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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | A E I O U: A Quick Alphabet of Love

    Recuperando el propio cuerpo

    Crítica ★★☆☆☆ de «A E I O U: A Quick Alphabet of Love», de Nicolette Krebitz.

    Alemania, Francia, 2022. Título original: «A E I O U - Das schnelle Alphabet der Liebe». Dirección: Nicolette Krebitz. Guion: Nicolette Krebitz. Compañías productoras: Komplizen Film, Kineo Filmproduktion Peter Hartwig, Kazak Productions. Presentación oficial: Sección oficial de la Berlinale. Dirección de fotografía: Reinhold Vorschneider. Intérpretes: Sophie Rois, Udo Kier, Milan Herms, Nicolas Bridet. Duración: 104 minutos.

    A E I O U: A Quick Alphabet of Love, de Nicolette Krebitz, da la impresión de ser dos películas soldadas en una. La primera parte está planteada como una fábula, con la ligereza de una voz en off paciente y con un especial detalle a la sensorialidad de su protagonista. Anna (Sophie Rois), una solitaria actriz, ha visto días mejores, llenos de fama y glamour. En la actualidad realiza pequeños papeles, trabajos por encargo, o cualquier cosa que le ayude a ponerse al día con el alquiler. Guarda en un armario los pocos objetos personales que dejó su marido tras fallecer, que atesora, sin saber muy bien cómo llenar el resto del espacio. Duerme en el sofá, pues no es capaz de entrar a la habitación en la que él pasó sus últimos momentos, y su único vínculo humano con el mundo parece ser el vecino de abajo —un desaprovechado Udo Kier. Sin embargo, en esta cotidianidad asordinada ocurre algo inesperado, un estímulo: una noche, al acercarse al bar de costumbre, un desconocido le arrebata el bolso y sale corriendo. Es en ese breve momento de fricción donde se produce el tacto, donde ella forma una conexión. Este desconocido, obra de la casualidad —o no, dado que, recordemos, estamos en una fábula—, reaparecerá en su vida bajo el nombre de Adrian (Milan Herms) y la categoría de paciente, de alumno, dado que se trata de un joven en una situación social delicada, que necesita ayuda para mejorar sus dotes de dicción y habla en público. Anna acepta el trabajo porque necesita el dinero, y, al ver cara a cara al futuro alumno, vuelve a tener la sensación de estar presenciando un momento de importancia emocional.

    Las lecciones de pronunciación comienzan en el apartamento de Anna. Por primera vez desde haber enviudado, se atreve a cruzar la puerta de la habitación de su marido, y la acondiciona para dar paso, en cierta medida, al futuro. En este espacio reducido el vínculo entre ambos va tomando intensidad de manera progresiva. Cada uno disfruta conociendo al otro. Adrian aprende que la crepuscular Anna ha tenido que enfrentarse toda su vida a los prejuicios de género, y ha sido tratada por la opinión pública primero como un objeto decorativo y luego como una flor marchita; y ella se ha esforzado por combatir aquel machismo que la quiere despojar de su identidad, y reclamar un lugar para sí misma. Paralelamente, ella realiza, además, una terapia introspectiva, en la que consigue dialogar con su pasado, llorar de una vez la muerte del hombre al que quería y darse cuenta de una obviedad: que ella, a sus sesenta años, todavía sigue viva. Quiere seguir viva. De modo que, sorprendentemente, comienzan a acecharla las emociones que creía ya extintas, ya irrecuperables, mientras participa en una dinámica en apariencia inofensiva, la de profesora-alumno, que lleva a Anna y Adrian a un lugar insospechado y difícil de etiquetar.

    Resulta destacable cómo la inversión de género que Krebitz realiza de una dinámica tan retratada en el cine es capaz de generar pequeños efectos interesantes y, sobre todo, resignificar el mito, insuflándolo de la energía de nuevos discursos. La clase rutinaria, cuya excusa original era la preparación para presentarse a una obra de teatro de un programa de inserción social, pronto se torna un espacio íntimo para ambos, en el que todo lo demás carece de importancia; un lugar en el que ambos están a salvo del tiempo y, sobre todo, de los prejuicios. Los prejuicios contra Anna, pues la crueldad de la normativa social le ha negado la posibilidad de ser dueña de sí misma por partida doble —mujer y no-joven—, pero también contra Adrian, un muchacho sin familia ni perspectivas de futuro, casi al borde del abandono por parte de las instituciones, y reducido meramente a una cifra por un sistema de estado del bienestar que finge interesarse, cuando en realidad hace la vista a un lado ante la presencia de sus individuos más vulnerables y menos dignos de exhibición. De esta manera los dos protagonistas, unidos por el rechazo de la comunidad, encuentran sosiego y felicidad el uno en el otro.

    A E I O U: A Quick Alphabet of Love, Nicolette Krebitz.
    Competición de la Berlinale 2022.

    «Resulta destacable cómo la inversión de género que Krebitz realiza de una dinámica tan retratada en el cine es capaz de generar pequeños efectos interesantes y, sobre todo, resignificar el mito, insuflándolo de la energía de nuevos discursos [... Sin embargo] la segunda parte de la película genera una sensación de estar ensamblada a la fuerza».


    Esta es una relación afectiva, por los motivos arriba expuestos, tremendamente frágil. Al igual que las aves que un día Adrian regala a Anna —imagen cargada de un significado evidente—, su amor es vulnerable, y ambos que temen resulte dañado o imposibilitado por agentes externos que nada tienen que ver con la ternura y la torpe sensualidad con la que se comunican dentro de los muros del apartamento de Anna. Una voz en off recorre uno a uno los tropos del enamoramiento, sumando como factor discursivo la reflexión acerca de cómo los mecanismos sociales transforman a la persona que envejece en un casi un objeto al que se le niega el derecho al mundo sensorial y al placer, como si tales muestras de humanidad pareciesen menos dignas cuando la piel pierde su lustre. De Adrian conocemos poca información, y su constante actitud hierática puede sugerir algo de maniqueísmo, como si, más que un personaje, se tratase de un instrumento para el renacimiento de Anna, como mujer y como ser humano. Si esta fue la intención de su directora, que también ha escrito el guion, lo cierto es que la dinámica funciona, pues este filme existe por y para su protagonista, encarnada muy notablemente por Sophie Rois. De hecho, tal es el grado de intimidad con que busca confinar entre los muros de la casa a estos dos personajes, tal es la sencilla belleza de la compañía mutua que se busca retratar, que ocurre un cierto efecto de desequilibrio, pues se forma la noción de que los demás personajes, habitantes, extras no son reales, sino meros decorados sin entidad propia, cuya única función es estar al servicio de su pareja protagonista.

    La segunda parte de la película, como mencionamos al principio, genera una sensación de estar ensamblada a la fuerza, pues parece parte de otra idea, inclusive a pesar de estar anticipada en la primerísima escena, desde el inicio, con una situación confusa que solo entendemos llegando a los últimos compases. Los acontecimientos episodio del viaje a Montecarlo, ciudad como escenario sin prejuicios donde Anna y Adrian consiguen expresar libremente un amor intenso y sincero, se precipitan de manera atropellada, virando por momentos hacia el thriller como género sin aportar mucho al conjunto, más allá de la confirmación de una suerte de premonición trágica o profecía autorrealizada de sus personajes, como si ellos mismos no acabasen de creer que merecen la felicidad. Así pues, la discordancia de tono en la película como resultado es inevitable. Quizás esta es la mayor tara de AEIOU: contravenir los aciertos de sus ideas, en cierta manera autosaboteándose.


    Luis Enrique Forero Varela |
    © Revista EAM / 72ª edición de la Berlinale


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