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    Crítica | El último concierto

    El último concierto

    CUERDA (MAL) PERCUTIDA

    crítica de El último concierto | A Late Quartet, Yaron Zilberman, 2012

    La música clásica siempre ha sido parte indisoluble de la poesía. Una no puede existir sin la otra porque son iguales en esencia: nutren (o eso dicen) el alma de quien se deja llevar por su influjo, abriendo nuevos y radiantes caminos en el inconsciente emocional, que radica en el pecho y sube hasta la cabeza. Sin parar en intersecciones y sin pausas; el trayecto es corto pero inolvidable, como el primer colocón (o eso dicen) que no deja secuelas en la historia de la humanidad. Si la poesía es música y la historia parte de la música —que es poesía también—, nada mejor que arrancar con unos versos en off, mientras un pesado y reconocible albino practica footing junto a un lago en el otoño que termina o en el invierno que acaba de congelar el agua de Central Park. Suena Beethoven, y por encima de éste el portentoso timbre del Actor, Christopher Walken, que hace alusión a T.S. Eliot, concretamente a las disertaciones temporales que llevó a cabo el artista en su obra Cuatro Cuartetos. Y más concretamente, en el poema Burnt Norton. “El tiempo presente y el tiempo pasado / Están quizás en el futuro / Y el futuro en el pasado. / Si todo es un eterno presente / Todo tiempo es irredimible”. Casi nada. ¿Querían cuerda? ¿Algo de lírica? En realidad, el vetusto actor nos está hablando de cierto crepúsculo que dio comienzo tiempo atrás, cuando ya no había razones para demostrar el talento, ni para excusarse por las meteduras de pata (Tipos legales). Alcanzado ese punto de relatividad —intrínseca o no a la cronología— que se les presupone a los dinosaurios del Hollywood moderno, sólo queda encomendarse ¿a qué? Pues a la poesía. Y a la música. Y a ese cuarteto que, sorprendentemente, tiene cuerda para rato. Tras décadas de tours y concesiones creativas y suaves coloquios sobre, por ejemplo, la musical sepultura de Schubert, quien en su lecho de muerte y a modo de última voluntad, pidió el Opus 131 de Beethoven, pieza elegida para despedir a la formación original en el concierto que da título a la película de Yaron Zilberman, apenas un neófito (es su primer largometraje) y autor único del libreto.

    El último concierto

    El viejo sólo es débil por enfermedad: maestro del violín solista que dirige el cuarteto (Mark Ivanir) y gran amigo de la integrante (Catherine Keener) casada con el segundo violín (Philip Seymour Hoffman), lo suyo es el violonchelo. Respalda con eficiencia a los discípulos que lo enrolaron en aquella aventura elitista a través del mundo, saltando casi permanentemente de un auditorio a otro, entre Pekín y Nueva York; entre la honestidad y el narcisismo que se presume inflamable. Así, todo se hace trizas cuando Peter (Christopher Walken) descubre que está atravesando las primeros estadios de ese bicho devastador llamado Parkinson. Le fallan las manos, su mejor herramienta. Le puede la incertidumbre ante la posible ineficacia de la medicación, cuyos efectos deberían aportarle un plus de energía para despedirse sin más golpes que los ya de por sí irreversibles síntomas. Se desata la catarsis, se enfrentan las frustraciones acumuladas durante largo tiempo. Surgen los desafíos a la fortaleza de una amistad presumiblemente saludable en todos los órdenes, incluido el familiar: el matrimonio tiene —sor-pre-sa— una hija virtuosa del violín a la que da vida, no sin colirio y gesto angelical, Imogen Poots. Ella es el útil catalizador en un paseo de actores ya maduros, y por ende, refractarios a cualquier corsé. Seymour Hoffman es una mina con toneladas de bilis, el camaleón más insospechado en una historia que oscila entre el drama colectivo y la inoperancia formal. Zilberman no consigue fundir el sustrato —guión, verso libre— con el ritmo —montaje, métrica—. Al salto en pantalla (corte que te golpea de forma abrupta por una sucesión equívoca de planos) hemos de sumarle una más que irrisoria planificación, materializando así en este producto visualmente deficitario pero con sólidas interpretaciones. Catherine Keener es la elegancia por generación espontánea: mientras se mueve en cuadro, se entienden los fraseos del violín. Incluso Seymour Hoffman se muestra —brevemente— disminuido ante semejante presencia, cuya mirada habla por sí sola. Y con todo, elevándose a regañadientes, surge la víctima del tiempo. La arena del reloj en los zapatos de un septuagenario con percha de deprimido crónico, esto es, un cadáver viviente que se resigna a su extinción. “Lo que pudo haber sido… y fue”. El último concierto. ★★★★★

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    Estados Unidos, 2012, A Late Quartet. Director: Yaron Zilberman. Guión: Seth Grossman, Yaron Zilberman. Fotografía: Frederick Elmes. Música: Angelo Badalameti.Reparto: Philip Seymour Hoffman, Catherine Keener, Christopher Walken, Mark Ivanir,Imogen Poots, Wallace Shawn, Madhur Jaffrey, Liraz Charhi, Megan McQuillan,Marty Krzywonos. Presentación: Toronto 2012.

    A late quartet poster
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