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    Festival de Cannes 2018 | Día 1. Críticas: Todos lo saben, Wildlife, Pájaros de verano, Donbass, Rafiki

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    Crónica de la primera jornada de la 71ª edición del Festival de Cannes.

    Prólogo: Emilio Luna.
    Críticas de Todos los saben, Wildlife y Pájaros de verano: Alberto Sáez Villarino.
    Críticas de Donbass y Rafiki: Víctor Blanes Picó.

    En la entrada de la sala de prensa donde el jurado comparecía a su segunda rueda del día, se agolpaban decenas de acreditados buscando la instantánea o las efímeras palabras que inmortalizaran dicho instante. Es un momento complejo, ya que flashes, focos y miradas apuntan buscando complicidad en medio de una marabunta desde la que resuenan nombres sin un origen claro. Ante tal desconcierto, un periodista gráfico emite algo parecido a un irrintzi, como si de un rebaño de cabras se tratara, buscando el posado de Cate Blanchett, presidenta del jurado de esta edición y principal objeto de deseo para periodistas y voyeurs. La estampa, además de mostrar una lacerante falta de educación, define la idiosincrasia de un festival que no para de demandar nuestra atención, sea cual sea su naturaleza. Cannes es un festival de tendencias cinematográficas que se adscribe a todo movimiento social posible, buscando complicidad sí, pero también ese gesto de admiración por parte del respetable; culto al aplauso, por muy superficial que sea la causa. No es el caso, pero sorprende que en el material que se le concede a la prensa aparezca una tarjeta que referencia al movimiento #MeToo, aconsejando a las mujeres que denuncien cualquier tipo de comportamiento inaceptable durante el desarrollo del evento. ¿Responsabilidad u oportunismo? Uno se imagina que un poco de todo. Aunque observando la cosificación de varones y féminas en los aledaños del Lumière y el Debussy –que al igual que nuestro educado fotógrafo solicitan de forma urgente nuestra atención y, de paso, una cortés invitación a los screenings—, uno se decantaría por la segunda opción.

    Precisamente, atención es lo que demanda la película inaugural de esta entrega, Todos lo saben, producción española dirigida por un cineasta de prestigio, Asghar Farhadi, ganador de un Oso de Oro de la Berlinale al que le acompañan en su estantería dos Oscars a mejor película de habla no inglesa. Porque cuando hablamos de Farhadi lo hacemos de Nader y Simin, una separación (2011) y El viajante (2016), dos de las cumbres del cine autoral en la segunda década del Nuevo Milenio. Es por ello que las expectativas ante su nuevo trabajo, el segundo fuera de las fronteras persas tras El pasado (2013), jamás son complacidas. Principalmente por la falta de personalidad de la puesta en cuadro del filme, más pendiente en dar entidad a todos los personajes –interpretados por un elenco excelso— que de ofrecer un drama familiar con trazas de thriller con una anatomía atractiva. Sin atmósfera, sin tensión, se apoya en las miradas de unos Javier Bardem y Eduard Fernández bastantes convincentes. El resultado: asepsia y previsibilidad. Una correcta cinta inaugural pero sin la mordiente para aspirar a la Palma de Oro. Fuegos artificiales, de nuevo, para reclamar la atención del público y de los Académicos –que les concederán a finales de año un buen número de candidaturas al Goya— para después evaporarse en nuestra memoria. No hay hueco en ella para la mediocridad, independientemente de quién la firme. La cinta de Farhadi ha dado la campanada de salida de una edición que promete darnos muchas sorpresas. Algunas agradables, como los últimos largometrajes de Paul Dano (Wildlife) y Wanuri Kahiu (Rafiki), y otras no tanto –Donbass, de un Sergei Loznitsa cada vez más irregular en los terrenos de la ficción. Se lo seguiremos contando durante la próxima semana y media.

    TODOS LO SABEN

    Asghar Farhadi, España-Irán | COMPETICIÓN (INAUGURACIÓN).

    El cine iraní moderno ha restado gran parte del protagonismo que otrora tenían en él los horrores de la guerra y la situación del conflicto armado, para presentar una narrativa mucho más centrada en cómo ese belicismo afecta a las relaciones sociales y, más concretamente, a las parejas. Asghar Farhadi es uno de los más claros ejemplos de esta coyuntura, en la que la imagen de un matrimonio desestructurado, o en proceso de, se apodera de la trama para ejemplificar la inestabilidad de aquellos que viven sometidos a un mundo que se derrumba sin control. El director iraní traslada ahora, con el estreno de su nueva película, Todos lo saben, esa disyuntiva a un contexto de menor opresión social y mayor libertad: Argentina y España, con el objetivo de llevar la analogía bélica hacia un terreno mucho más doméstico, un espacio de rencillas entre clanes de una misma localidad rural. Como en sus anteriores películas, Farhadi presenta una estructura fílmica destinada a evidenciar los motivos de las crisis heterosexuales como una forma de conflicto sociopolítico que trasgrede los límites de lo racional para enfatizar el sentimiento de ansiedad y frustración de sus protagonistas. Enseguida surgirá la clara separación ideológica genérica que tiende a identificar al hombre con graves problemas de autoestima e inseguridad, y a la mujer como sujeto siempre sometido a una merma de su libre albedrío.

    Todos lo saben parece dejar atrás, al menos en un principio, el contexto sociocultural y la preponderancia del sistema económico y de gobierno como determinante de la plena voluntad del ciudadano. La trama comienza señalando una cordialidad superficial en todas las relaciones de sus personajes protagónicos, e incluso una calma artificial y demasiado idílica entre todos los vecinos del pequeño pueblo en el que se sitúa la acción, al cual regresa la protagonista, Laura, quien vive en Argentina junto a su familia, para asistir a la boda de su hermana. Este entramado de gentileza no tardará en desmoronarse cuando un suceso tan terrible como misterioso se cierna sobre sus vidas, intensificando miedos y frustraciones a causa de la impotencia que hará despertar, como en una reacción en cadena, todos los reproches y las inseguridades que habían quedado ocultos bajo pequeñas mentiras condescendientes. De nuevo, la contienda paternal quedará marcada por una absurda lucha entre sexos arbitrada por figuras de dudosa imparcialidad que tratarán de aportar una dosis de cordura de poco calado en un contexto de tanta intensidad y angustia. La intensidad del conflicto se apoderará de cada personaje hasta convertir la cordial reunión inicial en una inaguantable lucha de rencores y sentimientos heridos de forma irreversible. Sin embargo, el director, tratando de incurrir en un contexto dramático de desmesurada intensidad, termina por caer en esquemas narrativos y trucos de manejo tensional demasiado folletinescos, similares a los empleados en culebrones. Así, los momentos de evidente y deliberado absurdo, en los que se hace alusión a la intervención divina como verdadera esperanza para solucionar el conflicto, se confunden con el patetismo de otras escenas más serias cuyos giros de guion quedan sobredramatizados. Queda pues, la cinta, supeditada a la interpretación de sus secundarios que, por fortuna, realizan un espléndido trabajo conjunto complementando a esas tres grandes figuras que llegan a eclipsar por momentos el mismo argumento. 62|100

    España, 2018. Título original: Todos lo saben. Director: Asghar Farhadi. Guion: Asghar Farhadi. Duración: 130 minutos. Edición: Hayedeh Safiyari. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Alberto Iglesias (Canciones: Nella Rojas, Javier Limón). Productora: Coproducción España-Francia-Italia; Memento Films Production / El Deseo / Lucky Red / Morena Films. Intérpretes: Penélope Cruz, Javier Bardem, Ricardo Darín, Eduard Fernández, Inma Cuesta, Bárbara Lennie, Elvira Mínguez, Ramón Barea, Carla Campra, Saadet Aksoy, Sergio Castellanos, Sara Sálamo, Roger Casamajor, Nella Rojas, Jaime Lorente. Presentación oficial: Cannes Film Festival, 2018.

    WILDLIFE

    Paul Dano, EE.UU. | SEMAINE DE LA CRITIQUE.

    1960, la nueva fiebre del oro había llenado de esperanza los corazones de los estadounidenses, quienes se lanzaban en masa en busca de petróleo. Jerry, patriarca de una respetable y exitosa familia del noreste estadounidense, ha decidido marchar a Montana persiguiendo, como muchos otros, el sueño americano o, al menos, una mejora contractual del que ya poseía. Jean, su mujer y Joe, su hijo, marcharán con él hacia Great Falls sólo para contemplar su gran decepción al comprobar que esa riqueza que esperaba alcanzar no llegará por culpa de un mal timing. No hay duda de que Montana constituiría uno de los grandes centros neurálgicos de petróleo, pero bastante más tarde, unos 50 años después de que Jerry, quizá con demasiada precipitación, se dejara llevar por un impulso demasiado ambicioso. Ése será el suceso que desencadene un complicado y extenuante proceso de decadencia en el otrora héroe americano, protagonista de la película con la que Paul Dano ha conseguido maravillar a todo el mundo en su debut en la dirección, en el que además se atreve con una de las novelas más introspectivas de la literatura norteamericana moderna: Wildlife. Jerry siempre había pertenecido a la élite, un hombre atractivo, deportista profesional, casado con su novia del instituto, quien también era la chica más popular de su generación. Jerry es, como muchos de los personajes creados por Richard Ford, o algunos de sus homólogos inspiracionales como Raymond Carver o Tobias Wolff, un fiel representante de la masculinidad hegemónica norteamericana. Sin embargo, lo que distanciará el estilo de este escritor respecto de cualquier otro de sus predecesores es la forma de penetrar en sus personajes, no sólo en su aspecto psicológico, sino también en lo más profundo de sus sentimientos, mostrándolos tal y como son, víctimas de una constante lucha interna por encontrar su verdadero yo, frustrados, perplejos, acobardados. Ford es mucho más indulgente de lo que podría serlo Carver, quien no dudaría en dejar a sus creaciones al borde del abismo y esperar a ver lo que pasa. Por el contrario, por muy bajo que caiga Jerry, siempre veremos una pequeña luz al final del túnel, algo que le permita salir a la superficie.

    Por supuesto, como ya habremos intuido, Jerry no encontrará el oro líquido deseado, sino que habrá de conformarse con ser instructor de golf en un club privado. Éste sería el prólogo oculto que no interesa a Paul Dano, quien lo omite para presentar a un personaje en pleno proceso decadente y a punto de ser despedido. El fracaso laboral no será lo que termine de destrozar la confianza de este hombre, sino el hecho de que su mujer haya tomado la iniciativa y se ponga a trabajar para poder mantener a su familia. Sin lugar a dudas, este acontecimiento será un grave atentado a la virilidad de Joe quien, tratando de compensar tanta humillación, busca algo que le permita sentirse útil, confirmar su posición de ciudadano respetable y modélico; en definitiva, volver a sentirse como un hombre. Por ello decide hacerse voluntario en las brigadas de bomberos para luchar contra los persistentes incendios que están asolando la zona. Dejando atrás todo y sin titubear, coge las maletas y se vuelve a marchar, ahora en solitario, para recuperar su masculinidad arrebatada. Dano consigue desde el comienzo una efectiva trasposición que sitúa al lector por encima del personaje, algo que se logra proponiendo como falso narrador a un adolescente, Joe, que alcanza un mayor nivel de implicación en el lector para que pueda comprender el ambiente opresivo sufrido por un joven en el proceso de forja de su personalidad al encontrarse atrapado en la incompetencia de dos padres consumidos por sus inseguridades y, además, físicamente acorralado por unas llamas que no cesan en su avance destructivo creando una atmósfera irrespirable.

    La decisión de Jerry de marcharse tendrá un efecto devastador en Jean, quien pasará de un estado de absoluta seguridad en sí misma al recobrar su autonomía y la independencia económica, a verse rechazada y abandonada por un hombre que parece no sentirse atraído por ella, por lo que se adentrará en una relación amorosa con un hombre mayor, tullido y con dinero. Warren Miller se presenta, a ojos de Joe, como un ser repugnante, grotesco y desagradable en todos los aspectos, sin embargo es una valoración perceptiva influida por la aversión que el chico tiene hacia el amante de su madre que encarna una amenaza para la estabilidad de su familia. El director consigue crear muy bien este efecto por medio del primer plano; con tomas muy cercanas y distorsionadas del rostro del actor, logra que sus facciones se deformen y den esa impresión esperpéntica que nos habíamos hecho de un ser así. No obstante, la película se centrará en todo momento en la historia del niño; si bien es cierto que la novela utiliza la misma perspectiva, es destacable cómo Dano ha sabido sintetizar el guion sin que quede demasiado forzado, eliminando aspectos del desarrollo de los personajes paternos. Esto podemos apreciarlo en dos escenas muy claras en las que la supresión de un contexto psicosomático más profundo referente a los padres, consigue que una misma acción tenga dos significados muy diferentes. La primera de ellas sería aquella en la que Jane abofetea a su hijo. La película nos hace creer que lo golpea de manera irreflexiva y maquinal al sorprenderla en la oscuridad y reaccionar de forma violenta a un susto semejante; por el contrario, la novela nos ofrece una visión mucho más profunda de la problemática enfermiza propia del realismo sucio en el que se enmarca el estilo narrativo del autor. En el libro, la madre aparece completamente desnuda ante el niño, a excepción de una bata abierta que no oculta nada a la mirada de un impresionable adolescente que, pese a haber visto a su madre sin ropa en otras ocasiones, no puede ahora sino desear que se encontrara vestida. Entonces, y tras la sorpresa inicial, Jane le golpea hasta dos veces, y le increpa que está enfadada con él. Esto sucede después de que el niño fuera invitado a una cita entre su propia madre y Miller, y el flirteo se les fuera demasiado de las manos. De algún modo, lo culpa por su infelicidad, por tener que demostrar delante de su hijo que es capaz de atraer a otros hombres y, en resumen, volver a sentirse mujer. Comprendemos aquí que el problema de ambos padres es el mismo, la falta de autoestima y la pérdida total de la confianza en sí mismos y en su condición de seres sexuados. Ahora mismo son personajes que han sufrido una castración y se olvidarán de cualquier cosa hasta que logren recuperar su estado original, sin importar los medios y las consecuencias que provoca ese comportamiento en su hijo. Todo llegará a un punto de inflexión con el regreso de Jerry. Aquí surge la segunda escena en la que se aprecia la nueva perspectiva erigida por Dano, y que otorga al hombre un comportamiento mucho más celoso de lo que sugiere el libro. Esto podrá contemplarse ya en los últimos compases de la película, cuando el matrimonio haga frente a los acontecimientos ocurridos durante la marcha del marido. Uno de los casos más paradigmáticos de la novela era comprobar que Jerry no actúa motivado por los celos, sino por un sentimiento mucho más profundo que ha desarrollado después de tres días luchando de forma incansable contra el fuego. El fuego purifica y termina siendo lo único que nos queda, fuego y cenizas como la simplificación de todas las reacciones naturales de este mundo. 75|100

    Estados Unidos, 2018. Título original: Wildlife. Director: Paul Dano. Guion: Paul Dano, Zoe Kazan (Novela: Richard Ford). Duración: 104 minutos. Edición: Louise Ford, Matthew Hannam. Fotografía: Diego García. Música: David Lang. Productora: June Pictures / Nine Stories Productions. Intérpretes: Carey Mulligan, Ed Oxenbould, Jake Gyllenhaal, Bill Camp, Zoe Margaret Colletti, Travis W Bruyer, JR Hatchett, Russell Herrera Jr., Marshall Virden, Shane D. Davidson. Presentación oficial: Sundance Film Festival, 2018.

    PÁJAROS DE VERANO

    Ciro Guerra, Cristina Gallego, Colombia | QUINCENA DE REALIZADORES.

    Ciro Guerra regresa a la Quincena de realizadores, junto a Cristina Gallego, para dirigir una historia de venganza en la que no perderá de vista su lirismo etnográfico hacia las poblaciones indígenas de Colombia. Pájaros de verano, en concreto, nos sitúa en la zona norte colombiana, en La Guajira de 1970, donde encontramos a una adolescente preparándose para realizar un ritual iniciático que concluirá con la protagonista convertida en mujer. Esta exótica danza derivará en una solicitud de matrimonio de un hombre que, pese a no ser merecedor de la joven debido a las diferencias jerárquicas entre las familias, consigue entablar negociaciones con la madre a cambio de 30 cabras. Ése es el valor estimado que una mujer pone a su hija en dicho arcaico trámite mercantil en el que está en juego la elección forzosa de un marido. Vemos que el hombre trabaja duro y busca otras formas de ingresos alternativas como el comercio de licor. Sin embargo, nada parece suficiente para llegar al precio que finalmente puso la madre de su amada, por lo que, junto a su inseparable amigo Moisés, se convertirá en el intermediario de un lucrativo negocio de marihuana entre un grupo de hippies anticomunistas y un pariente narcotraficante.

    Al igual que hiciera en El abrazo de la serpiente, Guerra presenta un único espacio físico sobre el que desarrolla un ejercicio comparativo entre los valores clásicos y los modernos de la Colombia poscolonial. Si bien en su anterior película se presentaba un hilo narrativo no lineal e introducía dos momentos temporales diferentes, separados por 20 años, para mostrar la evolución de la mirada del hombre blanco en su proceso de comprensión de la cultura indígena, en esta ocasión el filme discurre con una narrativa lineal en la que se aprecia a la perfección el choque de los valores tradicionales indígenas y la modernización del colombiano desligado del folclore atávico regional. Aunque su trabajo previo presumía de una precisión asombrosa en la transición analéptica, la estructuración presente se ha establecido mediante una separación mucho más evidente, con la interrupción de cinco títulos aclaratorios que dividen explícitamente la cinta en cinco cantos más un prólogo. Algo que no ha de ser necesariamente negativo, aunque sí se echa en falta por momentos una mayor sutileza abstracta. La obviedad explicativa en este sentido resta intensidad al juego espacio-temporal, aunque los realizadores encuentran otro astuto recurso para evidenciar ese confuso proceso adaptativo entre pasado y futuro, gracias a la aparición en escena del personaje de Moisés, que rompe con la solemne ritualidad respetuosa de los aborígenes Wayuu para aportar una extroversión campechana muy propia del colombiano moderno.

    Cuando el negocio de las drogas se convierte en la única y principal fuente de ingresos de la familia, todo comienza a cambiar, se van consintiendo ciertas licencias profanas que desacralizan la estricta tradicionalidad indígena, y el dicharachero Moisés se transforma en un cliché de sí mismo en el rol de proveedor de marihuana; un revólver en la cintura y un acompañamiento musical de guimbarda incrementan la tensión, al tiempo que tratan de seducirnos con un acercamiento a los esquemas propios del western, al pronosticar que, quien enfunda un arma terminará por usarla. Será el primer disparo lo que marque un punto de inflexión en el filme y presente un giro de guion, definitivo, que lleve el argumento inicial hacia una historia de venganza brutal y la culminación de esa insinuada hibridación genérica. Mediante la combinación de los códigos culturales ancestrales del aborigen y el incipiente auge del negocio del narcotráfico, los directores aciertan a retratar dos de los pilares más importantes de la cultura de Colombia que, a su vez, configuran las dos grandes preocupaciones del colombiano. 70|100

    Colombia, 2018. Título original: Pájaros de verano. Director: Ciro Guerra, Cristina Gallego. Guion: Maria Camila Arias, Jacques Toulemonde. Duración: 125 minutos. Edición: Miguel Schverdfinger. Fotografía: David Gallego. Música: Leonardo Heiblum. Productora: Ciudad Lunar Producciones / Blond Indian Films / Pimienta Films / Snowglobe Films / Films Boutique. Intérpretes: Carmina Martínez, José Acosta, Natalia Reyes, Jhon Narváez, Greider Meza, José Vicente Cote, Juan Bautista Martínez. Presentación oficial: Cannes Film Festival, 2018.

    DONBASS

    Sergei Loznitsa, Alemania-Francia-Ucrania | UN CERTAIN REGARD.

    El director bielorruso Sergei Loznitsa ha dedicado el grueso de su carrera al género documental. De hecho, Donbass, película que inaugura la sección Un Certain Regard de esta edición del Festival de Cannes, es su cuarto largometraje de ficción. Este aspecto podría no resultar tan significativo si no fuera por el origen de esta cinta que narra el día a día en la región de Donbass al este de Ucrania controlada desde 2014 por fuerzas prorrusas. El realizador se inspira en 12 vídeos caseros que retrataban diversos aspectos de la vida cotidiana para recrearlos y construir un relato episódico que se esfuerza en enlazarcada una de sus partes de alguna manera u otra. El hilo conductor es, sin duda, el sinsentido de la guerra y sus consecuencias. Así, un hospital infantil en el que se roba ayuda humanitaria, un grupo de personas que se refugia de las bombas malviviendo en el sótano de un gran edificio, la excéntrica boda de una pareja de separatistas, los continuos controles en los puestos fronterizos y sus métodos inclasificables… Cada uno de estos instantes se reinterpretan bajo la lupa hipertrófica de Loznitsa. Y es que su nueva película comparte los mismos defectos que Krotkaya, presentada en Sección Oficial el año pasado: una constante repetición de su idea principal a base de estirar los aspectos más ridículos de cada escena hasta la extenuación. En la recreación de estos 12 vídeos se pierde esa verdad inmediata del objetivo de un teléfono móvil. La pregunta inevitable es, pues, qué aporta esta traslación a una ficción convencional si el material original ya resulta clarividente. La visión del conflicto que nos presenta Loznitsa transita siempre entre lo desquiciado y lo esperpéntico. No es que le falte razón. Como decía Jeannette Rankin, “no se puede ganar una guerra, como tampoco se puede ganar un terremoto”. La paz después de la guerra es en sí mismo una derrota, y la de Donbass está llena de rencor, venganza, abusos de poder y corrupción que, como siempre, acaba atrapando al pobre ciudadano de a pie. Lo cierto es que la sátira y el sentido del humor puede que sean un buen catalizador de las desgracias humanas que ocurren a diario en esta zona del este de Europa, pero cuando el simple regocijo en lo absurdo se merienda la búsqueda de una capa de significado y denuncia ulterior, lo que acaba quedando es un conjunto de escenas que funcionan mejor por separado y de manera desigual. 30|100

    2018. Alemania, Ucrania, Francia, Países Bajos, Rumanía. Dirección: Sergei Loznitsa. Guion: Sergei Loznitsa. Fotografía: Oleg Mutu. Montaje: Vladimir Golovnitski. Intérpretes: Valeriu Andruita, Thorsten Merten, Boris Kamorzin, Irina Plesnyaeva, Sergei Kolesov, Svetlana Kolesova, Georgi Deliev, Nataljia Buzko.

    RAFIKI

    Wanuri Kahiu, Kenia-Sudáfrica-Francia | UN CERTAIN REGARD.

    La joven Wanuri Kahiu es la encargada de traer hasta la costa francesa la primera película keniana en competición en sus 71 años de historia. El país africano todavía cuenta con una industria cinematográfica joven que se ha dedicado tradicionalmente a la producción de documentales. Quizás por ello la presencia de Rafiki en la sección Un Certain Regard cobre todavía más importancia. Lo que nos propone Kahiu es una historia de amor prohibido con varios problemas de manual: familias enfrentadas, insistentes pretendientes, cotillas deslenguadas… y el hecho de que las dos enamoradas sean dos chicas adolescentes de un barrio de Nairobi, la capital de un país donde la homosexualidad está penada con hasta 14 años de cárcel. Si, como indicábamos, los obstáculos de la pareja son los propios de los romances clandestinos, el desarrollo narrativo también presenta las constantes de este tipo de cine: el primer cruce de miradas, el primer encuentro, la primera caricia… Rafiki parece haber interiorizado a la perfección los códigos de la mirada occidental sobre el romance y, casi de forma mecánica, repite paso a paso cada etapa. Así, si aislamos de manera estricta la parte argumental, estamos ante un correcto ejercicio que se aboca ciegamente a la estructura más convencional y que incluso adolece de un exceso de tramas (el enfrentamiento político entre los padres de ambas, candidatos en las elecciones locales, distrae más que aporta). Sin embargo, Kahiu se esfuerza por intentar construir una puesta en escena donde, por un lado, la fuerza y la viveza de los colores que pueblan los espacios aporte luminosidad a un romance destinado a terminar mal, y, por otro lado, la ternura impregne cada uno de sus encuentros y caricias, capturando miradas y gestos entre el rubor y la pasión, estirando el tiempo en cada uno de los encuentros de ambas protagonistas (las debutantes Samantha Mugatsia y Sheila Munyiva). Es su apuesta por un cine optimista y alegre, pese a todo (de ahí el uso de la música pop y de esos reflejos en la fotografía que huelen a indie norteamericano de lejos). Con todo, sin dejarnos llevar por lo exótico de la propuesta y también reconociendo sus logros, Rafiki se queda en la dichosa zona templada de lo aceptable, aun descubriéndonos a una directora capaz de moldear su realidad para aportar una mirada con algún que otro destello interesante. 60|100

    2018. Kenia, Sudafrica, Francia, Paises Bajos, Alemania. Dirección: Wanuri Kahiu. Guion: Wanuri Kahiu, Jenna Bass. Fotografía: Christopher Wessels. Montaje: Isabelle Dedieu. Intérpretes: Samantha Mugatsia, Sheila Munyiva, Jimmi Gathu, Nini Wacera, Dennis Musyoka, Patricia Amira, Neville Misati.

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