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    Crítica: Roubaix, une lumière

    En los confines del mundo

    Crítica ★★★★☆ de «Roubaix, une lumière», de Arnaud Desplechin.

    Francia, 2019. Título original: Roubaix, une lumière. Dirección: Arnaud Desplechin. Guion: Arnaud Desplechin, Léa Mysius. Compañías de producción: Why Not Productions / Wild Bunch. Presentación oficial: Festival de Cannes. Fotografía: Irina Lubtchansky. Música: Grégoire Hetzel. Reparto: Roschdy Zem, Léa Seydoux, Sara Forestier, Antoine Reinartz, Sébastien Delbaere. Duración: 120 min.

    El comisario Daoud (Rosmy Zen) y el teniente Cotterel (Antoine Reinald) conversan en la terraza de un hotel. Un plano general los sitúa en lo alto del edificio, el humo de sus cigarros se mezcla con las ráfagas humeantes del vapor de las chimeneas. A pesar de ser invierno, vísperas de Navidad, los tonos dorados, y la luz mortecina casi medieval potencian el lado humano, íntimo ,de la conversación. Desde la terraza divisan todos los confines del mundo, de su mundo. Entonces la cámara adopta el punto de vista de un estratega, la de un señor de la guerra oteando los horizontes de sus dominios. En lo alto de la torre del castillo, el comisario señala con el dedo cada uno de los puntos cardinales del paisaje: «Hacia el lado izquierdo tenemos Bélgica, con sus bares de «chica». Al otro lado está Tourcoing, detrás Lille, tras las chimeneas podemos entrever Epeule, y si miras bien casi podemos ver la escuela donde aprendí francés con apenas siete años, y al otro lado del parque, mi instituto». Toda su infancia está presente en el paisaje. De esta forma el cineasta francés Arnaud Desplechin da uniformidad a sus pensamientos proyectándose en la escena y convirtiendo Roubaix, une lumière (2019) un filme de ecos autobiográficos. La ciudad de Roubaix, lugar de nacimiento del propio director, es el escenario en el que los acontecimientos se desarrollan. La figura estoica, del comisario Daoud, podría entenderse como álter ego, o quizás más bien de imagen romántica, idealizada de lo invisible. La memoria del autor de Tres recuerdos de juventud (2015) se guarda y queda fijada en la película, filma las calles de una de las ciudades más pobres de Francia con cierta melancolía; una melancolía propia de la mirada reciente, de un cine que tiende a unificar lazos sentimentales sin abandonar los enfoques semirealistas, el examen documental de un crisol de personas de distinta índole, raza, y orígenes confinados en un mismo espacio.

    En estos tiempos difíciles algunos hemos tenido que transformar nuestro hogar en un templo en el que confinarnos, la terrible realidad ha hecho que nuestras casas sean ciudades; nuestras habitaciones, pueblos; nuestras esquinas, calles. Otros hemos tenido que reconvertir nuestra mirada trabajando en lugares que antes de la pandemia veíamos más lejanos, como albergues improvisados, de gente en exclusión social, o personas sin techo, que diariamente han sido obligados a utilizar la calle como su único hogar. Gente a merced de las calamidades de la noche, criados en el albor de la violencia, y en el fragor de la batalla, la más dura, la de las adicciones y la pobreza. Estos nuevos mundos, improvisados, temporales, pero de fuerte carga emocional, están llenos de gentes de todo el mundo, de diversas condiciones sociales o culturales. La multiculturalidad nos lleva a la idea de torres de Babel, espacios en los que la convivencia no siempre es fácil, pero que demuestran el lado más heterodoxo y grotesco de la vida. Por eso la mirada de Desplechin pone el ojo en Roubaix, región que a lo largo del tiempo ha ido acogiendo a ciudadanos de otros países y comunidades. La abundante inmigración la erigen en uno de los lugares más problemáticos de Francia, con una amplia población musulmana; además, los sucesos recientes no ayudan, tildándola desgraciadamente de cuna del yihadismo. Debido a ello su alta tasa de paro y pobreza no para de crecer, la desligan de sus fronteras, siendo un territorio abandonado cuyos espacios y tiempos, geográficos, históricos y sociales, la reducen a un limbo nacional. La película filma con precisión esa miseria; casas semiderruidas, la elevada criminalidad, el caos, el fuego, los coches abandonados, las familias disfuncionales. La diversidad está presente en imágenes que adoptan múltiples perspectivas. Una realización que mueve el eje de la cámara obligándonos a cambiar la vista, a virar de un lado a otro, posicionándose con numerosos ángulos. La cinta va de lo coral, del incesante devenir de personajes, del microcosmos, tanto exterior como interior, a lo particular, a lo íntimo. Del plano abierto, al primer plano, cerrado. En primer término, la comisaría de policía, retrato documental, que presta mucha atención a los detalles; véanse los interrogatorios, el trabajo de campo, las pesquisas en la investigación, etc.…después al foco sentimental, personal, la melodía triste de una canción que aguarda en las entrañas del personaje del comisario.

    Desplechín deconstruye la figura del policía heroico, no aquel que acomete heroicidades o que adopta un perfil de héroe griego o de guerrero fiero e imbatible, sino aquel cuya existencia se debate en sus andares, en sus gestos o miradas. Una figura en la que se prolongan líneas de expresión que abarcan siglos. Un medio para entendernos a nosotros mismos. Daoud es médium ligando conversaciones con sus otros Yo, al fin y al cabo fue también un extraño, uno de los primeros inmigrantes en llegar a Roubaix. Su pasado, es el de muchos. La bellísima escena del cuadro refuerza esa sobrecarga de melancolía residual. Los pequeños detalles; las fotografías en el espejo, filmadas de puntillas, sin darle tiempo al espectador para que ponga nombres o rostros concretos a la familia del comisario, la mirada hundida en el cuadro de un pueblecito, o ciudad de Argelia, probablemente lugar de nacimiento de Daoud, todo ello alberga un estado de romanticismo, una sumisión a los lazos y raíces antiguas. Sin embargo, ese otro mundo proyectado en el cuadro, en el que tanto su mirada como la nuestra busca hundirse, perderse, son fugas en el espacio y en el tiempo. La superposición de mundos es más que una elipsis gigantesca que engloba la memoria de tantos y tantos hombres y mujeres que han dejado atrás familias enteras. En este caso el pasado se concibe como parte de una culpa. Apreciamos arrepentimiento en las palabras del protagonista. En la misma escena de la terraza del hotel Cotterel se interesa por saber qué pasó con su familia, preguntándole por qué todos se fueron menos él, a lo que el comisario responde: «la pregunta correcta sería por qué me quede yo». Estas ideas no deben tomarse por casuales cuando en todo el relato queda pendiente de un hilo, suspendido el peso hereditario. Otro ejemplo lo vemos en la relación de Daoud con un sobrino suyo. Las visitas a la cárcel manifiestan una relación rota entre ambos, no sabemos realmente lo que pasó, aunque parece que el sobrino culpa al tío de su encierro. Pero el trasunto del guion abarca mucho más cuando uno de los funcionarios quiere saber de dónde proviene ese odio y esa negación y el comisario elude una respuesta concreta dejándolo en manos de una retórica más amplia e interesante: «la culpa es del odio hacia los padres, o de los padres de sus padres». Entre líneas, los ventanales emocionales de la película condensan la carga sanguina.

    Roubaix, une lumière, Arnaud Desplechin.
    Direccions | DA Film Festival | Sección oficial del Festival de Cannes.


    «Una obra bien narrada que nos toma por testigos, transparente y natural, y que goza, como no podría ser de otra manera en los tiempos que vivimos, de sofocante melancolía».


    La primera escena de la cinta sucede de noche porque las luces navideñas de la ciudad quedan imantadas en los cristales del coche. La cámara acoge un paisaje cegador al dejar que esos reflejos dibujen encuadres neblinosos. Una especie de gas nocturno que inocula la peligrosidad de la noche. La noche se mueve, los colores amarillentos, anaranjados, nos conducen al fuego. La imagen de un vehículo ardiendo es el comienzo. En estos primeros compases los planos desenfocados se alternan con planos subjetivos. El resto serán escenas de continuidad que interpelen al espectador que debe identificarse con los escenarios antes que con los personajes. Luego los primeros planos, los rostros, serán los que pidan paso ocupando la mayor parte del protagonismo. No se trata tanto de buscarle homenajes al cine noir o al policíaco francés, que de una u otra forma están presentes en las imágenes, sino más bien en los márgenes teóricos del género. La atmósfera, pujando por el verismo en los interiores, elude paralelismos evidentes, pero en definitiva no es muy complicado hallar trazas de otras filmografías y otros títulos policíacos de renombre. La descripción del comisario, como hemos subrayado en numerosas ocasiones, mantiene comunicación directa con arquetipos de policías ilustres del cine. Se aprecia una simbiosis peculiar en la fisionomía, y en la silueta, con los diversos roles y rostros que el actor Alain Delon ha ido interpretando a lo largo de su carrera. No únicamente en lo obvio, a los silencios, y pocas palabras de los personajes melvillianos, también a la morfología de los actores, al canon de belleza masculina, lo apolíneo de sus rostros. Los seductores métodos del comisario, su cadencia y psicología van en consonancia a su físico, a la elegante disposición de su cuerpo. Una versión moderna, humanizada, de los policías de los filmes de Jacques Deray o José Giovanni.

    La habilidad del director francés consigue que el contexto y derivas filosóficas de la historia no pasen desapercibidas, lo cual lejos de traicionar su estilo, aguardan en un segundo plano. El pensamiento de Simone de Beauvoir, de hondo calado existencial, brota en muchos de los conceptos de la película, un dato fundamental, porque determina totalmente los designios de las dos chicas asesinas. Desplechin rueda la relación directa de Claude (Lea Seydoux), y Marie (Sara Forestier), envueltas en una cadena de acontecimientos que les harán pagar de una u otra forma sus actos monstruosos. Las miradas de las dos mujeres, cuyos designios fatales e irremediables no impiden valorar su intensa humanidad, están fijadas tanto entre ellas, como por parte del comisario o del resto de compañeros del cuerpo policial, con una peculiar forma de comunidad. La empatía que despiertan es fruto de la naturaleza de los otros, y a su vez, el espectador se identifica con el dolor de los verdugos. Incluso por un breve instante encontramos imágenes que recuerdan a Robert Bresson, como los bellos planos de la celda de aislamiento en donde Marie es enfocada desde fuera a través de los cristales translucidos, similares a una escena en la cárcel de El dinero (1983), testamento bressoniano. Esto no quiere decir que exista una justificación del mal, al contrario, las mujeres sufren una extraña transformación que la cámara traspasa, dejándolo fluir mediante correspondencias tanto filosóficas como teatrales. Esta representación nos conduce al último tercio de la cinta en el que vemos representar la escena del crimen como si de un último acto se tratara. El director indaga en el ejercicio de la metaficción, al recrear la escena jugando con las posibilidades expresivas del teatro de la realidad. Esa manera de confundir y entablar diálogos del arte con la vida cotidiana ya estaba presente en otros títulos del cineasta, como Esther Khan (2000), el teatro como medio para vivir y reconocerse; o en Los fantasmas de Ismaël (2017), cine dentro del cine. Pero esto no es todo. Roubaix, une lumière, puede interpretarse también como una regresión, habida cuentas del rastro que dejan tras de sí los personajes. El comisario bucea en su pasado. Se deja extrapolar a un cuadro como única imagen de su infancia. El teniente busca compañía, sintiendo una entrañable admiración por su superior. Y las dos chicas se comportan como adolescentes, ocultando sus actos e impidiendo mirarse directamente a los ojos, a pesar del amor que sienten la una por la otra. Para completar la psicología la música de Gregoire Hetzel ejerce de continuo e incesante acompañamiento, un manto musical que no quiere parar y que mece y arropa a los personajes, a modo de canción de cuna o arrullo para niños. Una obra bien narrada que nos toma por testigos, transparente y natural, y que goza, como no podría ser de otra manera en los tiempos que vivimos, de sofocante melancolía | ★★★★☆


    David Tejero Nogales |
    © Revista EAM / Festival de Sevilla


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