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    Crítica | Tres recuerdos de mi juventud

    Trois souvenirs de ma jeunesse

    Bajo el humo de Gauloises

    crítica de Trois souvenirs de ma jeunesse (Arnaud Desplechin, 2015).

    El amor adolescente está conformado por una suerte de imprecisas acciones movidas por convicciones incondicionales y la certeza absoluta de contar con una única y extraordinaria conexión respecto a la figura del amado, en cuya persona depositamos una confianza ciega estimulada, posiblemente, por un irrefutable test de afinidad leído en las últimas páginas de una guía de televisión y basado en una ciencia tan exacta como es la incuestionable astrología-zodiacal. El enamorado se adentra entonces en un estado de arrogante ensimismamiento del que, antes o después, terminará despertando; ya sea por las buenas o por las malas, dependiendo de qué surja antes: la madurez, y la posibilidad de afrontar con ella esa relación de manera coherente y racional, o el engaño —propio o ajeno—, que dejará al traidor a merced de un memorioso y concienzudo karma, y al traicionado aquejado de un dolor incurable —o eso pensamos todos alguna vez— mientras un séquito de empáticas plañideras lo sitúa, con gran aplomo, a la altura de los grandes sufridores y mártires que en la historia de la humanidad han sido. Arnaud Desplechin sentía una necesidad imperiosa de adentrarse en la descripción de este apasionado e impulsivo amor. Tanto es así, que para dar excusa al desarrollo primordial del mismo, se inventa una rocambolesca historia (o dos) de tintes macguffianos, correspondiente a las dos primeras historias de Trois souvenirs de ma jeunesse y que, pese a tener una función claramente introductoria y preparatoria del verdadero quid, o esencia primera del proceso fílmico, refleja igualmente esas características que el autor expresará, de manera más reflexiva y con posterioridad, en ese tercer y final acto, dando así sentido al tríptico título.

    Esther es el nombre asignado al relato perentorio y, como decíamos, antes de llegar a él tendremos que atravesar otros dos en los que el director nos presenta a su personaje principal: su ya conocido alter ego, Paul Dédalus. El primer argumento sirve de aproximación a la infancia de Paul; la relación del protagonista con sus padres y la falta de afecto en la etapa de desarrollo será imprescindible para comprender algunas de sus decisiones posteriores como adulto. Los excesos y defectos de las personas mayores marcarán la personalidad del niño en este periodo de aprendizaje en el que el carácter comienza a forjarse, como describiera Delibes en La sombra del ciprés es alargada, de manera maravillosamente pesimista con aquella frase que resonaría en la memoria de Pedro y le perseguiría para siempre como un lastre inquebrantable: “Las bodas no serían tan frecuentes, ni se adornarían con detalles tan superfluos e insensatos si los novios pensasen en su día que uno de los dos ha de enterrar irremediablemente al otro.” Después llegará el episodio en el que se desvela que no está todo perdido para Paul; pese a su tormentosa infancia podremos vislumbrar un rayo de esperanza en su comportamiento desprendido, motivado por la camaradería y el amor fraternal. A estas alturas Desplechin comienza a mostrarse impaciente, no ve el momento de capitular y enlazar con su obsesión: Esther. Y así llega el tercer episodio, de manera abrupta y precipitada, algo que, como veremos a continuación, no nos resultará difícil de perdonar cuando todas las piezas empiecen a funcionar como un todo en torno a esa joven misteriosa que da título al relato.

    Trois souvenirs de ma jeunesse

    «Elegante e impetuoso, el filme nos regala una sucesión de hermosos planos evocadores del París de las pasiones juveniles, en esa época en la que las convicciones y las promesas grabadas en piedra se derrumban con las dudas propias de las mentes frenéticas que tratan de adaptarse a una sociedad sin segundas oportunidades, donde se vende el amor como una quimera para locos y bohemios y se pagan caras las confidencias regaladas bajo el calor del vermut».


    Como todos los grandes personajes, Esther aparece tímidamente, poco a poco, dejando ver una imagen equivocada de su persona que no se corresponderá a la visión global que obtengamos de ella una vez nos sorprendan los créditos finales. La narración es errática, el director se pierde divagando en ciertos detalles que parecen irrelevantes y peca de expeditivo en otros que nos gustaría conocer en profundidad, las elipsis no son sutiles y el guion es impreciso… refrescantemente impreciso. Porque entonces aparece ella, y él acierta a enlazar dos frases hábiles y discretas que la conquistan y que nos conquistan, y ella se deja seducir, siempre a medias, sin dar por sentado que la lucha y el esfuerzo pueden cesar en algún momento; no concederá un segundo de tregua, y así quedará atestiguado en la totalidad del metraje. Con paso errante y poético fluye incoherente esta narración. Incoherente y romántica como lo es la vida, imperfecta e irresistible como lo es Esther. Paul y Esther son esos dos extremos que se tocan y se entienden como nadie más puede entenderlos; tan diferentes y extraños como son el uno del otro, no pueden sino empatizar hasta el punto de la completa identificación, sabiendo que sus caminos, perpendiculares por fuerza, terminarán por juntarse de manera salvaje, pasional e inevitable cada cierto tiempo por su misma mesmedad. Y precisamente será en esos encuentros, o colisiones, cuando la película demuestre claramente su finalidad, dando sentido a la definición de las cintas coming-of-age al evidenciar el proceso evolutivo de dos personas como un todo. Los cambios de percepción en la individualidad de la vida de cada personaje, su visión conjunta para con el mundo y su posición dentro de éste.

    Elegante —por momentos hasta el exceso— e impetuoso, el filme nos regala una sucesión de hermosos planos evocadores del París de las pasiones juveniles, en esa época en la que las convicciones y las promesas grabadas en piedra se derrumban con las dudas propias de las mentes frenéticas que tratan de adaptarse a una sociedad sin segundas oportunidades, donde se vende el amor como una quimera para locos y bohemios y se pagan caras las confidencias regaladas bajo el calor del vermut. Al igual que Roquentin en La náusea (1938) de Jean-Paul Sartre, que asume el mundo como algo ajeno y se asquea ante la vaguedad de su sentido, Paul y Esther también se sienten fuera de lugar en un mundo prestado y extraño. Viven a la deriva esperando que un golpe de suerte vuelva a unirlos o a separarlos, sin llegar a saber en ningún momento qué situación prefieren. Sólo el sexo parece arrojar algo de estabilidad emocional a sus vidas. Su mutua atracción carnal es lo único inalterable, ofreciendo un oasis nudista en medio de un desierto de pasiones y recelos inexplicables. La vehemencia con la que responden ambos protagonistas no queda justificada por el simple hecho educacional capitalista, algo que es de agradecer, sino que va mucho más allá. Pese a que el tufo burgués está presente en la estética y modales de los adolescentes, sus trasgresores pensamientos los mueven a un escenario mucho más improvisado que el del típico mimado consumista hastiado de conseguir todo excepto aquello que anhela. Paul y Esther se complementan el uno al otro y, por momentos, aparentan no necesitar nada más en el mundo que a sí mismos. Y ese parece el verdadero problema de su inadaptación. ¿O será quizá la inadaptación del resto del mundo al universo de Paul y Esther? En cualquier caso, ¿quién diablos encaja últimamente por aquí? | ★★★★ |


    Alberto Sáez Villarino
    © Revista EAM / Festival de Cannes 2015


    Ficha técnica
    Francia, 2015. Título original: Trois souvenirs de ma jeunesse. Director: Arnaud Desplechin. Guion: Arnaud Desplechin, Julie Peyr. Producción: Pascal Caucheteux y Oury Milshtein. Productoras: Why Not Productions. Duración: 123 min. Presentación oficial: Quincena de Realizadores del Festival de Cannes (SACD Prize). Fotografía: Irina Lubtchansky. Montaje: Laurence Briaud. Música: Grégoire Hetzel. Reparto: Mathieu Amalric, Lou Roy-Lecollinet, Quentin Dolmaire, Léonard Matton, Pierre Andrau.

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