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    Crítica | Maya

    Continuo viaje de ida y vuelta

    Crítica ★★★★ de «Maya», de Mia Hansen-Løve.

    Francia y Alemania, 2018. Presentación: Festival de Toronto 2018. Dirección: Mia Hansen-Løve. Guion: Mia Hansen-Løve. Productoras: Les Films Pelléas / Razor Film Produktion GmbH / Arte France Cinéma / ZDF/Arte / Orange Studio / Sofinergie 5 FCM / Dauphin Films / Pio & Co. Fotografía: Hélène Louvart. Montaje: Marion Monnier. Dirección artística: Mila Preli. Vestuario: Judith de Luze. Reparto: Roman Kolinka, Aarshi Banerjee, Alex Descas, Judith Chemla, Johanna ter Steege, Pathy Aiyar, Suzan Anbeh. Duración: 107 minutos.

    Hay muchas maneras de afrontar una experiencia traumática, como sería un secuestro, dependiendo de factores como las circunstancias en que se ha producido o el carácter de la persona que lo ha padecido. Desde el rechazo hasta el desquite pasando por la depresión o el aislamiento, ante situaciones de tal naturaleza el ánimo se ve perturbado a menudo de forma irremediable. Pero para plasmarlo en una película se le debe intentar buscar una resolución, dadas las constricciones del metraje; o presentarlo con un estilo elíptico, que solo nos puede dar cuenta parcial de la situación. Asimismo es frecuente recurrir a subterfugios narrativos o simplificaciones dramáticas, aprovechando la gravedad de la premisa para ahondar en un sentimentalismo que, en la pantalla, se nos presenta sin los muchos matices y la conflictiva evolución que tras el mismo reclama su pleno entendimiento. Se habla en suma de un “cine del sufrimiento” que muchos acusan de manipulador o simplista, pero en el que otros identificamos aquello que desde su origen busca provocar este arte: emoción. En cualquier caso, la anterior visión negativa está bastante extendida y ha ocasionado una vuelta de tuerca, entre otras, en la industria históricamente más propensa a reaccionar contra la presentación tradicional de estos relatos: la francesa, así desde los años 50. A ellos pertenece en lo que aquí nos interesa el cine de Robert Bresson, cuyos protagonistas debían afrontar multitud de penurias, desde la persecución hasta el encarcelamiento, pero sus rasgos nunca se alteraban por dicha emoción: permanecían flemáticos e impasibles ante su destino.

    La herencia de Bresson es multifacética, y en particular se puede observar en la obra de Olivier Assayas, donde los personajes también parecen vagar por el mundo con un aire ausente, desinteresado, aunque como corresponde a una época de nuevas inquietudes, más inmateriales, el sufrimiento es de otro tipo. Si tomamos aquella referencia clásica y esta otra más reciente, entendemos bien el tratamiento que Mia Hansen-Løve (anterior pareja de Assayas para más inri) dispensa a su último trabajo, Maya. En él nos narra el tormento de un joven periodista de guerra, Gabriel (Roman Kolinka), secuestrado por terroristas durante cuatro meses en Siria, tiempo que se omite en el relato, pues este arranca con su liberación y llegada a París, junto con un compañero, donde se reúnen ambos con sus familiares. Pero la estancia de Gabriel en la capital es breve, en tanto que pronto decide partir a la India, donde vivió siendo niño y donde aun reside su madre, y en concreto se establece en una población de Goa donde dirige un hotel su padrino. Sin embargo la persona con la que más tratará y la que más contribuirá a su superación será la hija de este último, de nombre Maya (Aarshi Banerjee). Fijada así la sinopsis, podríamos suponer que la misma se ajustaría a los cánones de ese tipo de búsqueda espiritual o existencial que vemos en tantas historias, donde un personaje se desplaza a un lugar exótico y alejado para reencontrarse a sí mismo mediante el contacto con nuevos individuos y la contemplación de nuevos paisajes. Sin embargo en este caso, Hansen-Løve, con la asistencia de la experimentada operadora Hélène Louvart, graba a esta gente y estas localizaciones novedosas casi de forma anodina, lo más humildemente posible, sin poner el foco en exceso en detalles pictóricos o folclóricos que pudieran desviar la atención del núcleo intimista.

    «Al establecer una premisa de tanto potencial dramático, el espectador ya puede rellenar por sí mismo la aflicción del héroe sin que este apenas deba exteriorizarla, y gracias a este juego complementario el libreto adquiere muchos matices sin necesidad de enfatizarlos. En suma, con esta película Hansen-Løve habría encontrado un material idóneo para desplegar su particular estilo basado en la ligereza estética contrastada con la narración épica, al menos en sus coordenadas espaciotemporales».


    En este sentido esta historia se desarrolla de forma paradójica (al menos respecto a lo que estamos acostumbrados) pero fructífera: se apoya en miradas y conversaciones entre Gabriel y los otros citados personajes más que en su entorno o sus vicisitudes ajenas, pero al mismo tiempo como decíamos no incide superficialmente en el sentimiento que pudiera revelarse a través de dichas interacciones. Y es que al establecer una premisa de tanto potencial dramático, el espectador ya puede rellenar por sí mismo la aflicción del héroe sin que este apenas deba exteriorizarla, y gracias a este juego complementario el libreto adquiere muchos matices sin necesidad de enfatizarlos. En suma, con esta película Hansen-Løve habría encontrado un material idóneo para desplegar su particular estilo basado en la ligereza estética contrastada con la narración épica, al menos en sus coordenadas espaciotemporales. En efecto es frecuente que estas se extiendan en sus cintas, en especial en Eden, donde ya vimos al que parece haberse convertido en su actor fetiche, Roman Kolinka. En Maya tenemos un buen ejemplo del citado contraste estilístico en la primera gran transición, de París a la India, que está montada por asociación, pues el corte une dos planos situados ambos en el interior de un coche, y para que la unión sea fluida, sin jump cut, el segundo plano arranca con Gabriel fuera de campo, hasta que una panorámica lo revela en el asiento trasero. En otras palabras, la transición ha sido casi imperceptible aunque entre un plano y el siguiente hemos viajado miles de kilómetros, con el consiguiente tiempo transcurrido.

    Otro ejemplo de síntesis de amplias distancias y largos periodos lo advertimos en la secuencia de montaje que nos muestra a Gabriel recorriendo India en tren, en lo que en verdad es un prodigio de fragmentación y fluidez, en esta ocasión mostrando también con algo más de detalle el panorama en el que se encuentra el personaje. Otra gran transición tendrá lugar hacia el final del metraje, aunque en este caso se identificará con el rótulo de rigor que nos indica el paso de dos meses. La diferencia con la transición inicial a la que nos referíamos antes probablemente se deba a que, llegados a este punto, sí se ha alcanzado cierta evolución o superación por parte de Gabriel, mientras que en el corte inicial había una clara continuidad, pues al margen del tiempo y el espacio su mentado trauma seguía igual. Con estos ejemplos comprobamos entonces cómo recurriendo a simples recursos técnicos, siempre orgánicos en el seno del relato, se pueden manifestar sus ramificaciones emocionales sin que estas se evoquen directamente por los actores. Esto permite que sus diálogos o acciones tengan otros objetivos y así la historia vaya adquiriendo una complejidad que no va en detrimento de su consistencia, pues está ensamblada a partir de un solo y acaparador supuesto de hecho. En este sentido, aunque a priori el desarrollo de la película pudiera parecer algo difuso, incluyendo momentos que a primera vista no contribuyen a su impulso, en una segunda y más profunda lectura se puede percibir su conexión. Solo el talento de una directora como Hansen-Løve permite que toda esta construcción parezca tan fácil y espontánea | ★★★★


    Ignacio Navarro
    © Revista EAM / Madrid


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