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    Las 10 mejores películas de la 65ª edición del Festival de San Sebastián

    Olor a verano

    Las 10 mejores películas de la 65ª edición del Festival de San Sebastián.

    Un año más llegamos al final del Festival de San Sebastián, ya en su edición número 65, dejando constancia de que su Sección Oficial, el de las películas en concurso, no ha sido tan brillante como fuera deseable. Como siempre, y con ese afán planteamos la selección aquí presente, nos vamos con un puñado de películas en el zurrón que rescatar y animarles a descubrir más allá del panorama general de normalidad festivalera, de obras que no nos pueden hacer esperar grandes cosas de sus artífices. Se percibe una clara apuesta por el cine de autor de contenido social, si bien recurrente en lo formal y poco original en su traslación visual. La sección dedicada a los Nuevos Directores ha resultado tan radical en su planteamiento como gris en su alcance cinematográfico. Y la sección Perlas, dedicada a filmes premiados en otros certámenes, ha mostrado un nivel muy irregular. Pero no todo es oscuridad: muchas de las secciones del Festival han tenido su momento de excelente cine, magníficos títulos que quizá puedan quedar ocultos ante tal maraña de horarios y proyecciones. Por eso desde El Antepenúltimo Mohicano queremos rescatar lo que nos ha parecido lo mejor de esta edición. Pese a las quejas habituales y necesarias, cabe decir que hemos disfrutado como locos viviendo estas jornadas intensas de cine, respirando el celuloide en cada sala, sintiendo siempre vivas nuestra pasión y nuestro amor por el cine.

    10. CALL ME BY YOUR NAME

    Luca Guadagnino, Italia | PERLAS.

    Sobre la proyección de una escultura praxiteliana, el padre del adolescente protagonista de Call Me By Your Name comenta admirado: “Su perfección tiene algo de provocadora. Como si te incitara a desearla”. Pocos resúmenes mejores que ese de la que, por ahora, es uno de los grandes descubrimientos de esta Berlinale. La nueva obra de Guadagnino se deja bañar por las luces y colores de una Italia veraniega en los años ochenta para contagiar a su espectador el arrobamiento ante el estío puro. Estación que confluye en su esplendor con el despertar sexual de Elio, un adolescente que veranea junto a sus padres en una villa del norte italiano y que experimenta una creciente atracción hacia Oliver, estudiante siete años mayor que él acogido en la casa vacacional. En consonancia con el tiempo y el espacio, el romance naciente entre los dos muchachos se rodea de elementos dispuestos para recalcar el encanto del verano: las bicicletas, los chapuzones, los bañadores perennes, las luces de anaranjado brillante, los colores vivos, las comidas bajo la sombra de los árboles, la fruta (como los protagonistas) en su máximo apogeo de jugosidad… Al valor pictórico de los planos se añaden las resonancias de distintas capas de pasado histórico que Guadagnino añade casi en sordina: las callejuelas e iglesias ancestrales del pueblecito transalpino, las estatuas de la época clásica que estudian Oliver y el padre de Elio, o el pasado judío de la familia protagonista. Por último, la retracción a los ochenta imprime una distancia que termina de configurar la condición del relato como cuadro evocador de una realidad que es pasado irrecuperable a la vez que presente vivo.

    La apuesta de Guadagnino es el impresionismo en todas sus vertientes. Aparte de la captura perfecta de un pedazo de luz y tiempo, Call Me By Your Name es una película liberada de cualquier tipo de atadura ficcional. Liberada de un conflicto narrativo demasiado definido, de un discurso temático, o de cualquier atisbo de metáfora. No hay nada en ella que pueda darnos pie al análisis interpretativo concluyente, ni a la etiqueta, y eso es uno de los mayores elogios que podemos regalarle. Todos y cada uno de los elementos que configuran su cuidadísima composición están dispuestos con una ligereza que no puede ser más acertada. Desde el magnético Oliver (sensacional Armie Hammer, en cierto modo correspondiente con el Ralph Fiennes de Cegados por el sol) hasta las amplias capas de pasados que mencionábamos, sus aspectos más sugerentes lo son precisamente porque encajan con naturalidad en el cuadro sin necesidad de ser explotados con fines narrativos. Guadagnino parece incluso introducir una intervención propia a través del personaje del padre de Elio, que remata la composición con un pequeño alegato a favor del disfrute, de la entrega total al esplendor del amor estival, y a su recuerdo para reclamar su compañía en los futuros inviernos | Miguel Muñoz Garnica.

    09. POROROCA

    Constantin Popescu, Rumanía | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.

    Las diferentes dimensiones del trauma han moldeado la narrativa de Constantin Popescu. Ya sea desde una perspectiva maximizada –los desvíos de una nación resucitada y deformada: Portretul luptatorului la tinerete (2010)— o mononuclear –la digestión de la pérdida neonata en el seno familiar: Principii de viata (2010) o su segundo cortometraje Fata galbena care rade (2008)—, el cineasta rumano ha delineado la incapacidad del ser humano de anteponerse a una tragedia predestinada, espoleta de un derribo vital devenido estigma. Las propuestas ficcionales de Popescu no obstante son esclavas del momentum que vive la ficción cinematográfica rumana. La Nueva Ola del país latino ha dejado atrás la etapa de génesis caracterizada por el retrato o caricaturización de las modificaciones políticas, económicas y sociales que marcaron el final de la anterior centuria; ahora sus textos se centran en la metamorfosis de la clase media, esos individuos que bien pudieran deambular sobre el canto de la verja que dividía la Bucarest capitalista de la rural que dibujó Maren Ade en Toni Erdmann. Al igual que Cristian Mungiu en Los exámenes, Popescu sitúa en su excelente último filme, Pororoca, a un personaje ejemplar devorado por las circunstancias y sin posibilidad alguna de redención. Si en la cinta de Mungiu se nos presentaba a Romeo, un médico reputado que debe acudir a la corruptibilidad del sistema para salvaguardar los intereses de su hija, la obra de Popescu abre con Tudor Ionescu –un sensacional Bogdan Dumitrache, actor habitual de los primeros espadas de la realización rumana—, como paradigma paternal, acompañando a sus dos hijos al domicilio familiar. Allí le espera una esposa abnegada, que completa un escenario idílico y, en apariencia, inquebrantable. Un paraíso que se vendrá abajo, tras una llamada telefónica que rompe el statu quo imperante, en la tercera escena del largometraje.

    Resulta vital para el desarrollo de la trama este inicio, que, además de invocar la empatía del espectador, ofrece un ejemplar uso de cámara basado en planos fijos. Un estatismo que en el mentado tercer segmento escénico augura un cambio de registro –al thriller concretamente— y que dará paso a un descomunal plano-secuencia dominado, por el contrario, por un dinamismo tanto narrativo como visual que logra extrapolar la tensión de una situación límite. En ese intervalo, Popescu apuesta por jugar con nuestra atención —un recurso con equivalencias del cine de Alfred Hitchcock— y, a su vez, la del paterfamilias, para desencadenar el suceso que marcará al resto del metraje: la desaparición de su hija. Una exhibición en la puesta en cuadro que demuestra la pericia de un cineasta que quiebra el habitual hieratismo de la filmografía de sus coterráneos y que alcanza un grado de brillantez en su primera hora inédito en el cine europeo reciente. Este será el comienzo de un lento descenso al averno de Tudor, que se verá empujado a una espiral sin salida protagonizada por el dolor y la duda. Paralelamente a su decrepitud, su familia se irá deshaciendo y, con esto, el anhelo de recuperar el equilibrio perdido. Ante el desesperanza y el pesimismo, solo queda espacio para la liberación. Y esta no puede llegar de otra forma que no sea la violencia. Sus dos horas y media concluyen con una exhalación, impulsada por una reacción brutal y descompensada que supone ser el último punto de una existencia, de un concepto que existió y que fue arrebatado por la providencia. Pororoca, en su mixtura de thriller psicológico, policial y drama, concluye como un brillante estudio sobre los terrores paternales y la culpabilidad que prosigue el camino de la ganadora del Oso de Oro de la Berlinale 2013, Madre e hijo, remarcando, una vez más, el auge creativo de la ficción rumana contemporánea | Emilio Luna.

    08. THE DISASTER ARTIST

    James Franco, Estados Unidos | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.

    Si ya conocen The Room (2003), no es difícil imaginar lo jugoso del material con el que James Franco contaba para esta película: recrear el rodaje de la cinta de Tommy Wiseau (nada menos que director, guionista, protagonista y productor), uno de los casos más desconcertantes de la historia del cine en el que lo malo, de ser llevado hasta límites insospechados, se vuelve gozoso. The Room es una concatenación tan perfecta de malas decisiones y ausencia de talento que resulta inevitable preguntarse cómo se llegó hasta ahí. Lo que hace Franco es tan simple como regalarnos la respuesta, adaptando para ello el libro sobre el rodaje que escribió Greg Sestero, amigo de Wiseau y coprotagonista de la película. La jugada, como no podía ser de otro modo, consiste en convertir una coda a un texto fílmico en un ejercicio de comedia brillante. Franco, que se reserva el papel de Wiseau, lo borda en lo fácil. La sucesión de gags que posibilita un personaje tan estrambótico funciona como un reloj: su acento inidentificable, su oscurantismo sobre su vida anterior, su querencia por la sobreactuación patética, su notorio empanamiento… Pero, y he aquí lo importante, Franco resuelve lo más difícil: sortear la humillación y el simple chiste para saber transmitir el magnetismo de Wiseau, para desvelar cómo en sus actuaciones ridículas hay un movimiento de espontaneidad genuina e inocente.

    La relación de amistad que traba con Greg (Dave Franco) le da su dimensión narrativa a este rasgo tan atrayente que no solo explica a Wiseau, sino a la propia The Room. El culto fiel que la cinta ha generado (ha estado proyectándose de forma continua en varios cines desde su estreno) tiene mucho que ver con que, bajo su desastrosa factura, está el entusiasmo de una mente privada del mínimo talento, un triunfo de quien no tiene nada con lo que triunfar. Un leitmotiv del personaje de Wiseau en The Room, “todo el mundo me traiciona”, es puesto en relación con la propia experiencia durante el rodaje, cuando el “artista desastroso” cae en los celos por la nueva relación amorosa de su best buddy Greg. De nuevo, que la reacción de Wiseau sea disparatada es lo de menos. No se trata de la existencia de auténtica traición, sino de la intensidad de un personaje capaz de interiorizar hasta el sentimiento la idea de traición a base gritos. De este modo, aunque Franco acabe su película subrayando la similitud de sus recreaciones de The Room con las escenas de la auténtica cinta, y con ello el prodigio de mímesis que cuaja como actor, The Disaster Artist rezuma una comprensión más auténtica del fenómeno que hizo posible una de las más bajas cumbres (des)alcanzadas por un arte centenario | Miguel Muñoz Garnica.

    07. YOU WERE NEVER REALLY HERE

    Lynne Ramsay, Estados Unidos | PERLAS.

    A comienzos de siglo, la violencia comienza a separarse del contenido argumental para posicionarse como un nuevo elemento narrativo independiente. Existe, sobre todo en el género thriller, una tendencia muy recurrente que consiste en hacer de la crueldad, no ya la consecuencia de una acción previa, sino el propio motivo definitorio de la ficción, acomodando todos los elementos del relato al servicio de una vehemencia tan explícita como estética. Lynne Ramsay pone a prueba, a medias, este dogma posmoderno. Si bien la violencia también aparece como una pieza narrativa autónoma y autojustificable, en esta cinta, es la perspectiva lo que cambia por completo con respecto a sus predecesoras, y así, aunque la violencia sigue siendo desmesurada, se hace invisible, siempre oculta fuera de plano ya que, en esencia, es una violencia que realmente nunca estuvo aquí. La directora presenta a un hombre atormentado por los fantasmas de su pasado, un siniestro aprendiz de Norman Bates —referencia textual—, completamente traumatizado por uno hechos pretéritos que desconocemos aunque, gracias a los flashbacks introducidos de forma reiterada, seremos capaces de intuir. Uno de los aspectos más sorprendentes de este inicio de metraje reside en la concepción de que Joe, el protagonista interpretado por el siempre apoteósico Joaquin Phoenix, representa al bando de los buenos pues, basándonos en la imagen obtenida de él durante los primeros compases, presagiamos todo lo contrario. La apatía de su mirada, la desconexión con la realidad y su lacerante misantropía condicionaban nuestra mirada y lo posicionamos, por pura preconcepción, dentro de una atmósfera de criminalidad inexorable. En cierto modo, es verdad que este sicario hace mucho tiempo que vive al margen de conceptos tan categóricos como el bien o el mal. Otra de las historias analépticas presentes en la cinta es la evolución del personaje hasta convertirse en el brutal detective más infame del gremio. Una evolución degenerativa y muy marcada por la constante exposición al trauma violento. Este héroe trágico salido de un híbrido genérico entre el hard boiled y el thriller asiático, recibe el encargo de rescatar a la hija secuestrada de un senador. El entramado argumental, oscuro por naturaleza, se adentrará en lo más sórdido de los suburbios neoyorquinos para seguir el rastro de depravación y perversión presente, tanto en los orquestadores del secuestro, como en el propio escenario de interacción dramática, a través del cual el protagonista se abrirá paso a golpe de martillo hasta lograr alcanzar una merecida serenidad redentora que lo concilie consigo mismo | Alberto Sáez Villarino.

    06. CUSTODIA COMPARTIDA

    Jusqu'à la garde, Xavier Legrand, Francia | PERLAS.

    El primer largometraje del director francés Xavier Legrand, Custodia compartida (Jusqu’á la garde, 2017), se abre de forma fría y directa mostrándonos a una jueza dirimiendo la custodia de un niño de once años, Julien, entre sus padres, Miriam y Antoine. Las respectivas abogadas de la pareja irán desgranando las razones de por qué su defendido tiene la razón en sus respectivas peticiones: la madre desea la custodia para protegerlo de su padre, y este pide que le dejen estar con su hijo pues es lo que corresponde. La exposición de los hechos es realista, se presentan las partes de manera ecuánime, sin tomar partido, y dejando al espectador en la duda de quién de los dos se atiene a la verdad. Se marca una distancia objetiva ante el caso que hace imposible decantarse por una interpretación exacta de lo explicado en el careo, por lo que no sorprende cuando la jueza decide que la custodia de Julien sea, como se nos indica en el título español, compartida. El tono cercano al documental contrastará, cuando la trama se vaya desarrollando, con la convicción de que hemos asistido a la representación de la mentira de uno de los cónyuges: la realidad se oculta bajo capas que no podemos percibir a primera vista. En espeluznante progresión, descubriremos qué es lo que se esconde tras el miedo de Julien a su progenitor, pues este pronto comenzará a dar muestras de su desquiciado y violentísimo carácter. Un golpe al asiento del coche donde va sentado Julien con la mano abierta de Antoine, o cómo este le tira a la cara una de sus bolsas del colegio al no responder al incansable interrogatorio al que lo somete para saber de su madre, resultan momentos de una violencia extrema porque Legrand mantiene la tensión en cada encuentro con el progenitor manteniendo un cuidado preciso y un ritmo in crescendo que sabe hacer estallar en el momento preciso, ayudado por unos actores soberbios en sus interpretaciones.

    Legrand brilla no solo en el desarrollo de una historia que nos atrapa y nos arrastra en una vorágine de terror, sino que se sirve también de ciertos elementos formales del cine de género para transmitirnos toda la angustia del terrible acoso al que son sometidos madre e hijo, y todo ello sin abandonar jamás el aspecto realista, verídico de lo narrado. Julien acercándose con cuidado hacia una esquina de la calle por la que ha desaparecido su padre con temor a encontrárselo, o por no saber donde está para poder defenderse, con la cámara siguiendo al niño colocándonos sin remisión en su lugar, quizá sea uno de los ejemplos formalmente más perfectos de esto. Impresiona cómo Legrand hila la insoportable tensión creciente provocada por el imprevisible Antoine sin apenas recurrir a los diálogos en la escena del cumpleaños de Joséphine, la hermana de Julien, donde toda la acción se limita a una cámara que se mueve alrededor de las mesas de la fiesta siguiendo a los personajes y a sus miradas, disparando nuestra atención no hacia lo que vemos, sino hacia lo que intuimos que puede estar sucediendo afuera, disparando nuestra imaginación hacia un horror que precisamente por ser incapaces de dilucidar nos contagia de toda la angustia provocada por esa presión y violencia a veces invisibles que ejercen implacables los maltratadores. O la magistral secuencia final, donde unos ojos abiertos temerosos en la oscuridad de la noche nos transmiten de manera sobrecogedora todo el espanto de la indefensión ante el monstruo que acecha, donde el implacable realismo de la situación deviene un destilado del mejor cine de psicópatas, donde dos personas son acosadas y buscan refugio en su pequeño apartamento, la salvación huyendo de una habitación a otra viendo su espacio cada vez más limitado, cercados por un loco que grita desesperado tu nombre. Un piso de vivienda social convertido en un castillo acosado por un gigante que va echando abajo sus murallas, arrasado por un ogro que solo vive ya para devorar tu corazón | José Luis Forte.

    05. THE DAY AFTER

    그 후, Hong Sang-soo, Corea del Sur | ZABALTEGI-TABAKALERA.

    Hong Sang-soo vuelve a recurrir a una intrincada edición fílmica para la expresión eficiente de sus principales obsesiones, que se resumirán ahora en las relaciones sentimentales y la infiel figura del hombre. El comienzo de la película presenta dos líneas narrativas protagonizadas por tres personajes cada una, de los cuales, sólo uno será diferente entre ellas. El primer escenario muestra al gerente de una oficina de publicidad, a su mujer y a su amante, mientras que el segundo cambiará a ésta última por su nueva empleada. La película, en un elegante blanco y negro, hace uso de unas peculiares tomas largas con cámara fija con las que el director pretende evidenciar una discrepancia ideológica o un conflicto de intereses. La primera de las escenas de The Day After comienza con una de estas secuencias, en la que la mujer interroga a su marido sobre una presunta infidelidad de la que empieza a sospechar. La escena revela esa comunicación deficiente tan habitual en el director; el hombre, a pesar de hablar el mismo idioma que su mujer, es incapaz de defenderse, con palabra alguna, de las constantes acusaciones. Por un lado desearía confesar su adulterio, sin embargo, su estado de sobriedad le impide decir la verdad. El alcohol es el único medio que encuentran los hombres para sincerarse, independientemente de su dominio del lenguaje.

    Tras esta secuencia, la película alternará los dos relatos principales: la relación sentimental entre el jefe y la amante, y la relación laboral con su nueva empleada, historias que comparten espacio aunque se encuentran separadas en el tiempo por un período indeterminado. Mediante una clara yuxtaposición narrativa, muy sugerente en diversos momentos del montaje interescénico, el director irá cotejando ambas historias para generar la sensación de repetición y circularidad presente en todo el filme. Vemos al hombre repitiendo las mismas acciones y diálogos que, un tiempo atrás, protagonizó con su amante, lo que nos hace pensar que el jefe ve en su empleada a una nueva conquista amorosa, sustituta de la anterior que parece haber salido de su vida. Sin embargo, poco después, la primera reaparecerá de nuevo en escena para unificar el cronotopo narrativo y dar origen al gran desencadenante dramático de la trama. Una cómica confusión que nos llevará a uno de los diálogos más interesantes, enmarcado en otra escena de apariencia muy similar a una anterior, con distinta variante protagónica. En éste se mezclará la manifestación del duelo, las implicaciones del amor, la fe religiosa y la ruin idiosincrasia masculina del cobarde que aprovecha su posición laboral —sí, jerárquica—, para un beneficio personal | Alberto Sáez Villarino.

    04. VISAGES VILLAGES

    Agnès Varda, JR., Francia | PROYECCIÓN ESPECIAL PREMIO DONOSTIA.

    La manifestación artística del yo fue uno de los grandes exponentes del nuevo siglo. Las librerías conseguían sus mayores best sellers en obras autobiográficas, como el reciente gran éxito de James Rhodes, Instrumental. Como no podía ser de otra manera, el cine también ha sabido aprovechar este gran tirón comercial de las historias biográficas sobre algunos de sus principales representantes. El espectador ansía ver la otra cara del héroe, la que oculta bajo la invisible careta de su personaje. En este ámbito encontramos a la realizadora Agnes Varda, la abuela de la Nueva Ola, quien ha sabido yuxtaponer el realismo documental a la ficción; ha conseguido una recreación histórica en la que su objetivo principal es la defensa de los valores éticos e ideológicos que considera deficientes en la sociedad contemporánea. Sus películas son ejercicios comprometidos que saben respetar verosimilitud y subjetividad para garantizar una mirada íntima del contexto que nos atañe a todos. Esta directora siempre ha mostrado su agradecimiento a otras formas de expresión como la fotografía. Varda mencionó que el cine podría entenderse como una contradicción en sí misma, puesto que el movimiento tiende a fragmentarse en estatismos, y la imagen estática en recuerdos para, por fin, congelarse eternamente. Esta instantánea que amenaza la estabilidad cinematográfica deriva, evidentemente, de la fotografía que, según la realizadora, “puede llegar a condensar en una imagen todo el mensaje del filme”.

    Con esta premisa, entendemos la colaboración entre Agnes y el artista callejero JR como una asociación lógica y necesaria. El posmoderno arte de fachadas, heredero inmediato del grafiti moderno, ha llevado el arte a un debate social sobre la accesibilidad de las obras. Los grandes iconos del Street Art abogan por una exposición libre y gratuita de su obra, la cual siempre estará íntimamente ligada al contexto urbano, extrayendo, añadiendo o modificando algunos de sus elementos para conseguir una diferente perspectiva de lo común. De esta forma, y renunciando a la venta de su imagen como parte de la iconografía popular —de ahí el simpático diálogo entre Varda y JR para conseguir que éste se quite las gafas de sol y el gorro—, estos artistas han alcanzado el éxito hasta circuitos artísticos oficiales. Protesta y compromiso como medio de exigir una igualdad social. Esta es la premisa de Visages Villages, donde los dos personajes, representantes de generaciones opuestas y dispares métodos de ejecución, demuestran que la comunión entre lo viejo y lo nuevo, lo moderno y lo retro, es, no sólo posible, sino idóneo. Agnes y JR acercan el arte a los pueblos rurales donde hasta ahora había brillado por su ausencia, y no con el único objetivo de mostrarlo, sino que hacen de ellos una imponente pieza de museo. En la visión actual y despreocupada podemos ver reflejado el desencanto de una artista revolucionaria, a quien, su admiración y amistad por Godard la llevará a afrontar un desenlace romántico y cómicamente desalentador | Alberto Sáez Villarino.

    03. SOLLERS POINT

    Matt Porterfield, Estados Unidos | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.

    La vida de Keith (McCaul Lombardi) se encuentra en una encrucijada. Recién terminada de cumplir su pena carcelaria, debe elegir entre tomar un nuevo camino o quedarse estancado en el mismo pasado que le llevó a la condena. Pero Sollers Point no está demasiado interesada en resolver esa encrucijada. Sino más bien en la descripción pormenorizada de la situación de Keith, cuyo punto de vista focaliza todo lo que podemos ver durante unas pocas jornadas inmediatamente posteriores al fin de su arresto domiciliario. Es el tiempo de volver a las calles de su Baltimore natal, de reencontrarse con viejos conocidos y enemigos y tratar de ganarse unos dólares. Un primer plano de unas fotos en las que observa su infancia, a su madre ahora fallecida y al niño que fue, dan cuenta de que los reencuentros son la constatación del abismo entre una infancia donde todo era posible y una juventud de promesas rotas. Keith es un personaje atrapado entre su calidez y su agresividad, dos cualidades opuestas que vemos emerger continuamente y que los construyen como personaje trágico: su temperamento insalvable dicta su destino. Pero Porterfield, además de concebir a este protagonista de una forma mucho más empática que conductista, replantea esta cuestión mediante una descripción de Keith que es paralela a la descripción de las calles de Baltimore, a las que vemos manifestarse como una comunidad solidaria y conectada a la vez que violenta y divisoria. Enzarzada en una retórica de bandos que, en una secuencia especialmente cómica, llega al discurso de iluminación sectaria. Baltimore, como Keith, oscila entre lo acogedor y lo violento.

    Porterfield, decíamos, no parece interesado en el avance del conflicto, quizá porque no existe tal posibilidad. Su descripción enlazada de ciudad y personaje nos lleva a intuir que la encrucijada no es tal cuando los caminos a los que conduce están cerrados a unos pocos pasos. Baltimore se presenta como estructura de comunidades sofocante, un sistema local con normas propias en el que un macrosistema solo puede intervenir como lo hace con Keith: quitándole de las calles una temporada para devolverlo después dejándole pocas opciones más que volver al trapicheo de drogas para salir adelante. Este fatalismo, con todo, no es demasiado invasivo. El gran logro que le permite a Porterfield su estructura libre de conducciones resolutivas de la trama es la capacidad para acumular pequeñas narrativas vitales que rodean a la propia de Keith. El cineasta demuestra un talento en alza para construir personajes que, en apenas un par de apariciones, se llenan de vida. La doble aparición de una prostituta (una de las pocas apariencias de evolución personal), el cumpleaños de la sobrina de Keith filtrado por un vídeo en streaming, o un breve encuentro con su hermana son situaciones que, con una exposición mínima, resultan tremendamente emocionales al saber sugerir todas las cuestiones biográficas que implican. La manifestación de amor del padre de Keith explicita, además, la mirada empática que nos plantea Porterfield: se permite una única ruptura de la focalización mediante su protagonista para mostrar cómo las relaciones de aparente odio mutan por completo por una simple cuestión de punto de vista. Sollers Point, en fin, nos plantea la vivencia de un personaje y una ciudad como dos cuestiones inherentes, y en el proceso despliega una capacidad asombrosa para capturar las energías de la Baltimore natal del cineasta, para pasearnos por sus calles trasladándonos la familiaridad del habitual. Y, sobre todo, Porterfield evidencia con cada nuevo paso en su carrera una auténtica actitud de libertad creativa, un espíritu ajeno al quirky indie convergente con Hollywood y que mantiene viva la llama del indie americano más genuino, más empeñado en mirar con comprensión a realidades sociales estadounidenses subexpuestas | Miguel Muñoz Garnica.

    02. EL LEÓN DUERME ESTA NOCHE

    Le lion est mort ce soir, Nobuhiro Suwa, Francia | SECCIÓN OFICIAL: COMPETICIÓN.

    El de Nobuhiro Suwa es un cine que se alimenta de cine. Especialmente desde que concibiera uno de los laberintos metarreferenciales más hermosos que uno pueda encontrarse con H Story, ficción sobre un supuesto intento real de rodar un remake de Hiroshima mon amour, esa ficción en torno a un suceso (dolorosamente) real. Baste el enrevesamiento de esta frase para constatar hasta qué punto los reflejos múltiples, los juegos de espejos, son relevantes en su filmografía. Ya sean reflejos en torno a imágenes preconcebidas de la realidad, como el concepto de pareja que deconstruía en M/Other, 2/Dúo o Un couple parfait, o el bellísimo diálogo con algunas herencias de la Nouvelle Vague, con ecos que van de las puestas en abismo de Resnais a la espontaneidad vivaz de un Truffaut. Pero Suwa también sabe alimentarse de su propio cine, del camino que su filmografía (por desgracia demasiado intermitente) va explorando. Así, si Yuki & Nina era el viraje del nipón hacia los universos infantiles y un sutil movimiento de avance mágico, el personaje de Nina reaparece en Le lion est mort ce soir para encontrarse con Jean (el protagonista encarnado por Jean-Pierre Léaud) en su viaje de reencuentro interior: con lo infantil y con los fantasmas más dulces. Al verse interrumpido el rodaje de Jean en algún lugar indeterminado de la costa francesa, éste decide regresar a la casa ahora abandonada de un antiguo amor. Allí, se cruza con un grupo de niños que quieren rodar una historia de fantasmas, a la vez que con el propio fantasma de su amada que se manifiesta, cómo no, a través de un espejo.

    Suwa juega a combinar lo fantástico, lo grave y lo desenfadado con esta mezcla de elementos. La gestualidad solemne y las reflexiones sobre el final de la vida lanzadas por Jean son mitigadas por el grupito de niños que quieren que protagonice su historia disparatada de fantasmas. Frente a la película “real” que rueda, en la que debe representar su propia muerte, nuestro protagonista redescubre en el rodaje “de mentira” entre las ruinas de sus recuerdos el mero placer de jugar a las películas, de concebir historias en las que la vivencia no es tanto representacional como una cuestión de fe en el acto de ir creándolas. A Jean le preocupa ser incapaz de representar su propia muerte, y es una supuesta muerta (el fantasma de su amada, Jeanette) quien le recuerda que los actores pueden fallecer tantas veces como quieran. Hacer películas es jugar a morir para negar la muerte: los niños crean una ficción en la que los fantasmas malvados son neutralizados mediante su reconversión a humanos; el parón en el rodaje de Jean no solo le libra de la obligación de morir para la cámara, sino que permite volver a vivir a través del espejo, de la realidad invertida, a una memoria preciada. Y la ficción que crea el propio Suwa no hace otra cosa que negar muertes. De Jean, personaje, o de Léaud, mito andante, o del propio cine. Nada mejor para expresar el inmenso regalo que supone la nueva película del japonés que un último plano en el que Jean desobedece la orden de cerrar los ojos y fenecer ante la cámara | Miguel Muñoz Garnica.

    01. THE FLORIDA PROJECT

    Sean Baker, Estados Unidos | PERLAS.

    Sean Baker presenta a la gran promesa de la Quincena de realizadores: The Florida Project. Un maravilloso retrato pueril sobre la situación social de un grupo de familias en una zona residencial de albergues lowcost. Moonee es una niña de seis años que vive con su madre adolescente en los suburbios de Florida, junto a ese mundo de fantasía e ilusión infantil que compone el parque de atracciones Disney World. La niña vive cada día como si estuviera de vacaciones, siempre acompañada por su inseparable amigo Scooty, y el resto de la pandilla de pícaros traviesos que corretean por los alrededores haciendo diabluras y causando el caos entre los vecinos. Para mantener un poco el orden está Bobby, el encargado del recinto de viviendas que, pese a su fuerte temperamento, tiene un gran apego hacia sus huéspedes, a quienes protege de manera incondicional, como si fuera el líder de una manada —de nuevo la jungla y el sistema jerárquico tan recurrente en esta edición del festival—, frente a los extraños personajes que puedan rondar los alrededores de su jurisdicción. Siniestras figuras que representan el constante peligro que se cierne sobre la clase marginada y desprotegida por el gobierno.

    Baker vuelve a recurrir a una estética muy dinámica y luminosa, aprovechando la cercanía con Disney World para establecer un paralelismo antitético entre el concepto de felicidad de los niños primer mundo, rodeados de castillos, princesas y melódicas carrozas fantásticas, y el de los inadaptados y excluidos sociales, que recrean todo ese universo a partir de ruinosas casas abandonadas, prostitutas, decadentes transexuales exhibicionistas y ruidosas peleas sangrientas. Halley, la madre de Moonee, vive trampeando el sueño de toda redneck adolescente, sin preocupaciones, sin responsabilidades y sin educación. Mientra ella se hace cargo de “cuidar” a Skooty, la madre de éste, que trabaja en un restaurante de comida rápida, le proporciona alimento para ella y los chicos a diario. Todo funciona como un arcaico sistema de trueque muy pragmático y bien definido hasta que, tras una discusión, Halley y Ashley rompen su acuerdo, y la madre de la protagonista se ve obligada a recurrir a formas más sórdidas y efectivas de conseguir el dinero para el alquiler y la comida. Entonces la película nos introduce de lleno en el ambiente pernicioso de la marginalidad, donde no existe mayor sentimiento que el odio insano e irracional, que actúa como un arma de doble filo, tan nociva como autodestructiva | Alberto Sáez Villarino.


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