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    Crítica | Caída libre

    Freier Fall

    PONZOÑA

    crítica de Caída libre | Freier Fall, Stephan Lacant, 2013

    15º Festival de Cine Alemán.

    Varios policías corren en grupo a lo largo de una pista de atletismo. Dos van a la cabeza. El primero respira pausadamente, sin esfuerzo. El segundo, en cambio, pide oxígeno como un fumador sin fondo. Intenta adelantar a su rival por ambos lados de la curva, pero le falla el tren inferior. Sus músculos bombean ácido láctico, casi lo escupen. Y bufa, no puede más. Veinte segundos más tarde está recuperando el aliento en mitad de la pista. Quieto pero nervioso. Su mundo hecho trizas. Nuevas y oscuras sensaciones por explorar se entremezclan con una especie de resistencia atávica. Odia a ese tío de mirada engreída. Le odia con todas sus fuerzas. Y le pone impúdicamente cachondo. Se acabó. Piensa en su mujer, en esa modélica familia que se desmorona por culpa de la naturaleza. ¿Quién soy? Mientras, una nube de cuerpos negros con camisetas que dicen Polizei toma ventaja sin mirar atrás. Un mediocre destacamento de policías que se entrenan para formar parte del cuerpo de antidisturbios. Machos alfa empapados de sudor, compartiendo duchas como los buenos soldados: la guerra, ay, siempre fue una cosa de hombres. No hay espacio para las mariconadas. Supuran testosterona. Y machismo. En la segunda escena (así, rápido, de sopetón), vemos que ese atrevido rubio —y vencedor de la prueba de resistencia— es homosexual, y que el derrotado se muestra levemente violento porque, a lo peor, todo lo que ha vivido hasta entonces ha sido una farsa; y es que tras flirtear con numerosas mujeres y enamorarse de su cariñosa Bettina y compartir con ella grandes noches de amor y sexo, ahora resulta que es gay. Y ambos esperan un angelical retoño, él va a ser papá, y por nada del mundo quiere perder lo que ha construido, aunque, irónicamente, esa felicidad está en ruinas.

    Freier Fall

    El discurso de 'Caída libre' es tan frágil como inofensivo. Apenas transmite inquietud, dolor. Es la típica obra-espejo que intenta sumergirse en el cine social. Pero no cala.


    El cine de temática homosexual ha cobrado especial relevancia en los últimos tiempos. Películas como la canadiense C.R.A.Z.Y. o la excepcional Brokeback Mountain dotan de sentido a un subgénero que suele flaquear en la exposición y en el tono, que escarba pero no toca raíz, tal vez por el desconocimiento de quienes dirigen esas obras, o por simple falta de sensibilidad o exceso de sensiblería. Mi caprichosa memoria nunca deja atrás a un singular enfermo de sida llamado Nick, cuya presencia se ganaba al respetable gracias al talento de Steve Buscemi en Miradas en la despedida. De cuando en cuando recupero y vuelvo a reírme con Una jaula de grillos. Intento evitar Philadelphia a pesar del excelente Tom Hanks. Es dura, te deja hecho polvo, no es de esos filmes que guardas como antídoto contra cualquier revés emocional. Y, sin embargo, cada vez que escucho el tema de Bruce Springsteen tiemblo ante el bochornoso juicio a que se veían y se ven abocados los portadores del VIH, gente estigmatizada de manera absurda. Con todo, de un tiempo a esta parte hemos sufrido muchas obras cuyo principal argumento residía en la frivolidad, quizá una forma de entender la problemática, sujeta a prejuicios y esquemas demasiado autorales. Al fin y al cabo, la sexualidad —pese a quien pese— no es una moda. Tanto da con quién se acueste el vecino. No hay mayor dislate que convertir la privacidad en un símbolo de estatus. Así, la historia de Caída libre, escrita a cuatro manos por Stephan Lacant —director— y Karsten Dahlem, se queda en tierra de nadie, indolente y ambigua a la hora de enfrentar la catarsis. La pareja protagonista acaba sus diálogos o bien follando, o follando tiernamente. En su exposición más reflexiva, Marc y Kay salen por la noche a una discoteca de homosexuales (nunca he entendido eso de “bar de ambiente”), bailan al son de luces estroboscópicas, toman éxtasis en el baño y, luego, el atento esposo se levanta a las tres de la tarde, cuando su mujer ya ha pintado de azul un tercio del dormitorio del bebé. La elipsis no estaba explicada y cae en un error lamentable: la inverosimilitud. Bettina sospecha y repite preguntas que suenan a comedia involuntaria. Qué más da. El director prefiere enredarse en su fabulosa tesis, que paso a reproducir: “Cuando nos enamoramos, salimos a bailar y bebemos alcohol, e incluso nos drogamos”. Respondía así a la pregunta de un espectador que había tocado hueso: “¿Por qué no ha contemplado la bisexualidad? ¿Por qué en (casi) todas las películas los personajes son, o bien heterosexuales, u homosexuales?”. Obviamente, el discurso de Caída libre es tan frágil como inofensivo. Apenas transmite inquietud, dolor. Es la típica obra-espejo que intenta sumergirse en el cine social. Pero no cala. ★★★★★

    Juan José Ontiveros.
    crítico de cine.

    Alemania, 2013. Director: Stephan Lacant. Guión: Stephan Lacant, Karsten Dahlem. Fotografía: Sten Mende. Montaje: Monika Schindler. Música: Joachim Dürbeck, René Dohmen. Reparto: Hanno Koffler, Max Riemelt, Katharina Schüttler.

    Freier Fall poster
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