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    Cine Alemán Siglo XXI

    Lucy in the (blue) sky

    Lucy, de Luc Besson

    1. Tener y no ser


    Aquella tarde ociosa, mientras hacía limpieza en casa, me reencontré con una enciclopedia de la que me desentendí cuando adolescente. Por muy diversos motivos, supongo. O quizá no. Y es que a mí las enciclopedias siempre me han abrumado con su conocimiento sobre todas las materias imaginables. Nunca entendí yo a santo de qué esa "euforia" por conseguir, a rebufo de la revolución digital, una copia ilícita de la Enciclopedia Encarta. Tal era la pose que hasta los estudiantes repetidores iban por ahí traficando con la edición de 1998. Y ya que siempre he sabido comportarme y no rehúso nunca invitación a fiestas en las que se regalan historias que sólo podrían servirte en caso de estar jugándote la vida en Saber y ganar, rápidamente me uní al festejo pedagógico. "Ah, ¿que tienes la respuesta a todo en un CD-ROM? Pues que rule, hombre". En ese punto algunos de mis familiares confundieron la simple curiosidad con el apetito intelectual, y acabarían regalándome libros extrañísimos que únicamente se encontraban en los mejores bazares chinos de Madrid. De ahí mi trauma entre tener y ser, como bien apunta Lucy en su película homónima. En líneas generales yo creía tener mucho y ser algo indefinible, pero ahora resulta que tener no tengo nada y ser, lo que se dice ser, tampoco soy. Y ya ni duermo pensando en ciertas antiheroínas bessonianas, con este calor asfixiante y septiembre contando las horas para decir: He vuelto, volver a empezar, y volver a esas canciones que afilan lápices y llenan con tinta indeleble bolígrafos y rotuladores Carioca y Eddings negros tamaño novatada.

    El caso es que no tardé en estirarme —poniendo en juego mi integridad física, que a punto estuve de resbalar y caer de boca ya con un libro entre las piernas y otro bajo el sobaco— desde el peldaño último de la escalera para arrancarle el tomo a esa estantería cuyas castigadas baldas sobreviven mal que bien en forma de góndola con overbooking; donde los libros se pegan los unos a los otros como lapas o amantes con algún tipo de trastorno afectivo en un Tetris perfecto. Total, que me puse a hojear algunas de sus páginas al tuntún. El tomo en cuestión se titulaba "Ciencias de la Tierra y del Universo", un tema que ya de por sí acojona bastante sin necesidad de acometer su estudio o una lectura rápida (para que después venga cualquier listo a decirme a mí que leer no es un deporte de máximo riesgo). Así, entre la deriva polar y la tectónica de placas y la dinámica litosférica y tonelada y media de rocas ígneas, llegué a uno de esos ladillos pomposos tan comunes en libros de texto para estudiantes, cuyo título decía así: "Sin oxígeno se puede vivir". Y continuaba: "Es posible vivir sin aire".

    Atónito por tan imponente revelación, cerré el libro al tiempo que pensaba en cómo esa sencilla frase bien podría refutar sin contrición la discografía entera de aquel grupo mexicano cuyos hits suelen nadar en torpes metáforas de romeos pijos que juegan a ser quinquis y julietas de reality-show convertidas a corazones espinados en el Muelle de San Blas. Y volví a pensar en Lucy, una suerte de Nikita que tras absorber medio kilo de droga que le insertan unos gánsters coreanos (observen, escuchen a, pero no se apiaden de Choi Min-sik) forzosamente bajo la piel del abdomen logrará explotar —un 10% primero y un 100% en última instancia— todo el potencial de su cerebro todavía adormecido; ejerciendo así su omnisciencia sobre otros seres humanos que ni siquiera pueden hablar y freír un huevo a la vez, desarmando al estilo Looper —vía telequinesis— a sus enemigos y condenándoles a la rigidez muscular allá junto a los tubos fluorescentes, viajando ella sin moverse de la silla a lugares recónditos, a eras prehistóricas y galaxias en plena orgía molecular, nebulosas azules y carmesíes y esmeraldas y, como diría Bob Dylan, "un cielo teñido de zafiros" del que empiezan a llover asteroides varios para, inmediatamente después, rebobinar hacia una explosión inasumible; imitación de aquella otra que visionamos —y recordamos cada vez con más frecuencia— en El árbol de la vida, y que leímos también en la novela de Gonzalo Torné Hilos de sangre (Mondadori), cuya reconstrucción a partir de una deconstrucción universal llamada Big Bang se antoja extraordinaria, monumento de la narrativa en lengua española y perfecto interludio a mitad de un melodrama que afila dientes no sin arrebatos cursis. "La energía generada por la explosión se aleja ampliando el radio del espacio mientras la gravedad toma el control. La materia fluye desordenada, progresa sin obstáculos, en densidades bajísimas. Imagina una mano de pintura tan homogénea que amenaza con volverse traslúcida, después un juego de ráfagas la acumula en filamentos más grumosos que forman nudos de gas, quásares, estrellas".

    Lucy, de Luc Besson

    2. Bang sin Big


    El origen mismo no ya del Universo sino del primer átomo, una luz ínfima rodeada por la oscuridad más absoluta. Y que, poco a poco, se hace más y más luminosa y se multiplica a velocidades cuya magnitud es el Tiempo; según cuenta Lucy. Y cómo no creer a una mujer (Scarlett Johansson) que hoy es un alien de autor en Under the Skin y mañana una superheroína Marvel o una Cristina en Barcelona, que ayer fue la perdición rubia de Match Point y hace dos días un ordenador Mac/Jonze con inteligencia artificial capaz de enamorar, aparentar enamoramiento e interactuar a su vez con miles y miles de usuarios que se excitan sólo con mencionar su nombre y alcanzan el orgasmo entre susurros que evocan más bien ronroneos de gata persa. "Sin oxígeno se puede vivir". Basta con no respirar. O con enviar un tuit quejoso cada diez segundos. Algo así sucedió con motivo del estreno de Under the Skin, dirigida por Jonathan Glazer y protagonizada por la propia Scarlett en el rol de supuesta mujer desorientada al volante de un furgón en Glasgow, quien, como buena viuda negra, atrapa hombres con la guardia henchida y los conduce a un caserón donde el suelo es sólido, o casi, pues en una abrir y desabrochar de ojos y de sujetador, el cristal que pisan se convierte en líquido amniótico que se los traga sin hacer ruido. Si acaso un ruido escotópico, o sea el de la mirada que conduce a una muerte segura: parálisis, consumo, desintegración. Inexistencia.

    Allí estaba el alien, y qué humano se lo veía. Mirándose desnudo en un espejo que reflejaba —ficticiamente— una piel falsa y —realmente— unas curvas sin operar. Justo entonces miles de internautas escupieron al unísono el sopor inherente a esta película, para a continuación enquistar con bilis el pantallazo de un deuvedé-rip. "¡La Johansson desnuda!". La imagen, para algunos, fue devastadora:

    —¡Hasta mi novia está mejor!
    —Se parece a la rusa de aquella despedida en Puerto Banús.
    —Menuda decepción, ¿adónde vamos a ir a parar?
    —Te estaba esperando, querida, con mi perversión en un puño.
    —Yo soy un hombre de ciencia; culpemos a la luz. El director pretendía... (ráfaga de ametralladora)
    —No es ella. Es decir, no realmente. Han tomado el cuerpo de una modelo y le han integrado la cabeza por ordenador.
    —Pschss... Yo no tengo novia, pero cuando engañe a una, seguro estará más buena que la Johansson.
    —Pues yo ya.

    Otros fueron más allá al sostener que tenía las tetas caídas, pero es que la teta de natural tiende a caer, como todo en la vida. Y ahí está la gracia, y quizá por eso hay que seguir anhelando a Scarlett: por mostrarse igual (o incluso "peor") que cualquier vecina del quinto B, aunque sea en películas de ciencia-ficción. Y aun aburriendo a las paredes; al fin y al cabo todo aburrimiento guarda su parte divertida: aquí, transmutar el mito en vicio. Porque, sí, "es posible vivir sin aire". Aunque, extremen precauciones, señalaba en un giro anticlimático la enciclopedia: "No para el ser humano". Igual nos daba por intentar contener la respiración durante varias horas, por aquello del qué se sentirá.

    Éste y otros asuntos no estaría de más explicárselos a Morgan Freeman, quien por otra parte presenta una serie muy didáctica sobre el cosmos (Through the Wormhole, Secretos del Universo en Discovery Max) y repite en Lucy el papel de Trascendence (historia acerca de un científico que sucumbe a su dios shakespeariano en mímesis con Internet; también a Rebecca Hall y ese desenlace caído virtuosamente en desgracia, como escote natural que casi unge coherencia al resto) porque ya no sabe si es Morgan Freeman o, en cambio, Mork vendiéndose con implante facial de Morgan Freeman. Un zombi que respira por imitación y actúa por repetición.

    A esto le daba yo vueltas en tanto caminaba por la calle tras salir del cine, semanas después de mantener el equilibrio y no suicidarme por dos lecciones de más. Como ahora, que me despeño sin reparar en enciclopedias ni diccionarios. También yo soy un poco australopithecus bebiendo agua del río impoluto. Miro a Lucy con el brazo y el dedo índice extendidos hacia mí y la imito para saber qué se siente.

    Juan José Ontiveros
    redacción Madrid


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