|| Críticas | Cannes 2025 | ★★☆☆☆
Renoir
Chie Hayakawa
De la abyección
Rubén Téllez Brotons
Cannes (Francia) |
ficha técnica:
Japón-Francia-Indonesia-Singapur-Filipinas, 2025. Título original: Renoir. Año: 2025. Duración: 116 min. Dirección: Chie Hayakawa. Guion: Chie Hayakawa. Música: Rémi Boubal. Fotografía: Hideho Urata. Compañías: Loaded Films, Kawankawan Films, Happinet Phantom Studios, Dongyu Club, Ici et Là Productions, Akanga Film Asia, Nathan Studios, arte France Cinéma, Daluyong Studios. Reparto: Yui Suzuki, Hikari Ishida, Ayumu Nakajima.
Japón-Francia-Indonesia-Singapur-Filipinas, 2025. Título original: Renoir. Año: 2025. Duración: 116 min. Dirección: Chie Hayakawa. Guion: Chie Hayakawa. Música: Rémi Boubal. Fotografía: Hideho Urata. Compañías: Loaded Films, Kawankawan Films, Happinet Phantom Studios, Dongyu Club, Ici et Là Productions, Akanga Film Asia, Nathan Studios, arte France Cinéma, Daluyong Studios. Reparto: Yui Suzuki, Hikari Ishida, Ayumu Nakajima.
La enfermedad sólo le interesa a Hayakawa cuando la pone en relación con la mirada de su joven protagonista: únicamente hay una secuencia en el hospital en la que no está Fuki presente. El padre desaparece hacia el final de la cinta y ni siquiera hay una imagen de su cuerpo, de su cadáver. La madre recoge su ropa de la habitación vacía mientras la hija, de nuevo, de espaldas a cámara, mira por la ventana, ya convertida en una tabula rasa que la invita a desplegar sobre ella su imaginación, a fabular sobre las posibilidades de convertirse en telépata, o de hacer un nuevo amigo con quien jugar en sus abundantes momentos de soledad. Cuando la niña le confiesa a su profesora de inglés que ha estado en el funeral de su padre, las reacciones no son las esperadas: es la maestra la que rompe a llorar —su padre también murió cuando era pequeña— y, a través de su reacción, Fuki parece —sus gestos hieráticos atenúan la seguridad de una afirmación rotunda— empezar a comprender la magnitud de lo sucedido, a hacerse a la idea de la presencia de un vacío que poco a poco irá tomando cuerpo en su día a día.
Más interesante que la reflexión sobre la oquedad que la muerte genera en la rutina de las personas cercanas al difunto resulta la concisión y sutileza con que la cineasta retrata los esfuerzos que los adultos hacen por alejar a Fuki de cualquier signo que delate la hostilidad del mundo o el dolor inherente que acompaña a la vida. Su profesor le comunica a su madre la preocupación que le genera el uso que la pequeña hace de determinadas palabras —huérfano— que, según él, no deberían utilizar los niños de su edad; la madre de su mejor amiga le pide que no la lleve a ver películas sobre la II Guerra Mundial sin avisarla a ella previamente, etc. Con la excusa de protegerla, los adultos obvian sus dudas, eluden responder sus preguntas sobre la finitud de la vida y le confieren a la muerte un halo sagrado, una mística oscurantista que no le generan sino más dudas.
Ese hiato que separa la percepción de la cotidianidad que tienen los adultos de la que tienen los niños —más concretamente, la protagonista— encuentra su perfecta traducción en los amplios planos generales en los que la directora rueda los interiores cuando la familia está en escena. Con Fuki completamente ajena al drama que está sucediendo en ese mismo instante delante suya, jugando de espaldas a la cámara o viendo la tele o mirando por la ventana o colocando su mirada sobre cualquier espacio u objeto que le ofrezca la promesa de una fuga de la realidad, y con su madre intentando desanudar la contracción emocional que el trágico y torrencial devenir de la vida le está provocando, las composiciones tienen en su interior el núcleo de una curiosa contradicción: el transparente uso de la luz que hace la directora y la sencillez con que el drama está expuesto contrasta con el barroquismo de una composiciones llenas de cuerpos y movimientos. Renoir se hace fuerte en ese tipo de escenas, cuando no aísla las emociones de su protagonista del contexto en el que se desarrollan y explora el modo en que se configura una concepción concreta de la muerte a partir de una serie de gestos, omisiones y frases en apariencia banales. Sus errores, que son bastantes —un empecinamiento en buscar la imagen esteticista con el gran angular; el subrayado dramático a partir de un innecesario uso de la música; la utilización de la cámara lenta en la búsqueda de un lirismo propio de un anuncio de colonia—, van lastrando poco a poco su fluir narrativo. Hay, sin embargo, una escena que pone en cuestión todos los cimientos de la obra, la humildad, sencillez y empatía que supuestamente definen la mirada de Hayakawa. Hacia el final de la cinta, un pederasta está a punto de violar a Fuki, pero el mal aliento de la pequeña le repele. Mientras el abusador le lava los dientes, la cineasta realiza un lento travelling hacia su rostro, enfatizando sus nervios y la excitación que siente, y dejando fuera del encuadre a la niña. Lo abyecto de la secuencia, que no aporta nada a nivel narrativo y se lleva el relato hacia un territorio muy diferente del que estaba transitando, pone de manifiesto, además del absoluto desprecio que la directora siente por su protagonista y de su intención de provocar a toda costa, que la construcción dramática y discursiva que previamente había levantado no era más que una añagaza con la que pretendía que los espectadores trazasen un fuerte vínculo emocional con Fuki para que, así, cuando llegase el momento del shock, el impacto fuese enorme. La escena en sí misma resulta problemática por cuanto tiene de innecesaria, sensacionalista y gratuita, pero el desplazamiento del punto de vista —del rostro de la víctima a la del victimario— que lleva a cabo la directora la convierte en una demostración de miopía fílmica y, por ello, ética. ♦
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