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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | The Shadowless Tower (白塔之光)

    || Críticas | Berlinale 2023 | ★★★★☆
    The Shadowless Tower
    Zhang Lu
    Faro y espejo


    Luis Enrique Forero Varela
    73ª Berlinale |

    ficha técnica:
    China, 2023. Título original: «白塔之光». Dirección: Zhang Lu. Guion: Zhang Lu. Compañías productoras: Lu Films, China Emei Film, Great Luck Films, Patrizia La Fonte, KO Media. Fotografía: Diego Tenorio. Música: Thomas Becka. Intérpretes: Xin Baiqing (Gu Wentong), Huang Yao (Ouyang Wenhui), Tian Zhuangzhuang (Gu Yunlai), Nan Ji (Nan Ji), Wang Hongwei (Li Jun), Li Qinqin (Gu Wenhui) y Wang Yiwen (Xiao Xiao). Duración: 144 minutos.


    anexo| Cobertura de la Berlinale 2023


    Cuatro años después de Fukuoka (2019), el chino Zhang Lu (Yanbian, 1962) regresó a la Berlinale, esta vez a competición, con The shadowless tower (2023), una obra sólida, rica en contenido narrativo y metanarrativo, con una asombrosa atención al detalle, donde cada mínimo elemento forma parte del relato. La lentitud a la hora de desenvolver la narración opera aquí prácticamente como un personaje, pues no satisface meramente una necesidad de proporcionar el espacio necesario para establecer el marco dramático; más que un tema o un recurso, el tiempo cumple además la función de compañía a sus personajes. Por lo tanto, sin la presencia de este ritmo expositivo, no se acabaría de comprender la historia ni la experiencia que The shadowless tower nos ofrece. Teniendo en cuenta este aspecto, el dilatado prólogo del filme resulta menos una caprichosa pirueta estilística que la más ingeniosa y consecuente vía con la que dar inicio al argumento. Cuando este concluye y la cámara apunta en un paneo hacia la torre a la que hace referencia el título, precediendo justo la aparición de los créditos iniciales, entonces lo comprendemos todo.

    Gu Wentong (Xin Baiqing) no parece estar en una situación fácil: vive solo en lo que fue la casa de su madre, ahora compartimentada en su estudio de paredes blanquecinas, que, confiesa, se antoja similar a un hospital —la habitación contigua la ocupa un joven de provincia aspirante a modelo a quien el corazón no le permite reprochar la dificultad para ponerse al día con los pagos—. Lleva un par de años divorciado y, aunque quiere a su hija pequeña más que a sí mismo, ha decidido, por el bien de la niña, que sean su hermana Gu Wenhui (Li Qinqin) y su cuñado Li Jun (Wang Hongwei), con una vida más estable, quienes la críen. La recoge a la puerta del colegio, cuida de ella, a su manera, a pesar incluso de sus limitaciones y defectos —pone a prueba la paciencia de su hermana, acudiendo a su casa en la madrugada con unas copas de más, solo para ver a su «smiley» (apodo traducido al inglés) dormir por unos breves instantes—. Hace tiempo que abandonó sus ambiciones de poeta, y ahora ocupa sus días trabajando como crítico gastronómico de pequeños restaurantes tradicionales, casi condenados a la desaparición. Las conversaciones cotidianas que tiene con Ouyang Wenhui (Huang Yao), la joven fotógrafa de sus reseñas culinarias, lo llena de un sosegado y nuevo impulso vital, aunque parece existir una barrera emocional enorme que lo impide dejarse llevar —el exceso de educación y buenas maneras protocolarias que ella le reprocha ocultan algo más, un episodio traumático.

    El detalle que dinamita o más bien revive el conflicto interior llega de la mano de un sencillo elemento, sutil como la película misma: en una rutinaria visita ritual al cementerio, la familia halla un ramo de rosas junto a la tumba de la madre de Gu Wentong. El desconcierto antecede a la curiosidad y una preocupación tal, que su cuñado Li Jun, depositario de los secretos familiares —rol descrito por el personaje con una metáfora bellísima: «un monje externo canta las mejores canciones»— decide ofrecerle veladamente una confidencia en un trozo de papel: la dirección y el teléfono de su padre, Gu Yunlai (Tian Zhuangzhuang), a quien Gu Wentong no ve hace más de cuarenta años. Se revela entonces, muy discreta y lentamente, el conflicto interior del protagonista, enraizado con lo más profundo de su ser y determinante en el modo en que ha llevado su vida hasta el momento. Lo que en un principio se presenta como un tímido preludio, las llamadas al número del teléfono en el papel y la voz ronca y cansada de Gu Yunlai preguntando al contestar al aparato si se trata de una equivocación, desemboca irremediablemente en un viaje físico y emocional orquestado por Zhang Lu con una delicadeza y una inteligencia tremendas. Gu Wentong decide desplazarse a la pequeña región de Beidaihe —lugar de donde, por cierto, procede la propia Ouyang Wenhui, y que representa también para ella, por sus propios motivos, un espacio de emociones conflictivas— en busca de su padre. Aprovecha los paseos diurnos de este para colarse a escondidas en la destartalada vivienda; observa las fotos ajadas, las cintas de videocasete pausadas, fuma incesantemente, riega la planta de interior —muy similar a la que él mismo tiene en su casa—. Con cada tímida visita de Gu Wentong al lugar, que es más bien una celda de exilio que una vivienda, va enviando casi involuntariamente sondas de comunicación, esperando obtener algún tipo de explicación acerca aquel oscuro y vergonzoso evento que obligó a Gu Yunlai a abandonar su hogar y destruyó la familia, casi inconfesable. Esta búsqueda, muy lentamente, va generando sus frutos, y crea un muy frágil puente de comunicación entre los dos, expresado en pantalla un una serie de pequeñas rimas visuales muy acertadas. Gestos que, como decíamos un poco más arriba, corroboran en esta película la presencia del tiempo como una compañía, pero no solamente como tiempo lineal, pues las tentativas de aproximación entre el padre y el hijo se producen en el mismo espacio pero en momentos temporales distintos —por ejemplo, el padre compra la misma marca de tabaco cuyas colillas encuentra al regresar de sus paseos, y deja la cajetilla sobre la mesa de noche, con un cenicero, como una invitación hospitalaria al diálogo con el visitante sospechosamente cercano—. De entre los objetos de su padre que toma entre las manos, el que más le llama la atención es el ábaco, porque le recuerda la fascinación que tiene su pequeña hija por las matemáticas.

    A lo largo del metraje nos encontramos con una nutrida cantidad de elementos simbólicos, perfectamente integrados, que proporcionan múltiples capas de complejidad narrativa y belleza poética. En la rueda de prensa posterior a la proyección, un periodista preguntaba a Zhang Lu acerca de la constante presencia de espejos en los que la excelente fotografía Piao Songri encuadra Gu Wentong, o en el personaje los se observa a sí mismo, y el director contestaba: «El mundo en el que vivimos es un mundo de espejos, lleno de reflexiones y refracciones; este además es el entorno en el que nosotros, los cineastas trabajamos […] Cuando miramos a alguien, hay muchas cosas en las que podemos no reparar cuando lo miramos directamente, pero, mediante un espejo, es posible que encontremos elementos que no hayamos observado antes […]». Gu Wentong busca incesantemente comprender la historia de su padre, que es, de algún modo, la suya propia, temiendo repetir sus errores y estar condenado a su mismo camino de soledad. Por tanto, sus ojos están muy atentos al propio reflejo, como intentando descubrir algo hasta ahora ignoto. El elemento simbólico más poderoso es, sin ninguna duda, la torre que da título al filme. Se trata el Templo de la Torre Blanca, una pagoda budista, al este de Beijing, que destaca prominentemente sobre los tonos grisáceos de la ciudad. Esta construcción, de la que se dice en el acervo popular que no proyecta sombra —únicamente a miles de kilómetros, en el Tíbet—, es a la vez un faro, una guía para el protagonista, quien, observándola, consigue ubicarse en el laberinto de la ciudad y también en su laberinto emocional; y funciona también como sosias de sí mismo, dado que a tiene la impresión de no proyectar sombra alguna en el presente, en el hoy, por causa del doloroso pasado de sus antecedentes familiares y la relación con su padre, cuyo reflejo teme —la repetición de sus errores— pero, a la vez, necesita. Porque verse reflejado en el otro también significa entender al otro, sincronizarse en la empatía y recibir como refracción de sabiduría el conocimiento de uno mismo. The shadowless tower es un ejercicio de filigrana narrativa, asombrosa en su opulencia discursiva y simbólica. Goza de la rara cualidad de engrandecerse con el tiempo; de tal modo que, en un segundo, tercer o cuarto visionado, hallaremos aún más elementos que completarán progresivamente la experiencia audiovisual. Zhang Lu ha conseguido una película soberbia. Imperfecta —¿y qué?—, orgánica y mutable, como todas las cosas hermosas de la vida y, sin ninguna duda, magnífica.


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