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    La chica que sanaba
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    Festival de San Sebastián 2015 | Día 8. Críticas: Black Mass, London Road, Montanha & After Eden

    Les démons

    Las márgenes de un festival

    Crónica de la octava jornada de la 63ª edición del Festival de San Sebastián.

    La 63ª edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián llega a su fin. Hoy es el último día. Han sido ocho jornadas intensas, nueve si contamos la presente que también lo será. Presentaciones, estrellas, multitudinarias ruedas de prensa, colas enormes a las puertas de los cines, charlas cinéfilas en los bares, ver una película tras otra… Esto es la vida en el festival, al menos la vida si estás inmerso en la parte molona del mismo, la sección oficial, donde se proyectan las películas que concursan por la Concha de Oro, o los apartados que todo el mundo quiere ver, como la sección Perlas, por ejemplo, que la componen aquellos filmes que han triunfado en otros festivales. Cada cual mira la apabullante programación y hace sus planes para el día. Corre de un lado a otro listo para aguantar la cola, pensando quizá cómo se las apañará para pasar si no consiguió entrada a tiempo (ojalá falte alguien y quede algún sitio libre, por favor), y plantándose en la temblorosa fila esperando con resignada expectativa o escuchando el discurso del día, esas conversaciones a voz en grito donde el improvisado orador se encarga de despellejar con argumentos de liviano peso según su peregrino criterio lo que sea, en fin, el meollo del festival, donde todo el mundo participa y grita y ríe y llora y se enfada y aplaude o no al final de la proyección. Mis compañeros de El Antepenúltimo Mohicano (Miguel, Víctor y Emilio, más Luis de Videodromo), con los que he compartido piso y experiencias estos días, están agotados pero felices: a ellos sí les ha tocado vivir esa parte estresante y al tiempo apasionante de ver día a día la mayor parte de las películas del festival y escribir sobre ellas por la noche.

    Pero hay otro mundo. Un mundo aparte del oropel y el ego a flor de piel. Ese donde las salas no se llenan ni a tiros, donde siempre hay sitio libre, donde apenas hay bullicio en las colas y la gente es tan educada que se siente uno de forma maravillosa en otra época. Y eso está bien, porque son películas de otra época las que vamos a ver. Estamos en la retrospectiva clásica dedicada a los directores Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper, allí donde, salvo en sus dos películas más famosas que casi llenaron sus respectivas primeras sesiones, vivimos en armonía y solitaria distancia los que al cuarto día ya se podrían definir como “los de siempre”. Confieso que me emocionaba, sentado esperando a que diera inicio la proyección, ver alguna cara nueva o desconocida. Solía haberlas, claro, pero con algo debe entretenerse uno, que son muchas horas al día y me las pasaba solo y sin hablar con nadie. Ayer asistí a la última película que me faltaba por ver para completar el ciclo de las quince que lo componían, Outlaws of the Orient, un filme de 1937 que tenía infinitas ganas de ver pues era uno de los que no había visto con anterioridad. Encontré lo que esperaba, claro, una película del montón, muy poco brillante y hasta algo mediocre, pero apenas duraba una hora y como nuestro amor por Schoedsack está por encima del bien y del mal cuando se encendieron las luces una enorme sonrisa de felicidad iluminaba mi rostro, cruzado por una insoportable sensación de tristeza pues ese era ya el fin. El ambiente de la sala era el habitual cuando la peli no ha gustado: nadie aplaude y se nota un silencio espeso. Varias filas por detrás de mí se está levantando una señora muy mayor ayudándose de su bastón. La acompañan tres amigas de edad invernal que esperan pacientes a que termine de incorporarse pues se encuentra al extremo de la fila de butacas. Cuando lo hace mira a los que quedamos en la sala que con lentitud nos vamos poniendo en pie. Me despisto un momento, pero enseguida puedo oír con claridad sus palabras: “bueno, a mí me ha gustado, por lo menos es mejor que todas estas modernas que hemos visto estos días”. Me vuelvo y está sonriendo con una maravillosa expresión algo desafiante, pero simpática: sabe bien de su edad y que nadie le responderá mal. Y yo el que menos. De hecho, me vuelvo, la sonrío con aquiescencia y las cuatro señoras me devuelven la sonrisa felices de que alguien comparta con fervor su atrevida travesura. Porque, qué demonios, tiene toda la razón. La vida al margen es especial. Solitaria, pero especial.

    Black Mass

    BLACK MASS

    Scott Cooper, Estados Unidos / Perlas.
    por Miguel Muñoz Garnica.

    A Black Mass, como poco, hay que reconocerle autoconfianza. Porque hablamos de una película que, por estructura narrativa, estilo y ambiciones, está condenada a la tópica comparación con Scorsese, Coppola, De Palma y demás nombres ilustres de la liga de los grandes relatos estadounidenses de gángsters. De modo que resulta difícil no salir perjudicado de ese tête à tête con obras que no solo hicieron tocar techo al género, sino que cuentan con un lugar privilegiado en el imaginario colectivo de la cinefilia. El comparar en estos términos, además, se vuelve inevitable al constatar que Cooper recicla numerosos preceptos de esta tradición cinematográfica. El esquema de ascenso y declive, el ambiente de barrio humilde, el origen de “chicos de la calle” de sus criaturas, la guerra de mafias, la aparición progresiva de conducta psicopáticas en el gángster protagonista, los brotes de violencia matonil, el based on a true story... Un conjunto de cánones, en fin, tan efectivos como problemáticos. Por una parte aseguran la fidelidad de un amplio nicho del público que anhela repetir las sensaciones que ha asociado al viejo género. Pero, por otra, parte, es uno de los casos más notorios de imposibilidad de evaluar la obra per se. La etiqueta de epopeya criminal, para bien o para mal, es una losa pesada.

    Black Mass adapta la historia real de James “Withey” Bulger (al que dan vida Johnny Depp y unas cuantas capas de maquillaje), uno de los grandes líderes del crimen organizado del Boston setentero. Abarcando un espectro temporal de más de tres décadas, Cooper propone un planteamiento que, contado desde una narración de múltiples fuentes que prestan testimonio a posteriori, arranca desde los primeros chanchulleos callejeros de la banda y, partir de un punto de giro de corte trágico en la vida personal de “Whitey”, basa su nudo en torno a su auge en el mundo criminal, abriendo un frente que quizá sea el aspecto más novedoso del filme: la ayuda que le brindó el FBI para erigirse rey de las calles bostonianas a cambio de su colaboración con chivatazos sobre otras bandas rivales. Este aspecto, además, supone la entrada del que se puede considerar el verdadero protagonista: el agente Connolly (un Joel Edgerton un tanto impostado), amigo de la infancia de “Whitey” y su contacto en el bureau, en cuya evolución desde la ingenuidad hacia el contagio de los modos gangsteriles se puede buscar el auténtico conflicto de una película donde el supuesto caracter principal está dibujado desde una naturaleza desequilibrada sin demasiados matices. En ese desarrollo de Connolly, por tanto, se encuentra el (por desgracia, potencial) punto fuerte de Black Mass. Los momentos donde la cinta juega a destapar cómo las licencias que se ha tomado el agente terminan volviéndose contra él al quedar patente que “Whitey” no es más que un monstruo al que se ha dado demasiada libertad de movimiento. Este aspecto da cuerpo a una tensa escena con la mujer de Connolly (una desaprovechadísima Sienna Miller). Una escena que, sin embargo, pone punto final a esta dimensión de la trama, y viene a descubrir el principal defecto de Black Mass. La dispersión. Lo que se adivina un afán por querer ser grande, por no renunciar a la coralidad, a la amplitud temporal, a los temas prototípicos (familia, honor, locura, corrupción...). Y, si bien Cooper sabe conferirle un ritmo sólido al conjunto, cada uno de sus detalles se queda en mero brochazo. En tratamientos superficiales que hacen de ella una película nada más que correcta. [55/100]

    London Road

    LONDON ROAD

    Rufus Norris, Reino Unido / Clausura.
    por Emilio Martín Luna.

    Los paraguas de Cherburgo (Les Parapluies de Cherbourg, 1964), de Jacques Demy, demostró, ante la estupefacción del público, que el musical era un género que podría sobrepasar cualquier convención o barrera. Que se podía adaptar a cualquier tipo de temática, y abandonar sin temor al drama o la comedia con los que tradicionalmente ha estado ligado. Una circunstancia que con la llegada del nuevo milenio se ha ido difuminando en favor de la readaptación de clásicos. Una corriente que rompe el joven cineasta británico Rufus Norris con London Road, su segunda película tras la interesante Broken, ganadora de los British Independent Film Awards en 2013. Norris, que adapta a la gran pantalla la obra de teatro homónima que él mismo dirigió, aborda un hecho luctuoso, el asesinato de cinco prostitutas en Ipswich en 2006, para intentar ofrecer un prisma diferente al espectador. Para ello, se vale de las cintas de grabación utilizadas en el caso, con los testimonios de testigos y conciudadanos, como base de un libreto que en un alto porcentaje es recitado de la forma más simple y aparentemente espontánea. Por tanto, tras los tres primeros minutos de London Road se subraya que éste no será un musical cualquiera, donde no habrá adaptaciones de clásicos o de hits del momento. Sólo unos vecinos temerosos (o no tanto) contando su experiencia como si estuvieran silbando en la ducha. Evidentemente, un planteamiento de este calado necesita el punto justo de rigor para lograr que la platea halle una puerta ante este ejercicio de absurdez bienintencionada. Pero no, en el caso de London Road, esta entrada nunca llega y, lo que es peor, su visionado se convierte en un momento desagradable. Ante todo por la reiteración de estribillos que se repiten sin cesar, con un montaje de sonido mediocre, donde se solapan escalas distintas a las que se añaden los efectos ambientales. Un batiburrillo resonante incómodo y poco inspirado. Ni siquiera la brevísima presencia de un actor como Tom Hardy, o la de una protagonista de nivel como Olivia Colman, otorgan algo de brillo a un filme inane que busca sorprender con simpatía pero lo acaba haciendo puñal en mano en un callejón a medianoche. [10/100]

    Montanha

    MONTANHA

    João Salaviza, Portugal / Zabaltegi.
    por Víctor Blanes Picó.

    Dentro de un tiempo, cuando los efectos de la crisis económica dejen de golpear a la sociedad y volvamos a aquellos años dorados de bonanza (si es que algún día volvemos), se estudiará cómo reaccionó el cine ante esta situación. Con la distancia necesaria, echaremos la vista atrás para descubrir nuevas formas y patrones del cine contemporáneo y su evolución de la mano de una sociedad golpeada y hasta humillada. Ya podemos atisbar algunos destellos, como en Grecia, donde cintas como Canino, de Yorgos Lanthimos, Attenberg, de Athina Rachel Tsangari, o Luton, de Michalis Konstantanos, constituyen una nueva forma de acercarse a las miserias provocadas por el capitalismo; o el caso de España, donde autores pertenecientes a la corriente llamada Otro cine español, como Luis López Carrasco, Juan Cavestany o el colectivo Los Hijos, le están dando otra vuelta de tuerca a las lecturas de la crisis en nuestro país. El caso de Montanha, opera prima de João Salaviza y que se presentó en la Semana de la Crítica de Cannes, entraría dentro de la terna de películas a analizar en Portugal. El joven David se enfrenta a su vida desde la inacción absoluta. La inminente muerte de su abuelo, la desestructuración de su familia y el primer amor conforman un coming of age con las consecuencias sociales de la crisis como telón de fondo.

    Ante esta perspectiva, Salaviza plantea el futuro como la mayor amenaza para sus protagonistas. David contempla la ciudad desde la ventana, se asoma al balcón para ver pasar el tráfico o se tumba al lado de una obra en construcción. Es un espectador de un mundo que no le aporta nada, del que no puede extraer ninguna motivación que le impulse a actuar. El inmovilismo de su vida provoca que todo lo que ocurre a su alrededor lo viva con indiferencia o desde una distancia introspectiva. La amenaza de lo que pueda suceder mañana causa la parálisis de todos los protagonistas; por ello, es mejor no pensar en el futuro y dejarse llevar por el vacío de cada día. En este caldo de cultivo sembrado en los márgenes de la sociedad y regado con el asilamiento social florecen el desencanto, el fracaso escolar, la delincuencia, la desafección… Salaviza emplea para retratarlo la luz cálida e intensa del verano lisboeta combinada con sombras y claroscuros que aportan a la imagen un halo de asfixia que entronca perfectamente con la solitaria existencia que arrastran. Con una cámara pegada a sus personajes, Salaviza busca la tristeza y la desesperación silenciosa que hay detrás de cada paso que dan. A pesar de su corrección formal y de su notable narrativa, el mayor problema de Montanha es su falta de originalidad. Su puesta en escena para este tipo de historias es una propuesta que ya hemos visto, por lo que su buen hacer no logra salvar ese sentimiento de déjà vu que emana del conjunto y que se ve acrecentado por la inclusión de ciertas escenas e imágenes icónicas propias del imaginario de este tipo de cintas (como, por ejemplo, el baile de los jóvenes en la discoteca, dejándose llevar con los ojos cerrados por una música machacona, o el perro rebuscando entre los restos de una fiesta). [65/100]

    After Eden

    AFTER EDEN

    Hans Christian Berger, Canadá / Nuevos Directores.
    por Juan Roures.

    Durante los primeros minutos de la ópera prima de Hans Christian Berger, una juguetona actriz porno pasa el casting que la llevará a la fama. La provocación está servida. Alyssa Reece encarna con gran veracidad a la dulce pero provocadora joven; no en vano cuenta con años de experiencia en el mundo de las “películas para adultos”. Indudablemente, la cámara la adora. Y es precisamente la perspectiva de la cámara la que posee el espectador, que asume así el punto de vista subjetivo del responsable del casting, al que sólo conocemos por la voz. Entre las palabras de él y la mirada de ella, la escena no podría resultar más sugerente, ganándose rápidamente la atención del público. Pocas películas consiguen eso con tan pocos medios. Además de ser la parte más importante de todo filme —o tal vez justo por eso—, el inicio es la parte más difícil de confeccionar. Hasta que la trama se asienta y los personajes se introducen, el riesgo de perder al espectador (y jamás recuperarlo) es peligrosamente alto. Pero After Eden pasa la prueba con sobresaliente. Sin embargo, un arranque potente exige un nudo y un desenlace a la altura, y ahí esta pequeña cinta falla estrepitosamente. Poco a poco, lo que empezó siendo original se torna reiterante, y lo que comenzó siendo sugestivo se vuelve anodino; al final, el hastío se apodera del metraje pese al carisma de la protagonista, a quien pertenece la práctica totalidad de los planos. Berger prefiere mantener las figuras masculinas —desde el director del casting hasta el anónimo perseguidor— fuera de plano, centrando toda la atención en ella. Empero, tan sólo se interesa por su físico, siendo su psiquis completamente ignorada, una decisión que, lejos de ser un error de profundización en el personaje, tiene una meta clara: exponer la falsedad inherente a la industria, no sólo del porno, sino del espectáculo en general. A fin de cuentas, el cúmulo de personajes interpretando a otros personajes en que ha desembocado la sociedad dificulta enormemente alcanzar la verdad oculta tras la fachada. Y es que After Eden es mucho más profunda de lo que aparenta, pero bastante menos de lo que pretende. Al final, termina cayendo en la misma superficialidad que busca denunciar. [54/100]

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