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    Crítica | El libro de imágenes

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    Crítica ★★★★★ de «El libro de imágenes», de Jean-Luc Godard

    Suiza, 2018. Título original: «Le livre d’image». Dirección: Jean-Luc Godard. Guion: Jean-Luc Godard. Compañías productoras: Casa Azul, Ecran Noir. Producción: Fabrice Aragno, Mitra Farahani. Fotografía: Fabrice Aragno. Montaje: Jean-Luc Godard. Duración: 84 minutos.

    Image et parole, imagen y palabra. El working title del filme que nos ocupa, reconvertido en subtítulo en su versión final, remite a la dualidad conceptual primaria del estilo godardiano. La palabra, en la mayoría del cine narrativo, forma un sendero. En manos de Godard, las palabras son los árboles de un bosque. O, si se prefiere, las olas de un mar —hay una escena de Grandeza y decadencia de un pequeño comercio de cine, citada en El libro de imágenes en la que los aspirantes de un casting hacen casi literal esta idea, recitando en fila según pasan ante la cámara, cada uno unas pocas palabras a modo de ola, un texto de Faulkner—. «Brecht decía que, en realidad, solo en el fragmento es posible encontrar la verdad», recita Godard en los créditos finales, como si quisiera desnudar el típico procedimiento de su cine consistente en acumular citas textuales que, lejos de formar un discurso sólido, son pequeñas verdades que chocan entre sí, invaden el espacio de las otras y, a base de acumularse sin medida, forman ese bosque insondable. La palabra godardiana fragmentada es, además, solo una parte del modo de representación total de un cineasta para el que todo —hasta los conflictos bélicos, como explicaba en su intervención en Nuestra música— es montaje. Esto es, no solo la relación o tensión entre planos, sino la que provoca entre los distintos significantes simbólicos o indiciales y a su vez la relación de estos con el plano.


    «Aquí todo es cita, todo es apropiación del fragmento, puesto que la radicalidad del filme que nos ocupa está en el límite autoimpuesto de no usar planos grabados expresamente para la película —según Godard, solo uno se salta esta norma—». 


    Godard, el Godard actual y el Godard de los sesenta, siempre ha compuesto su obra mediante la apropiación del fragmento, mediante las posibilidades infinitas que tiene la asociación entre encuadres, imágenes y palabras. La primera parte de El libro de imágenes se titula «remakes». Tomemos, casi al azar, uno de los múltiples remakes que plantea. La icónica conversación entre Sterling Hayden y Joan Crawford en Johnny Guitar. La imagen, retocada digitalmente, realza los contrastes, la luz sobre el rostro de Crawford se ha vuelto aún más blanca ante las sombras de los contornos: primer remake. Cuando llega la frase más citable («Lie to me...»), la pantalla se vuelve oscura. Solo escuchamos unas palabras, ya sin dueño, que sobre la ausencia de imagen piden que nos cuenten mentiras. La voz de Hayden, liberada ahora de representación, parece expresar el deseo de la representación en sí misma. Sin imagen que la acompañe o la concrete, la mentira es solo una palabra, un concepto que totaliza la descripción de la imagen ausente, o, lo que es lo mismo, del cine: segundo remake. Godard corta y pasa a la autocita: Michel Subor y Anna Karina en una escena de El soldadito, una pareja frente a frente, recogen el eco de la anterior imagen de Hayden y Crawford: tercer remake. El plano muestra un diálogo en la que, en la película original, Subor llevaba la voz cantante. La palabra, sin embargo, contraría a la imagen: es la voz de Anna Karina, en la película perteneciente a otra escena, la que replica la actitud dominante de Crawford en Johnny Guitar: cuarto remake.

    El libro de imágenes es, como todo el cine de Godard, una acumulación de remakes fragmentarios. Tomemos como ejemplo, para intentar deshacer ese lugar común que separa al Godard previo a La chinoise del Godard «experimental», otra yuxtaposición de remakes como es Vivre sa vie. Allí, la relación entre palabra e imagen se concentraba sobre el rostro de Anna Karina. Godard aplicaba la multiplicidad de fuentes textuales para dejar que las lecturas brotaran y se ramificaran en torno a la imagen axial de la musa. Un informe sobre la prostitución, un texto de Edgar Allan Poe o una escena de La pasión de Juana de Arco introducían las aristas, los matices, pero sobre todo esa capacidad única de Godard para la asociación poética. La inserción de esos textos era un acto de remake, una adaptación fragmentaria —puesto que no eran más que fragmentos de una ley, un cuento corto o una película— que a su vez planteaba el remake sobre la imagen central del rostro. Todo acto de choque entre un significante textual y el primer plano de Karina era la apertura de una nueva posibilidad de leer ese rostro. Quizá la dificultad extra en El libro de imágenes esté en la ausencia de un eje central tan identificable, de ese rostro filmado por Godard sobre el que hacer orbitar todas las asociaciones poéticas derivadas del choque. Aquí todo es cita, todo es apropiación del fragmento, puesto que la radicalidad del filme que nos ocupa está en el límite autoimpuesto de no usar planos grabados expresamente para la película —según Godard, solo uno se salta esta norma—.



    «Godard, pues, está retomando ese discurso finisecular en torno a la «muerte del cine», o lo que en términos menos apocalípticos se ha llamado su «mutación». Los medios de supervivencia de los que habla, aventuramos, serían la concepción industrial-artesanal del cine propia de sus etapas clásicas, unida a temas que siguen siendo objeto de discusión como su soporte material o su espacio de visionado».


    El eje central, si se quiere identificar uno, es la imagen per se. Atendamos a estas palabras de Godard en el quinto capítulo: «Las religiones del mundo han fundado las sociedades y nosotros hemos sacralizado sus textos. Haría falta...». La voz cesa e interviene la imagen: un rótulo casi ilegible del título de la película, cuya traducción al español conviene matizar: no hablamos del «libro de imágenes», sino del «libro de imagen». Aunque en realidad, en este texto queremos hablar —no descartemos que equivocadamente— del «libro de la imagen». Esto es, nos tienta la idea de interpretar la última película de Godard como una respuesta a los libros de las grandes religiones monoteístas, que en su origen también son acumulaciones de fragmentos reapropiados, de narraciones, creencias y leyes tomadas de la tradición y canonizadas en un único cuerpo. Si en el eje de estos cánones estaba lo divino, en el del libro godardiano estaría la propia imagen, materia prima a la vez que elemento de reflexión, de ahí nuestra incapacidad de decidir si es más importante que el libro sea de imagen o de la imagen. Como sea, este discurso vendría a ser, en parte, una continuación de las Histoire(s) du cinéma. Atendamos a esta otra cita de Godard: «Cuando un siglo se desvanece lentamente en el siguiente siglo, algunas personas transforman los medios de supervivencia en nuevos medios. A estos últimos los llamamos “arte”. Ninguna actividad se convierte en arte antes de que su época haya finalizado».

    Godard, pues, está retomando ese discurso finisecular en torno a la «muerte del cine», o lo que en términos menos apocalípticos se ha llamado su «mutación». Los medios de supervivencia de los que habla, aventuramos, serían la concepción industrial-artesanal del cine propia de sus etapas clásicas, unida a temas que siguen siendo objeto de discusión como su soporte material o su espacio de visionado. La carrera del francés comenzó cuando ese estado artesanal del cine estaba en fase de desmoronamiento y se ha prolongado hasta que la exclusividad de los viejos rollos de película ha ido dando paso a imágenes cada vez más reproducibles, apropiables y mutables. Las Histoire(s) du cinéma, cuyo eco se deja sentir sobre todo en los cuatro primeros capítulos de El libro de imágenes, tanteaban este estado cambiante de la imagen fílmica mediante esa lógica de reproducción, apropiación y mutación. Lo que hace esta película, dos décadas después, es radicalizarla extremando las posibilidades de manipulación que ofrece lo digital. Sobresaturaciones, sobreexposiciones, bandeados, pixelaciones, glitches o cambios de ratio de un mismo plano sirven para que Godard pueda desnudar la imagen del nuevo siglo, o exponer la posibilidad de su descomposición en pequeñas unidades geométricas de color precisamente como forma de señalar su extrañeza frente a la imagen física del celuloide.


    Si Godard propone un nuevo arte en El libro de imágenes, este consiste tanto en la apropiación de los restos del viejo, del fantasma digital de sus imágenes, como en la exploración de los límites del nuevo, que precisamente no ha alcanzado aún la consideración artística porque no ha perdido su dimensión práctica o técnica —lo que hace Godard con muchos de los planos está, al fin y al cabo, al alcance de cualquiera con una copia digital de la película y el Movie Maker en su ordenador—. Respecto a esta segunda dimensión, el cineasta parece dotarse de los preceptos estéticos del fauvismo, mediante citas de cuadros dispersas a lo largo de todo el metraje y un plano repetido en dos ocasiones de lo más revelador: un pincel que traza sobre un óleo varias capas de colores primarios. A la maniobra pictórica se añade la propia de la imagen grabada cuando el movimiento del pincel en el encuadre deja ver una pixelación en los contornos del objeto. Color y descomposición geométrica, de nuevo, se dan la mano.



    «A partir de las reflexiones sobre el mundo árabe que dan cuerpo al capítulo, Godard incorpora la historia de Une ambition dans le désert, una novela de Albert Cossery que se inventa un pequeño emirato llamado Dofa que consigue librarse de las intrigas geopolíticas de la región gracias a su carencia total de petróleo u otro tipo de recurso que atraiga ambiciones extranjeras». 


    Acumulación, choque y descomposición, en fin, conforman el proceso creativo del libro godardiano de (la) imagen. Libro que, no olvidemos, no hace otra cosa que situarse en un momento de «muerte» de la imagen, o de una manera de entenderla, tratando de comprender la imagen nueva mediante la apropiación (canonización) de la vieja. Ahora bien, el quinto capítulo es también una manera de trascender esta concepción de El libro de imágenes como una secuela radicalizada de las Histoire(s) du cinéma y crear un punto de fuga, una génesis final que tiene algo de reversión del canon bíblico, puesto que el planteamiento de la película —como también sucedía de forma muy clara en Nuestra música— incorpora el Apocalipsis como una realidad inicial expresada en las imágenes de violencia cinematográficas, televisivas y domésticas que pone a la par. A lo largo del capítulo va emergiendo, a ráfagas entre la vorágine de destrucción que cuenta la cadena de citas, algo insólito en el resto del metraje: una narración. A partir de las reflexiones sobre el mundo árabe que dan cuerpo al capítulo, Godard incorpora la historia de Une ambition dans le désert, una novela de Albert Cossery que se inventa un pequeño emirato llamado Dofa que consigue librarse de las intrigas geopolíticas de la región gracias a su carencia total de petróleo u otro tipo de recurso que atraiga ambiciones extranjeras.



    «Lo más parecido a una imagen restauradora, frente a las imágenes fantasmales del cine y a las violentas de los noticiarios con las que Godard construye los cuatro primeros capítulos, es la imagen sin dueño de esa Dofa evocada por El libro de imágenes, el sueño godardiano de una nueva Arabia como la «región central» de un posible nuevo mundo, que comienza a dotarse de nuevas imágenes que completen su transición de lo sagrado a lo realmente democrático».


    Junto a la presencia creciente de esta narración, y entre fragmentos tomados del cine árabe, Godard va insertando una serie de planos, quizá los más misteriosos del metraje, de un pueblo muy humilde situado junto al mar. El primero de ellos tiene superpuestas una fecha, hora y el título de archivo informático. El ángulo de la imagen está aberrado y los colores, como el verde del mar o el azul de las persianas y el cielo, tienen la misma cualidad fauvista que apunta al retoque digital. El plano, pese a estos desajustes de composición y saturación, da la réplica a la mayoría de imágenes «violentadas» mediante su nitidez. No hay rastro, pese a que es el único que explicita su origen de archivo digital, de descomposición visual alguna. La historia de Une ambition dans le désert tiene ciertos ecos de la historia revolucionaria del siglo XX de la que Godard fue parte tan activa. El primer ministro de Dofa, intentando obtener una posición dominante ante el resto de potencias, trata de extender la revolución por toda la zona fingiendo atentados terroristas de un grupo inexistente como forma de ganarse la simpatía de los movimientos revolucionarios internacionales. El proyecto del jeque termina por quedar en nada, pero Godard, frente a ello, parece disponer estas imágenes nítidas de la costa, su Dofa particular, como réplica al fin de la ambición revolucionaria. Esa ambición se ha ido, pero en las ruinas humildes del pueblo junto al mar queda el germen de una auténtica revolución, la liberación radical de las ataduras del capitalismo que —atendiendo a las palabras en off— ve a la pobreza como una bendición. Lo más parecido a una imagen restauradora, frente a las imágenes fantasmales del cine y a las violentas de los noticiarios con las que Godard construye los cuatro primeros capítulos, es la imagen sin dueño de esa Dofa evocada por El libro de imágenes, el sueño godardiano de una nueva Arabia como la «región central» de un posible nuevo mundo, que comienza a dotarse de nuevas imágenes que completen su transición de lo sagrado a lo realmente democrático. Si se quiere reducir el «mensaje» de un Godard con seis décadas de cine a sus espaldas, un Godard con más palabras e imágenes a cuestas que nunca: todo se ha hecho, pero todo está por hacer | ★★★★★


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    Miguel Muñoz Garnica
    © Revista EAM / Festival de San Sebastián


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