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    Crítica: Dwelling in the Fuchun Mountains

    Magistral

    Crítica ★★★★★ de «Dwelling in the Fuchun Mountains», de Gu Xiaogang.

    China, 2019. Título original: 春江水暖/Chun jiang shui nuan. Dirección y guion: Gu Xiaogang. Productores: Huang Xufeng, Zhang Qun, Li Jia, Song Jiafei, Suey Chen, Ning Xiaoxiao, Liang Ying. Fotografía: Yu Ninghui, Deng Xu. Montaje: Liu Xinzhu. Sonido: Li Danfeng, Ma Cong. Música: Dou Wei. Intérpretes: Qian Youfa,Wang Fengjuan, Zhang Renliang, Zhang Guoying, Sun Zhangjian, Sun Zhangwei, Du Hongjun,Peng Luqi, Zhuang Yi, Sun Zikang. Compañías productoras: Dadi Film, Qu Jing Pictures, Factory Gate Films. 150 minutos. Presentación en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 2019.

    ¿Hasta dónde se puede prolongar un plano sin que este parezca pretencioso o artificial? ¿Cómo conjugar una herramienta efectista, pero en muchas ocasiones insolvente, como el plano secuencia, con la narración para que la armonía se mantenga y esa fluidez en el contar haga pasar desapercibido el elemento escogido? El primer largometraje de Gu Xiaogang, Dwelling in the Fuchun Mountains es alarmantemente preciso en todas estas decisiones técnicas. Algo significativo ya que su anterior obra, Planting for live, procede del mundo del documental y está filmada de formada modesta en el mundo rural agrícola. El título de la película hace referencia a un cuadro capital en la historia de la pintura china, bautizado con el mismo nombre, algo así como Moradas en las montañas de Fuchun, cuya historia es tan apasionante como para justificar cualquier película por sí mismo. El cuadro, en la actualidad, se encuentra dividido en dos piezas fruto de la mente alterada de alguno de sus propietarios a lo largo de los siglos, estando una de ellas en el museo de Hangzhou (región cercana a la del rodaje) y la más larga en Taiwán, una paradoja que también serviría para explicar parte del entramado de esta película desbordante en la que ningún personaje parece encontrarse completo durante el lapso temporal en que se desarrolla, algo que tampoco queda claro sin riesgo a equivocarse; podría ser un año, pero puede que no, que entre una estación y otra haya transcurrido más tiempo. Ese cuadro el director lo va a reproducir en imágenes, y va a darle vida hasta el punto de hacernos partícipes de un entorno como si fuéramos integrantes del mismo. Tal es la organicidad de los planos, el detallismo pictórico nada enfático ni pretencioso, que esa mirada al entorno natural en el que viven los personajes nunca parece gratuito ni de relleno, sino necesario para contrastar lo permanente frente a algo tan prosaico como la posesión material que obsesiona a muchos de los protagonistas.

    Hay en la película un argumento básico a partir del cual las ramificaciones se extienden tanto como la imaginación y la atención del espectador quiera hacer funcionar. Es una historia familiar alrededor de un tronco común, la anciana madre de cuatro hijos varones que, durante la fiesta de su 70 aniversario, sufre un ataque vascular que merma su capacidad intelectual convirtiéndola en dependiente. Ya sólo esa larga escena de la celebración familiar y su abrupta conclusión sirve de señal anticipatoria de cómo va a poder desarrollarse visualmente el resto de la apuesta. En ese maremágnum de invitados, discursos, conversaciones, la cámara va moviéndose con delicadeza y parsimonia buscando, siempre buscando algo, porque es así durante toda la película como Xiaogang articula su guion. Cuando la cámara se mueve lo hace hacia un diálogo, o un lugar, o una emoción compartida. Nada es gratuito en el movimiento; acercándose a las personas que estamos escuchando descartando a las nada tienen que ver, o siguiendo a un nadador que se empeña por avanzar más deprisa que su enamorada mientras esta camina por el interior del parque que rodea la ribera del río hasta el punto de reunión.

    Tras la enfermedad, las obligaciones, ausencias, carencias, de cada uno de los hijos haría temer un drama familiar en la peor línea del último, e irremisiblemente perdido, Zhang Yimou. Nada que temer, porque la excusa familiar no es desaprovechada por el director para dedicar tiempo a todos sus personajes, muchos, de tal manera que el espectador puede hacerse una idea nada sucinta de su personalidad e intereses. La abuela, 4 hijos y 2 nueras, y 2 nietos con sus respectivos proyectos de pareja son analizados y dibujados sin esquematismos, a veces con no más de dos secuencias significativas, pero es que, aunque la película dure más de dos horas y media, nada es excesivo en Dwelling in the Fuchun mountains y todo tiene su duración justa. Nada escapa al ojo de Xiaogang siguiendo a los hijos de la enferma, porque donde quiere llegar es a hacer categoría a partir del ejemplo individual; el hijo mayor que sigue con el negocio familiar, el pequeño problemático lleno de deudas, los dos intermedios, encapsulados entre el ejemplo del hermano mayor y la mala influencia del menor, y así pareceríamos inmersos en el mismo ambiente y relato que el escogido por Wang Bing para Mrs. Fang, aquel tremendo documental de una mujer que va desapareciendo víctima del Alzheimer en medio de un entorno familiar en el que el hijo mayor, y su esposa, asumen una carga por el peso de la tradición.

    春江水暖, Gu Xiaogang.
    La joya del D'A Film Festival de Barcelona.

    «Tal es la organicidad de los planos, el detallismo pictórico nada enfático ni pretencioso, que esa mirada al entorno natural en el que viven los personajes nunca parece gratuito ni de relleno, sino necesario para contrastar lo permanente frente a algo tan prosaico como la posesión material que obsesiona a muchos de los protagonistas».


    Este documental igualmente filmado en un entorno donde el agua es esencial para la supervivencia, parecería filmado en los años previos a los que les toca vivir a los protagonistas de Dwelling in the Fuchun Mountains, porque este sería otro de los principales componentes de la película de Xiaogang: filmar el cambio, la transformación brutal, deshumanizada y mercantilista de la presente China, en la que la concepción familiar del respeto por los mayores y su cuidado va degradándose por la inoculación masiva del virus del capitalismo más salvaje, aquel que es capaz de eliminar ciudades enteras para rehacerlas desde la presunta modernidad, arrasando con cualquier sentimiento de comunidad y desplazando a los individuos de un lugar a otro como mero mobiliario urbano. Así lo tradicional va quedando arrinconado por las nuevas torres de viviendas levantadas en tierra de nadie como barrio dormitorio de la capital cercana, Hangzhou. La promesa de un metro que les acerque a la megaurbe hace olvidar a los habitantes el privilegio de seguir disfrutando de un entorno natural preservado pero amenazado. La gentrificación no existe en el vocabulario de estos personajes, pero la sienten, con un agravante, que toda su ciudad se ha gentrificado y los precios del boom inmobiliario no les permite comprar a los precios actuales, al tiempo que sus recuerdos, su identidad, va desapareciendo pareja a la demolición de sus viejas casas a la que asisten impotentes.

    Lo que les ocurre a los personajes es más o menos importante en función de lo que nos interese el avance concreto del relato, pero lo trascendente es asistir a esos vaivenes emocionales provocados por dos corrientes antagónicas y siempre demoledoras para el espíritu humano. Mantener la tradición es tan nocivo como apostar por la modernidad, imponer un comportamiento acarrea insatisfacción recíproca y permanente, aunque socialmente sea lo que se espera. Ante esa imposibilidad de ser libre, o de sufrir por serlo, Xiaogang no desaprovecha la oportunidad de introducir a un personaje que no sufre, pero tampoco parece esperar nada, el hijo con síndrome de Down del hermano pequeño sería ese espíritu gentil ajeno a los avatares de la tradición y el capitalismo salvaje, como si sólo desde la inconsciencia, o desde el anestesiamiento, fuera posible afrontar día a día tantos retos complicados como los que la familia de la película intenta superar a partir de la enfermedad de la madre. Los escenarios de Jia Zhang ke y su Naturaleza muerta, La ceniza es el blanco más puro o Platform cobran vida en la región de Fuyang donde Xiaogang filma su película; como también entran en juego las tramas negras y corruptas de Diao Yinan, aunque sólo sea para introducir, acertadísimamente, un giro narrativo que aligere el drama familiar; o una sola escena, como la del hijo que trabaja en una empresa de demoliciones y recoge recuerdos ajenos hasta sentirlos como parte de sus propias carencias, acomoda el ritmo a otra maravilla del cine chino reciente The Pluto moment de Zhang Ming.

    春江水暖, Gu Xiaogang.
    Presentada en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes.

    «La única duda ante tan gran película es si, como siempre, aguantará en el recuerdo más allá de su primera, y estremecedora, visión y si después de este esfuerzo y resultado puede seguir creándose algo tan grande en el futuro. Si es así podemos haber encontrado un nuevo elefante blanco de la cinefilia mundial, otro director chino, pero no uno más».


    Y aunque hemos citado a varios de los ejemplos del más reciente y excelente cine chino de los que podría extraerse algún tipo de referente que ha influido en el director novel, a los que se podría añadir a Bi Gan y al desaparecido Hu Bo, hay en esta primera película de Gu Xiaogang algo que diferencia su apuesta de todos los anteriores y crea su propio estilo. Si, cerrando el círculo, Bi Gan es el maestro del prodigio técnico del plano secuencia, los breves pero sentidos elementos así rodados por Xiaogang no intentan crear un efecto hipnótico en el espectador, sino, por el contrario, hacerle sentir transportado por la corriente de un río hasta llegar al puente, acompañar a una pareja paseante que se está enamorando o buscar al espíritu de una difunta alrededor de los lugares más cercanos a su domicilio. El plano, la secuencia, se vuelven tan orgánicos que parecemos nosotros los que estamos viviendo ese momento junto con los actores, estamos envueltos en una atmósfera nada artificial, nada onírica, nada irreal, al revés, es tan tangible que no puede ser más que reflejo de la verdad y la maestría del oficiante. El equilibrio permanente entre imagen y sentimiento hace que la narración se acerque más a un cuento de las cuatro estaciones que a una saga familiar. Hay un uso de la familia como metáfora de un país en transformación que, anclado a una legendaria herencia, incorpora a su nueva vida la necesidad de la riqueza para poder progresar. Para muchos de estos personajes ya no se es si no se tiene, ya no se ama si el sueldo no permite comprar un piso en las nuevas zonas. Mientras, las viejas generaciones reviven con el recuerdo de un nombre, de un lugar, de un árbol, e intentan que la tercera generación, la de los nietos, consiga encontrar el equilibrio que los hijos han perdido hasta ser incapaces de sentarse a contemplar el paisaje de ese río y esas montañas que el profesor del colegio tan bien explica a sus alumnos (y a nosotros), el río y las montañas del cuadro de Huang Gongwang. La única duda ante tan gran película es si, como siempre, aguantará en el recuerdo más allá de su primera, y estremecedora, visión y si después de este esfuerzo y resultado puede seguir creándose algo tan grande en el futuro. Si es así podemos haber encontrado un nuevo elefante blanco de la cinefilia mundial, otro director chino, pero no uno más | ★★★★★


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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