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    Crítica | Lobezno inmortal

    Lobezno inmortal

    EL MÚSCULO, LA GARRA Y OTROS TÓPICOS FUTBOLEROS

    crítica de Lobezno inmortal | The Wolverine, James Mangold, 2013

    Seis entregas mutantes después, y con algo más de un decenio superheroico tras de sí, Hugh Jackman no encuentra motivos para desvincularse de la presente franquicia. Aunque existen algo más que razones de peso para decir adiós (o "sayonara", pero sin "baby") a un personaje destrozado desde todas las vertientes. Nunca había sido un imán infalible, pero ello tampoco presagiaba que su primera incursión como protagonista en pantalla gigante le supondría el harakiri cinematográfico. De manera prematura y letal. Y sin honor, que dirían los samuráis. Nada definitivo, supongo. Que no cunda el pánico: tragamos con ruedas de molino y la fiesta no ha hecho más que empezar; lo intuyen los estudios y las revistas-sucursales que se ríen de sus lectores. Que no cunda el pánico: Lobezno es mucho Lobezno. Y el actor australiano, sabedor de que su imagen viaja intrínsecamente unida al indómito icono con esqueleto de adamantium y, por tanto, a una personalidad tan impermeable como amnésica, se ha contruido en paralelo otra carrera en la que éxito económico y bagaje artístico —véase Los miserables— conviven en una canción. Además de ser guapo, elegante, atractivo y un intérprete con hechuras para alternar comedia con drama, Jackman posee la mejor virtud: o sea, la inteligencia para ganarse el necesario afecto del público. Le basta una sonrisa; le consagró al fin una ceremonia de los Oscars en donde presentó -partitura musical mediante- a los vencedores de aquel curso cinematográfico. Sin duda, Jackman irradia el brillo del galán clásico, esa clase de estrella ya desaparecida (o extemporánea) dentro de una industria que fabrica productos y, de tanto en tanto, actores con personalidad o sello propio. Sea cual sea la recepción en taquilla de Lobezno inmortal, sean cuales sean las opiniones derivadas de un filme aparatosamente rancio e insípido, Jackman quedará libre de sospechas. Entrará a formar parte de una no poco triste lista de damnificados.

    Hay quienes apuntan que "Hollywood no tiene ideas", que la moda del remake o del spin-off o de la precuela de la secuela del crossover responde exclusivamente a la carencia de historias; que el pozo se ha secado en California. Yo, en cambio, difiero de esta opinión: Hollywood no padece ninguna crisis de ideas, sino que ha absorbido y refleja arista por arista todos los males de un sistema de producción hipertrofiado. El caramelo se antoja delicioso, magnífico desde todos los ángulos, pero su relleno apesta a infección. En realidad, Hollywood nunca ha sufrido tal crisis. Incluso cuando se habla de una evidente fuga de cerebros hacia la televisión, se omite la evidencia: la idea, es decir el sustrato argumental, es potente; su desarrollo, no. Hablamos, efectivamente, de una crisis mucho más seria. Los productores no quieren ofrecer a su espectador potencial un producto ágil, novedoso —aunque sea en apariencia—, inteligente, emocionante, conmovedor y entretenido. Quieren desplumarlo, sin más. Ellos saben que están vendiendo humo, pero el humo también tiene su público de no fumadores. Y ahí Lobezno inmortal se erige en modelo ejemplarizante de un modelo industrial acabado, lleno de ideas pero sin argumentos. Y ni Christopher McQuarrie (The Tourist y Jack Reacher, guionista insospechado donde los haya) ni Mark Bomback han conseguido vacunarse contra ese virus, ofreciendo así una historia sin garantías de permanencia en la memoria colectiva friki. Aunque en contraposición a este hecho, podemos hablar del paradójico éxito de una película que supera (por poco) a su mediocre antecesora, lastrada también por unos personajes mal concebidos que apenas transmitían algo de nervio, el identificable esplendor que sí confiere la imagen secuencial. Es decir, el cómic. Con o sin grises, pero siempre lleno de puntos de fuga que desembocan en peligros, en ilusorias manifestaciones de ese mal antagónico que, tarde o temprano, responderá a los esquemas propios del folletín moderno, que funde el maniqueismo con los dilemas del héroe en cuestión.

    Lobezno inmortal

    ¿Qué obliga a los grandes estudios a concebir secuelas por imperativos cronológicos, hay que estrenar tal día, x verano? ¿La pasta? ¿Sólo un descomunal puñado de dólares, aun sabiendo que hoy día cualquier película puede resultar el castañazo comercial del siglo? ¿Y si no son más que un grupo de satánicos cuya única misión es acabar con el cine? ¿Y si son idiotas pero aún no lo saben? ¿Y si nosotros somos peor que ellos? Fijémonos ya en la continuación del spin-off, cuya talla última no responde a ningún parámetro racional: existe porque sí y "jo, jo" Lobezno es lánguidamente sarcástico y dos honestos lanzan sendas risotadas guturales que retumban en la sala llena de ¿peregrinos? con mochila y gente así. El arco dramático del superhéroe describe una curva hacia la humanización del lobo, antes bajo las órdenes de Charles Xavier, líder del mayor bastión freak visto en la gran pantalla; ahora, lejos del terrenal bullicio en mitad de una montaña que podría ubicarse en Vancouver, donde el Oso camina sereno y mide amistosamente con la mirada a un sucio mendigo devorado por el vello facial y con ojos de lobo aullador que rememora intermitentemente episodios de nostalgia amorosa, en tanto que vive en un estado de culpabilidad perpetua a causa de la muerte de Jean Grey, aka Fénix, compañera y "algo más" durante tres aventuras que se inflamaron —hasta concluir en la minusvalorada Decisión final— como el ave Fénix de sus propios sueños húmedos, en los que una radiante y sobreexpuesta Famke Janssen mira de escorzo sobre la cama a un Hugh Jackman lógicamente frágil por ese primer plano que se abre a otro medio corto que descubre, no sin erotismo, el arco del escote de esa morena que sólo renace en sueños, justo antes de que el soñador se despierte, coitus interruptus, con las garras erectas a punto de atravesar (ya lo hizo con Anna Paquin en X-Men) a un enemigo oculto, invisible, incorpóreo, que no existe más que ahondando en el trauma ya redundante de Logan, quien baja al pueblo a por pilas para la radio y se topa con un grupo de cazadores que a continuación asesinarán vilmente a su Hermano Oso, El Oso, una mole parda cuyos ancestros grabaron su impronta de la especie en esos caminos sinuosos donde también crece la mala hierba que atrae a los peores bichos imaginables, que nunca pertenecieron a la civilización, mosquitos con perilla y aspecto de leñadores sureños domiciliados en Kentucky, de fusiles y escopetas y pistolas y arcos con flechas envenenadas en una América no ya profunda sino bizarra y cruelmente anacrónica, como un cáncer cuya metástasis ha tomado ya los ganglios linfáticos de la decencia, siempre ajenos (ellos no imaginan, sólo actúan) a las sorpresas del bosque que cobija por tiempo limitado a un mutante con malas pulgas, que marcha a Tokio tras la sorpresiva aparición de una japonesa medio ninja que le ha traído un recuerdo o mensaje en forma de recuerdo con billete de avión hasta la cama del moribundo y viejo amigo al que Logan conoció en Nagasaki, y al que salvó antes, durante y después del histórico estallido de la bomba en la década de los 40, durante la infame carnicería que fue la Segunda Guerra Mundial.

    Lobezno inmortal

    Así, previo aseo "a la japonesa", se reencontrará con su viejo amigo viejo que le hará una oferta casi irrechazable: su don de la inmortalidad a cambio de una lenta vida que lo llevará indefectiblemente a la mortalidad, ya sí, definitiva. El exsoldado japonés es dueño de uno de los emporios más boyantes de Asia: ingeniería genética para el corazón del hombre moderno, o sea egoísta y narcisita y demasiado iluso. Finalizado el primer acto, descubro que no me estoy divirtiendo lo suficiente, aunque el director —James Mangold— resuelve con pericia esos minutos iniciales luego del prólogo en Estados Unidos. La cámara se mueve sin artificio ni pompa. Mangold se reafirma como aceptable director de franquicias que sobreviven a duras penas gracias a la baza del "rodaje turístico", aquí a medio camino entre Oriente y Occidente. El problema, sin embargo, es de base. Lo cual significa que el desarrollo de la historia acaba eliminando cualquier atisbo de eficiencia narrativa, cuyo mejor ejemplo es una escena de acción (algo grandilocuente) sobre el techo de un tren bala que circula a lo largo de la isla nipona. Porque si obviamos su inverosimilitud y sus estridentes giros (ay), descubriremos una coreografía visual de alto nivel. El resto es una sucesión de tópicos mal empaquetados. La damisela en apuros es una actriz preciosa (Tao Okamoto) que remite al hielo de la muñeca hinchable de ese hombre solitario en la extraña y alegórica Air Doll (Hirokazu Kore-eda, 2009). Consecuentemente, nadie hubiese podido salvar esta trama de cariz nefasto, que recuerda por momentos al cine del auteur Jean-Claude Van Damme y su cohorte de la Hostia. ★★★★

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    Estados Unidos, 2013, The Wolverine. Director: James Mangold. Guión: Christopher McQuarrie, Mark Bomback. Productora: Marvel Enterprises / Twentieth Century Fox Film Corporation. Música: Marco Beltrami. Fotografía: Matthew Libatique. Intérpretes: Hugh Jackman, Famke Janssen, Svetlana Khodchenkova, Will Yun Lee, Tao Okamoto, Brian Tee, Hiroyuki Sanada, Hal Yamanouchi, Rila Fukushima.

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