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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Ghost Song

    Vivir y morir en Houston

    Crítica ★★★★☆ de «Ghost Song», de Nicolas Peduzzi.

    Francia, 2021. Director: Nicolas Peduzzi. Guion: Nicolas Peduzzi, Aude Thuries, Léon Chatiliez. Producción: GoGoGo Films. Montaje: Nicolas Sburlati, Jessica Menendez. Música: Jimmy Whoo. Fotografía: Laeticia de Montalembert, Francesco di Pierro, Nicolas Peduzzi. Duración: 80 minutos.

    Hay dos profetas en Houston. Una es una rapera cuyas letras anuncian la venida del fin y esconde bajo la rudeza de sus letras el miedo a acabar baleada y ser otra artista muerta en el gueto. El otro es un adulto que quiere ser niño cuyo TDAH le condujo a un camino de adicciones que ahora combate haciendo sonar alaridos de dolor en una guitarra. Conectados por la música, la primera se esconde en una jaula de oro y el segundo huye de la jaula de oro que le construyó su padre. Recorren unas calles difuminadas por la lluvia en la que los coches parecen ataúdes enterrándose en las grietas del asfalto; drogadictos en las esquinas y una sociedad que ha convertido sus adicciones en fetiches con los que disimular el dolor de la realidad. Una nueva crisis de los opiáceos sacude Estados Unidos mientras las guerras de bandas son una vieja crisis. Estos dos profetas no se cansan de anunciarlo mientras un huracán se acerca y, de repente, vivir en Houston es como vivir en una Sodoma en la que los ángeles son balas de plata y el único dios es el fuego blanco que entra por tu nariz y te hace sentir que quizá se pueda aguantar unas horas más.

    En Ghost Song todos abandonan toda esperanza. El documental de Nicolas Peduzzi extiende el tenebrismo de sus imágenes por todas partes. Uno se siente asfixiado por el barullo humano de los tugurios y las calles a medida que la música folk y el rap hardcore escriben un Testamento en honor a una divinidad cuyo cuerpo se transmuta en papelinas y bolsitas de plástico. Secuencias elaboradas extienden la oscuridad dejada por neones rotos y ahondan en un telurismo terrorífico en el que la Naturaleza lanza un huracán para limpiar la ciudad. Las palabras se declaman y las letras de las canciones sirven al director para entretejer dos relatos de vida tan nihilistas como imbuidos de un hedonismo determinista: hay que disfrutar hasta morirse, hay que matarse para disfrutar. Un documental siempre al límite de la abstracción porque apenas pueden intuirse los contornos de la ciudad. La periferia es más un estado de ánimo que un lugar y lo underground un modo de vida de quienes saben que se encuentran bajo el sofá donde se barre todo aquello que no se quiere ver.

    Adentrarse en la propuesta de Peduzzi consiste en asimilar la capacidad de la imagen para lanzar presagios y evocar una estética de la premonición. El documental tiene un carácter mistérico ya que para acceder al potencial destructor de sus imágenes hay que acceder a un extraño culto a un tipo de cine en el que los constructos de realidad y ficción son solo un rito iniciático. La vivencia de pertenecer a un filme que piensa en la imposibilidad de explicar racionalmente la marginalidad y el olvido institucional; de ahí ese giro maldito hacia una espiritualidad cuyos dogmas entran en el folleto de cualquier asociación contra las adicciones. Contra la oficialidad del Estado, los personajes de Peduzzi construyen una experiencia de vida politeísta: hay divinidades para cada adicción, ningún complejo de mártir y alguna promesa de no ser feliz. La muerte simbólica de estos dos profetas consiste en diluir su vida en la ficción y esperar que la cámara les dignifique un poco, les otorgue la capacidad de construir un altar desde el que al menos poder confesar que pagan por pecados ajenos. Cuando vuelvan a casa, algunos les saludarán; pero no con el júbilo con el que reían sus bromas. Pasarán unos años enfermos en una casa de memoria. Y no harán lo que las normas consideran apropiado. Y no aceptarán toda pena que puedan acaparar. En las imágenes grabadas se dieron cuenta de cómo los ojos de una persona pasaron de a otras personas que parecían completas. Qué tarde y qué frío hace. No viene nadie, salvo la cámara de Paduzzi para desvelar ese olvido, esa marginalidad, ese lamento por un pasado arrebatado.

    Ghost Song es una experiencia mistérica, frustrante y supersticiosa. Un documental que se limita a conservar el punto de vista underground de sus desarrapados y les deja lamentarse en paz. Sus imágenes perduran como un recordatorio de la marginalidad y un presagio de lo que esa marginalidad acarreará. William y OMB Bloodbath esperan al huracán sin saber si eso limpiará la ciudad o la destruirá. Una indeterminación vital que consigue que todo el relato esté atravesado por un latido tanático y una pulsión nihilista y existencialista en la que no hay espacio para autocompasión, didactismo o reforma. Solo la desnudez de la lluvia limpiando la suciedad y la certeza brutal de unas canciones que probablemente sean el último aullido de una generación a la que le ha sido arrebatada la oportunidad de un hogar. Vivir o morir en Houston termina por superar su dualidad para convertirse en una única alternativa disfraza de falso dilema.


    Javier Acevedo Nieto |
    © Revista EAM / 18ª edición del Festival de Sevilla


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