciertos estereotipos vinculados a la vieja América. Digamos que su obsesión por mostrar personajes al borde del precipicio deriva en un discurso fantasmal, de misterio, en donde excavar en el trance perpetuo de la humanidad. En la notabilísima Jurado Nº 2, los marcos referenciales de su obra se expanden para construir un fantástico mapa de conductas y conflictos en paralelo a su hondura personal dentro de la historia cinematográfica.

    Es presumible, dada su longevidad, considerar Jurado Nº 2 como la despedida final del maestro. Haría un programa doble perfecto con Medianoche en el jardín del bien y del mal, porque una y otra arrastran temáticas y enfoques muy parecidos. Revisándola esas correspondencias manifiestan una taumaturgia con sugerentes filos espectrales. Ambas están ambientadas en Savannah, Georgia, espejo de una zona, el sur de Estados Unidos, con un gran pasado colonial, además están presentes las sombras de la esclavitud, de la Guerra de Sucesión, o los fantasmas de la mismísima Escarlata O’Hara, solapando un estilo de vida heterogéneo que ha desarrollado una cultura al margen del resto del país. Por eso podríamos observar los planos con los que abre y cierra Medianoche en el jardín del bien y del mal, arrastrándose lentamente por las tumbas y lapidas del cementerio, con una cámara que se balancea a un lado y al otro hallando las claves telúricas que den conciencia y significado al origen de las raíces estadounidenses. Los dos filmes abren el paraguas del subgénero judicial demostrando la preferencia del director californiano por el cine de juicios. La sala del tribunal se erige como representación del teatro de la vida, así mismo cuestiona el sistema judicial estadounidense y la labor del jurado popular en línea directa con las intenciones éticas y morales del periodista interpretado por el propio Eastwood en la reivindicable Ejecución inminente. Añadamos que, en estas, y en tantas otras, el director se proyecta en torno a sus personajes entendiéndolos como guías o pilotos del espectador. Una transformación o trasunto por el que solaparse. Tanto el personaje de John Cusack como el de Nicholas Hoult en Jurado Nº 2 trabajan como escritores; el primero es testigo y ojos de un proceso de investigación por asesinato, en donde esa proyección registra las excentricidades y vicisitudes de la alta sociedad de Savannah, mientras el de Hoult escribe artículos de opinión en una revista local. Uno y otro interpelan al espectador situándose en los dos lados de la balanza. El interés de Eastwood es filmar una sociedad decadente en duermevela de la que surgen los principales razonamientos e inquietudes estéticas del realizador norteamericano.

    No debe extrañarnos, por tanto, considerar la figura de Eastwood como la del gran cronista norteamericano. Su cine ha transitado todos los caminos y paisajes del estilo americano, desde los comienzos de la vida en el Oeste, los cimientos de los primeros colonos, el germen de la civilización o del capitalismo, hasta las zonas más desérticas del continente, la vida rural y por encima de lo demás, la admiración por los personajes errantes (una paráfrasis o interpretación del cowboy clásico y un dibujo excelente del territorio y la pertenencia a un lugar). En verdad sus películas más representativas tejen un viaje por el decorado de América siendo la mayoría bellísimas road movies, en donde sus actores traspasan fronteras en una huida hacia delante. Es ahí donde juega el recurso escénico de un cineasta aventurero, y explorador. Eastwood no separa sus facetas de actor y director en una mixtura de personajes con pasados traumáticos y heridas sentimentales. Su interés recae en la descripción agónica del hombre. Más de una vez esos mismos personajes se ven forzados a la marginalidad, desterrados que ponen en entredicho la propia idea de la masculinidad. Los hombres de Eastwood son hombres temerosos, con muchas taras y pecados a sus espaldas. Bien sean padres ausentes, personas con inclinaciones fuera de la ley, alcohólicos o mujeriegos, rompen el establishment en un cuadro de descomposición masculina. También sabe mantener abiertos diálogos o ventanas entre unas películas y otras dándole amplitud a los rasgos afines a su imagen heroica, imagen de leyenda, que nada o poco tiene que ver con la imagen de sus protagonistas. El William Munny o Walt Kowalski buscan redimirse de acciones cuestionables del pasado. El ojo por ojo de sus primeros westerns o cintas de acción, muta en un sentido mucho más práctico y benévolo de la justicia. Estudia la heroica y cuestiona una y otra vez al héroe. La labor del director es darles la vuelta a los tropos del cowboy o del vaquero, para entablar un pensamiento digamos que abstracto, o si quieren fantasmal, del justiciero. Son ejemplos simbólicos la del predicador de El jinete pálido, una entidad que emerge de entre los bosques para ayudar al pueblo minero del yugo de los caciques, o la de Sin perdón acudiendo al rescate de las prostitutas sometidas al maltrato y vejación de los gobernantes del pueblo. Su idea del caballero andante choca con la violencia de mundos subyacentes, siendo la descripción de sus personajes grises, más cerca del mal que del bien.

    De esta forma puede hacerse patente la predisposición del cineasta a cobijarse en lo dual y misterioso de sus personajes. El jurado número dos de su última obra dista igualmente de ser un hombre perfecto, volviendo a recurrir a la entretela y controversia del modelo de vida americano. No solo por la culpa y el dilema traducido directamente del libreto, sino también a la hora de plantearse la escritura visual, con ese inicio donde vemos el plano de una mujer guiada por su marido con los ojos vendados, y que gracias a un plano subjetivo tan característico y recurrente en el cine de Eastwood, se nos permite contemplar una vez descubierta la venda, el estanco o habitación del futuro bebé de la pareja. La fe ciega de los estamentos familiares, en este caso de su mujer (Zoey Deutch), una maestra de escuela embarazada, causan paralelismos con la justicia ciega y los fallos del sistema, por medio de su condición de salvadora, y de apoyo. La mujer es el ángel de luz para que su marido consiga enderezar su vida y olvidar así los errores y dramas del pasado. La soberbia escena de arranque ya articula en apenas un solo movimiento la interesante diatriba moral del excelente filme. Tampoco es nuevo, y suele ser habitual la manera de transitar los espacios de la vida familiar como paradigma de la felicidad autoimpuesta del cada día más hundido sueño americano. Recordemos las escenas familiares y románticas de El francotirador, en las que las heridas de guerra, y el cumplimento del deber, asomaban interponiendo un velo a la felicidad del matrimonio.

    Eastwood filma con tesón y elegancia una tragedia griega que no se reconoce como tal en sus parámetros visuales. La mayor virtud de la película reside en su talento para articular diferentes puntos de vista. Los precisos y eficaces saltos en el tiempo y los flashbacks dejan fluir una narrativa serena y cristalina al alcance de muy pocos cineastas contemporáneos. La cámara capta y teledirige el objetivo hacia los ojos y gestos del protagonista, las imágenes a contraluz pivotan en la mirada dubitativa, nerviosa, perturbada del Justin Kemp interpretado por Hoult, en una cascada de planos en donde la luz del sol se cuela por las rendijas de las persianas o ventanas en búsqueda de esa realidad tapada que no encuentra una salida cómoda. La excelente fotografía de Yves Bélanger, que vuelve a colaborar con el director tras Mula y Richard Jewell, se eleva en la colocación de un clima visual enrarecido (toda la trama parece estar a la espera de una tormenta de verano), con esos colores cálidos pero enturbiados próximos a la densidad de los pantanos del sur, y de la atmósfera húmeda y sudorosa de Georgia. Eastwood maneja los resortes de la puesta en escena evocando a muchos de los filmes rodados durante los años 90, a pesar de que su aspiración conecte mucho más con el cine de denuncia social de los años 60/70 – el John Frankenheimer de Los jóvenes salvajes, algunas películas de Elia Kazan, o Alan J. Pakula, y especialmente sus analogías con 12 hombres sin piedad de Sidney Lumet. También por supuesto recuerda en la escritura del guion – habilidoso primer borrador de Jonathan Abrams – a las novelas de abogados de John Grisham, y por ende a todas las adaptaciones cinematográficas que tuvieron su mayor impacto en los 90.

    El realizador de Un mundo perfecto pone en solfa algunas de las preguntas que venían obsesionándole desde siempre, narrando por encima de todo, un relato atemporal. Las redundantes imágenes de la balanza de la justicia, insertadas a lo ancho del metraje sin ningún tipo de discreción sobreponen una mirada incisiva y penetrante de dedo acusador muy parecida a la de los injertos de la estatua del cementerio en Medianoche en el jardín del bien y del mal. Si recordamos alguna de las frases más representativas de aquella película: “La verdad, como el arte, está en el ojo de quién la ve”, no nos sorprenderá el leitmotiv de Jurado Nº 2: “la verdad no siempre es justa”. Un viejo zorro como Eastwood supone que ante estas diatribas y axiomas uno tiende a preguntarse por cuál o cuáles son las líneas que separan los villanos de los héroes. La ambigua máscara de la justicia me hace pensar en ese final de El vengador sin piedad en el que el pistolero interpretado por Gregory Peck se confiesa al párroco de la iglesia después de haber ejecutado a los hombres equivocados por el asesinato de su esposa, en su condición tridente de juez, jurado y verdugo. Un western que guarda conceptos muy similares a los de la filmografía Eastwood, en la deconstrucción del imaginario y arquetipos del cine del Oeste, y en lo relativo también a la idea engañosa de tomar la justicia por la mano. A fin de cuentas, el realizador estudia y documenta la naturaleza de los hombres por medio del conflicto y del arrepentimiento.

    La fiscal Faith Killebrew (Toni Collette) se debate entre sus aspiraciones políticas y la verdad del caso. Por ella pasan todos y cada uno de los estados de conciencia del relato, siendo una de las puntas de lanza más importantes del filme. Una caracterización formidable, de peso, que se ubica en medio de las dos líneas de acción: por una parte, tenemos al condenado, un caso sencillo en el que las antipatías por el pasado delictivo y violento del acusado (Gabriel Basso), parecen prevalecer sobre las pruebas o hechos y luego hallamos a esa duda razonable que conduce al personaje a desviar la mirada hacia otro lado de la balanza. Excelentes los planos generales de la sala de juicios, sacándole partido al formato en scope, y la concatenación de cortes milimétricos de montaje que triangulan las miradas de los tres personajes, y que otorgan a la sala una sensación de espaciosidad infinita. Asimismo, los escorzos en donde Kemp posiciona su lugar determinante en el jurado, y las inteligentes maneras de alterar el relato de ficción alargan la omnisciente capacidad de Eastwood para integrarse en la historia. Una película rodada principalmente en interiores con apenas fugas al exterior. El realizador saca partido de esos escenarios íntimos, habituales de su cine, como las reuniones y discusiones en la barra de un bar y la transparente o cómoda relajación entre el abogado defensor (Chris Messina), y la fiscal, que nos retrotrae a las amigables conversaciones de los personajes del universo Eastwood, véanse por ejemplo las de Poder absoluto, o Million dollar baby.

    En verdad el imaginario de Clint Eastwood ha mantenido su marca o sello autoral muy por delante del complicado sistema de estudios, sus trabajos digamos más personales y menos comerciales se producen gracias a su productora Malpaso, aunque la mayoría de las veces sus películas se distribuyen bajo el respaldo de Warner Bros, que por otra parte le debe muchos de sus grandes éxitos de taquilla y algún que otro Oscar. Por eso es incomprensible el maltrato comercial y publicitario del desgraciadamente testamento final del actor de Los violentos de Kelly. Jurado Nº 2 parece sufrir los trances endémicos del streaming, un estreno muy limitado, más enfocado a Europa que a Estados Unidos en donde apenas un puñado de salas tuvieron la suerte de proyectar el filme. Su condición de cine para adultos y su empaque hubieran sido pasto y semilla de prestigio en los cines de hace una o dos décadas, sin embargo, ahora mismo sufre del delirio y las prisas del multiverso de las plataformas y del publico pasivo, domesticado por la parrilla de una oferta intercambiable. La paradoja fortuita y espontánea para Warner se descubre en la verdad que despierta el filme; un alegato amargo y desgarrador del alma humana, en un contexto fantasma, quebradizo e ilusionista. En cualquier caso, esto permite a Eastwood ocultarse entre bambalinas, estando presente fuera de campo, mucho más cómodo rehaciendo su americanismo. Las debilidades del realizador por las historias genuinamente americanas despliegan un mosaico excelso del american way life y como hemos dicho, su especial apego por los perdedores que dadas las circunstancias son empujados al extremo del ring. Pensemos en Luther Whitney, el ladrón de guante blanco de Poder absoluto, entrando a hurtadillas en el piso de su hija y llenándole la nevera en un segundo o tercer plano sin ser visto. Un ejecutor silencioso, que mantiene la calma y cuida de los suyos pero que también se debe a su condición de outsider, de soldado magullado e independiente, que en su retiro sabe cargar con toda la culpa sin miedo al juicio final. Por eso Eastwood escapa a las garras de los estudios ofreciéndonos en Jurado Nº 2 una despedida en voz baja, mejor en susurros, como sus cálidas melodías. Es mejor así porque a Jurado Nº 2 no le hace falta el CINE para serlo. ♦


    por David Tejero Nogales
    diciembre 30, 2024

    Crítica | Jurado Nº 2

    por David Tejero Nogales | diciembre 30, 2024
    || Críticas | DISNEY+ | ★★★☆☆
    La música de John Williams
    Laurent Bouzereau
    Directed by Steven Spielberg


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    EE.UU. 2024. Título original: Music by John Williams. Director: Laurent Bouzereau. Guion: G. Productores: Sara Bernstein, Laurent Bouzereau, Brian Grazer, Steven Spielberg, Frank Marshall, Kathleen Kennedy, Michael Rosenberg, Markus Keith, Ron Howard. Productoras: Amblin Television, Imagien Documentaries, Lucasfilm, Nedland Media. Fotografía: Toby Thiermann. Música: John Williams. Montaje: Sierra Neal, David Palmer, Jason Summers.

    El hecho de que no figure acreditado ningún guionista y de que la primera persona que sale hablando sea Steven Spielberg y no John Williams, para contar por enésima vez su reacción al escuchar el tema principal de Tiburón (Jaws, 1975), da una idea de la clase de trabajo que es La música de John Williams. Concebido como hagiografía de cabo a rabo por el propio Spielberg, que oficia además como productor, maestro de ceremonias y «muymejoramigo» del homenajeado, se trata de un documental ligero e insustancial cuyo mayor defecto es que no aporta nada que no supieran ya los admiradores del viejo maestro. Y no hablo de aficionados con un punto obsesivo a las bandas sonoras, entre los que me incluyo, sino de seguidores puntuales de la música de cine o de simples aficionados al séptimo arte que, en un momento dado, leyeron la entrada correspondiente a John Williams en la Wikipedia. Porque no exagero si afirmo que La música de John Williams es precisamente eso: una web wiki sin comentarios pendientes de comprobación.

    Flores, besos y abrazos, ternura y admiración sin límites son, por lo tanto, las líneas que guían un trabajo que se alimenta fundamentalmente de entrevistas más o menos recientes a Williams, abundante material fotográfico y audiovisual de archivo, grabaciones caseras de –quién si no– Spielberg y entrevistas específicamente realizadas para este documental a algunos de los colaboradores más queridos del músico y compositor neoyorquino. La lista es tan interminable como frustrante. Al omnipresente Spielberg se suman George Lucas, Kathleen Kennedy, Frank Marshall, Ron Howard, Chris Columbus, J.J. Abrams, James Mangold, Seth MacFarlane, Gustavo Dudamel, Alan Silvestri, Thomas y David Newman, Yo-Yo Ma, Itzhak Perlman, Anne-Sophie Mutter, Chris Martin… Sí, Chris Martin, y varias veces, muchas veces, simplemente porque él y su banda salen al escenario con la música de E.T. (E.T. the Extra-Terrestrial, 1982). En definitiva, la plana mayor de Amblin y Lucasfilm, y otros compositores y músicos amigos de Williams. Fuera de esos dos ámbitos convenientemente controlados, el desierto.

    Se podrá argüir que para eso es una producción de Spielberg. Cierto. Cada uno hace lo que quiere en su casa y con su Skatergoris. Pero una carrera y una vida tan inmensas como la de Williams merecía, creo, una película algo más compleja y menos pelota; un esfuerzo mayor por parte de ese guionista que no aparece como tal pero sí habla a cámara cada dos por tres: Steven Spielberg. Hay dos temas en los que se nota mucho la desidia y/o una voluntad de pasar de puntillas. No vaya a ser. El primero tiene que ver con la obra de Williams fuera de las órbitas de Lucas y Spielberg, o lo que es lo mismo, el Williams no comercial, alejado de las fanfarrias y los leitmotivs. Se apuntan sus composiciones para Robert Altman y Oliver Stone, sí, porque habría sido un escándalo no hacerlo. Pero ya, rapidito y a otra cosa. La narración no tarda en volver a lo que le han dictado a su director gregario, Laurent Bouzereau, que no es sino armar un documental sobre Spielberg y los viejos buenos tiempos de los años ochenta.

    Muy poco o casi nada hay de la vinculación de Williams con el cine de catástrofes en la década de los setenta, para el que creó unas estructuras y unos tonos que aún hoy siguen vigentes; o de sus trabajos para Mark Rydell –Cuando el río crece (The River, 1984) y Martin Ritt –Cartas a Iris (Stanley & Iris, 1990)–, en los que volcó un profundo conocimiento de la música folk norteamericana. Si bien lo que más llama la atención es el silencio sepulcral alrededor de obras capitales en su trayectoria como el Drácula de John Badham (1979), La furia (The Fury, Brian de Palma, 1978), Monseñor (Monsignor, Frank Perry, 1982), La trama (The Plot, Alfred Hitchcock, 1976) y Missouri (The Missouri Breaks, Arthur Penn, 1976). Lo mismo podría decirse de sus colaboraciones con Barry Levinson, George Miller, Alan J. Pakula, John Singleton y Jean-Jacques Annaud. El mantra es Spielberg y Amblin.

    El segundo agujero negro de la película concierne a la carrera, hasta cierto punto truncada, de Williams como compositor de música no narrativa, off-screen, para entendernos. Muchas veces se ha lamentado el maestro del tiempo que el cine le ha robado para la creación de piezas clásicas, principalmente conciertos y sinfonías. Bouzereau toca este punto de refilón y lo sustituye por la labor de Williams al frente de la Boston Pops Orchestra y, más reciente, su dedicación como concertista para grandes orquestas filarmónicas (Viena, Berlín, Tokio). Pero la cabra (Spielberg) tira al monte, por lo que incluso este matiz culto es rápidamente descolorido con una alabanza desmesurada a la presencia anual de Williams en el Hollywood Bowl de Los Ángeles. El subtexto es evidente: Williams habría podido dar más de sí en otros campos creativos, pero ¿y lo que mola ver a la gente blandir sables de luz mientras come palomitas al ritmo de la Marcha imperial?

    La parte más sólida y equilibrada de La música de John Williams es el primer tercio de metraje, que pasa revista a la vida familiar de Williams, sus años de formación, sus primeros pasos como músico en orquestas de jazz y sus primeras composiciones para series y películas de televisión. Este segmento tiene ritmo, es vivaz, ofrece documentos inéditos de la familia Williams, reivindica trabajos pop de sus inicios y hasta insinúa alguna que otra sombra en la vida aparentemente ejemplar del compositor. ¿Por qué aparece solo su hija y no sus dos hijos, músicos como él? ¿Qué pasó realmente cuando murió su primera esposa? ¿? Esa película desconocida nunca rompe, como tampoco lo hace Bouzereau por encima de la voz de su amo. Se entienden el tributo y la admiración unánimes hacia el compositor de bandas sonoras más célebre y exitoso del último medio siglo en Hollywood. No así que dicho homenaje se enuncie sólo desde un punto de vista y un estilo musical, lo cual limita en buena medida la carrera de Williams a su colaboración con Spielberg. Pese a todo, si uno acaba medianamente satisfecho después de ver esta película es porque durante una hora y cuarenta y cinco minutos ha tenido la oportunidad de escuchar música del maestro. En eso Spielberg siempre tendrá razón: Williams mejora todo lo que toca. ♦


    por Raúl Álvarez
    diciembre 23, 2024

    Crítica | La música de John Williams

    por Raúl Álvarez | diciembre 23, 2024
    || Críticas | ★★★☆☆
    Nosferatu
    Robert Eggers
    Los renglones torcidos de Drácula


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    EE.UU. 2024. Título original: Nosferatu. Director: Robert Eggers. Guion: Robert Eggers. Productores: Chris Columbus, Eleanor Columbus, Bernard Bellew, Robert Eggers, John Graham, David Minkowski, Jeff Robinov. Productoras: Focus Features, Maiden Voyage Pictures, Studio 8, Birch Hill Road Entertainment. Fotografía: Jarin Blaschke. Música: Robin Carolan. Montaje: Louise Ford. Reparto: Lily-Rose Depp, Nicholas Hoult, Bill Skarsgard, Aaron Taylor-Johnson, Emma Corrin, Willem Dafoe, Ralph Ineson, Simon McBurney.

    Se sabía, porque lo ha dicho muchas veces, que el sueño cinéfilo de Robert Eggers era dirigir una nueva versión de Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, F.W. Murnau, 1922). La leyenda, escrita por él mismo, dice que la vio siendo niño y que, años después, en el instituto, su pasión era tal que organizó un montaje teatral para el que también diseñó algunos decorados. Así hasta hoy, cuando, ya convertido en un cineasta conocido y con cierta reputación de artista «elevado», ha logrado realizar su sueño con el apoyo de Chris Columbus y la Universal. El resultado es el dulce navideño que estaban esperando tanto sus seguidores incondicionales como sus detractores más virulentos. Porque con Eggers, de momento, parece que no hay posturas intermedias. Los primeros verán en este Nosferatu la confirmación del talento de su creador. Y los segundos, el peor insulto posible al legado de Murnau… y Herzog, porque en realidad la película se mira en el espejo (sin reflejo) tanto del clásico expresionista como de la versión de 1979 dirigida por el autor de Aguirre, la cólera de dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972).

    Antes de proponer un análisis menos polarizado, es necesario recordar que el clásico de Murnau fue fruto de un desencuentro: el de los productores de la película y los herederos de Bram Stoker por los derechos de adaptación de Drácula (1897). Como no hubo acuerdo, el cineasta alemán y su guionista, Henrik Galeen, tuvieron que enmascarar la historia original con otros nombres, y ya de paso añadieron algunos detalles llamativos (el vampiro podía caminar de día) y cambiaron el final de la novela por uno más trágico, simbólico y contemporáneo. Ellen (Mina en la novela) sacrifica su vida para acabar con el conde Orlock (el émulo de Drácula), dando lugar de esta manera a un relato atrevido y sensual, en consonancia con la revolución feminista y la liberación sexual de la entonces reciente República de Weimar. Las mujeres ya no eran los «ángeles del hogar» sino los «ángeles de la libertad».

    La admiración de Eggers, por consiguiente, tiene que ver no tanto con el canon victoriano de Drácula como con su hijo bastardo postromántico, Nosferatu, la criatura a la que primero Murnau y luego Herzog confirieron nuevas lecturas desde una aproximación psicológica ligada al subconsciente, acaso el hilo del que cuelga el mejor cine alemán de cualquier época. Depredador sanguinario, demonio interior, animal sexual, bestia primitiva… Todos los afluentes del inconsciente salvaje desembocan, con distintos matices, en las películas de ambos, para ser vencidos y redimidos en última instancia por la fuerza salvífica de la mujer, alfa y omega de la vida. La propuesta de Eggers no añade nada nuevo a esta consideración, por lo que su Nosferatu arrastra las mismas cadenas que El faro (The Lighthouse, 2019) y El hombre del norte (The Northman, 2022); esto es, filmes muy bien diseñados y producidos desde el punto de vista técnico y artístico, pero inanes en cuanto a su capacidad para articular un discurso propio, distinto o complementario al de sus referentes. El director de La bruja (The Witch, 2015) no sabe, no puede o no quiere. La pregunta que se impone en todo caso es: ¿por qué entonces un nuevo Nosferatu?

    Nos encontramos ante un remake literal, prácticamente un calco fílmico, que se sostiene únicamente por el genio indiscutible de Eggers como diseñador de producción y creador de atmósferas. Sus filmes parecen buenos porque están muy bien hechos; los mima en cada composición, en cada fuente de luz, en cada textura, en cada prenda de vestuario, en cada decorado. Pero este valor, aun siendo admirable porque está en extinción en el cine comercial contemporáneo, se vuelve insuficiente cuando las referencias son tan obvias. Hablamos de Nosferatu, una de las películas más importantes de la historia, y de su revisión por parte de Herzog, tan buena o superior, no de rastrear las marinas expresionistas de El faro, el folk-horror inglés de serie B de La bruja o los ecos cimerios de El hombre del norte. La falta de oxígeno en el cine de Eggers se nota más cuanto más alto sube éste en el canon del fantástico. Y esta vez ha apuntado muy alto.

    Con nada que aportar en lo discursivo, el cineasta se aplica con intensidad en armar un aparato formal que, si bien resulta arrollador y, en ocasiones, aplastante, no deja de ser una versión intensificada de los principales logros de Murnau y Herzog. Del primero, trata de imitar la planificación frontal y los espacios opresivos. Toma dos decisiones inteligentes al respecto: rueda con celuloide (película Kodak), para que el grano aporte densidad a la imagen, y replica los tintados originales (azul, gris ceniza y sepia) con filtros de color que, luego, en la posproducción digital, retoca y matiza para lograr el máximo contraste. De aquí salen las mejores escenas de la película: la llegada a la aldea gitana, el encuentro de Hutter con el carruaje y la entrada en el salón del castillo. De Herzog, toma el estilo de realización realista (profundidad de campo, cámara en mano y montaje pausado) para construir el tercio final y el clímax. Para ello, hecha mano de una cámara excelente, la Panavision Panaflex Millennium XL2, que tan pronto se monta sobre un trípode en un estudio como hace las veces de una steadycam. Eggers tiene muy buen ojo para todo lo relacionado con la técnica, pero hasta esos hallazgos, en este caso, son de otros.

    Líneas atrás dejé suspendida en el aire una pregunta –¿por qué entonces un nuevo Nosferatu?– para la cual no tengo respuesta. Solo una intuición. Eggers, como tantos otros cineastas del fantástico contemporáneo, parece atrapado en una cinefilia nostálgica que le impulsa a seguir el mismo camino de sus maestros, sin un ápice de personalidad que confiera a su cine un rasgo distintivo. Ha vivido muchos años en las fantasías de otros, y ahora se empeña en recrearlas para tratar de entender su magia y vivir en ellas para siempre. Esto, por cierto, ya lo hizo Zulueta en Arrebato (1979). Pero no hay, no había ninguna magia. Solo la necesidad de contar algo. Ese sigue siendo el gran «debe» de su carrera. Porque las imágenes le sobran. ♦


    por Raúl Álvarez
    diciembre 23, 2024

    Crítica | Nosferatu (Robert Eggers, 2024)

    por Raúl Álvarez | diciembre 23, 2024
    || Críticas | Cannes 2024 | ★★★★☆
    Oh, Canadá
    Paul Schrader
    La imposibilidad de una redención


    Rubén Téllez Brotons
    Cannes |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2024. Título original: Oh Canada. Duración: 95 min. Dirección: Paul Schrader. Guion: Paul Schrader. Novela: Russell Banks. Música: Phosphorescent. Fotografía: Andrew Wonder. Compañías: Foregone Film PSC, CaliWood Pictures, Fit Via Vi Film Productions, Lucky 13 Productions, Ottocento Films. Reparto: Richard Gere, Uma Thurman, Jacob Elordi, Michael Imperioli, Kristine Froseth, Victoria Hill, Aaron Roman Weiner.

    Después de haberse adentrado en mundos que se encuentran en las antípodas de los criterios estéticos y éticos que tanto defendió como crítico a principios de los años setenta (Caza al terrorista, Como perros salvajes), Paul Schrader sorprendió en 2017 a propios y extraños con El reverendo (First Reformed, 2017), una obra en la que aplicaba a rajatabla las formas del cine trascendental sobre el que tanto escribió en su juventud. La aspereza ascética de sus imágenes rayaba la pantalla a medida que la habitual reflexión del director sobre la culpa y la posibilidad de redención se cocía a fuego muy lento, aliñada con una denuncia muy lacerante sobre el papel protagónico que las grandes empresas tienen en el cambio climático. La cinta suponía la vuelta de Schrader a su mejor nivel y, por tanto, la expectación por ver su siguiente obra fue muy grande. Para sorpresa de muchos, el autor de Aflicción (Affliction, 1997) jugó sobre seguro y repitió la misma fórmula con El contador de cartas (The Card Counter, 2021), llegando incluso a copiar por tercera vez en su filmografía el plano final de Pickpocket (1959). Para cuando El maestro jardinero (The Master Gardener, 2023) llegó a las salas el año pasado, estaba claro que las variaciones con respecto a las dos anteriores iban a ser casi imperceptibles. Independientemente de que las tres cintas sean prácticamente iguales, su calidad y coherencia como trilogía es innegable.

    Quien esto firma sentía mucha curiosidad por descubrir si en Oh, Canadá, el guionista de Taxi Driver y Toro salvaje había ideado una propuesta mínimamente original o si, por el contrario, ofrecería una nueva cinta protagonizada por un hombre atormentado por su pasado, que se refugiaba en una rutina férrea y monótona con el único deseo de poner su vida, y su sufrimiento, en una pausa perpetua. Pues bien, la adaptación que hace de la novela de Russell Banks es un cierre coherente con las obsesiones alrededor de las cuales ha articulado toda su carrera, pero cuyo argumento y punto de vista varía notablemente. Y es que Schrader levanta sobre el rostro de Richard Gere un mosaico de recuerdos borrosos e imágenes ambiguas que se ramifica por la pantalla con el único objetivo de negar la posibilidad de obtener el perdón propio. Oh, Canadá funciona como un gran anticlímax que proyecta los jirones rotos de la memoria de un documentalista comprometido con las causas sociales que carga con una gran y pesada losa de culpa, pero no por haber cometido un delito (o pecado, utilizando el lenguaje que le gusta al director) de extrema gravedad, sino por haber ido cometiendo a lo largo de su vida pequeñas faltas que ahora, cuando un cáncer terminal está a punto de bajar la persiana de sus días, quiebran su conciencia y le impiden irse en paz.

    En ese sentido, la posibilidad de que el espectador establezca un vínculo emocional con el protagonista es mayor que en las cintas anteriores, puesto que este no ha sido un fervoroso nacionalista que incitó a su hijo a ir a la guerra, ni un torturador en Abou Ghraib, ni un neonazi. Así, pese a haber sido un ejemplo como personaje público, el protagonista ha cometido muchos errores que, hasta el momento, había conseguido esconder bajo la máscara de ciudadano impecable que se había creado y que, a fuerza de tanto usarla, había terminado por confundirse con su verdadero rostro. Por eso, ahora que está esquinado por la enfermedad, y la certeza de la muerte le ha desnudado de cualquier tipo de retórica preciosista —véase cómo trata al personaje de Uma Thurman—, ha decidido protagonizar un documental en el que narra, desde el prisma subjetivo de su mirada, la verdadera historia de su vida.

    Su torrente de sinceridad se ve ensuciado tanto por el polvo que se acumula en su memoria y que le hace contar algunos pasajes de forma arbitraria, como por la negación de los hechos que hace su actual esposa, incapaz de creer que su marido hiciese todo lo que cuenta. Schrader configura una puesta en escena barroca (que se acerca, por momentos, a la de Mishima: Una vida en cuatro capítulos) en la que, siguiendo una premisa brechtiana con la que busca subrayar el posible carácter ficticio de algunas anécdotas, mezcla escenas en color y en blanco y negro, diferentes relaciones de aspecto, y tonos dramáticos y cómicos, hasta materializar en imágenes el confuso viaje de introspección que lleva a cabo un protagonista que alcanza a tocar con los dedos la imposibilidad de obtener la paz. ♦


    por Rubén Téllez Brotons
    diciembre 23, 2024

    Crítica | Oh, Canadá

    por Rubén Téllez Brotons | diciembre 23, 2024
    || Críticas | Cannes 2024 | ★★★★★
    Parthenope
    Paolo Sorrentino
    La gran juventud


    Rubén Téllez Brotons
    Cannes |

    ficha técnica:
    Italia, Francia, 2024. Título original: Parthenope. Duración: 136 min. Dirección: Paolo Sorrentino, Guion: Paolo Sorrentino. Fotografía: Daría D´Antonio. CompañíasThe Apartment, Saint Laurent, Numero 10, Pathé. Reparto: Celeste Dalla Porta, Gary Oldman, Silvio Orlando, Stefania Sandrelli, Luisa Ranieri, Isabella Ferrari, Giampiero De Concilio, Dario Aita, Peppe Lanzetta.

    Quizá la juventud sólo sea esto
    el perenne amor a los sentidos sin pesar.
    Sandro Penna


    Después de haber llevado su lirismo barroco hasta el paroxismo en La juventud y Silvio y los otros, Paolo Sorrentino rebajó los niveles de sobrecarga estética a los que sometía a sus imágenes en Fue la mano de Dios, y, con ello, rompió la barrera de belleza que separaba al espectador y a sus protagonistas para volver a poner su despliegue formal al servicio de las ideas y emociones que buscaba transmitir, y no al revés. La jugada le salió bien y su película más autobiográfica terminó siendo una de las más emotivas. Ahora, en Parthenope, opta por mantener la misma estrategia; es decir, vuelve a hacer malabarismos imposibles para conseguir que cada una de sus escenas desprendan relámpagos de vida de una belleza e intensidad casi insoportable, al mismo tiempo que se adentra en el interior roto de su protagonista para desarrollar su habitual discurso sobre el sentido de la existencia, el carácter efímero, y por ello doloroso, de la juventud, el paso del tiempo, y la muerte.

    Parthenope, la primera cinta del italiano protagonizada por una mujer, es un ejercicio de encapsulación torrencial de la experiencia de estar en el mundo; es decir, es un viaje arbitrario, caótico y genial durante el que el personaje interpretado por Celeste Dalla Porta intenta descubrir el secreto de aquello que Pavese tuvo a bien denominar como el oficio de vivir. Desde la secuencia inicial, la película desprende una voracidad vital arrebatadora, que nos anula por completo para mecernos en unas olas de miradas perdidas de deseo, libros leídos con voracidad, baños en la playa, cigarros en la arena, tristezas que se rompen detrás de la mirada, amores y desamores que se trenzan y destrenzan, y bailes que son, sencillamente, la expresión más directa de esa celebración hedonista que debería ser la vida. Una mujer da a luz en la costa napolitana y decide llamar a la niña Parthenope, como la sirena que, según la mitología griega, le dio nombre a la ciudad de Nápoles. Sorrentino irá saltando en el tiempo para contar toda la historia de esta niña, aunque el periodo al que más atención le dedica es al de su juventud.

    Los primeros cuarenta minutos de la película son cine de una envergadura descomunal: las imágenes se salen de la pantalla para ofrecer la fisicidad de su contenido a la mirada del espectador, para que, siempre acompañado de los personajes, se refresque en el mar, para que sude mientras toma el sol o se emocione leyendo a Cheever, para que acabe extenuado de pura felicidad en las fiestas sin final y se deje llevar por los susurros cálidos de un paisaje tan hermoso como edénico. Parthenope, con la mayoría de edad recién cumplida, entra a la universidad para estudiar antropología, y allí conoce a un profesor (Silvio Orlando) que no tardará en convertirse primero en mentor, y, más tarde, en amigo íntimo. Los días transcurren con fluidez entre la sencillez interior de las aulas y la maravilla lírica de un exterior coronado en todo momento por el mar, fina lámina de melancolía que atrae las miradas de los personajes. Sorrentino atrapa y potencia el vigor vital de la juventud siguiendo los preceptos de su estética habitual: suaves travellings alrededor de los personajes o los elementos decorativos entre los que se mueven, composiciones simétricas con un cielo azul celeste que brilla hasta derretir los ojos, cámaras lentas que enfatizan el carácter efímero de esos suspiros de trascendencia. Así, llega el verano y Parthenope se va a Capri con su hermano y su mejor amigo (y primer amor). Allí tiene lugar la mejor secuencia de toda la cinta: un abrazo entre los tres personajes que el cineasta napolitano filma con una cámara giratoria que plasma en la pantalla esa felicidad con una precisión increíble. Y, justo en ese momento, la muerte. El hermano de Parthenope, que sentía una atracción incestuosa hacia ella, se suicida, incapaz de soportar los celos de verla con otra persona.

    Lo que sigue es el retrato de una mujer que, desde que era apenas una niña, fue cosificada por toda la sociedad: aprovechando la excusa de su imponente belleza, su entorno la convirtió en un objetivo estético de fuerte sensualidad que consumir con la mirada. Así, Parthenope termina atrapada dentro de los ojos de sus observadores, de esos tiburones que la quieren sensual pero sólo para su disfrute: su cuerpo les pertenece y el mínimo amago de libertad que ella haga será castigado. En palabras del propio director, “la película trata sobre una mujer que nace en un entorno que no le permite ser libre”. Sorrentino toma conciencia de la mirada masculina que imperaba en sus anteriores trabajos y, en un golpe de genio impresionante, la hipertrofia hasta extremos paródicos con el fin de dejarla en evidencia. La idea consiste en apropiarse de los códigos hegemónicos para dinamitarlos desde dentro, para inflarlos hasta el delirio, dejando al descubierto sus mecanismos.

    Como ya sucediese en La gran belleza y Fue la mano de Dios, la experiencia de la muerte mueve a la protagonista a buscarle un nuevo sentido a la vida. Parthenope inicia, tras el suicidio de su hermano, un viaje de autodescubrimiento que sólo terminará cuando consiga deshacerse de la moral machista y puritana que su entorno le ha impuesto, cuando llegue a las fronteras de ese milagro cultural sobre el que está realizando su tesis de fin de carrera. Por el camino, conocerá a una actriz que, debido al carácter estructural del machismo, ha sufrido a lo largo de su vida las mismas miradas que ella, con más intensidad si cabe, y ha terminado desarrollando una obsesión preocupante con su físico; se quedará embarazada y decidirá abortar para no perder la independencia que tanto ansía; se convertirá en profesora de la universidad en la que estudió; se despedirá de su primer amor; será testigo de la pobreza extrema que hay en Nápoles; se convertirá en una reputada antropóloga; y un largo etcétera.

    Sólo al final de la película, cuando la belleza barroca y por momentos excesiva del director haya devenido en densidad melancólica, cuando ese sentido que la protagonista busca parezca indescifrable y el dolor empiece a coagular en desilusión extrema, un fulgor de hermosura anticanónica aparecerá frente a su mirada para iluminarla de nuevo. Sorrentino, por ir terminando, se ha apoyado en la impresionante interpretación de la debutante Celeste Dalla Porta, para levantar un obra totémica y vitalista que convierte en imágenes de fuerza arrolladora el perenne amor a los sentidos sin pesar. ♦


    por Rubén Téllez Brotons
    diciembre 23, 2024

    Crítica | Parthenope

    por Rubén Téllez Brotons | diciembre 23, 2024
    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★☆☆☆ ½
    Cónclave
    Edward Berger
    Habemus papam


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Reino Unido, Estados Unidos, 2024. Título original: Conclave. Duración: 118 min. Dirección: Edward Berger. Guion: Peter Straughan. Novela: Robert Harris. Música: Volker Bertelmann. Fotografía: Stéphane Fontaine. Compañías:Access Entertainment, Filmnation Entertainment, House Productions, Indian Paintbrush, Wildside. Reparto: Ralph Fiennes, John Lithgow, Stanley Tucci, Isabella Rossellini, Sergio Castellitto, Lucian Msamati.

    El cardenal Lawrence (Ralph Fiennes) camina velozmente; se quita el solideo y lo aprieta con fuerza; sus gestos nerviosos tienen como evidente motor una angustia enquistada desde hace un tiempo en su conciencia: los símbolos que le han definido a ojos del mundo están perdiendo poco a poco importancia en su vida privada, y una grieta atraviesa la coraza que aprisionaba su verdadera identidad en favor de la imagen común que la institución a la que pertenece impone: su ruptura total es cuestión de tiempo. Lawrence atraviesa un pasillo largo y aséptico, cuya iluminación no difiere mucho a la de un hospital, y, por fin, llega a su destino: la habitación de un Papa que acaba de fallecer. Otros tres cardenales, que previamente han manipulado el cadáver poniéndole los brazos sobre el pecho para intentar proyectar un holograma de orden que oculte el caos silencioso que es la muerte, rodean su cama; el cuerpo aún está caliente. Después de haber rezado, de rodillas, unas oraciones en latín, uno de los religiosos coge la mano del papa y le intenta quitar el anillo del pescador, pero, debido al agarrotamiento de los dedos, se ve obligado a ejercer más fuerza de la que creía necesaria; el efecto sonoro del crujir de sus huesos es amplificado por Berger buscando que resulte atronador, violento y desagradable. El rostro de Lawrence, que observa todo helado de perplejidad, se convierte en un espejo deformante en el que se refleja, por un lado, su miedo a terminar como su querido Sumo Pontífice, rodeado en su lecho de muerte por unos tiburones que llevan tiempo esperando para ocupar su puesto; y, por otro, la prepotencia de una institución —de la que él forma parte— que pasa el rodillo de su tradición por encima de la vida, la muerte y los deseos de cada persona. El Papa ha muerto, pero lo importante no es la desaparición del hombre como individuo particular —nunca se llega a pronunciar, a lo largo del metraje, su nombre—, sino el punto y final de su período como máxima figura de la Iglesia católica. Toca, por tanto, que los cardenales se reúnan para elegir un nuevo Papa, proceso que Edward Berger va a escrutar con su cámara.

    Cónclave, pese a lo que de entrada pueda parecer, no tiene como centro neurálgico el enfrentamiento dialéctico entre unos religiosos que, en la oscuridad de un Vaticano cerrado como un tupper hermético, van a intentar que sus visiones del cristianismo —unas muy reaccionarias y otras más liberales, siempre dentro de los límites de la propia Iglesia— adquieran cuerpo en un Papa que las defienda. La nueva cinta del responsable de Sin novedad en el frente es un thriller conspiranoico porque lo que retrata es, precisamente, las diferentes confabulaciones que tienen lugar durante el cónclave y con las que los diferentes grupos que hay tensionados dentro de la institución pretenden que su propuesta de pontífice salga vencedora de una forma de todo menos democrática. Es esta, por tanto, una cinta que se mueve dentro de las sombras que pueblan un ambiente ya de por sí oscuro. Los tradicionales rituales que ejercen de esqueleto arquitectónico de un proceso que es pura proyección de cara al público son filmados por Berger con una sobriedad que contrasta con la afectación de una música que enfatiza el carácter teatral de lo que se está viendo en pantalla. Cada ceremonia, cada gesto y cada palabra que tiene lugar durante el proceso es una escena más del gran teatro pomposo que busca con sus ritualizados aspavientos ocultar los mecanismos arcaicos que hacen funcionar a la cúpula del cristianismo.

    Los cardenales deben hacer una votación diaria hasta que uno de los candidatos obtenga una mayoría de apoyos, pero, paradójicamente, entre votación y votación no hay debates ni diálogos en los que cada grupo exponga y defienda sus propuestas. De ahí que, de entrada, toda la ceremonia parezca estar rodeada por el manto del absurdo: qué es lo que hace que un cardenal vote un día a este candidato y otro día a aquel; cómo puede cambiar de opinión si, en apariencia, no ha habido nada que haya motivado dicho cambio, si no se ha producido un intercambio de argumentos. La respuesta es sencilla: la conspiración. Los pasillos nocturnos y las habitaciones privadas sustituyen a la sala de reuniones iluminada débilmente por la luz del sol; los chantajes, los sobornos y las encerronas ocupan el lugar del debate; y, mientras tanto, la representación sigue en curso. El cardenal Lawrence, como responsable del proceso, intenta limar las múltiples ilegalidades que él cree tangenciales, con el objetivo de que todo se desarrolle de la forma más justa y democrática posible, de que se sigan las normas al pie de la letra; y termina investigando los chanchullos de cada uno de sus compañeros, al mismo tiempo que se va adentrando lentamente en una tela de araña que le termina atrapando. Así, aunque sus intenciones no tienen dobleces, sus métodos no son los más ortodoxos; algo que solo apreciará cuando obtenga una vista general de la geografía turbia del Vaticano y se dé cuenta de que toda aquella corrupción que él, pese a su confesada pérdida de fe en la Iglesia —que no en Dios—, estaba convencido de que era incidental, en realidad es de carácter estructural, al igual que estructural es la opresión que la propia institución ejerce sobre él: el Papa recién fallecido le negó su petición de marcharse de Roma para llevar una vida más tranquila alejada de los círculos de poder, porque era “designio del señor que estuviese allí”. De nuevo, la identidad y las decisiones existenciales de los individuos son subordinadas a los intereses de una Iglesia que se remite a la tradición para mantener sus privilegios y seguir interfiriendo en la vida de la gente.

    Llegado a este punto, el espectador puede pensar que la solidez del relato, en todo momento sostenido tanto por una puesta en escena que sabe encender su expresividad en los momentos necesarios y dilatar los silencios cuando la narrativa lo requiere como por un discurso construido con sutileza y paciencia a lo largo de hora y media, es a prueba de terremotos. Nada más lejos de la realidad, al inicio del tercer acto, Berger decide filmar el deus ex machina más literal que se haya visto en los últimos años para, acto seguido, dar un volantazo de ciento ochenta grados y redirigir el relato hacia una costa de optimismo nivel Mister Wonderful. En esa media hora final, los diálogos se cargan de explicitud sobreexplicativa, los personajes rompen con su lógica interna porque el director así lo quiere, y la idea de la Iglesia como poder envenenado de raíz desaparece para ser sustituido por un mensaje esperanzador que lejos de iluminar, abochorna. ♦


    por Rubén Téllez Brotons
    diciembre 20, 2024

    Crítica | Cónclave

    por Rubén Téllez Brotons | diciembre 20, 2024

    Duelos femeninos

    Sesión doble de westerns: Johnny Guitar (1954) + Woman They Almost Lynched (1953)

    Apenas un año separa al estreno de Woman They Almost Lynched (Allan Dwan, 1953) y el de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954). A esta última, el tiempo la ha convertido en título mítico de la historia del cine, mientras que la primera ha quedado como una de esas maravillas por descubrir que abundan en el cine clásico. Las dos fueron westerns atípicos por su absoluto protagonismo femenino. Tanto sus heroínas como sus supuestas villanas son mujeres que se enfrentan en el duelo final de rigor, y que llenan la pantalla con su fuerza arrolladora. Ambas, además, surgieron como modestas producciones en el seno de la Republic.

    En EAM analizamos con pasión este doble duelo. Tras los micros, Miguel Muñoz Garnica, Lourdes Esqueda y José Luis Forte.

    | Además de en iVoox, pueden escucharlo en Spotify | Apple Podcasts | Pocket Cast |

    por Redacción EAM
    diciembre 19, 2024

    Podcast | Duelos femeninos: «Johnny Guitar» (1954) + «Woman They Almost Lynched» (1953)

    por Redacción EAM | diciembre 19, 2024
    || Críticas | Rotterdam 2024 | ★★★★☆
    La parra
    Alberto Gracia
    Ciudad alienada


    Carles M. Agenjo
    Rotérdam (Países Bajos) |

    ficha técnica:
    España, 2024. Título original: La parra. Dirección: Alberto Gracia. Guion: Alberto Gracia. Compañías productoras: Filmika Galaika, Tasio. Fotografía: Ion de Sosa. Música: Jonay Armas. Montaje: Velasco Broca, Alberto Gracia. Diseño de producción: Adakarina Acosta. Vestuario: Patricia Moreira. Producción: Roi Carballido, Alberto Gracia, Beli Martínez, Tasio. Reparto: Alfonso Míguez, Lorena Iglesias, Emilio Buale, Pilar Soto, Alberto Gracia. Duración: 83 minutos.

    Damián no deja de ver a su padre en todas partes. La cuestión es saber mirar las imágenes, le dice Mónica una mañana de resaca. Si pegas mucho la cara a un espejo, dejas de verte. Parece un juego de niños, pero la realidad, según el personaje, se puede abstraer en función de la distancia desde la que observamos. Mónica –interpretada con precisión por una amable Lorena Iglesias– comparte un recuerdo de infancia. Su mirada serena, nítida, luminosa, se proyecta hacia fuera. Damián, en cambio, es pura opacidad. Se recoge sobre sí mismo. Su mirada –que Alfonso Míguez afronta mediante un recital de contención que inunda su rostro de melancolía– apunta hacia un olvido interior. Quizá, por esto, las imágenes de La Parra están impregnadas de constante extrañeza. La que Damián siente tras abandonar Madrid y regresar a una Ferrol que no recuerda para despedir a papá, pero también la que el director Alberto Gracia proyecta sobre su propia ciudad natal a través de este thriller psicológico salpicado de ironías donde el ciego marca el camino de las contradicciones y el forastero destapa a su paso verdades ocultas. De hecho, Gracia es un ferrolano afincado en Madrid que –como Elena López Riera y su Orihuela natal– ha necesitado alejarse del hogar y volver años más tarde para mirarlo con otros ojos. Desde luego, esta partida y regreso, ese salir para reenfocar, apunta a la despedida de un padre ausente que tiene mucho de biográfico. No obstante, pone de manifiesto que Ferrol ya no es un espacio de recuerdos, sino un eterno presente donde las calles parecen salidas de una pintura de Giorgio de Chirico, sus caminantes deambulan como figuras espectrales en la ciudad blanca de Alain Tanner y la noche hunde sus raíces en las densas atmósferas de David Lynch.

    No por casualidad, los cuerpos y los nombres se confunden en este laberinto de espejos urbanos. Lejos de clarificar, alimentan el desvío. Los residentes de una humilde pensión ferrolana –que da nombre a la película– llaman al protagonista con el mismo nombre de un joven guía –interpretado por el propio Gracia– que ha desaparecido en extrañas circunstancias. El presente –añade el director– se dilata tanto hacia el pasado que se acaba comiendo el futuro. Primero, Damián, que aparece en el horizonte como un paisaje incierto. Después, Ferrol, un asfalto en el que reconocerse. Como si él y la urbe fueran un único no-lugar donde el tiempo se estanca y no sabemos en qué época estamos. Gracia, sin embargo, acaba rompiendo con esta dinámica de desorientación mediante un sorprendente giro de guion que nos ubica en un contexto muy concreto. De repente, no se puede salir en coche. La carretera está cortada. Al día siguiente, se proyectan en la tele imágenes de archivo del accidente del Discoverer, un enorme barco petrolífero que, la madrugada de un 13 de enero de 1998, se soltó del muelle de Astano y navegó a la deriva hasta quedar empotrado en el puente de As Pías, lo que dejó Ferrol todavía más aislada de lo que estaba. De nuevo, el primer plano de los residentes de la pensión adquiere todo el protagonismo. Sus expresiones inquietantes cerca del objetivo abren paso a una serie de rostros de ingente tristeza como símbolo topográfico de una derrota contemporánea. Gracia matiza así la propuesta, a medio camino entre la intriga y el drama que envuelve a una pequeña comunidad gallega de la que se siente observador privilegiado.

    Y es que no se trata únicamente de tensar las cuerdas del suspense o adentrarse en la pesadilla existencial. La Parra siente la pulsión de rendir un cálido tributo a Ferrol como ciudad alienada, crepuscular y, finalmente, embriagada de añoranza. Ya sea a través de una rondalla de veteranos –que Gracia filma mediante un épico trávelin lateral– o encuadrando el rostro como recurso clave para que el cine sea testigo de un grupo de actores no profesionales –que él llama modelos, como la dueña real de la pensión– y sirva de contrapunto al tino que imprimen Alfonso Míguez, Lorena Iglesias y un inesperado Emilio Buale en la piel de un curtido lobo de mar que narra anti-fábulas empapadas de licor. No hace falta irse a Nomadland (2020) para darse cuenta de que esta confrontación de estilos actorales encuentra su recorrido más cercano en autores tan importantes como Isaki Lacuesta, Carla Simón, Neus Ballús y, muy especialmente, Oliver Laxe; un director que también está ampliando las potencialidades del nuevo cine gallego y que lleva trabajando con Gracia desde su exitoso debut –O Quinto Evanxeo de Gaspar Hauser (2013)–, ganador del premio FIPRESCI en el mismo festival de Róterdam.

    Por último, todo vuelve al punto de origen, que no es otro que la imagen de una duda. La que destila una pantalla negra con destellos de luz, la que despierta la muerte detrás de unas rocas o la que propone un maldito cliffhanger en forma de pregunta final. En el fondo, mejor así. La Parra es un viaje alucinado a través de la náusea y el duelo que prefiere formular antes que responder. Un trayecto de incertidumbre continua a ritmo de techno que permite a Gracia modular su espíritu punk para seguir radiografiando nuestras miserias. Pensemos en la mirada zombi de Rober Perdut en la caprichosa La estrella errante (2018) y la muy destroyer Tengan cuidado ahí afuera (2021), quizá la versión pamplonica de los trash humpers de Harmony Korine. En estas películas, se entregaba a la libertad experimental. Ahora, opta por códigos más reconocibles y una puesta en escena más identificable, pero mantiene una sana distancia de seguridad frente a al canon narrativo, la aventura euclidiana y el guion geométrico. Por otra parte, se nota el nervio y la obsesión por tocar muchos palos y embutir el relato de capas y significados, articulando la prosa de René Daumal y dejando a sus moscas revolotear en un sutil fuera de campo. En cualquier caso, Gracia ha logrado lo más difícil: afinar su inventiva formal sin caer en el exceso ni en lo didáctico. ♦


    por Carles M. Agenjo
    diciembre 13, 2024

    Crítica | La parra

    por Carles M. Agenjo | diciembre 13, 2024

    «Lo más importante para mí cuando hago cine es tener al espectador activo, hacer que participe realmente».


    Entrevista a François Ozon
    Texto de Rubén Téllez Brotons | | Madrid.


    Se estrena el próximo 13 de diciembre en las carteleras de España Cuando cae el otoño —Premio al Mejor guion y a la Mejor interpretación de reparto en la pasada edición del Festival de San Sebastián—, la nueva película de Francois Ozon. La cinta bien podría definirse como un cuento sobre la moral —que no como un cuento moral— en el que el uso de un narrador no fiable que se apoya en bruscas elipsis que le niegan a los espectadores información muy relevante del argumento le sirve al director como aparataje estético perfecto a través del que reflexionar sobre la culpa, el pasado y la posibilidad de empezar de nuevo. Charlamos con Ozon.

    Es muy interesante el uso que hace del narrador no fiable, la forma en la que elude responder a determinadas cuestiones sobre los personajes para sembrar la duda sobre la posibilidad o imposibilidad de que hayan cometido determinadas acciones. ¿Buscaba con esta decisión que fuesen los espectadores quienes juzgarán a los personajes o, por el contrario, quería instarlos a que, como hace usted, no los juzgarán?

    No lo sé. Es una buena pregunta: ¿qué quería yo? Creo que lo que quería era demostrar que no se domina todo nunca, ni en la película ni en la vida. Es decir, a lo mejor interpretas una situación de una forma y años después te das cuenta de que no era así para nada, de que era una cosa diferente. Eso es lo que quería mostrar: que nunca podemos saber todo lo que ocurre; el único que lo sabe es Dios (ríe). Pero si tú vives en Borgoña y alguien se va a París, no puedes saber lo que ha hecho allí. Puedes imaginarlo o pensarlo, pero no las tienes todas contigo. Quería presentar los elementos de un rompecabezas; algunos se rechazan, pero otros encajan perfectamente. Lo más importante para mí cuando hago cine es tener al espectador activo, hacer que participe realmente.

    Hay una mirada muy empática hacia las protagonistas, pese a que la puesta en escena está marcada por un distanciamiento y una frialdad que contienen las emociones para poner el foco en las razones que motivan sus (posibles) actos. ¿Qué le interesaba de esa mirada humanista con la que las observa?

    Siento mucha ternura por mis personajes, eso es verdad. Espero que se note en la película. Aunque tampoco quiero que sea una ternura ñoña. Ellas no son santas y por eso me interesan, porque son complejas y ambiguas, no son lo que se ve a primera vista. No me interesa mostrar un personaje en blanco y negro; si no tiene complejidad, no voy a usarlo. Puedes ver a Michelle como una madre coraje, pero también como una mujer extremadamente egoísta, capaz de todo con tal de recuperar a su nieto.

    A sus personajes les pasa mucho como a los de Fassbinder, que sólo quieren que los amen. ¿Tiene esta premisa en mente durante el proceso de escritura?

    No, la verdad es que no lo había pensado. Pero sí que es cierto que, para mí, Fassbinder es un director muy importante y no es imposible que, inconscientemente, me inspire de sus personajes. Hay casos muy claros, porque he adaptado obras suyas. Pero, sobre todo, lo que me interesaba era alejarme del cliché de la abuelita o el abuelito perfecto. Se tiene mucha tendencia a creer que las personas mayores son perfectas, que no tienen un pasado o que no hay absolutamente nada, cuando mucha gente tiene un pasado turbio. Hace años veías entrar en un tribunal a un nazi en una silla de ruedas y podías decir: “parece un buen hombre”; cuando en el pasado había hecho horrores. Eso es lo que quería mostrar, que puede haber una dicotomía entre la apariencia y el pasado, lo que fue.


    por Rubén Téllez Brotons
    diciembre 13, 2024

    Entrevista a François Ozon, director de «Cuando cae el otoño»

    por Rubén Téllez Brotons | diciembre 13, 2024
    || Críticas | Cobertura SSIFF 2024 | ★★★★☆
    Cuando cae el otoño
    François Ozon
    Un humanismo a prueba de todo


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    Francia, 2024. Título original: Quand vient l'automne. Duración: 102 min. Dirección: Francois Ozon. Guion: Francois Ozon. Música: Evgueni Galperine, Sacha Galperine. Compañías: Foz, Mandarin & Compagnie. Reparto: Hélene Vincent, Josiane Balasko, Ludivine Sagnier, Pierre Lottin, Sophie Guillemin, Vincent Colombe.

    Si por algo se caracteriza la filmografía de Francois Ozon es por su evidente carácter heterogéneo: dentro del gran abanico estilístico que define su corpus artístico pueden encontrarse tanto comedias de humor ligero como de humor negro; dramas secos que condensan dentro de sus imágenes verdaderos volcanes emocionales y otros más manieristas construidos desde la autorreferencialidad directa; thrillers que devienen en disección de la burguesía primero, y en reflexión metacinematográfica sobre los límites neblinosos que separan realidad y ficción después; obras de evidente carácter social que abordan problemáticas de la actualidad desde un ángulo realista y cintas de época que dejan a la vista su propia tramoya con la finalidad de que el eco de las ideas que despliegan sobre la pantalla encuentre resonancias en el presente. Es Ozon, pues, un autor que reniega de la rigidez de un estilo concreto para abrazar proyectos que, pese a ser formalmente antagónicos, comparten un mismo fondo, una misma ética, unos mismos propósitos. Unas veces, sus cambios de registro cristalizan en una buena cinta, otras, en cambio, el resultado termina siendo más bien irregular, y, en alguna ocasión, el trabajo final tiene la contundencia de la obra maestra. Pues bien, Cuando cae el otoño, su nueva película, está cerca del tercer caso descrito.

    Ozon no se decanta en este caso por ninguno de los múltiples géneros cinematográficos que había trabajado en el pasado, sino que opta por realizar un ejercicio de deconstrucción del melodrama que, sostenido sobre el efecto del distanciamiento de Brecht, le sirve para plantear la problemática del narrador —narradores, en este caso— no fiable a través de la construcción de una polifonía de voces rotas que malean y cercenan la realidad a su antojo, que convierten su propio pasado en el material, a la vez blando y absorbente, con el que construir un presente que se mantiene siempre a un paso del precipicio. La película avanza en todo momento en tensión consigo misma, con las constantes ramificaciones argumentales que van surgiendo bajo la piel de sus imágenes. El director, por tanto, hilvana Cuando cae el otoño sobre el fino hilo de la cotidianeidad desdramatizada de sus protagonistas: cualquier atisbo de expresividad emocional es esquinado en el fuera de campo con el objetivo de que delante de la cámara no haya más que una concatenación de gestos banales que desubiquen al espectador por la violencia con la que buscan ocultar el más mínimo resquicio de conflicto.

    Es por ello por lo que la cinta está, durante gran parte de su metraje, cargada de una extrañeza que, por momentos, la acerca al abismo. El mismo punto de partida se antoja, sobre el papel, un poco absurdo, y la impresión de que la antinarración —llamémosla así— puede sufrir una deriva hacia terrenos alucinógenos algo ridículos asoma sobre el borde de las imágenes. Pronto se desvela, sin embargo, que dicho punto de partida no es sino la chispa que enciende la llama del dolor de uno de los personajes; una llama que, después, como si de un perverso efecto dominó se tratase, se expande hacia las vidas de todas aquellas personas a las que alguna vez ha querido.

    Una jubilada que disfruta de una placentera vida en el campo observa cómo el espejismo de su felicidad se viene abajo el día que envenena por accidente a su hija con unas setas tóxicas que había recogido del campo. Lo que viene después es una conjunción de secretos aplastados por los remordimientos que, gracias a unos hiatos temporales que le niegan al espectador información clave tanto del pasado como del presente, va proyectando la sombra de la duda sobre su mirada. Ozon es consciente de que entre las manos tiene material incendiario, de que el encadenamiento de muertes, desgracias y silencios puede amortajar de incredulidad la obra; y, precisamente por eso, decide que todo discurra por detrás del plano, dentro de la mente de sus personajes, en el interior de unas subjetividades impenetrables. La película se rompe una vez ha alcanzado su primer tercio, cuando el relato de la protagonista se resquebraja, dejando al descubierto la posibilidad —la ambigüedad impregna cada elemento del relato— de que todo cuanto se sabía de ella hasta el momento fuese mentira, o, en el menor de los casos, de que debajo de esa rutina que Ozon había escrutado con obsesión entomológica habitase el verdadero motivo por el que su hija apenas quería tener relación con ella; un motivo que el espectador nunca llegará a conocer con plena certeza. Los relatos del resto de personajes —la mejor amiga de la protagonista, su hijo, recién salido de la cárcel por motivos desconocidos, el nieto— tampoco terminan de ser fiables, sus versiones de un mismo hecho aportan informaciones contradictorias, cada imagen está moldeada con el material de la incertidumbre: sólo aquello que es proyectado en pantalla puede ser tomado como una certeza; y, en pantalla, ya se ha dicho, sólo se ve la rutina de unos personajes que luchan contra la soledad y el ostracismo de la peor forma posible.

    “Si la intención es buena, no importa que las consecuencias no lo sean”, llega a decir la protagonista en determinado momento. La frase viene a descodificar el tipo de mirada con la que Ozon observa a sus personajes: una tan completa y absolutamente humanista que le lleva a evitar exponer las respuestas de los múltiples interrogantes que ha ido sembrando: al final, no importa tanto si los envenenamientos y las muertes son provocadas o accidentales, como el dolor que sienten los personajes en ellas implicados. Esto no quiere decir que el realizador comulgue con los —posibles— delitos cometidos por sus criaturas (el distanciamiento anteriormente mencionado impide que el espectador se identifique, y empatice, con ellos), sino que busca, únicamente, centrarse en la emoción que enciende sus actos, reflexionar de forma racional y fría sobre las problemáticas cotidianas a las que se enfrentan. Importa, por tanto, el sufrimiento de dos exprostitutas que tienen que soportar día tras día el ostracismo machista de los habitantes de su pueblo; importa el vértigo de un hombre asfixiado por la imposibilidad de independizarse, de llevar la vida que quiere; importa el vacío que siente un niño ante la pérdida de su madre; importa la angustia que surge ante la inminencia de la muerte, y la profunda desolación ante la negación del amor por parte de quienes más quieres. Y es que, en el cine de Ozon, pese a las diferencias estéticas entre una propuesta y otra, siempre se dirimen los mismos temas: las dificultades para diferenciar entre realidad y ficción (En la casa), el desasosiego producido por la soledad y la ausencia de las personas queridas (Las amargas lágrimas de Petra Von Kant), y la idea del mundo como escenario patriarcal que aprisiona y oprime a las mujeres (Mi crimen). ♦


    por Rubén Téllez Brotons
    diciembre 13, 2024

    Crítica | Cuando cae el otoño

    por Rubén Téllez Brotons | diciembre 13, 2024
    || Críticas | ★★★★★
    Here
    Robert Zemeckis
    El salón del cine


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    ficha técnica:
    USA, 2024. Título original: Here. Director: Robert Zemeckis. Guion: Eric Roth, Robert Zemeckis, Novela Gráfica de Richard McGuire. Productores: Bill Block, Derek Hogue, Jack Rapke, Andrew Golov, Jeremy Johns, Robert Zemeckis . Productoras: ImageMovers, Playtone, Miramax, Sony Pictures. Distribuida por: Vertice Cine. Fotografía: Don Burgess. Música: Alan Silvestri. Montaje: Jesse Goldsmith. Diseño de producción: Ashley Lamont. Diseño de Vestuario: Joanna Johnston. Dirección de Arte: Meg Jones. Reparto: Tom Hanks, Robin Wright, Paul Betanny, Kelly Reilly, Keith Bartlett, Ellis Grunsell, Finn Guegan, Lauren McQueen, Harry Marcus, Jemina Rooper.

    Pensar el cine de Robert Zemeckis es pensar, sobre todo, en el tiempo. Casi todas las obsesiones del cineasta norteamericano se desarrollan a través de la dimensión del espacio tiempo y de la relación que esto guarda con la memoria, tanto individual como colectiva, es decir tanto la particular de los deseos del director, como de la huella que deja el paso del tiempo en el constructo del propio lenguaje audiovisual. Imaginemos una máquina del tiempo en el que adentrarnos y viajar casi un siglo y medio antes para descubrir las sensaciones que debieron experimentar los espectadores de las primeras proyecciones del cinematógrafo. En aquel salón indio del Gran Café de París los hermanos Lumière se aventuraron a preludiar la industrialización del cine. Varias películas cortas exhibidas en la intimidad de un salón oscuro y lúgubre ubicado en los bajos del café parisino. Sería increíble poder capturar los rostros de unos transeúntes que, sin saber muy bien lo que iban a ver, tomaron ese día la decisión de pagar una mísera entrada para sentarse en un pequeño salón escondido en el sótano de un local. La capacidad de deslumbramiento de esos pioneros del cine mantiene todavía encendida la llama de un medio cuyos dispositivos albergan un poderoso misterio. Las imágenes migran y mutan al proyectarse sobre cualquier soporte; habitamos las cavernas prehistóricas, las pantallas de tela de los cines más antiguos, o las más sofisticadas de salas cada vez más grandes, y por último las cada vez más pequeñas del hogar o las de cualquier aparato electrónico. El creador de Regreso al futuro ha manifestado con sus películas una inquietud encomiable y un factor experimental plausible, transitando con ahínco las derivas de la imagen y su transformación en el último cambio de siglo, desde los primeros pasos del digital, hasta su evaporación liquida y sus perturbadoras consecuencias.

    No hace falta insistir en que la batalla de Zemeckis a la hora de confrontar mundos y depositar en ellos la mirada de un explorador es una tarea suicida, perdida, que tanto crítica como público parecen haber dado la espalda. Sus composiciones más exuberantes y fecundas pertenecen al cambio de siglo, siendo prácticamente continuas sus pérdidas millonarias con cada nuevo proyecto, en una encrucijada que lo aleja totalmente de las épocas doradas de los estudios de Hollywood. Diríamos que el cineasta se ha convertido en una especie de autor extravagante para los estándares del nuevo sistema y caduco para los gustos del publico generalista. Cabría preguntarse por qué algo tan hermoso como su cine no obtiene los beneplácitos de casi nadie. Resulta imposible no perderse en esas dunas digitales doradas como el sol en las que el personaje de Brad Pitt aterrizaba con su paracaídas en una de las escenas de Aliados. En la pantalla todo parece fundirse en una bella crepuscularidad. Una obra maestra que sirve de paradigma revisionista del mejor cine norteamericano del siglo XXI. Una aparición espectral, fantasma, abriéndose paso ante nuestros ojos con la misma fuerza y hechicería que la de las primeras imágenes mágicas, o de fantasía, de pioneros como los Lumière o George Méliès. Precisamente esa magia que surge de la linterna nos pide actitudes regresivas para poder aspirar a la inocencia del niño con juguetes nuevos. Zemeckis es ese juguetero manejando y dando forma a sus criaturas de cartón como lo haría el Geppetto de Pinocho (paradójicamente una de sus peores cintas rodadas para el servicio streaming de Disney). El alma del realizador es el de Alicia en el país de las maravillas adentrándose en los espejos, para desde dentro deformar la realidad y tender la mano a otros mundos imaginarios, los cuales manifiestan su obsesión por los planos espejos y su brillante cualidad en el medio técnico (todo un virtuoso con la cámara). Los espejos y su forma de narrar con ellos ponen en solfa la cada vez más difícil tarea de sorprender con imágenes. Una ciudadela, la del cine que cada día busca más atajos en mapas llenos de tachones y de chinchetas sin plantear desafíos o dejarse arrastrar por la conciencia melancólica del formato. Zemeckis adopta conscientemente esa función poética del cineasta kamikaze, hermosa y romántica metáfora de los antiguos exploradores.

    En Here (Aquí), su última película, todas estas teorías y conjeturas son llevadas hasta las últimas consecuencias. Un único plano y una cámara fija que registra los movimientos de los actores y su devenir con respecto al paso del tiempo sin abandonar un mismo lugar durante todo el metraje. Basada en la historieta publicada en 1989 por Richard McGuire, y que el propio autor traspasaría en 2014 en forma de novela gráfica, y con la ayuda del guion de Eric Roth varias décadas después de su exitosa colaboración en Forrest Gump, Here es uno de esos milagros cinematográficos que de vez en cuando asoman en la cartelera. Un proyecto ambicioso, extraño, y valiente, que acierta en combinar diferentes tipos de texturas y lenguajes, del cómic al teatro, sin olvidar nunca las infinitas posibilidades del cine para entretejer un compendio sentimental e histórico entre todas ellas. La estructura y andamiaje del filme despliega una serie de paneles sobreexpuestos en la misma pantalla liberando un flujo de tiempo y espacio sin salirse de la cotidianidad de un salón familiar. Esos paneles se atienen a formas expresivas del cómic y de las historietas realzando un discurso muy potente y pertinente alrededor del cine como viñeta. La colocación de la cámara por parte de Zemeckis es de una maestría asombrosa haciendo usos increíbles de la profundidad de campo y de la dirección artística. La imagen se percibe como mundos eclosionando, lugar de posibles desviaciones y atajos a épocas pasadas, presentes o futuras. Here comienza en la era de los dinosaurios, luego a la época de los nativos americanos, una porción de tierra que a lo largo de los años va transformándose. La construcción de una casa en esas tierras milenarias sirve para enfocar las distintas vidas que cohabitaran en el interior de ese lugar. El relato enfoca a viva voz la historia universal de los Estados Unidos de América, los herederos de Benjamín Franklin hasta desembocar en la familia protagonista. El «american way life» es cuestionado por Zemeckis en una triste historia de familia de clase media que debe luchar con las secuelas de la guerra en un país en el precipicio. El soldado Al (Paul Bettany), víctima de los horrores de la guerra y del alcoholismo, es el patriarca junto a Rose, su mujer (Kelly Reilly), sus hijos, entre los que destaca Richard (Tom Hanks) y Margaret (Robin Wright), la novia y futura esposa de este. Los vemos crecer, encontrar el amor, sentimos el desgaste de la vida matrimonial, los anhelos de una vida mejor, los sueños rotos, etc.…, la emoción sobresale por los márgenes de esa cámara estática del director que aun así no evita mantenerse siempre a flote. Una imagen encapsulada que se nos escapa de las manos. La bellísima propuesta a las que nos enfrentamos obliga a un esfuerzo del espectador. Su intención es claramente la de darle significancia al paso del tiempo.

    En el fondo podríamos decir que ese vertiginoso viaje al fondo del tiempo es la manija por la que Zemeckis lleva toda una vida dedicada a hacer películas. Un hombre genuinamente norteamericano en su concepción espectacular del cine, pero de unas sensibilidades y emociones muy europeas. Digamos que sus inquietudes se aproximan más a la de un Chris Marker o Alain Resnais que a la de cualquiera de sus colegas contemporáneos. Porque la propia imagen infringe un recorrido horizontal en continuo y perpetuo movimiento, con ventanas abiertas al hiperespacio virtual, de lo que el primero, Marker, cristalizaba en sus películas caseras, o experimentales, y el segundo, Resnais en ese pensamiento suyo de que en las películas debería suceder algo alrededor, detrás, e incluso en el interior de la imagen. La idea general es la de un crisol de imágenes que conduzcan unas a otras entre sí y por mediación de ellas sin pararse conscientemente a delimitar al medio para el que fueron creadas. Las transiciones de Here señalan esa fabulación memorística, de archivo. Un cine que evoca sin remedio al bucle temporal de la gran mansión de Marienbad en el laberinto de vidas antepasadas, de épocas antiguas y su reflejo, idéntico, con las de la modernidad. En algunos momentos evoca, gracias al oleaje de pensamientos y a su ritmo fragmentado sin orden cronológico, a Dos en la carretera, correspondencias sutiles que sin embargo uno no puede dejar de entrever en su bellísimo delirio de recuerdos espoleados a merced de una mente caprichosa. Además, Here, en paralelo a la mítica película de Stanley Donen, es un estudio estadístico de los efectos emocionales del amor y de los diferentes estados o etapas del matrimonio. De manera casi imperceptible podemos leer las imágenes de Zemeckis como un puzle en donde ir encajando piezas.

    La ausencia de los seres queridos ocupa un lugar destacado en el relato. Sus creadores lo matizan por medio de pequeños detalles que expresan soledad o duelo. Imágenes tumba. La escena donde Richard guarda la cama plegable del sofá o esas sillas vacías colocadas en el centro del escenario esconden variables trágicas en una estancia que no es solo el salón de un hogar, sino la misma existencia de América. Para ello se maridan en un único y mínimo espacio todas las historias posibles; primero los anclajes telúricos que provienen de la tierra, después los pequeños asentamientos, los estamentos sociales del way life y las paradojas que desembocan finalmente en las fauces del capitalismo. No es la primera ni la última vez que Zemeckis cuestiona e interpreta el típico estilo de vida estadounidense. La crítica del director funciona velada y algo borrosa como ya ocurría en Forrest Gump o también en otros títulos menos reconocidos de su filmografía: El vuelo, The Walk o Bienvenidos a Marwen. Son las bases del buen hacedor de cuentos lo que lo empareja con los mejores cineastas narradores puros que todavía existen en el cine norteamericano. Otra obsesión del director son esas notas al margen que integran manifestaciones de cultura popular casi siempre a través de la televisión. En este caso la televisión, radio con imágenes como dice uno de los personajes de la película, es más que un aparato decorativo, es un escape o una ventana más abierta al mundo exterior. Se distinguen varios aparatos a lo largo de los años, del blanco y negro al color e incluso los proyectores más grandes en donde registrar los vídeos domésticos, esas home movies que lo emparejan como decíamos más arriba con cineastas de la talla de Marker o Chantal Akerman. Here rechaza la aparatosidad para centrarse en filmar la vida corriente. Un pergamino desdoblándose.

    La posición fija de la cámara permite a todos sus implicados lucirse en un extraordinario diseño de producción en donde destaca una cuidada y esmerada dirección de arte y una fotografía de Don Burgess (vieja escuela), con exquisita paleta de colores y una luminosidad imposible de encontrar en la mayoría de las superproducciones actuales. Mención especial para la excelente y hermosa partitura de Alan Silvestri, colega y colaborador fetiche del director, y al montaje de Jesse Goldsmith, que no deja de tener un componente muy musical de sinergias y pulsiones narratológicas. En Forrest Gump Silvestri ya dispuso de toda una narrativa musical brillante como seguimiento de las aventuras de su protagonista e incluso fue capaz de proyectarse en esa pluma voladora que acompañaba cada paso del actor como notas de una sinfonía orgánica y coexistente. La banda sonora de Here contiene quizás uno de los main themes más bonitos del año en paralelo igualmente a esa manera de trabajar de antaño, tiempos en donde la música de cine transmitía intensidad lírica y una emoción a flor de piel. Acompañan a Silvestri una serie de canciones acertadas que en conjunto sugieren los diferentes cambios de época y modas así como el vestuario. Decir que incluso la temida técnica de rejuvenecimiento facial funciona mejor que de costumbre siendo el plano medio su mejor aliado. Sus imágenes parecen desgarrarse por dentro a medida que el metraje progresa como si estuviéramos a bordo del DeLorean y paseáramos por fragmentos y trozos de nuestra propia vida. Al final los puntos concuerdan en un desenlace tristísimo y trágico, en el que por primera vez la cámara gira en travelling y podemos apreciar, en otro punto de vista, el lado espectral donde habitan los fantasmas de la memoria. Acertadísimo en este sentido los temidos delirios y miedos de la mente rota y descompuesta por el Alzheimer, la enfermedad más desoladora y que mejor relación guarda con el artefacto visual o cómic de Here -esas imágenes divididas y fracturadas en multipantallas-. Un hachazo más en esa manera frugal y todopoderosa del director por moverse en los raíles del gran melodrama norteamericano digno heredero de Douglas Sirk o John Ford. La mitología del director de Náufrago parece haber alcanzado una de sus montañas creativas más altas y fascinantes, es cuestión de tiempo y esperanza que valoremos a esta obra maestra como se merece. ♦


    por David Tejero Nogales
    diciembre 10, 2024

    Crítica | Here (Aquí)

    por David Tejero Nogales | diciembre 10, 2024

    Estrenos

    El corto de Rubén
    El imperio
    Mérida

    Circuito

    Streaming

    Canal
    Ti Mangio
    De humanis El colibrí