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    Crítica | Godzilla

    Godzilla, de Gareth Edwards

    Godzilla 'no' es Gojira

    crítica de Godzilla | Gareth Edwards, 2014

    El fin no siempre justifica los medios. Pero todo vale a la hora de inaugurar trincheras. Y si no me creen, consulten a los japoneses, quienes la mañana del 7 de diciembre de 1941 bombardearon de improviso la base naval de Pearl Harbor, en Hawái. Allí, el ejército estadounidense mantenía en standby decenas y decenas de navíos con sus respectivos marines y soldados en general. Y allí se hundieron para después emerger, danza frenética y telúrica en el vibrato de un violín, como en una película granulada a ritmo de Shostakovich; ya sin ficción pero no sin happy end. La respuesta, se ha dicho muchas veces, fue inmediata: el presidente Franklin D. Roosevelt declaró la guerra a Japón y, por tanto, al Eje Roma-Tokio-Berlín. Así, como echar una moneda en una recreativa desde la Casa Blanca: "Bienvenido a la Segunda Guerra Mundial". Ya ven que, a veces (eran otros tiempos, semejantes a los de ahora), ni siquiera es necesario recurrir a las coartadas de turno. Alcance con una foto, y tan amigos. La estupidez es mortal. De repente, no me pregunten por qué, se les encapricha matar como en un arcade en primera y/o tercera persona; y quién sino tú —enemigo a las puertas, rival que no está nunca, que no coge el teléfono, que sólo comparece para decir "hola y adiós y me gustó verte, ya te mataré"— para oficiar de blanco perfecto. Porque la mayor diplomacia, se malician ellos, es un rifle cuya música no suena/ no se oye en ningún sitio, o sólo en tu ya irreparable cabezota. "Bienvenidos a mi humilde morada, les presento a mi amigo recién muerto". Y a continuación, ya se dijo al revés: el fin justifica los medios. Aunque esos dos "medios" sean aquí sendos proyectiles Little Boy y Fat Man a y en nombre de los Estados Unidos de América. Un par de bombas atómicas que se llevaron por delante a 230.000 japoneses —incluidas dos o tres generaciones—, quienes habían de pagar las consecuencias del espíritu kamikaze aquel infausto mes duodécimo, en 1941. Es entonces (ahora, mientras escribo estas líneas que se dilatan en el continuo espacio-tiempo) cuando me digo que la radiactividad nunca podrá justificar el fin, ya sea por el tan venenoso como populista "bien común" o en nombre de la justicia universalmente ciega. No así en la ficción, donde la experiencia vital se antoja inútil.

    Godzilla, de Gareth Edwards

    Casi un decenio tras las bombas, Japón decidió cobrarse su particular venganza a ojo de buen espectador sin prejuicios ni hype. Esto es, un filme en clave de alegoría antinuclear para una época inmediatamente posterior —y que justo entonces sufría los terribles efectos de los ataques a Hiroshima y Nagasaki—, en la que átomo y estupidez humana podrían unirse con las peores consecuencias: el Fin del Mundo. Viejas interrogantes, nuevas tecnologías en el horizonte. Todo se reúne para invocar un Telón al tiempo que se dibuja un mapamundi a medida, retratos a escala de una tranquilidad inalcanzable. Así, en 1953, la productora Toho Film encargó a Ishirô Honda la realización de una monster movie que, fijándose en referentes inmediatos como pudieran ser King Kong o las fabulosas criaturas de Ray Harryhausen, trazaría una potente no sátira medioambiental a propósito de los efectos nocivos que determinadas energías producen en los ecosistemas de medio mundo. De esta forma, Godzilla, Japón bajo el terror del monstruo vino a inaugurar las andanzas de un personaje capital no sólo del fantástico sino de una ciencia-ficción que concita a entusiastas propios del género y a exploradores tal vez no tan avezados, aunque sí respetuosos con la obra original. Un concepto que germinó en papel, dibujando. Un monstruo, un vestigio, una leyenda con resonancias en el folclore más solariego. Mitad King Kong, mitad Moby Dick. El resultado de tan exótica mezcla no es otro que, red alert, Godzilla. O, mejor y más certeramente y sin distorsiones gramáticas, Gojira. Una suerte de titán con piel de saurio y poderes radiactivos. Un lagarto con fauces de T-Rex y velocidad siempre variable, según le convenga a él: dependiendo de si se halla erguido junto al Golden Gate, o frente a la entrada de Central Park, o en las inmediaciones del Madison Square Garden de Nueva York, safe house de los eternos Knicks de Pat Ewing y del siempre espectador Spike Lee, o vete a saber dónde; Honolulu o Indochina, Miami o Benidorm, la más remota selva de una isla pre-crichtoniana, cuya ley natural jamás sucumbe a esos hombres que intentan entretener al respetable sobre los retruécanos de una genética impredecible, demasiado frágil, demasiado natural. Porque Godzilla guarda en su interior un Chernóbil, un Hiroshima-Nagasaki elevado al cubo, y sin contador Heiger que mida su verdadero poder. ¿Se acuerdan de aquel vejete en shock que apenas si lograba articular el nombre de la bestia mientras Jean Reno batía la llama del mechero frente a sus ojos? ¿Se acuerdan del tan ortopédico como mágico stop motion, de la estática musical, de las casas que se deshacían como papel mojado, que se inflamaban por corte?

    Godzilla, de Gareth Edwards

    Tiene ese Gojira primigenio todo lo que les falta a sus dos remakes americanos: el ingrediente romántico, la heroicidad in extremis, un cada vez más inconsciente terror líquido a los rayos que exhala el monstruo e incendian casas y pueblos y ciudades; un doctor que inventa un cachivache insólito (el eliminador de oxígeno), de cartoon retrofuturista; la tragedia destilada en serie B, y, más importante aún, el Gran Jack Jurásico. Que no es oblicuo. Defecto inherente a la nueva versión dirigida por Gareth Edwards, cuyo debut en el largometraje con Monsters invitaba a soñar con su próximo filme. Y sin embargo, he aquí —sin que sirva de precedente— otra expectativa no alcanzada o no cumplida o directamente truncada como un amasijo de acero en los puños del, según algunos fans japoneses, "american fatty" que se esconde por dos horas sin un sólo instante de entretenimiento puro. Viajamos de nuevo hasta tierra niponas. Bryan Cranston y Juliette Binoche interpretan a un matrimonio que trabaja en una central nuclear. Tienen un hijo. Es pequeño. Nueve, diez años a lo sumo. El padre vive en ecuaciones y olvida su propio cumpleaños número ni-se-sabe, aún sin canas. Ella se lo recuerda antes de partir hacia la central. Se ríen, se sonríen, se quieren. Qué despistado soy. Luego, ya en las instalaciones, un abrupto movimiento sísmico provoca una fuga en el reactor; otra réplica que no parece remitir a factores estrictamente naturales. El subsuelo trasunta mal fario. Destrucción. Se activan las alarmas; todos huyen; algunos mueren entre gas y escombros y lágrimas ya muy radiactivas. Pasan los años. Quince. Elipsis. ¿Qué pasó? Mamá como tributo a las esclusas. No fue suficiente. Quince. Gris zona V. El niño es ahora (Aaron Johnson) un artificiero del ejército americano que vuelve a casa, donde su mujer (Elizabeth Olsen) y su hijo le esperan para abrazarle y esas cosas que se ven en las películas. Bryan Cranston sigue en Japón. No se resigna, no se cree las absurdas teorías que aún mantienen cercada la ciudad. Pues allí se esconde —a buen recaudo, a punta de misil— una sorpresa que hará temblar los cimientos de la civilización no tan modernizada, acaso muy patética y con Hollywood en el retrovisor. El Hollywood más lamentable, industrial, infértil, chovinista. Cicatero hasta la náusea. Que elimina de un plumazo las buenas sensaciones que dejó el debut de Gareth Edwards, con un post-apocalipsis más o menos heterodoxo. Cine de atmósfera opresiva en un mundo que empieza y termina, justamente, en México.

    Godzilla, de Gareth Edwards

    Aquí, sin embargo, no hay lugar para fronteras ni muros XXL. La parábola se malogra a pesar del muy imperioso giro dramático que ofrece el guión de, apunten, Max Borenstein y Dave Callaham. ¿Multitud? Quizá. Su defecto imperdonable, esta vez, es el de aburrir al espectador. Sin paliativos. Con alevosía. Sin más: el bodrio se cuece pero no se enriquece en ninguna secuencia. Y, entretanto o entre tanta patochada verbal, deifica lo castrense con el peor de los gatillos. Tan es así, que basurea incluso la "mirada filosófica" de Ken Watanabe, convirtiéndola en "mirada catatónica" o "mirada samurái en una tienda Desigual". Es la presente una historia sobre militares que podrían no llegar a tiempo, ¿a dónde? A ningún sitio, en realidad. Todo es humo. Y como tal quiere introducirse bajo la piel, con rugidos más o menos ensordecedores, con la mirada puesta en E.T. Uno más radical, sí, más cercano y escasamente querible. O sólo al término, cuando ya es tarde para subirte al tren. Así, donde Pacific Rim celebra el cine como éxtasis tecno-onírico, Godzilla se consagra a su propia expectación. No hay aquí rastro del baile febril que despliegan Del Toro y su yo friki en el face to face de kaijus versus jaegers. No. Personajes vacíos y frases rijosas se dan cita en un cóctel que apenas deja entrever al jefe —Edwards— tras la acción en suspenso. Tampoco al monstruo, cuyas apariciones se dosifican con cuentagotas. Decisión insolidaria para con el público. Y con todo (no era difícil), este Sui-Riu modifica sin florituras la necedad del anterior, facturado estrepitosamente por el Pedro Piqueras del cine: Roland Emmerich.  | ★★★ |

    Juan José Ontiveros
    redacción Madrid

    Estados Unidos, 2014, Godzilla. Director: Gareth Edwards. Guión: Max Borenstein, Dave Callaham. Fotografía: Seamus McGarvey. Música: Alexandre Desplat. Reparto: Aaron Johnson, Ken Watanabe, Elizabeth Olsen, Juliette Binoche, David Strathairn, Bryan Cranston, Sally Hawkins, CJ Adams, Richard T. Jones, Al Sapienza, Patrick Sabongui. Productora: Legendary Pictures / Warner Bros.

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