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    Crítica | Nouvelle Vague [Cannes 2025]

    || Críticas | Cannes 2025 | ★★★☆☆
    Nouvelle Vague
    Richard Linklater
    Necesidad y urgencia


    Rubén Téllez Brotons
    Cannes (Francia) |

    ficha técnica:
    Francia, 2025. Título original: «Nouvelle Vague». Dirección: Richard Linklater. Guion: Holly Gent, Vincent Palmo Jr., Michèle Pétin, Laetitia Masson. Compañías: ARP Productions, Detour Filmproduction. Festival de presentación: 78.º Festival Internacional de Cine de Cannes (Competición Oficial). Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: David Chambille. Montaje: Catherine Schwartz. Reparto: Guillaume Marbeck (Jean-Luc Godard), Zoey Deutch (Jean Seberg), Aubry Dullin (Jean-Paul Belmondo), Bruno Dreyfürst (Georges de Beauregard), Benjamin Clery (Pierre Rissient), Matthieu Penchinat (Raoul Coutard), Pauline Belle (Suzon Faye), Blaise Pettebone (Marc Pierret), Benoît Bouthors (Claude Beausoleil), Paolo Luka Noé (François Moreuil), Adrien Rouyard (François Truffaut), Jade Phan-Gia (Phuong Maittret), Jodie Ruth-Forest (Suzanne Schiffman), Antoine Besson (Claude Chabrol), Roxane Rivière (Agnès Varda), Jean-Jacques Le Vessier (Jean Cocteau), Côme Thieulin (Éric Rohmer), Laurent Mothe (Roberto Rossellini), Jonas Marmy (Jacques Rivette), Niko Ravel (Michel Fabre). Duración: 105 minutos.

    En una escena de Antes del atardecer, el personaje interpretado por Julie Delphy negaba la existencia del clímax emocional y físico en el que confluyó la que posiblemente fuese una de las noches más felices tanto de su vida como de la del escritor interpretado por Ethan Hawke. Él afirmaba que diez años atrás, cuando se conocieron en Viena, se acostaron en dos ocasiones; ella sostenía que no hubo más que algunos besos. No era hasta el final de la cinta cuando Celine confesaba haber mentido: los encuentros sexuales con Jesse sucedieron y su recuerdo permanecía vivo en su memoria. Tan vivo que la frustración de su reencuentro le provocó un dolor que le costó tiempo superar. La reminiscencia de lo sucedido en aquel parque al que llegaron tras una larga caminata no era sino el cadáver de una historia que nunca sucedió, la ceniza caliente de una posibilidad que no llegó a tomar forma. Para salir adelante, decidió trasladar un segmento de su recuerdo de esa noche a un fuera de campo de su memoria y, posteriormente, crear una imagen ficticia en la que la palabra fuese la conductora exclusiva que sostuviese y contuviese su intercambio emocional, relegando cualquier acercamiento físico a un segundo plano: así, aquel día en la capital de Austria pasó a convertirse en un conmovedor e interesante paréntesis en sus vidas, en una larga conversación en la que se esbozó un enamoramiento inconcreto; nada más. Ese recuerdo estático y falso, esa cristalización de una imagen ficticia que se alejaba de la realidad tanto como se detenía sobre su conciencia, no era sino la expresión más clara de un romanticismo que Linklater definía como una enunciación preconcebida que no se ajustaba al movimiento que debería describir. Sólo a través de la ruptura de la imagen cristalizada podía volver a respirar la realidad.

    En Nouvelle Vague, el director lleva a cabo dicha operación de ruptura de la imagen romántica que se cierne sobre la imagen real de Godard. El autor de El desprecio no es en la película un artista atormentado cuya genialidad anula al instante su prepotencia, ni una figura deificada que carece de claroscuros; los matices en el retrato y la precisión con que están capturadas las facciones menos amables del cineasta francés son dos de las mejores bazas de la película. Linklater respeta a Godard —por eso no se ensaña con su figura, pero tampoco la despoja de sus aspectos más negativos— y la admiración que siente por su obra está presente en cada homenaje visual que le dedica calcando algunos de sus planos más conocidos para introducirlos en la narración no como reconstrucción de las imágenes originales, sino como signos independientes que operan dentro de la gramática propia de la cinta. El peso de los planos revisitados es, sin embargo, tan grande que el movimiento de Linklater no puede librarse de la sombra de la referencia metacinematográfica directa. Aun así, la distancia irónica, pero empática, que el director toma con respecto a su personaje le confiere a las imágenes una levedad y un desenfado que las salvan de convertirse en crisálidas referenciales aplastadas por su constante pretenciosidad.

    Que el acercamiento al Godard-humano se lleve a cabo a través de la tangencialidad de unas anécdotas que, por momentos, rozan la banalidad termina de enterrar el trascendentalismo que podía haber embargado la propuesta. Linklater compone el mosaico del rodaje de Al final de la escapada a partir de sus momentos cotidianos, de los tiempos muertos en los que Godard se quedaba en silencio a la espera de que una nueva idea iluminase su inspiración o en los que Jean Seberg expresaba su descontento con el caótico ambiente que imperaba en el set y amenazaba con irse; no hay épica, tampoco espacio para que la sensación de que se estaba escribiendo un capítulo fundamental en la historia del cine arraigue en las secuencias. El gusto de Linklater por la construcción desde lo circunstancial deriva, paradójicamente, en un fetichismo por los nombres —Truffaut, Rohmer, Chabrol, Melville, Bresson, Cocteau; son los casos más conocidos, pero en total hay más de treinta personalidades del momento presentadas frente a cámara con nombres y apellidos—, las citas —Roma, ciudad abierta, El halcón maltés, Pickpocket— y los acontecimientos más insustanciales —anécdotas íntimas sobre envidias y amores— con cuya acumulación reconstruye el caparazón mitómano de las imágenes y vuelve a convertir a los personajes en seres de otro mundo, en genios que merecen más atención que su propio trabajo. Muchos de los cineastas citados aparecen como siluetas sin gran profundidad dramática, como figurines a los que el director admira y a los que les rinde el mismo —caprichoso— homenaje que le niega a Godard. Así, Linklater no ensalza y mitifica a un realizador en particular, sino a una generación en su totalidad —no solo de directores, también de productores, críticos, montadores y directores de fotografía.

    Lo mejor de Nouvelle Vague es el carácter lúdico que el realizador le confiere al rodaje de una película, la diversión desacomplejada que los personajes sienten mientras planifican un movimiento de cámara o ensayan unas líneas de diálogo: el cine como suculento alimento que nutre y define a un grupo de jóvenes apasionados por las imágenes. Todo esto no evita que la cinta padezca de una languidez, de una falta de propósito que la convierte en un pequeño y contradictorio juguete cinéfilo de movimiento limitado. En determinado momento, Godard, citando a Rossellini, afirma que una película debe surgir de una necesidad, de una urgencia por contar algo. Esa urgencia no existe en el largometraje de Linklater: la necesidad de mirar el mundo es negada al inicio del metraje —a través de un paneo, el director convierte un plano general de las calles de París en uno de la azotea en la que se reúne la flor y nata del mundo del cine— en favor de un ombliguismo tan ligero que no deja huella alguna ¿Por qué filmar el rodaje de Al final de la escapada? La respuesta, como las propias imágenes de la película, se nos escapa de entre las manos. ♦


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