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    Cine Alemán Siglo XXI

    Ibérico 2022 (III)

    || Festivales
    Ibérico 2022
    Tercera sesión
    Tercera crónica del Festival Ibérico de Cinema de Badajoz - 28ª edición


    David Tejero Nogales
    Badajoz |

    fechas
    | Del 19 al 23 de julio en Badajoz, Olivenza y San Vicente de Alcántara |

    Existe una larga tradición de miradas infantiles en el cine. Para los cineastas el punto de vista de la niñez sirve para ahondar en problemáticas que atañen principalmente a los adultos. Creo que era François Truffaut quien decía que «solo se pueden hacer películas de niños hablando y escuchando a los niños porque si no todo va a ser impostado y falso, no va a ser real». Por una parte hemos querido filmar la todavía mirada limpia e inocente de los niños sin obedecer a sus propios lenguajes o percepciones. En otro sentido hemos escuchado lo que tenían que decirnos llevando los relatos a un punto de asombro, como si fuéramos esos niños y quisiéramos emular nuestra infancia. Sin duda los mejores directores han dotado a esa niñez de unas garantías emocionales para testificar horrores de nuestro mundo. Los niños son pequeños quijotes en un mundo de gigantes, lo cual hace de su mirar una verdadera guerra de trincheras entre los escombros de la realidad. Supo verlo Rossellini en su Alemania, año cero (1948), o toda la corriente neorrealista de los años 40 y 50, y por supuesto Truffaut , síntoma de la cultura de occidente a la hora de captar los conflictos de la niñez según sus condiciones, clases o contextos sociales. El famoso travelling de Los cuatrocientos golpes, o los niños que sufren y miran, testigos del dolor de sus padres, en las tristísimas películas de Vittorio De Sica (El limpiabotas, Ladrón de bicicletas), son ejemplos de una formula narrativa muy usada en el cine. A mí sin embargo me fascinan las vueltas de tuerca infantiles elevadas a cotas mucho más perversas y oscuras. El británico Jack Clayton era todo un experto en ese mirar del horror que habita en los niños de sus mejores obras. En A las nueve cada noche (1966), siete hermanos se ven obligados a intercambiar papeles de adultos en pro de la supervivencia, llegando incluso a tener que enterrar a su madre en el jardín para poder cobrar la pensión y mantenerse así todos juntos. En ellos reside un miedo atroz a tener que abandonar el lecho materno y acabar por separados en distintos orfanatos o lugares de acogidas. Clayton explora el horror de la soledad infantil desde posturas terroríficas. Lo hace en Suspense (1961, basada en una novela de Henry James y embrión de Los otros de Amenábar), o en clave más lúdica y fantástica en El carnaval de las tinieblas (1983, adaptación de un relato de Ray Bradbury). Esa idea, aunque lejos del género, está en la clásica Matar a un ruiseñor (Robert Mulligan, 1962), aunque un servidor prefiera El otro (1972), del mismo director, para articular discursos de angustia y consternación. En España, Carlos Saura quizás sea el cineasta que mejor ha sabido filmar la mirada de los niños; fácil perdernos en los gigantes y expresivos ojos de Ana Torrent (Cría Cuervos), o en Pajarico (1997), donde la mirada cándida y transparente de los niños no logra rebajar los pecados de sus mayores. La muerte, desde Secretos del corazón (Montxo Armendáriz, 1997), hasta La lengua de las mariposas (José Luis Cuerda, 1999), ha sido tabú en esos niños que también sufren, y también miran, en nuestra cinematografía.

    Todo viene al caso porque si tenemos que hallar un leitmotiv o un denominador común en los cortometrajes de esta edición, está claro que las historias contadas desde los puntos de vista de las personas más jóvenes están siendo notorias e importantes. En la primera sesión Farrucas o Chaval; en la segunda La senda y Harta, y en esta Nur y Abir, Perpetua felicidad y Silent Storm, como representantes de esa misma idea o categoría.

    Nur y Abir (Manu Gómez, 2021) narra la amistad entre dos niñas palestinas que sueñan con ir a la playa juntas. Lo que debería ser algo natural y cotidiano se convierte en espejismo chocando con la realidad que atraviesan sus entornos. Un sueño vaporoso al que agarrarse como única salida del horror. Del azul mar al rojo sangre. El realizador sitúa la acción en el contexto de los bombardeos sufridos en Gaza en el 2014. En ellos murieron más de 1.500 civiles de los cuales unos 600 eran niños.

    En Perpetua felicidad (Isa Luengo, Sofia Esteve, 2021) convergen la exploración de la identidad sexual con la dificultad de comunicación entre padres e hijos. Alma (Garazi Urkola), canta en el coro del pueblo, su padre es el director de la coral pero ha perdido el habla a causa de una grave enfermedad. El eje del relato establece vasos comunicantes entre el entorno, el pueblo, las nuevas costumbres de la juventud frente a los mayores, y la mirada de Alma, en una búsqueda de sí misma y de la necesidad de explorar nuevas sensaciones. Dos líneas, padre e hija, y un puente en el que acabar entendiéndose.

    El cine asiático rehúye de los arquetipos y formulas occidentales en sus historias de niñez. Por ejemplo el cine de Koreeda siempre suele introducir temas relacionados con la familia y la infancia, sin embargo a diferencia de otros realizadores sus recursos excavan en la psicología de los personajes siendo la mirada del niño una mirada reflexiva y no solo la de un testigo de los hechos. Silent Storm (Grace Hsia, 2021) [cabecera] manifiesta un arraigo sensible hacia esa mirada contemplativa, muy acorde con el paisaje. La cámara sigue a un niño y su ternero. La idea es sentirnos parte de esa vida de niño. Una plasmación onírica y sensorial, no tanto de los entornos, como del interior del propio niño. Hsia acierta, con un tema actual e omnipresente como la Covid, enseñándonos esa vida sencilla de unos agricultores del sur de China. La directora se encuentra actualmente desarrollando el guion de su primer largometraje, Los días fuera de casa.

    Luz de presencia
    Diogo Costa Amarante
    La entrega (Pedro Díaz, 2022) se nutre de la imperial, colosal presencia de Ramón Barea. El actor encarna a Armando, un anciano de 80 años con un trauma que le impide salir a la calle. Su único contacto con el exterior es un rider que le trae diariamente la compra. Un ordenador, enviado por su hijo desde el extranjero, cambia por completo la rutina de Armando, hasta el punto de removerle las entrañas. Díaz muestra la dualidad de las nuevas tecnologías en las personas de avanzada edad, por un lado lo ven como una amenaza, pero por otro, más pronto que tarde, acaban familiarizándose con ello y dándole uso. Para Armando internet es un aliado, el detonante que va a sacar a flote todos los fantasmas que habitan en su corazón. El director ya indagó en la pérdida de un ser querido en su corto Mal de sangre (2014). Ese duelo, y angustia se perciben en el rostro de Barea, quien logra transmitir las emociones necesarias para empatizar con el personaje. El silbido, tarareo de una canción (Vuelve amor, interpretada por Zenet), que poco a poco va cogiendo forma, es el perfecto mecanismo narrativo de su conmovedora historia.

    La cota portuguesa la pone el cortometraje Luz de presencia (Diogo Costa Amarante, 2021). Una noche lluviosa empapa las calles de una ciudad cualquiera de Portugal. Un retrato de la soledad y de los seres que habitan la noche. La película de Costa Amarante evoca a esa Roma de Federico Fellini, en su viaje por los clubes nocturnos y salas de fiesta de la noche romana. Una pantalla que perfora y extrae soledad de las profundidades. Labores de excavación o arqueología en la necesidad mundana de amar y ser amados. La voz en off le da un toque poético, una carta con destinatario incierto, palabras hacia ningún lugar o hacia ninguna parte, suspendidas o perdidas en el espacio.

    El productor (Juanma Suárez, 2021) ganó el premio al mejor cortometraje en el último Festival de Cine Europeo de Sevilla. Un homenaje al mundo del cine teñido de crítica y socarronería. Suárez se basa en la tradición del cine de la picaresca, el de los maestros Berlanga, Fernando Trueba o José Luis García Sánchez. Esas mismas raíces españolas están presentes en los detalles de montaje y puesta en escena, como el aprovechamiento del despacho en el que transcurre la acción del filme (gran uso del formato scope), o la música de Pablo Cervantes con pizzicatos tejiendo melodías bufonescas y un toque popular. Arturo (Antonio Dechent) es la figura trasnochada y totalitaria del productor rancio de toda la vida. El arranque, con esos afiches ficticios, los recortes de prensa, o fotografías de Arturo, dibujan un espacio atemporal, un limbo en el que cómodamente durante años ha permanecido aislado, incapaz de mantener relaciones afectivas con nadie.


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