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    Crítica | Lillian, de Andreas Horvath

    El viaje de Andreas

    Crítica ★★★☆☆ de «El viaje de Lillian», de Andreas Horvath.

    Austria, 2019. Título original: Lillian. Presentación: Festival de Cannes 2019. Dirección: Andreas Horvath. Guion: Andreas Horvath. Productora: Ulrich Seidl Film Produktion. Música: Andreas Horvath. Fotografía: Andreas Horvath. Montaje: Michael Palm, Andreas Horvath. Sonido: Klaus Kellermann. Producción: Ulrich Seidl. Reparto: Patrycja Płanik. Duración: 130 minutos.

    En 1926, en Nueva York, una joven inmigrante llamada Lillian Alling quiso volver a su Rusia natal. Con la particularidad de que, a falta de medios, decidió hacer el viaje a pie. La mujer atravesó en diagonal la geografía norteamericana con la idea de llegar a Alaska y cruzar el Estrecho de Bering. Los testimonios de la época que nos han llegado cuentan que Alling era de muy pocas palabras. Nunca explicó sus orígenes ni sus razones para el viaje, simplemente su objetivo. Fue vista por última vez al Sur de la Península de Seward, cerca del Estrecho; tres años después del inicio de un periplo en el que, se calcula, caminó al menos 8.000 kilómetros. Nunca se supo de su posible muerte o éxito en la empresa. El resto es especulación. Con este material de partida, el director austriaco Andreas Horvath ha rodado El viaje de Lillian, una película que despliega dos apuestas principales: prolongar el misterio de la auténtica Lillian y combinar la adaptación de su historia con técnicas de rodaje propias del documental. Así, Horvath ha contado con una actriz profesional, la polaca Patrycja Płanik, para encarnar a Lillian. Ella pone las bases de la ficción, ambientada en la América contemporánea: tras probar suerte sin éxito en la industria del porno, una inmigrante rusa empobrecida llamada Lillian decide volver a su país a pie desde Nueva York. Esta Lillian, que no habla una palabra de inglés y por tanto permanece muda por el resto del filme, se pertrecha con un bote king-size de ganchitos, la ropa puesta, y simplemente echa a andar. No hay, como ocurría con la Lillian original, ni motivación ni backstory que valga.

    El resto de la construcción fílmica se toma de su aproximación documental. Horvath y Płanik siguieron durante nueve meses ininterrumpidos el mismo recorrido de la protagonista. De sus encuentros auténticos con el paisaje y los lugareños en ese viaje salen los encuentros que relata la película. De modo que el resto del elenco consiste en actores no profesionales interpretándose a sí mismos. Horvath también contó con un pequeño equipo técnico con el que realizo varias sesiones de rodaje más estructuradas, de dos semanas cada una. El método inmersivo, por tanto, consistió en explorar, localizar, encontrar a los «personajes» y preparar a partir de ahí su registro. El director y la actriz, eso sí, también contaron con una cámara sencilla que en principio solo debía cumplir funciones de apoyo fuera de las sesiones de rodaje, pero de cuyas tomas acabó nutriéndose —según ha explicado el cineasta— alrededor de un tercio de la película. El choque se obtiene, entonces, de un avance ficcionado y unos encuentros fruto del documental. O, dicho de otro modo, de la oposición de naturalezas entre estructura narrativa y escenas. Lillian, sin palabras ni contexto, funciona entonces como un lienzo en blanco al que rellenan las experiencias de los espacios. La vemos hacer poco más que cumplir sus necesidades básicas mientras avanza: robar comida y ropa, lavarse, buscarse un techo... Lo más interesante radica, pues, en el choque de esta protagonista «vaciada» con la serie de códigos culturales con los que se va topando. En su viaje por Estados Unidos —la mayoría de la película transcurre en su paso por Iowa y Nebraska, más la coda final en Alaska—, Lillian se encuentra con discursos verbales y visuales que expresan pertenencia a los lugares por los que pasa. Los carteles en la carretera celebran la piedad religiosa o venden nuevas propiedades, las voces de la radio charlan sobre el tiempo de las próximas semanas. Pero todos esos discursos resbalan con absoluta desafección sobre Lillian. Primero porque no puede entenderlos. Y segundo, porque el sedentarismo que transmiten tampoco puede tener ningún significado para un personaje que tan solo se define por su objetivo de seguir caminando. Quizá el sol vaya a brillar en Iowa durante el próximo mes, pero ya no brillará para ella. Así pues, el paisaje y las palabras del resto de personajes se convierten en vistas borrosas desde el vehículo en —lenta— marcha. El avance implacable de Lillian desnaturaliza la forma en la que las comunidades americanas afirman su raigambre: estos discursos, y con ello sus artificialidades, quedan desnudos. Cosa que resulta mucho más interesante si tenemos en cuenta que no solo hablamos del avance de Lillian sobre estos personajes, sino del avance de un director austriaco y una actriz polaca sobre los auténticos pobladores de esos pedazos de tierra.

    Lillian, Andreas Horvath.
    Sección oficial del Festival de Gijón.

    «Una apuesta tan interesante como El viaje de Lillian nos termina por sintomatizar muchos de los problemas del cine contemporáneo. Tenemos una ambición autoral por romper barreras entre documental y ficción, por dejarse atravesar por otras aproximaciones artísticas —la fotografía, la música—, por enfrentarse a los límites de una historia casi legendaria y ponerlos a prueba... pero a la que le falta la maniobra más elemental de su propio medio: la confianza en la fuerza de las imágenes».


    La jugada no se termina de redondear, eso sí, porque la confianza de Horvath en su metodología no se traduce en confianza en sus imágenes. A uno le saltan las alarmas ya casi al principio, en una breve secuencia en la que Lillian para en un centro comercial y juega a una máquina recreativa de carreras de motos. Un plano de lo más sugerente la captura de espaldas sobre el falso vehículo ante la pantalla, añadiendo otro nivel metarreflexivo a las dimensiones del viaje. La imagen de los gráficos pobretones en los que la moto adelanta a contendientes y sortea obstáculos trazan una desconexión explícita entre el avance y su ejecutora que es aplicable al resto del filme, a una Lillian que se caracteriza precisamente por disociar sus actos de su experiencia del espacio. Pero en lugar de mantener la imagen evocadora, Horvath mata buena parte de su fuerza convirtiendo al resto de la secuencia en una exploración estéril de todos los puntos de vista posibles. Lillian vista frente a la recreativa, Lillian vista de frente, Lillian vista desde el lateral, Lillian en leve contrapicado, Lillian vista desde arriba... Y cuando un cineasta demuestra no saber cómo rodar un pequeño espacio cerrado, la cosa se agrava ante los paisajes. A Horvath, fotógrafo de formación, le puede su tendencia al fotorreportaje ampuloso de National Geographic. De modo que cada escena en exteriores se convierte también en una excusa para sacar composiciones muy lucidas de los paisajes, ante los que no deja una sola perspectiva posible por utilizar. En un coloquio que mantuvo con los asistentes al Festival de Gijón, donde presentó la película, el cineasta también admitió que la saturación de música —compuesta por él mismo— sobre las imágenes obedece a su deseo de compensar la falta de diálogos. Que ante una protagonista sobre la que no puede haber identificación del espectador, la música debía cubrir esos huecos emocionales. Entonces, ay, una apuesta tan interesante como El viaje de Lillian nos termina por sintomatizar muchos de los problemas del cine contemporáneo. Tenemos una ambición autoral por romper barreras entre documental y ficción, por dejarse atravesar por otras aproximaciones artísticas —la fotografía, la música—, por enfrentarse a los límites de una historia casi legendaria y ponerlos a prueba... pero a la que le falta la maniobra más elemental de su propio medio: la confianza en la fuerza de las imágenes, en el desarrollo orgánico de las escenas, en la coherencia de los puntos de vista. Tenemos, en fin, una obra que quiere ser tantas cosas que tiende a olvidarse de ser cine | ★★★☆☆


    Miguel Muñoz Garnica |
    © Revista EAM / #57FICX


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