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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Enzo [Cannes 2025]

    || Críticas | Cannes 2025 | ★★★☆☆ ½
    Enzo
    Laurent Cantet & Robin Campillo
    La máscara endeble


    Rubén Téllez Brotons
    Cannes (Francia) |

    ficha técnica:
    Francia, Bélgica, Italia, 2025. Título original: Enzo. Duración: 102 min. Dirección: Robin Campillo. Guion: Laurent Cantet, Robin Campillo. Fotografía: Jeanne Lapoirie. Compañías: Les Films de Pierre, France 3 Cinéma, Page 114, Les Films du Fleuve, BE TV, RTBF (Télévision Belge), Lucky Red. Distribuidora: Ad Vitam. Reparto: Eloy Pohu, Pierfrancesco Favino, Elodie Bouchez.

    El título de la película lo refleja con transparencia: Enzo habla del yo, de un yo adolescente definido por el carácter exacerbado de sus percepciones subjetivas, de unas emociones que ocupan su campo de visión y que subordinan todo cuanto se encuentra a su alrededor al orden de sus impulsos más caóticos. Para Enzo, el mundo es un almacén lleno de retazos vitales ajenos de los que disponer cuando sea necesario, un archivo abierto al que acudir cuando quiera apropiarse de la imagen del dolor de alguien, un parque de atracciones cotidianas en el que no existe una concepción de la solidaridad que no se encuentre embalsamada entre los caracteres de la consigna más vacía y, paradójicamente, egoísta. Así, un abismo se abre entre lo que Enzo es y lo que pretende —o proyecta— ser: proveniente de familia burguesa —la madre, a regañadientes, llega a confesar en determinado momento que gana seis mil euros al mes—, en la que no faltan ni el translúcido chalet de diseño —la fachada está enteramente construida con mármol y cristal— ni la piscina, ni las fiestas con champán y canapés gourmet, ni la ropa de marca, ni los fines de semana en barco, trabaja como aprendiz de albañil debido a una mala conciencia de clase —expresada en todo momento con una pomposidad y afectación que insinúan la posibilidad de que no sea más que una máscara de falsa compasión con la que pretende agrandar su ego— que le hace repudiar el estilo de vida que llevan sus progenitores y alejarse de sus valores.

    Repudia a sus padres, sí, y no hace esfuerzos por ocultar ese —supuesto— odio visceral que le provocan sus impúdicos derroches, aunque no por ello rechaza sus regalos o sus viajes al extranjero durante el periodo vacacional. En la primera secuencia de la película, Enzo hace una pequeña pausa mientras trabaja en la obra para mirar con cierta melancolía hacia el cielo que, limpio de nubes, le aplasta con el calor de un sol torrencial. En su forma de fruncir el ceño se atisba una única certeza: esa superficie despejada, de un azul encendido, ha sido a lo largo de su vida una fuente de placer sensorial o estético que indicaba el inicio de la temporada estival, no un castigo atmosférico que convertía las sombras de los árboles o los interiores de los edificios en los únicos espacios habitables. En pocas palabras, el énfasis que Campillo y Cantet ponen en su gesto facial es la prueba irrefutable de que, cuando las temperaturas suben por encima de los veinticinco grados, Enzo está acostumbrado a refugiarse en su piscina o en su salón con aire acondicionado. Más adelante, la exteriorización su desdén hacia el trabajo —ha llegado tarde bastantes veces, se esfuerza más bien poco— pondrá de manifiesto que para él no es más que un juego, por mucho que, delante de sus padres, diga que se quiere dedicar a ello toda la vida porque le gusta trabajar con las manos. La sospecha, por tanto, de que sus palabras no se ajustan a su forma de pensar comienza a hacerse palpable.

    De boquilla afirma sentirse identificado con sus compañeros de trabajo, todos de clase obrera, pero no duda en dejarlos tirados en mitad de la jornada cuando, en la primera escena, su jefe le reprende por haber construido mal un muro. Su reacción ante cualquier conflicto es la huida y, por eso, cuando en el tercio final de la película discute con su padre y se marcha de casa, los directores filman su huida de la misma forma —plano general y suave paneo de seguimiento— que lo hicieron en la secuencia de apertura. Dejar a su padre con la palabra en la boca cuando le dice algo que no le gusta y abandonar a sus compañeros con una carga de trabajo inesperada cuando le dicen que ha hecho algo mal son, para él, acciones semejantes que surgen de un mismo sitio. La irreverencia de niño rico y consentido mueve sus pasos y el hiato que separa la clase social a la que “quiere” pertenecer y a la que pertenece se evidencia a medida que avanza el metraje. Es precisamente ahí, en la exploración de ese desajuste que se produce de forma ineludible en el mecanismo de la autopercepción del protagonista debido a la alienación de un yo que declara su odio hacia la ostentación y la riqueza y, sin embargo, es incapaz de desligarse de un lenguaje, unos gustos y unos comportamientos burgueses, donde la película se hace grande.

    Los directores siguen el día a día de Enzo desde una distancia de seguridad que les permite indagar en el porqué de sus decisiones y medir la grieta sideral que separa su identidad y la mal acoplada máscara con la que la intenta difuminar, pero que, al mismo tiempo, evita que las imágenes se conviertan en un producto afectado de su subjetividad. Cantet y Campillo consiguen así descifrar el hermético proceder de su protagonista confrontando sus buenas intenciones con una serie de evidencias materiales —las prendas de ropa, la comida, los vehículos—, lingüísticas —su forma de hablar está atravesada por una jerga neoliberal que, por poner un ejemplo, diferencia entre grandes y pequeñas aspiraciones— y corporales —esas manos devenidas en sismógrafo del yo— que funcionan como irrefutables signos que delatan su procedencia de clase y, en última instancia, el motivo que organiza su comportamiento: la rebeldía contra todo lo que sus padres representan como forma de romper con la monotonía de una vida que le aburre. No se puede obviar, sin embargo, que en su tercio final la propia cinta se convierte en una fiel representación de todo lo critica y sube los decibelios de su discurrir dramático, enfatiza en exceso los peores rasgos de sus personajes y apuesta por la emoción antes que por la idea, precisamente para alejarse del ajustado tono monocorde, pausado y silencioso que había trazado durante la primera hora de metraje. Enzo es, en sus mejores momentos, un desgranamiento de los comportamientos de una burguesía que se disfraza para paliar su aburrimiento, y, en los peores, en un drama algo complaciente y satisfecho de sí mismo que se disfraza para ocultar su carácter burgués. ♦


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