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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Materialistas

    || Críticas | Karlovy Vary 2025 | ★☆☆☆☆ |
    Materialistas
    Celine Song
    La pesadilla de Bazin


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2025. Título original: «Materialists». Dirección y guion: Celine Song. Compañías: Killer Films, 2AM Films, A24. Festival de presentación: Festival de Cannes (Competición Oficial). Distribución en España: Sony Pictures Releasing (fecha prevista: 14 de agosto de 2025). Fotografía: Shabier Kirchner. Montaje: Keith Fraase. Música: Daniel Pemberton. Reparto: Dakota Johnson, Chris Evans, Pedro Pascal, Zoë Winters, Marin Ireland, Dasha Nekrasova, Louisa Jacobson. Duración: 117 minutos.

    Cuando hace un par de años celebramos efusivamente Past Lives (2023), nos dejamos arrastrar voluntariamente y con un pelín de entusiasmo de más ante un cierto modelo cinematográfico que, como dicen los castizos, nos había entrado por el ojo bueno. Había una melancolía tierna, un cierto juego con el punto de vista, un equilibrio entre los personajes y algunas ideas visuales de singular consistencia. Song había creado una película tiernamente amarga, algo distanciada de sí misma, imbuida de un romanticismo pasado de moda que estábamos dispuestos a abrazar.

    Ahora bien, resulta sorprendente cómo en apenas dos años dicho modelo ha envejecido hasta convertirse en una suerte de compota audiovisual irreconocible, indigesta, totalmente anacrónica. Una afirmación tan arriesgada merece, cuanto menos, una justificación de cierta profundidad.

    La película de Song parece querer criticar la capitalización de los afectos, o la «afectización» del capital, o todo aquello de lo que ya escribió en su día Fernández Porta y que aquí se filtra entre lo cuqui y lo tópico. Los protagonistas son, como no podía ser de otra manera, treintañeros guapísimos perdidos en una ciudad de postal enfermos de «responsabilidad afectiva», de «autoconciencia emocional», de «precariado light» y de tantas otras cosas que parecen una mala digestión de los podcasts de autoayuda millennial. La mirada de Song es absolutamente pornográfica: parece criticar —¿lo hace?— un cierto estado de vida capitalista pero su cámara se mueve con absoluta suntuosidad y alegría por interiores de doce millones de dólares. Cada vez que yo veía en la pantalla esos interiores estetizados, rodados con gran angular y recorridos con dulcísimos movimientos pensaba que aquello, más que un filme, era el cruce entre una revista porno y un catálogo de Ikea de gama alta.

    Me froto los ojos. La colorimetría es exactamente la misma que en las escenas más forzadas de Past Lives, incluyendo las inevitables guirnaldas de bombillas, las mesas de madera, las mismas texturas suaves y límpidas y el mismo uso de la profundidad de campo en fuera de foco para sugerir intimidad, cercanía. Me froto los oídos. Los diálogos se expanden y se ramifican una y otra vez, volviendo sobre sí mismos, con una profundidad emocional digna de las notitas románticas que nos pasábamos en el instituto por debajo de las mesas: «He aprendido a amar gracias a ti», «Te ofrezco todo lo que soy, todo lo que tengo, durante toda mi vida, porque no tengo nada más para darte», y así, ad nauseam.

    Y aquí viene lo peor. Puede que Past Lives fuera una película anonadada precisamente porque el aislamiento, la distancia lingüística y emocional, formaban parte de su propia propuesta narrativa. Ese «no entenderse» de los personajes era bello en su frialdad precisamente porque generaba una riqueza contradictoria entre posiciones empáticas e irreconciliables. El problema de Materialists es que su anonadamiento es repugnantemente político, ideológico. La película parece vivir en una pipeta de algodón de azúcar en el que los traumas se disuelven dulcemente a ritmo de música indie y planos de Manhattan.

    Seré mucho más concreto. La película utiliza como trama secundaria una violación. Por pura limpieza lingüística, la palabra rape ni se utiliza en el metraje, casi como si diera miedo. Pero según avanza el metraje nos damos cuenta de que la violación no le interesa en absoluto a Song, salvo en relación con el personaje principal, es decir, es una puñetera excusa para canalizar sus miedos, sus inseguridades, y finalmente, su redención. No hay ética alguna en su planteamiento, como bien demuestra que la directora mantenga de manera —de nuevo, pornográfica— la cámara sobre el personaje violado (Zoe Winters) mientras enuncia entre hipidos unos elaboradísimos y complejos parlamentos que no tienen en cuenta ni la dificultad del lenguaje para ceñir el trauma, ni el respeto hacia la imposibilidad de formular ciertas experiencias, ni siquiera el menor cuidado para explicar que, en fin, una mujer a la que acaban de violar o de acosar en su apartamento no puede, no puede, no puede usar el lenguaje igual que el resto de personajes de la película. No se puede hacer «literatura de la violación», salvo a costa de hacer precisamente lo que Song hace: convertirla en una mera excusa textual para que a la chica guapa treintañera occidental autoconsciente y romántica le pasen cosas bonitas y se descubra a sí misma. Cuando al final del metraje se nos informa de que la mujer violada ya está mucho mejor porque ha participado en otra cita con un desconocido uno siente deseos de prenderle fuego a la película.

    Soy consciente de que Materialists es una película escrita y rodada para contentar a un nicho muy concreto de la población, pero eso no hace que no debamos poner en crisis sus postulados. Algunas de sus ideas son extraordinariamente reaccionarias —¿en serio la película conecta el embarazo con el amor a partir de un supuesto origen biológico de las relaciones primitivas?—, otras son un refrito de tópicos sobre la diferencia sexual —las escenas que muestran cómo los hombres son depredadores sexuales de jovencitas o las mujeres son irredentas competidoras sociales entre ellas son para enmarcar en el pabellón de lo rancio—, pero casi todas son, al fin y a la postre, sonrojantes.

    Tras cien minutos de este país de las maravillas neoyorquino, urbano, chic y meloso, uno tiene ganas de zarandear algo con fuerza, palparse el rostro para ver si sigue siendo feo, regalar un ejemplar de la ontología de Bazin a la directora — el hecho de que la propia Cahiers du Cinéma haya alabado la película demuestra hasta qué punto se han desligado del pensamiento de su fundador. Después de todo, llego al final de la crítica y no tengo claro qué es lo que realmente he visto: ¿un videoclip expandido de un grupo de pijos indie barbudos que toca en el ático de papá en Tribeca? ¿Una broma pesada a costa de las facultades de antropología diseñada por una maestra ultraconservadora de Kansas en los años cincuenta? ¿El anuncio de la nueva temporada de Bang & Olufsen?

    Quizá, simple y llanamente, la pesadilla de André Bazin.

    Sí, puede que sea eso lo que ha rodado Celine Song. La negación absoluta del cine para captar la realidad. Su destrucción ontológica. ♦


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