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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Dolor y gloria

    Diálogos

    Crítica ★★★★ de «Dolor y gloria», de Pedro Almodóvar.

    España, 2019. Dirección: Pedro Almodóvar. Guion: Pedro Almodóvar. Productora: El Deseo. Fotografía: José Luis Alcaine. Montaje: Teresa Font. Música: Alberto Iglesias. Diseño de producción: Antxón Gómez. Dirección artística: María Clara Notari. Vestuario: Paola Torres. Reparto: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Asier Etxeandia, Leonardo Sbaraglia, Nora Navas, Julieta Serrano, Cecilia Roth, Raúl Arévalo, Susi Sánchez, Pedro Casablanc, Julián López, César Vicente, Asier Flores. Duración: 113 minutos.

    Cada nueva película de nuestro director más reconocido es todo un acontecimiento. Quien contribuyó decisivamente a que el cine español moderno tuviera una clara identificación en el panorama internacional, desde los años 80, lleva décadas detrás de la cámara contándonos historias tan imposibles como cercanas, ganándose al público y cosechando premios por ello. Cada estreno llega entonces con una larga campaña previa, el consiguiente rendimiento en taquilla y los posteriores galardones de la temporada, si proceden. Pero este continuo éxito no ha impedido que su filmografía fuera evolucionando, aun respetando sus señas. Si en esa década fundadora se trataba sobre todo de romper con los esquemas establecidos, haciéndose eco de una nueva situación social y política, en los años 90 llegaría una etapa de consolidación y la subsiguiente de maduración, marcada esencialmente por Todo sobre mi madre (1999) y Hable con ella (2002). Estas serían las dos obras más representativas del citado reconocimiento, por lo que desde entonces Almodóvar se ha dedicado a depurar su estilo, buscando un mayor refinamiento en el mismo teniendo en cuenta el contraste que podría tener con sus bases transgresoras, podríamos decir casi que disparatadas. Se ha introducido en otras palabras un cierto contraste en su cine más reciente, entre su temática y su plasmación, aunque en cierta medida ambas no son sino la culminación estilística de una senda cinematográfica previa, la de Douglas Sirk especialmente, en la que empezaría a su vez a transitar este cineasta. Por tanto se antoja también como un inevitable punto de llegada.

    Lo que quizá le faltaba a Almodóvar era perfeccionar ese equilibrio, digámoslo de otra manera, entre la espontaneidad y el control. A veces este podía tomar en exceso la delantera y entorpecer la verosimilitud dramática, algo en particular patente en unos diálogos que se volvían poco naturales, como si estuvieran siendo recitados desde el subconsciente de su guionista más que en correspondencia con las acciones de sus interlocutores. Ha sido en efecto el control el que ha ido imponiéndose sobre la espontaneidad en las últimas cintas de este director, algo que no sería necesariamente negativo si no fuera porque, en este punto sí, traicionaría los elementos básicos de su cine, o al menos lo que su tipo de historias pretenden. Pues bien, en Dolor y gloria asistimos a un reajuste en este sentido, partiendo de su propia estructura narrativa. Y es que estamos ante un trabajo en gran medida autobiográfico, sobre un director de cine (Antonio Banderas), que en el ocaso de su carrera se ve aquejado por varios problemas físicos y psicológicos que le impiden seguir rodando. Al tiempo va recordando escenas de su infancia, en concreto con la presencia de su madre (entonces Penélope Cruz, posteriormente Julieta Serrano), y es este último personaje el que introduce la verbosidad más coloquial y genuina, de la que acaban contagiándose, sin trastocar sus respectivos rasgos, los demás personajes. En suma, cada uno tiene su forma de hablar, y aunque las palabras y frases reflejan las constantes preocupaciones del director, en este caso muy relacionadas con la nostalgia cinéfila, el amor materno o las relaciones tormentosas, nos las creemos siempre en boca de quienes las pronuncian.

    «Almodóvar nos vuelve a hacer partícipes de su mundo tan característico, aquí incluso con varios guiños autorreferenciales y metalingüísticos, tan elegantemente fotografiado por José Luis Alcaine y amenizado por la música de Alberto Iglesias, de tal manera que tenemos el privilegio de asistir a algo familiar y a la vez novedoso, por personal e intransferible».


    Esta armonización se extiende a los demás componentes del metraje, asegurando su unidad a través de un montaje muy bien pensado entre esos dos tiempos, pasado y presente, por los que discurre el melodrama. Un buen ejemplo lo encontramos desde los créditos iniciales, de una bella estética abstracta, mezclando colores y formas, que luego en parte se reproduce en la secuencia de montaje donde, mediante composiciones gráficas, efectos añadidos e imágenes de archivo, el protagonista nos da un repaso por sus muchas dolencias, como si de una exposición médica se tratara. Ambos momentos abren y cierran una especie de prólogo que nos sitúa ya más claramente en el meollo del relato, el cual podría parecer desequilibrado desde su arranque, debido a esa secuencia, si no se estableciera su correspondencia con la inicial. Además esta secuencia de montaje va precedida de otro fragmento donde se nos ofrece no ya una clase de anatomía sino una más corta de geografía, de la que se ha instruido el protagonista por los viajes que ha realizado, que al fin y al cabo no son sino viajes para encontrarse a sí mismo. El que a ello suceda la mencionada explicación clínica no es sino una prolongación del descubrimiento a fondo de esta persona, dando fe de la esencia intimista de una historia que solo en apariencia desvía la atención por otros derroteros. Estas y otras transiciones son entonces muy fluidas porque se ven apoyadas por motivos que se repiten, como el agua o la música, sin entrar en más detalles, aunque a este nivel hay que añadir aquí que la continuidad es intachable tanto en general como en el corte de cada escena (incluso con el ocasional jump cut), revelando así el control máximo al que nos referíamos.

    Este se manifiesta entonces en todos los elementos de la película, pero una vez asentados estos dejan a sus actores componer unos personajes con voz propia, como adelantábamos. Ello no sería posible sin las memorables interpretaciones de todos ellos, empezando por un gran Antonio Banderas, secundado en emotivos intercambios por Asier Etxeandia, Julieta Serrano o Leonardo Sbaraglia, al margen de Penélope Cruz. Esta es la que aporta más chispa y energía, pues en otros momentos esta quizá se echa un poco en falta, así como cierta capacidad de sorpresa, más allá de algunas coincidencias forzadas, precisamente por lo calculado de todo el ejercicio. Pero en cualquier caso, y en este sentido, deben reconocerse la dificultad y el mérito de conceder importancia a cada gran secuencia, como por ejemplo el encuentro entre los personajes de Banderas y Sbaraglia, de forma que cada una de ellas funcione con introducción, desarrollo y conclusión propias, y a la vez se inserte con carácter orgánico en un desarrollo más amplio cuyo desenlace no depende necesariamente de la secuencia en cuestión. Esta observación parece simple pero no suele cumplirse en el cine, sobre todo cuando se persigue con conocimiento de causa, casi de forma explícita, como comprobamos en Dolor y gloria. En suma, en ella Almodóvar nos vuelve a hacer partícipes de su mundo tan característico, aquí incluso con varios guiños autorreferenciales y metalingüísticos, tan elegantemente fotografiado por José Luis Alcaine y amenizado por la música de Alberto Iglesias, como siempre, de tal manera que tenemos el privilegio de asistir a algo familiar y a la vez novedoso, por personal e intransferible. | ★★★★


    Ignacio Navarro
    © Revista EAM / Madrid


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