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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Le grand chariot

    || Críticas | Berlinale 2023 | ★★★★☆
    Le Grand Chariot
    Philippe Garrel
    La estirpe en extinción


    Luis Enrique Forero Varela
    73ª Berlinale |

    ficha técnica:
    Francia, Suiza, 2023. Título original: «Le grand chariot». Dirección: Philippe Garrel. Guion: Jean-Claude Carrière, Caroline Deruas-Garrel, Philippe Garrel, Arlette Langmann. Compañías productoras: arte France Cinéma, Close Up Films, Rectangle Productions. Fotografía: Renato Berta. Música: Jean-Louis Aubert. Intérpretes: Louis Garrel, Damien Mongin, Esther Garrel, Lena Garrel. Duración: 95 minutos.


    anexo| Cobertura de la Berlinale 2023


    El veterano Philippe Garrel (París, 1948) regresó a la Sección Oficial de la Berlinale, tres años después de Le sel des larmes (2020), con una película personal y emotiva, en la que se exploran los lazos familiares en el ejercicio de una actividad artesanal y tan anacrónica como hermosa. Le grand chariot (2023) es el título del filme y el nombre de la compañía de teatro de marionetas que tres generaciones llevan adelante, día a día, con el viento en contra, como un reducto de autenticidad y honestidad en un mundo que condena la pureza. El linaje y la compañía de teatro se presentan desde el inicio del metraje como una curiosa institución híbrida, cuyos lazos en común desdibujan la categoría estanca de una u otra. El oficio de titiritero, que comenzó con la abuela, continúa en la sangre del padre (Aurélien Recoing) y sus tres hijos, Louis (Louis Garrel), Lena (Lena Garrel) y Martha (Esther Garrel), con la ayuda del nuevo miembro, Pieter (Damien Mongin) —a través de cuyos ojos de recién llegado se nos presentan las dinámicas del teatro y la familia, en austeras secuencias ordinarias, como la preparación del desayuno—. Esta actividad forma parte esencial de su propia identidad, y las relaciones de unos con otros están profundamente vinculadas al ámbito profesional. Así, la abuela cumple funciones de costurera de los muñecos, el padre es el director y representa el espectáculo junto a sus tres hijos. Pese a sus modestas ganancias, de su vida azarosa y no exenta de serias dificultades, sienten que su trabajo forma parte de algo más grande que la vida misma, y se arriesgan, ponen en juego su salud y economía para sostener esta práctica, como el mismísimo titán mitológico Prometeo, quien robó el fuego del Olimpo para entregarlo a la humanidad, sin temor al castigo divino. Con esta convicción tan firme mantienen viva su rutina de espectáculo, independientemente de la cantidad de espectadores. Confían en su entusiasmo y compromiso, transmitidos de generación, y en su fuerza colectiva para continuar el proyecto.

    El ejercicio profesional de este grupo casi de magos de lo cotidiano emana una belleza seductora. Y la perspectiva formal que ha elegido para retratarlo Garrel, junto con su director de fotografía Renato Berta, es muy sencilla y prácticamente sin ningún artificio formal, más allá de una o dos reglas básicas. La fuerza de la observación de estos personajes pletóricos, manipulando los brazos articulados de los muñecos, y la réplica de las risas infantiles, al otro lado de las bambalinas, resultan en una armonía orgánica, conjurada por las manos expertas de un maestro en las artes cinematográficas con décadas de experiencia. Es más: el propio rodaje y los elementos externos de la película de alguna manera está conectado con su temática narrativa y su carga discursiva, dado que el director ha contado con sus tres hijos para realizar este largometraje. Si la médula del filme es la supervivencia de la profesión teatral, Garrel no se frena de hacer discurrir el guion —escrito por el propio director, junto a Jean-Claude Carrière, Arlette Langmann y Caroline Deruas Peano— por digresiones acerca de la vida de sus miembros, quienes, aun llevando a cabo la actividad paralela que sea, parecen siempre estar mirando con un ojo al Grand chariot, una presencia constante y omnipresente. Lejos de él, la diletante vida sentimental de Pieter, o el enamoramiento progresivo de Lois por la ex esposa de aquel, que ocupan cierto espacio en la película, constituyen fragmentos menos atractivos.

    Debido al estrecho vínculo entre el chariot y la familia, la longevidad y estabilidad del proyecto depende de la salud de sus miembros. Por tanto, la destrucción de la obra artística depende de algo tan falible como un cuerpo. La desgracia se presenta a la puerta con el trágico fallecimiento del padre, el soplido de un viento imparable contra el castillo de naipes que es el Grand chariot; momento a partir del cual comenzará una terrible decadencia. La muerte del padre fractura el alma de los descendientes, pero sobre todo la de su propia madre, la abuela y fundadora, cuyos incipientes y tímidos síntomas de demencia se aceleran velozmente, en una progresión dolorosa; las hermanas han de compatibilizar ahora las actividades profesionales de su tour con el cuidado de la anciana, cuya presencia en las giras nunca se pone en duda, a pesar de las evidentes dificultades, pues ella es parte indisoluble. Su salud merma rápidamente, desembocando en una muerte menos sorpresiva y, sin embargo, sin un ápice menos de sufrimiento para sus seres queridos. Y es que la muerte de la abuela representa por una parte el final de la utopía, del arte como fuerza de metamorfosis, de aquel remoto Mayo del 68 de espíritu combativo —que una de las hermanas comparte, con su activismo furioso en la organización FEMEN—; pero también supone un espacio vital para que los herederos decidan qué hacer con el legado. Louis, consumido por la frustración, toma este hecho como la oportunidad de lanzarse sin reparos hacia su carrera de actor, mientras que Lena y Martha deciden aguantar e intentar mantener operativa la esperanza. Pieter, ahora casi un hermano adoptivo, decide, por su parte, abandonar progresivamente la compañía para centrarse en su carrera como pintor, lo cual no le trae la estabilidad económica o mental que deseaba, sino que lo sume más en un estado de enajenación.

    Cuando pesadilla que atormentaba a Lena, un sueño horrible en el que un fuerte temporal destruía el teatro, se convierte en realidad, se trata menos de una profecía autorrealizada que una mera cuestión de causalidad. En el fondo, dentro de los miedos más inconfesables de la joven ya se encontraba la certeza de que, sin el padre, sin la abuela, el final del largo y digno recorrido de la agrupación acabaría llegando. Siendo inevitables tales acontecimientos desafortunados, la decadencia era solo cuestión de tiempo. Una noche de fuertes lluvias, el viento atroz derriba un árbol que aterriza sobre la cochera que guarda el escenario, poniendo amargo fin a sus días de esplendor. Aun así, la obcecación de Lena y Martha continúan más allá de donde la suerte no alcanza. Así,  Le grand chariot es una conmovedora película, sobria y personal, que retrata a la familia como institución frente a la adversidad, donde cada miembro ejecuta su parte y cumple su función en este núcleo de resistencia. También es un homenaje a las artes y oficios como ejercicios de potencia transformadora, que merecen ser rescatados como mementos del sueño utópico de las generaciones pasadas.


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