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    Cine Alemán Siglo XXI

    Festival de Gijón 2015 (II) | Críticas: La delgada línea amarilla + Much loved + Krisha + Land of mine + Je suis un soldat

    Land of mine

    Soldados sin fusil

    Crónica de la segunda y tercera jornada del 53º Festival de Gijón.

    ¿En qué pensamos cuando lo hacemos en un soldado? Animamos al lector a que le dé alguna vuelta a la pregunta. Dada la naturaleza del medio en el que se publican estas líneas, aventuramos que la palabra “soldado” le habrá impulsado a recurrir a la memoria cinéfila. Desde esta perspectiva, el soldado puede erigirse como imagen de héroe o un villano según lo filtre la cámara. El soldado tiende a ser un ser enardecido por una causa que le trasciende (o que él considera que le trasciende). Pero esa causa puede ser el germen tanto de los actos más valientes y generosos como de los más rastreros y crueles. O bien, un soldado puede estar marcado por el desengaño con la causa. Teniendo en cuenta estas consideraciones, proponemos en un ejercicio de sustracción. Aislar al soldado de su contexto habitual, la guerra y los campos de batalla. Porque precisamente de esta premisa parten tres de las películas que hemos podido ver durante el segundo y el tercer día del festival de Gijón, que son objeto de esta crónica. Cemetery of Splendour, la última obra del reputado Apichatpong Weerasethakul (a quien el festival está dedicando una retrospectiva completa), se ambienta en un hospital en un pueblecito rural tailandés, donde reposa uno grupo de soldados afectados por la enfermedad del sueño. La danesa Land of Mine cuenta el desempeño de un grupo de combatientes adolescentes alemanes que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, son obligados a desempeñar la peligrosa labor de desactivar las minas de las que se han sembrado las playas de Dinamarca. Mientras que la protagonista de la francesa Je suis un soldat no lleva uniforme ni pertenece al Ejército, sino que se dedica al tráfico ilegal de perros de raza. Pero su actitud de disciplina autómata, competitividad agresiva y adaptación sin cuestionamiento a las reglas de la batalla la convierte en ese soldado evocado por el título de la cinta.

    Los tres, por tanto, son productos que persiguen sus propios fines estéticos a partir de la descontextualización del soldado. En Cemetery of Splendour, la condición durmiente de sus militares le permite vaciarlos de sus connotaciones habituales y volverlos a llenar de nuevos significados. Un soldado puede ser un ánima incorpórea que batalla para un rey muerto en un plano distinto de la realidad mientras la cámara lo filma entregado a su sueño perpetuo y en apariencia tranquilo, o puede tomar el cuerpo de una mujer y convertirse en guía, amigo y consuelo que lame (literalmente, en una de sus escenas más bellas) las heridas de una mujer con sensibilidad espiritual. En Land of Mine, la condición casi infantil de sus soldados y la ausencia de un conflicto convencional se utiliza con fines denunciativos, permitiendo que los mecanismos de odio hacia el enemigo queden desnudos de justificación y desvelen toda su crueldad. Y en Je suis un soldat, la presencia del concepto “soldado” se utiliza como fórmula evocadora que impulsa a cuestionar el letargo moral en el que su protagonista femenina se encuentra inmersa. La idea, en fin, es que el cine puede utilizar la descontextualización de un concepto para (re)construir sentidos narrativos y estéticos. Por si no bastara, sirva también como ejemplo la mexicana La delgada línea amarilla, donde no hay soldados pero sí un puñado de personajes a los que se aísla de sus mundos habituales y se exploran sus relaciones en un escenario (una carretera perdida en regiones semidesérticas) caracterizado por el vacío. Si bien, como se verá al reseñar Much Loved y su retrato de la prostitución en Marruecos, puede suceder exactamente lo contrario. Que un contexto (el extrafílmico, en este caso) amplifique el alcance de la obra.

    La delgada línea amarilla

    LA DELGADA LÍNEA AMARILLA

    Celso García, México / Sección Oficial.
    por Miguel Muñoz Garnica.

    Repasando las tendencias festivaleras recientes, ya se puede empezar a postular la existencia de un exótico subgénero: las películas de tipos que pintan las rayas de la carretera. La islandesa Either Way (2011) abrió fuego y la siguió su 'remake' Prince Avalanche (2013), avalado por la firma del ilustre David Gordon Green. En ambos casos, se trata de la historia de un par de inadaptados que abandonan la comodidad de la civilización para arrojarse a rutas perdidas a merced de una naturaleza indomada. La tarea monótona de pintar líneas de carretera adquiere en sus casos una cualidad de mero Macguffin que permite indagar en cuestiones más elevadas. Entre otras cosas, sacar partido a ese aroma de hazaña exploratoria (a escala reducida, se entiende) que les confiere su condición de road-movie a ritmo peatonal, cuyos viajeros avanzan como aventureros por caminos apenas transitados. Sin olvidar, eso sí, que la carretera, a diferencia de una selva virgen, es una construcción humana. Una guía ya establecida cuyo recorrido, en todo caso, constituye un redescubrimiento, pero nunca el hallazgo de un mundo nuevo. Gordon Green supo jugar con este choque entre lo natural del entorno y lo artificial del camino marcado. El protagonista de Prince Avalanche se esforzaba en darle un sentido de comunión con la naturaleza, de liberación espiritual del mundo moderno, a su aventura. Sin tener en cuenta una inevitable paradoja: que todo intento de “comunión salvaje” se vuelve artificial al ser intelectualizado. La teoría es, al igual que la carretera o la pintura amarilla, la creación de un mundo humano “desnaturalizado”.

    Se entiende, por tanto, que la tarea de pintar rayas funciona como excusa para tomar el género de las road-movies, frenar su velocidad y aislarlo de los encuentros por el camino para centrar el conflicto dramático en la relación entre los viajeros. Algo de esto hay en La delgada línea amarilla, la cinta que motiva estas líneas. Si bien el mexicano Celso García se aleja algo más de esa intelectualización de lo natural y escoge un enfoque más costumbrista, por llamarlo de alguna manera. Si el personaje principal de Prince Avalanche buscaba de forma consciente su aislamiento en lo remoto a modo de retiro monacal, el grupito de trabajadores de la obra que nos ocupa se mueve por motivos más básicos. La mera supervivencia, la necesidad de trabajar y ganarse la vida. En consecuencia, en La delgada línea amarilla el aspecto rutinario del mencionado Macguffin adquiere cierta entidad estética. La cámara se detiene en planos detalle de la máquina de pintura y de sus rituales repetitivos. Apretar la llave de salida de la pintura. Dar cinco pasos. Soltar la llave. Dar ocho pasos. Así una y otra vez, durante más de cien kilómetros de carretera recta y raya discontinua interminable.

    Más aún, esta monotonía del trabajo se convierte también en la principal cuestión moral de la cinta. El guion la canaliza a partir del personaje de Toño, el jefe del grupito de pintores. Una figura barbuda, avejentada y de mirada curtida, capaz de despertar esa especie de reverencia hacia la sabiduría práctica denotada por las canas y las manos callosas. Toño se muestra un líder rígido, con una ética de la labor bien hecha que no admite cuestionamientos. A la vez que la película va dejando entrever que en esa actitud disciplinada hay toda una carga de afirmación personal. Y que, como en toda road-movie, el viaje funciona como catalizador de un cambio profundo, no sólo en Toño sino en toda la pandilla de perdedores que descubren en la realización de una tarea en apariencia inútil e intrascendente un modo de reivindicar su dignidad humana. Pero, ay, aquí es precisamente donde el guión hace gala de sus defectos. Además de por un humanismo candoroso que puede resultar difícil de digerir, opta por el subrayado en lugar de la sutileza. Fuerza escenas donde se adivina una voluntad de explicitar los simbolismos: el discurso de las segundas oportunidades, los viejos lazos (y rupturas) afectivos canalizados hacia nuevos rostros, los valores metafóricos de la carretera (la vida, con sus rectas monótonas y sus curvas imprevisibles) y las rayas de pintura (la necesidad de una guía). García parece tan preocupado por orientar la interpretación del espectador que termina por robar buena parte de la vida interior de sus imágenes. Peor aún, se deja llevar por las ganas de desgarrar en un tramo final donde la película deviene fallida. Lo que no quita, con todo, que La delgada línea amarilla sea vea con facilidad, haga gala de un buen sentido del ritmo y contenga, pese a todo, momentos de gran sinceridad con la sencillez de sus criaturas. [60/100]

    Krisha

    KRISHA

    Trey Edward Shults, Estados Unidos / Convergencias.
    por Víctor Blanes Picó.

    La primera imagen de la ópera prima de Trey Edward Shults es impactante por su sencillez y potencia. El impertérrito rostro de Krisha Fairchild, actriz y protagonista de la cinta que lleva su nombre, nos mira fijamente emocionada. En sus arrugas se lee misterio, miedo, rencor, fragilidad… La fuerza con la que nos interpelan sus ojos y su gesto nos invita a entrar en la psique de este personaje. Y a partir de aquí, Edward utiliza todo lo que tiene a su alcance para lograr que lo hagamos. Krisha es un viaje traumático, casi alucinógeno, hacia la tragedia en el ámbito familiar. Como ocurría con la Geena Rowlands de Una mujer bajo la influencia de John Cassavetes, Krisha es ella y sus circunstancias. Su entorno, su familia y la presión a que se somete ella misma la empujan en sus decisiones, impulsivas e irreflexivas. Krisha se interesa por el momento en concreto de la explosión y relata cómo va prendiendo la mecha que subyace. Edward crea una atmósfera enfermiza desde lo cotidiano que contrapone constantemente la plácida aunque tensa actividad familiar rutinaria con lo que ocurre en el fuero interno de la protagonista. Toda esta sensación de asfixia se construye desde lo fílmico. De este modo, algo tan anodino como la preparación para la cena de Acción de Gracias se convierte casi en una cinta de terror psicológico. Lo hace, por un lado, a golpe de montaje, deconstruyendo la linealidad argumental para acelerar esa sensación de agobio que invade Krisha; por otro, los largos planos secuencia perfectamente coreografiados junto con la incesante música de percusión consiguen que el filme fluya a medio camino entre el drama intimista y el thriller; y por otro, incluyendo escenas donde consigue respirar poniendo el foco en aquello que pasa al margen del barullo principal, en esas conversaciones y gestos que acontecen en pequeños rincones alejados del meollo. Esta mezcla de géneros medida de manera inteligente nos permite descubrir a un director que demuestra tener un control total sobre su obra. Edward, que ha colaborado con Terrence Malick en El árbol de la vida y en su nueva película, coge todos los tics del maestro tejano, los lleva a su terreno y consigue destilar los tópicos del drama familiar para meternos de lleno en la vorágine de su trauma.

    Parte del interés de Krisha reside en su fuerte componente autobiográfico. La película está compuesta por varios sucesos reales de la vida familiar del director. El propio Edward aparece en la cinta; Krisha Fairchild (un verdadero tormento en pantalla, una interpretación totalmente electrizante) es en realidad la tía del director, aunque su papel es el de la madre; y la madre del director interpreta a la tía en la ficción. Aun produciéndose este cambio de papeles, la historia toca muy de cerca a sus protagonistas y se intuye que detrás del resultado final ha habido un gran trabajo actoral para volver al instante donde todo una estructura familiar se desmoronó y recrearla dotándola de una veracidad y una intensidad inaudita. Si analizamos detenidamente el largometraje nos daremos cuenta de que, en realidad, la trama se ha reducido a lo mínimo para concentrarse en el arco evolutivo y explosivo de Krisha. Edward se centra más bien en que la película vaya poco a poco encajando las piezas de toda la compleja historia que ha ocurrido con anterioridad. Sin dar demasiados explicaciones, la cinta se va desplegando lentamente, conversación a conversación, mirada a mirada, para ir reconstruyendo el puzle familiar y logra que empaticemos con Krisha, incluso una vez que intuimos todo lo que ha podido provocar la situación. Pero, además, logra ir más allá, y al final, tras la tormenta, en su última imagen, logra escribir de nuevo en el rostro de Krisha ese sentimiento de indefensión ante la injusticia de una violencia escondida, agazapada en nuestro día a día y que ejercemos con los nuestros en la falsamente apacible protección del núcleo familiar. [88/100]

    Land of mine

    LAND OF MINE

    Under sandet, Martin Zandvliet, Dinamarca / Sección Oficial.
    por Eva Hernando.

    Martin Zandvliet descubrió de un modo un tanto casual uno de los capítulos más negros y menos conocidos de la historia de Dinamarca. Tal descubrimiento le convenció de que su siguiente largometraje tenía que versar sobre ello. En la historia de cada gobierno hay cabida para el oscurantismo, para la existencia de archivos no desclasificables. Pero también existe un deber de investigar o al menos de no olvidar en el caso de aquellos hechos sobre los que se impone, explícita o implícitamente, una ley de silencio. El director danés escarba en un capítulo poco conocido que siguió a la rendición de Alemania en mayo de 1945 y el fin de la Segunda Guerra Mundial. Más de dos mil prisioneros de guerra alemanes, casi todos ellos muy jóvenes, fueron destinados a desactivar las minas que los nazis esparcieron en las playas de la costa oeste de Dinamarca. Más de la mitad murieron o fueron heridos y mutilados. Para Zandvliet era fundamental ponerle voz ya que supuso una violación de los derechos humanos y, de este modo, Land of mine debe funcionar como una denuncia.

    Presentada en la Sección Oficial de Largometrajes de la 53 edición del Festival de cine de Gijón, Land of mine ya fue proyectada en la sección Platform del Festival de Toronto de este mismo año, donde obtuvo muy buena acogida y atrajo atención internacional, además de firmar con Sony Pictures Classic un contrato para su distribución en América y Canadá, lo que puede significar un salto importante en la carrera del director. Doce jóvenes prisioneros de guerra alemanes, después de pasar un escaso y rudimentario entrenamiento, son enviados a limpiar de minas una playa de la costa occidental de Dinamarca, a las órdenes del sargento Carl Leopold Rasmussen (Roland Møller). Los cinco años de ocupación nazi han hecho mella en la población danesa, que odia y siente repulsión absoluta por los germanos. Ese rechazo de Rasmussen es su carta de presentación, con una escena al inicio en la que se enfrenta lleno de ira a dos soldados alemanes de los muchos que volvían a casa caminando derrotados. Es una escena de una fuerza absoluta que nos promete lo que se cumplirá: una actuación brillante. Con la promesa de que 45.000 minas son la distancia que separa a los jóvenes de volver a Alemania a ver a sus familias, Zandvliet inicia una narración que quiebra nervios, que sabe manejar la tensión y provoca la ansiedad de la inminencia de lo injusto, sin regodearse en la sangre y las vísceras. 45.000 minas son tres meses de trabajo, en los que les llevarán al límite de su fuerza física y mental, sabiendo que si han sido destinados a realizar esa tarea es porque sus vidas no importan en absoluto y han pasado a ser víctimas de una venganza.

    A pesar de la previsibilidad que pudiera suponerse del despertar de conciencia de Rasmussen y el giro de sus sentimientos hacia esos jóvenes que no eran más que niños cuando se inició la guerra, ese giro no es sensiblero ni manipulador y sí terriblemente emocionante. Es el desarrollo de una empatía irrefrenable y el mejor y más efectivo manifiesto antibelicista. Un relato profundamente humanista que recae en gran medida sobre los hombros de Møller para el que la interpretación de Rasmussen puede suponer un hito en su modesta filmografía. Desde el punto de vista histórico Land of mine comienza interesando; gracias a que abre los ojos del público a realidades del pasado que desconocemos a pesar de estar expuestos a sobreinformación constante sobre casi cualquier cosa; en término de realización, apasiona y convence. Es un filme poderoso en su factura final gracias a la sublime fotografía de Camilla Hjelm. Ayudan los bellísimos paisajes pero el trabajo de Hjelm potencia esa belleza, junto a los efectos de especiales y de sonido, confiriendo a Land of Mine una pátina de clásico bélico desde su primer visionado. [75/100]

    Much loved

    MUCH LOVED

    Zine li fik. Nabil Ayouch, Marruecos / Sección Oficial.
    por Miguel Muñoz Garnica.

    Resulta difícil hablar de Much Loved sin ligarla a la controversia que ha despertado en Marruecos, su país de origen. Su exhibición en Cannes inició una serie de reacciones que han culminado con su actriz principal (Lubna Abidar) exiliada en Francia a raíz de las amenazas de muerte y agresiones que ha recibido. El ministerio de Comunicación marroquí la ha calificado de “ultraje a los valores morales y de la mujer” y de “atentado flagrante contra la imagen del país”, su instituto nacional de cinematografía ha pedido su veto, el principal grupo de la oposición se ha manifestado contra ella frente al parlamento... La controversia, en fin, viene a evidenciar la negación de un país a mirar tras sus visillos. En el fondo recuerda a aquellos grupos de puritanos estadounidenses reclamando la intervención policial cuando, en los albores del nacimiento del cine, Edison estrenó The Kiss, que contenía una escena de veinte segundos donde se mostraba un beso entre una pareja. En ambos casos, se trata de las manifestaciones de una sociedad que no protesta tanto contra la existencia de la inmoralidad como contra el hecho de que se muestre.

    Ayouch ficciona en Much Loved las rutinas de tres prostitutas que ejercen el oficio en Marrakech. Las vemos en su intimidad charlando animadamente sobre sexo, u objetificadas en su ejercicio profesional dejándose regar en alcohol y billetes mientras cumplen las fantasías de dominación de sus clientes. En ambos casos, lo que se adivina es una voluntad de franqueza, una ausencia de valoraciones morales en la forma de mirarlas y una sincera voluntad de comprensión de las tres mujeres. Lo que incluye el filmarlas sin ningún afán de “salvación”. Ayouch deja que sus criaturas revelen cierta frivolidad en su concepción de su propio oficio, a la vez que arranques de egoísmo y conductas que desvelan su vulnerabilidad emocional. Pero también indaga en su camaradería, en los lazos estrechos que han creado entre ellas.

    A la vez, Much Loved se desvela como una película consciente de la carga ideológica que conlleva filmar desde esta perspectiva libre de moralina el asunto de la prostitución en Marruecos. Consciente de que esta perspectiva la condena (así lo ha demostrado la controversia surgida) a que el mostrar se confunda con el promover. De modo que Ayouch, ya puesto a hurgar en heridas, lo hace con ambición. Por sus imágenes desfilan denuncias poco disimuladas a la prostitución infantil, la homosexualidad o la hipocresía social. Sobre esto último, el director dibuja una Marruecos que integra a las “trabajadoras del sexo” de forma subterránea en lo económico (familias que viven del dinero que ganan, policías que aceptan sus sobornos, empresarios que utilizan sus servicios) pero las repudia en su expresión pública de la ética. Si bien esta dispersión de temas, junto a lo repetitiva que termina volviéndose su indagación en los rituales de las prostitutas, acaban por erigir una cinta poco más que correcta. Much Loved ha tenido el acierto de tocar un tema sensible de la manera adecuada para que todo el entramado oficial de la sociedad marroquí destape su propia hipocresía, su ceguera ante una realidad que no se pretende mejorar, sino sólo esconder. Se trata, en fin, de un filme en el que las circunstancias que lo rodean tienen más valor expresivo que la obra en sí misma. [50/100]

    Je suis un soldat

    JE SUIS UN SOLDAT

    Laurent Larivière, Francia / Sección Oficial.
    por Eva Hernando.

    Existe un punto de no retorno en la desesperanza en el que uno deja de buscar justo después de haber dejado de creer, como si ambos fueran paso obligado para llegar a un final de algo muy parecido al conformismo, a la reducción de expectativas y a la cesión de una parte de la identidad. La precariedad laboral actual ha lastrado las expectativas de una generación entera y, lo que es aún peor, anulando cualquier inclinación a la protesta y castigando las actitudes rebeldes ante el temor de ser identificado con esa etiqueta llamada “exclusión social”. Es ante este tipo de situaciones y en esos momentos convulsos cuando se requiere que el cine social se reafirme en sus compromisos. Laurent Larivière, curtido en el cortometraje, presenta a concurso en la Sección Oficial su primer largometraje, Je suis un soldat; un drama thriller social en que el Sandrine (Louise Bourgoin), una joven de treinta años que ha perdido su trabajo, su apartamento, cualquier posibilidad de independencia y se ha instalado en la apatía. Incapaz de poder pagar el alquiler, se ve en la obligación de volver a vivir a casa de su madre, donde también se han instalado su hermana, su cuñado y su sobrina. En un primer momento oculta el motivo real de su llegada, avergonzada por su situación. Para salir del paso acepta trabajar con su tío Henri (Jean-Hugues Anglade) en la perrera de éste y pronto observa como en ella se trafica con cachorros de Europa del Este. Atraída por el dinero y la posibilidad de recuperar su independencia, Sandrine se involucra en un negocio peligroso.

    Sandrine está sentada en una cafetería. Acaba de dar el último sorbo a su café, deja la taza sobre el plato. Se mira las manos. La cafetería está prácticamente vacía. Esta es una escena que se repite dos veces en el breve lapso de tiempo en el que Sandrine está intentando encontrar un trabajo que le permita contribuir a la economía familiar. Mantenerse activa laboralmente se convierte de algún modo en el marcador de su autoestima y con este plano fijo de ella sola, de vuelta en su ciudad de origen, se hace real la sensación de fracaso vital y de soledad absoluta. Je suis un soldat es una clara deudora (también se le puede llamar homenaje) del cine de los Dardenne, de hecho los paralelismos con Dos días, una noche pueden llegar a sonrojar. Primero por la protagonista femenina: la por momentos inexpresiva Bourgoin frente a la contenida e inmensa Marion Cotillard. No encontramos en la Sandrine de Lariviére una justificación, sino pura aleatoriedad en algunas de sus reacciones que parecen contradecirse en cuestión de minutos. No palpamos la urgencia ni la desesperación de su deriva económica. Tan pronto su reacción es propia de alguien egoísta que mira exclusivamente por sus intereses y cierra los ojos al maltrato animal, como derrocha rabia y pareciese enarbolar una bandera animalista. Segundo punto que nos evoca influencias dardennianas: la falta de trabajo o precariedad de éste como desencadenante de una debacle emocional para el individuo. Quizás en este punto las semejanzas entronquen más con Rosetta que con Sandra de Dos días, una noche. Tercero, y casi anecdótico, pero la clase de detalle que permanece en el espectador: el uso de una canción como un revulsivo emocional que queda perennemente ligada a la película. En el caso de Dos días, una noche fue La nuit ne finit plus de Petula Clark. En Je suis un soldat, Quand revient la nuit de Johnny Hallyday. Como drama social a Je suis un soldat le falta garra y ruido en la sangre. También verosimilitud. Queda muy lejos de emocionar a pesar jugar con un tema fácil para sentirse involucrado o de contar con cachorros y despertar con ello la ternura de cualquiera. Carece de dimensión, volumen y aristas, que en un drama social resulta casi imperdonable. [50/100]

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