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    Crítica: This is Not a Burial, It's a Resurrection

    «...mas los muertos nada saben»

    Crítica ★★★☆☆ de «This is Not a Burial, It's a Resurrection», de Lemohang Jeremiah Mosese.

    Lesoto, 2019. Título original: This is Not a Burial, It's a Resurrection. Dirección: Lemohang Jeremiah Mosese. Guion: Lemohang Jeremiah Mosese. Compañía: Urucu Media. Presentación oficial: Orizzonti de la Mostra de Venecia. Música: Yu Miyashita. Fotografía: Pierre de Villiers. Reparto: Jerry Mofokeng, Tseko Monaheng, Makhaola Ndebele, Siphiwe Nzima-Ntskhe, Mary Twala. Duración: 120 minutos.

    Con su último trabajo hasta la fecha, el lesotense Lemohang Jeremiah Mosese vuelve sobre algunos temas abordados en trabajos previos como For Those Whose God is Dead (2013) o Mother, I Am Suffocatting. This is My Last Film About You (2019). A saber, la relación entre el destino de un individuo y el de su comunidad, el valor de lo ancestral frente al impulso arrollador del progreso, o la reinterpretación de lo mítico en clave naturalista, pero sorteando la mirada atrincherada del etnógrafo. En This is Not a Burial, It's a Resurrection, la elección del formato 4:3, toda una declaración de intenciones, nos permite contemplar apenas fracciones de un radio de acción generalmente más amplio, que permanece fuera de campo, o al que llegamos, movimiento de cámara mediante, demasiado tarde como para poder interpretar lo que sucede con exactitud; se crea de este modo una tensión interna en el plano que refleja el desconcierto de los habitantes del lugar con respecto a los cambios que vienen y, especialmente, la melancólica desubicación de Mantoa, la protagonista. A menudo, son las arrugas de su rostro, cinceladas por la edad y el dolor, las que desbordan los opresivos encuadres. Mantoa dice: «No quiero volver a dormir para no tener que despertarme más». Todos sus seres queridos han desaparecido, y ella decide rebelarse contra la misma Ley de Dios deseando una muerte que la esquiva una y otra vez.

    Es loable que Lemohang Jeremiah Mosese consiga situar esta crónica colectiva en torno a un mundo en transformación en el improbable punto exacto que media entre la frialdad documental y la inmersión en el universo íntimo de los personajes. Nos genera dudas, no obstante, su apuesta por un esteticismo que se erige en constante manifestación de brillantez técnica, pero que en ocasiones puede antojarse impostado e incluso —dado el talante preciosista de algunas tomas— contrario a los intereses de This is Not a Burial, It's a Resurrection. Un sentido de la ostentación que colisiona contra esa nobleza con que la obra pretende alinearnos con las problemáticas de un microcosmos que se enfrenta a su posible extinción identitaria. A veces, este aspecto impide que el filme florezca como ficción, transfigurado acaso sin buscarlo en un ensayo sobre su propia creación. Dicho de otro modo: en un ejercicio acerca de las herramientas que ha empleado el realizador y guionista para adoptar una determinada moral de las imágenes y sus relatos, eludiendo con lucidez los no pocos peligros —el paternalismo, la «exotización» o la entomología involuntaria— que afronta el cine contemporáneo a la hora de aproximarse a realidades distantes del predominante eje euroamericano.

    Tanto el conflicto —la oposición de los lugareños a la construcción de una presa que inundaría el cementerio local— como el carácter que rige los actos de la heroína —descendiente clara de Antígona en su lucha sorda y solitaria contra el statu quo— abonan el terreno de lo arquetípico, y Mosese opta en este sentido por un calculado raquitismo dramático, evitando que This is Not a Burial, It's a Resurrection se detenga innecesariamente en los meandros de un cuento que prefiere incidir en aspectos artísticos. Al ya mencionado rigor formal se le suma la implicación del largometraje —que anula toda perspectiva meramente observacional— en los ritmos cotidianos y costumbres de la zona, únicamente acotada por la narración superpuesta de un anciano que, mientras toca la lesiba, ahonda en las connotaciones fabulosas y líricas de lo que ocurre en pantalla. Es precisamente ese destartalado bar desde el que el hombre invoca la historia donde nos posicionamos como espectadores —el único espacio que el cineasta delimita concienzudamente, empleando un giro de cámara de 360º—, y que nos impulsa, como su «incompleta» puesta en escena, a tomar púdica distancia de una realidad social y cultural que nos resulta ajena.

    This is Not a Burial, It's a Resurrection, Lemohang Jeremiah Mosese.
    Transicions | DA Film Festival.

    «Cuanto más profunda es la conexión de Mantoa y los suyos con sus antepasados, más se cargan de vigor las imágenes de This is Not a Burial, It's a Resurrection: los bailes, las canciones y las reuniones comunales abarcan el tramo central de una película donde la pugna por el sino de unas tumbas se confunde con el júbilo de quienes se niegan a abandonar esa tierra que es más que hogar; es su Historia». 


    Tan solo la poesía articulada por el narrador es susceptible de acceder a la pesadumbre que tortura el cuerpo y el alma de Mantoa, quien, en su aguerrida defensa de la dignidad de los muertos, colma de vitalidad el estrecho universo que habita, y tiende un puente —en tanto mujer a punto de transmutarse en espectro— entre quienes son y quienes han sido. Un disruptivo y chirriante tejido sonoro nos permite casi imaginar algo de lo mucho que tiene lugar tras su rostro inescrutable, cerrado incluso a la posibilidad de un llanto catártico. Cuando la esperanza se ha perdido definitivamente y la gente de Nazareth ha renunciado a toda voluntad, un milagro sucede por la vía más inesperada: Mantoa avanza hacia una muerte segura, desnudándose, entendiendo que es su última oportunidad de reposar en la región que la vio nacer. Los planos de ella avanzando de espaldas hacia el destino fatal, que permanece convenientemente desenfocado, se intercalan con otros de una niña que sigue sus pasos, y que termina frente a la cámara presenciando el suicidio en primera persona. Una imagen vedada a los espectadores, solo reflejada en los ojos de la pequeña. La testigo de la resurrección a la que se refiere el título.

    En la Nazareth de This is Not a Burial, It's a Resurrection, los vivos solamente pueden comprenderse gracias a los muertos. Parafraseando al viejo que evoca la historia de Mantoa desde una silla esquinada, «los muertos han enterrado a los muertos»: una vez hayamos culminado nuestros días, nada nos definirá mejor que la relación que mantuvimos con quienes nos precedieron. El espacio que confiamos a lo ancestral es, en el fondo, el único capaz de calibrar el estadio espiritual de una sociedad. No es de ningún modo baladí que, cuanto más profunda es la conexión de Mantoa y los suyos con sus antepasados, más se cargan de vigor las imágenes de This is Not a Burial, It's a Resurrection: los bailes, las canciones y las reuniones comunales abarcan el tramo central de una película donde la pugna por el sino de unas tumbas se confunde con el júbilo de quienes se niegan a abandonar esa tierra que es más que hogar; es su Historia. Cuando el éxodo obligado de los nazarenos parezca sellar su derrota, la chica sin padre y sin madre que recoge el testimonio del fin de Mantoa se convertirá en hija y heredera de un mundo que cargará con ella allá adonde marche el pueblo, condenado a emigrar de sí mismo | ★★★☆☆


    Ignacio Pablo Rico Guastavino |
    © Revista EAM / Madrid


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