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    Crítica | El niño que pudo ser rey

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    Crítica ★★★★ de «El niño que pudo ser rey», de Joe Cornish.

    Reino Unido, 2019. Título original: «The Kid Who Would Be King». Director: Joe Cornish. Guion: Joe Cornish. Productores: Tim Bevan, Eric Fellner, Nira Park. Productoras: Coproducción Reino Unido-Estados Unidos; Working Title Films / Big Talk Productions. Distribuida por 20th Century Fox. Fotografía: Bill Pope. Música: Electric Wave Bureau. Montaje: Jonathan Amos, Paul Machliss. Reparto: Louis Ashbourne Serkis, Dean Chaumoo, Tom Taylor, Rhianna Dorris, Angus Imrie, Patrick Stewart, Rebecca Ferguson, Denise Gough, Alexandra Roach.

    Attack the Block (2011) supuso un aplaudido debut como realizador para Joe Cornish, convirtiéndose instantáneamente en una de esas películas que llegan sin hacer demasiado ruido a las carteleras y acaban ganándose una merecida fama como título de culto gracias al cariño que demostraba su director por el cine de género de los setenta y ochenta, tan presente en muchos guiños de aquella divertida guerra sin cuartel entre los delincuentes juveniles de un barrio del extrarradio de Londres y una horda de alienígenas que trataba de invadir su bloque de viviendas. Tras ese triunfo, ocho largos años ha estado Cornish dedicado a la escritura de guiones como los de Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio (Steven Spielberg, 2011) o Ant-Man (Peyton Reed, 2015), haciendo que quienes le saludaron como una promesa incipiente esperasen con ansias su segundo trabajo como director. Este ha llegado, por fin, con El niño que pudo ser rey (2019), una aventura fantástica para toda la familia que toma la leyenda conocida por todos del rey Arturo y sus caballeros de la mesa redonda, la espada Excalibur hundida en la roca y el mago Merlín, adaptándola libremente a la actualidad, en una maniobra que recuerda a la empleada en el díptico de Percy Jackson con la mitología griega, aunque en esta ocasión se muestra más respeto e inteligencia en la manera de manejar el material original. De nuevo, el cineasta da una muestra de ese amor por la fantasía ochentera, en general, y la casa Amblin, en particular, a través de múltiples homenajes cinéfilos y referencias a la cultura pop (el Luke Skywalker de Star Wars, por ejemplo), logrando dignificar ese término tan temido como es el de “cine familiar”, ya que su visionado satisface por igual a los más pequeños de la casa, entregados a disfrutar con las múltiples peripecias de estos niños metidos a héroes, y unos padres, que, por una vez, no verán insultada su inteligencia y, de paso, tienen la posibilidad de trasladarse a aquellos éxitos ochenteros con los que crecieron, desde La historia interminable (Wolfgan Petersen, 1984) a Los Goonies (Richard Donner, 1985), pasando por El secreto de la pirámide (Barry Levinson, 1985), títulos que, a buen seguro, tuvo muy en cuenta el Cornish guionista a la hora de confeccionar su filme.

    El niño que puso ser rey abandona el espíritu gamberro de la ópera prima de su director para decantarse por un tono más ingenuo que podría ser erróneamente confundido con algo de banalidad, pero su trasfondo crítico sigue presente, aunque sea apuntado de manera mucho más tímida. De hecho, la historia nos traslada, después de una maravillosa secuencia animada de introducción en la que se repasa la leyenda de la espada Excalibur y cómo la malvada hechicera Morgana fue desterrada al inframundo, no sin antes que jurar que algún día volvería para adueñarse del mundo, al Londres contemporáneo. En plenos tiempos del Brexit, con una sociedad dividida y desencantada de sus gobernantes, la crisis económica haciéndose visible en esos vagabundos que habitan sus calles y los niños sufriendo bullying en las escuelas, es donde le ha tocado vivir al protagonista, Alex (Louis Ashbourne Serkis, hijo del gran Andy Serkis, de quien ha heredado buena parte de su carisma), un niño de 12 años bastante vulnerable, que vive junto a su madre sin saber qué fue de la figura paterna que desapareció de su vida cuando era muy pequeño, y que se dedica, junto a su fiel amigo Bedders (entrañable Dean Chaumoo, perfecto contrapunto cómico), a esquivar el acoso diario de los abusones del colegio, Lance (Tom Taylor) y Kaye (Rhianna Dorris). Todo cambia cuando, por accidente, el chico encuentra la mítica espada clavada en la piedra y consigue extraerla, algo que le convierte en la gran esperanza para la humanidad en estos tiempos de crisis y esclavitud, y, de camino, despierta a esa Morgana ávida de venganza que no se detendrá ante nada hasta materializar su amenaza. Lo que sigue a partir de este descubrimiento es una simpática actualización de los elementos básicos de la leyenda, en la que no podían faltar la presencia de un mago Merlín (divertidísimas representaciones, tanto del joven Angus Imrie, como del veterano Patrick Stewart, del mismo personaje, ¡ataviado con una camiseta de Led Zeppelin!) a quien le cuesta manejar con soltura sus poderes en pleno siglo XXI, terroríficos caballeros de la oscuridad que vuelven de sus tumbas para tratar de acabar con nuestros protagonistas y llevar al mundo al Apocalipsis, y, cómo no, esos caballeros de la mesa redonda que, por ironías del destino, acabará siendo conformada por los, hasta ese instante, archienemigos de Alex.

    «No queda otra que quitarse el sombrero ante un producto que mira con humildad y sentimiento a los clásicos del género para entregar algo completamente a contracorriente de las modas imperantes. Sería una lástima que esta apuesta por la nostalgia y el entretenimiento blanco y desprovisto de ironías, no encontrara su hueco en unas carteleras copadas por esas películas de superhéroes que se están convirtiendo en las películas de la infancia de los adultos del mañana».


    Hay que aplaudir la valiente empresa de Joe Cornish de facturar una película de aventuras, en el sentido más tradicional del género, que bebe del clasicismo ya desde su propio título, que remite directamente a aquella obra maestra de John Huston que fue El hombre que pudo reinar (1975), y que toma una leyenda representativa de su país de origen, la artúrica, tan plagada de valores en desuso como el valor, la lealtad y la lucha por la justicia, para enseñar a las nuevas generaciones que en ellas está la llave para cambiar el futuro. También cabe aplaudir la manera en la que sus personajes se comportan como chavales de su edad, más cercanos a la candidez característica de los héroes infantiles de las cintas de los 80 que a la temprana madurez de, por ejemplo, los magos de la saga Harry Potter. Pese a que Rebecca Ferguson, ayudada por una impactante caracterización, encarna con convicción a una aterradora Morgana y las escenas nocturnas en las que sus esbirros persiguen a Alex y sus amigos no están exentas de cierta oscuridad, prevalece en la película un tono amable y ligero, más preocupado en la transparencia con la que expone sus mensajes que en saturar al espectador con el típico espectáculo de efectos visuales (aunque los tiene, y muy lustrosos) que alimenta la vista pero, en el fondo, solo esconde vacuidad. Esto no quiere decir que El niño que pudo ser rey no funcione como excelente montaña rusa. De hecho, tanto el humor como la aventura están dosificados de manera prodigiosa y la película está plagada de set pieces que nada tienen que envidiar a la de superproducciones elaboradas en Hollywood con mucho más medios (el entrenamiento de los aspirantes a caballeros con esos árboles andantes o la confrontación final en ese colegio reconvertido en fortaleza para combatir a las fuerzas del mal son buenas muestras de ello). No queda otra que quitarse el sombrero ante un producto que mira con humildad y sentimiento a los clásicos del género para entregar algo completamente a contracorriente de las modas imperantes. Sería una lástima que esta apuesta por la nostalgia y el entretenimiento blanco y desprovisto de ironías, no encontrara su hueco en unas carteleras copadas por esas películas de superhéroes que se están convirtiendo en las películas de la infancia de los adultos del mañana | ★★★★


    José Martín León
    © Revista EAM / Madrid


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