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    Crítica | La mirada del silencio

    La mirada del silencio

    El verdadero corazón de las tinieblas

    crítica a La mirada del silencio (The Look of Silence, Joshua Oppenheimer, 2014)

    Anwar Congo asesinó a cientos de personas entre los años 1965 y 1966. Sus víctimas caían a golpe de machete, cuchillo, palos, pistola sin accionar —hubiera sido muy fácil, poco estético—, con el alambre al cuello como garrote vil; sodomizadas o empaladas entre antorchas dispuestas a lo largo del salvaje patíbulo en que se convirtió el río Serpiente, en Indonesia. Muchísimo más temible, por veraz y sanguinario, que aquel río Nung que surcara Willard en busca de Kurtz. Quien no llegó a rozar siquiera el horror aquí (re)visitado por verdugos, víctimas y espectadores más bien atónitos. En sus buenos tiempos, Anwar iba de choza en choza ajusticiando a los comunistas que sfupuestamente habían intimado con las mujeres de otros, y que rehuían la oración sin mostrar remordimientos ni pudor. Anwar y sus sicarios eran entonces ley sagrada: vivían como Nucky Thompson en una feria de whisky y farlopa en Las Barranquillas. Les amparaban el gobierno militar y ciertas películas de cowboys con John Wayne celebrando su nacionalidad, o sea su bandera. Y sus alforjas también. De vez en cuando se los veía salir del cine imitando a Elvis Presley pero sin gracia: piropeaban a niñas, a madres, escupían lindezas que harían vomitar al más cerdo. Vivían en un estado de narcosis permanente, y el líder golpista, Sukarno, agitaba esa coctelera para que estallara en los pies de los campesinos, cuyo destino en muchos casos fue primero la picota y después la tortura física y mental. Aunque ni siquiera tuviesen conexiones con el PKI (Partido Comunista): el pecado radicaba en su existencia, como ese odio absurdo inherente a ciertos derbis futbolísticos, que nace por ósmosis y se macera durante una adolescencia ya morosa; en estar allí, para el baile de machetes y violaciones. Así, el río y las calles se inundaron de cuerpos sin vida, visiblemente torturados y teñidos de rojo, quizá lo más cerca que estuvieron muchos de ellos de pertenecer a ese partido de bolcheviques contrarios, o no, al Imperio Capitalista tan anhelado por los que confunden la vida con un mohín de Gioconda de Gene Tierney o un travelling lentísimo hacia Sidney Poitier cuando dice en Adivina quién viene esta noche: «Tú te consideras un hombre de color, y yo me considero un hombre». Apenas doce meses en los que fueron asesinadas casi un millón de personas. La cifra estremece, invita a pellizcarse para despertar. Y seguir asistiendo como si fuera la primera vez a uno de los mayores genocidios de la Historia. Así de triste es el horror en The Act of Killing y La mirada del silencio, sin repeticiones líricas ni puntos suspensivos a lo Marlon Brando.

    Al septuagenario Anwar le preocupa el estado de sus dientes, que sustituye de tanto en tanto por otros blanquísimos y menos sensibles a la putrefacción. Tiene un socio gordo que lo sigue a todas partes como un Sancho a veces travesti y habitualmente esquizofrénico que canta a voz en cuello versos románticos o estribillos de música country interpretada por el Hank Williams local. Al comienzo del filme (estamos en The Act of Killing), el gánster narra sus asesinatos igual que un trovador las batallas épicas acaecidas hace mucho tiempo; pero después le vienen arcadas junto a un pilón donde cientos y cientos de hombres murieron por orden y a manos suyas. El hoy anciano Anwar se pregunta si hizo mal, si lo pagará en la otra vida; se pregunta por qué los espíritus se le aparecen en sueños. Uno de sus colegas, en cambio, se congratula de no pensar en el pasado: ni sufre pesadillas, ni se arrepiente. Más aún: se permite el lujo de ironizar sobre un posible juicio contra su persona en el Tribunal de La Haya. Los genocidios también prescriben, asevera. Y sonríe. Y de pronto enmudece, sentenciando al entrevistador. Y sigue conduciendo, mudo. Es una constante a lo largo del documental, y se repite ya en la segunda entrega, La mirada del silencio. Los momentos de orgullo compiten con el mutismo, sordo y a la vez revelador, que inunda todo el testimonio: los genocidas pueden amenazar velada o directamente al hermano de un chico cuya muerte sería objeto de simulación por los propios actores reales, y grabada por el guionista/director Joshua Oppenheimer, a fines de los 90. El ahora padre y marido cuarentón es oftalmólogo y va de poblado en poblado midiendo las dioptrías de sus vecinos, que le cuentan con ojos vidriosos y actitud esquiva sus recuerdos de la purga roja.

    La mirada del silencio

    «Joshua Oppenheimer firma la crónica más escalofriante, devastadora y —esta vez sí— necesaria del último decenio. Y sin paliativos. Urge tragar saliva y curtir la felpa de los reposabrazos».


    Oppenheimer le sienta frente al televisor para que ubique a los asesinos de su hermano, al que ni tan siquiera llegó a conocer (el entrevistador nacería en 1969), así como el demencial modus operandi con que mermaron poco a poco sus fuerzas, hasta castrarlo y precipitarle al río. Un cauce marrón oliváceo que fluye sin prisa pero sin pausa, igual que el propio díptico abre —para no volverse a cerrar nunca— aquella herida todavía muy dolorosa, en la que viven instalados millones de indonesios. Los psicópatas continúan al frente de las instituciones, extorsionan a los comerciantes chinos, son caciques, han fabricado toda una cosmogonía fraudulenta sobre el virus comunista, monstruos a erradicar, a través de ficciones videográficas que se reproducen —día sí, día también— en aulas llenas de niños que asisten a la pantomima con el terror propio del inocente. Tapándose los ojos o llevándose las manos a la cabeza o sonriendo como quien descubre a E.T. vestido de gitana. Qué malos los comunistas, qué bestias, qué armas esconderán bajo la piel, se cuestionan los pobres tras una vida siendo instruidos para odiar a los que podrían volver de entre los muertos y cambiar lo malo conocido por Sodoma y Gomorra. Sin duda, Joshua Oppenheimer firma la crónica más escalofriante, devastadora y —esta vez sí— necesaria del último decenio. Y sin paliativos. Urge tragar saliva y curtir la felpa de los reposabrazos. Basta con reproducir la entrevista con uno de los vampiros aquí dispuestos, el máximo responsable por encima del llamado Escuadrón de la Muerte. O esa otra secuencia muy campechana en la que dos psicópatas medio seniles evocan gráficamente, sin ápice de sobreactuación, su cruel enseñamiento con un joven. Quizá una obra de arte, si la banalidad del mal computara en museos. Y acuchillan con filos invisibles y patean culos informes. Arrastran los muertos como si todavía pudiesen ver el reguero de sangre que dejaban a su paso. Pero no hay nada. No hay nadie. Sólo dos zombis a cual más feo. Y están ahí, mirando a cámara, diligentes. Parándose a oler las flores tras describir lo indescriptible. Excusando su brutalidad con un silencio que te golpea en la nuez y el estómago. «Bueno... Así son las cosas en el planeta Tierra», zanja el jefe. | |

    Juan José Ontiveros
    Redacción Madrid


    Ficha técnica
    Dinamarca, 2014. Título original: The Look of Silence. Guión y dirección: Joshua Oppenheimer. Fotografía: Lars Skree. Música: Seri Banang, Mana Tahan. Productora: Final Cut for Real. Distribuidora: Avalon. Presentación oficial: Mostra de Venecia 2014.


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