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    Cine Alemán Siglo XXI

    La fraternidad de lo humano: el cine de Nuri Bilge Ceylan

    La fraternidad de lo humano

    El cine de Nuri Bilge Ceylan

    «Esto no puede durar. Esta tristeza no puede durar. Tengo que tenerlo presente e intentar controlarme. No hay nada que dure siempre, ni la felicidad ni la tristeza; ni siquiera la vida dura demasiado».

    Elisenda N. Frisach | Barcelona.

    Con estas palabras, la voz en over de Laura (Celia Johnson), protagonista de Breve encuentro (1945) de David Lean, además de hacer patente su sombrío estado de ánimo, expone, con la lucidez de las personas que sufren, una verdad a menudo difícil de aceptar sobre la existencia: y es que su fugacidad termina por igualar dos extremos tan antagónicos de la experiencia humana como lo son el dolor y la alegría. Delicada, sutil, llanamente, las desventuras de esta ama de casa enamorada de un hombre que no es su esposo ofrecen un levísimo esbozo sobre uno de los debates que ha unido a filósofos, antropólogos, místicos, artistas, psicólogos e incluso hombres de Estado, exploradores y economistas a lo largo de los siglos: el que gira en torno a saber si el sufrimiento tiene un sentido útil y necesario en el seno de la existencia de los hombres y de las sociedades que estos conforman, habida cuenta de que todos vamos a morir, o bien, como si fuera una célula cancerígena en un cuerpo sano, debe ser extirpado para no producir la metástasis de la infelicidad.

    Las respuestas son tan variadas como los temperamentos, pero plantean interesantes cuestiones sobre la inevitabilidad de la desdicha o la búsqueda obsesiva del gozo. ¿Hemos pensado alguna vez realmente en la clase de criaturas que seríamos los humanos si no experimentáramos el infortunio? ¿Es en verdad tan terrible padecer, o bien caemos en la trampa del anónimo protagonista de Memorias del subsuelo (1864) y anhelamos «un sufrimiento elevado» para agasajar nuestro ego? Y hablando de nuestro ego: los psicólogos Paul Rozin y Edward Royzman documentaron por primera vez el denominado «sesgo de negatividad», en virtud del cual la mente humana graba con mayor fuerza aquellos hechos que nos suceden de carácter negativo, de forma que las cosas buenas de nuestra vida nos provocan un menor impacto psicológico. ¿Significa eso que incorporamos un afán masoquista de padecer? ¿O es un mecanismo de la evolución para garantizar nuestra supervivencia, al dejarnos una indeleble huella en la memoria para llevar a cabo estrategias de evitación? ¿La adversidad es una gracia divina que nos permite empatizar con los demás y madurar, escapando de nuestro palacio dorado como Siddhārtha? ¿O es la ratonera en la que quedamos atrapados cuando nos alejamos del aquí y el ahora y vivimos en la pérdida del pasado, en los deseos frustrados del futuro y en la imposibilidad de lo alternativo? ¿La ausencia absoluta de calamidad y dolor nos impediría apreciar la bendición de la plenitud, igual que la muerte es la que hace única y preciosa la vida? Ciertamente, si algo ha demostrado una y otra vez la humanidad, es que su resistencia a las penurias es mayor de lo que podría parecer sobre el papel, y en los peores escenarios posibles, léanse campos de concentración, torturas, violaciones, hambrunas o enfermedades profundamente discapacitantes, son mayoría quienes siguen adelante, a veces incluso reforzados por la traumática experiencia. A buen seguro, los creyentes dirían que la desgracia forma parte del plan maestro de Dios, que es un don y no una carga o un castigo, ya que permite a los hombres adquirir el estatus de seres sensibles, sacrificados, adultos, completos.

    Sea como fuere, y como bien señalaba Goethe en Las afinidades electivas (1809),

    «afortunadamente, el hombre sólo puede abarcar un cierto grado de desdicha; lo que sobrepasa esa medida, o le destruye o le deja indiferente. Hay situaciones en las que el temor y la esperanza van unidos, se anulan y superan mutuamente de modo alternante y acaban perdiéndose en una oscura insensibilidad».


    Es justamente en ese páramo de la compresión de lo efímero y de los límites de la vivencia y el discernimiento humanos en donde nos adentra la obra Nuri Bilge Ceylan: un territorio de anonadamiento y grisura —la insensibilidad oscura del polímata alemán— en el que la felicidad incólume, aparte de imposible, resulta a menudo superficial e insatisfactoria, mientras que el sufrimiento absoluto paraliza y envilece. El realizador turco nos conduce de la mano hacia el interior de ese espacio terriblemente incómodo con una naturalidad tan elegante y amable que se corre el peligro de no ver más allá de la belleza de sus imágenes y de la veracidad que desprenden sus criaturas. De ahí que sea importante desgranar las constantes de su creación, señalando simultáneamente un hecho que debería ser evidente pero que, viendo los problemas de distribución de sus cintas y la escasa afluencia de público a sus proyecciones, sospechamos que no lo es; y es que la filmografía de este autor es una joya rutilante y nunca suficientemente ponderada, cuya maestría y hondura es menester situar en el lugar que le corresponde, a saber, el de un corpus artístico nacido ya con los ribetes de un clásico. Porque, como indicaba acertada y célebremente Italo Calvino en su ensayo póstumo ¿Por qué leer a los clásicos? (1986):

    «Creo que no necesito justificarme si empleo el término “clásico” sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. […] Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo. [...] Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone».

    En esta línea, si hay algo que destaca de la trayectoria de Ceylan, en medio del marasmo de propuestas artísticas que tocan temas «de actualidad», y que por eso mismo gozan de un prestigio y un éxito tan aplastante como, auguramos, pasajero, es que su producción, aunque esté estrechamente arraigada a unas coordenadas históricas y culturales —en este caso, la Turquía de nuestros días—, posee unas constantes humanas de fondo que la dotan de una marcada pátina de atemporalidad, con lo que trasciende esa acotada coyuntura. Sin duda, ello es lo que siempre ha posibilitado que algunas creaciones pervivan siglo tras siglo, despertando la imaginación y pasión de sucesivas generaciones de amantes del arte, extinto el marco en el cual fueron alumbradas. En esta misma estirpe, el autor estambulí, con inteligencia, exquisitez y buen gusto, apela a la experiencia compartida por todas las personas, al júbilo y desasosiego de vivir, al carácter tragicómico que nuestra mortalidad otorga a cuanto nos acontece, a esa necesidad de —parafraseando a Walt Whitman— contribuir con nuestro propio y humilde verso al poderoso drama de la existencia para darle un sentido al absurdo; o, al menos, para intentarlo.

    FOTOGRAMAS I & II | KASABA (EL PUEBLO) | 1997
    Oscilando, en consecuencia, entre lo sublime y lo ridículo, las cuitas humanas que se desarrollan en las películas de Ceylan son un reflejo de ese permanente anhelo de perdurar, y que se cifra no tanto en la inmortalidad, sino en la felicidad, la plenitud, la omnipotencia, la ecuanimidad, la templanza…, aunque obviamente se trate de un desiderátum condenado a fracasar. Y ello no se produce exclusivamente por el hecho de que Dios continúe muerto y bien muerto, sino porque las cualidades anheladas son tan inhumanas que, en el fondo, poseerlas nos convertiría en algo diferente, ajeno, mutado, casi diríamos que «monstruoso»: o la aberración de alcanzar la perfección que tan bien describió Arthur C. Clarke en El fin de la infancia (1953). Por esta razón, el autor turco se ha constituido en un auténtico corifeo del malestar del ser humano de hoy en día, caracterizado por el paradójico hecho de que él mismo no puede creer en un sentido trágico de su vida, ya que no hay un orden superior que la rija o que pueda ser violado, sino que su existencia es un conjunto de elementos azarosos que su voluntad debe tratar de encauzar en su propio beneficio, a pesar de que ello no siempre sea posible; sobre todo, porque carecemos de poder o fuerzas para controlar tales elementos, y porque, con demasiada frecuencia, la búsqueda de ese beneficio propio se salda con insatisfacción o provoca el mal ajeno. Y, entonces, ¿a qué queda reducida nuestra «residencia en la Tierra», que decía Neruda? ¿A un afán frívolo de colmar nuestros impulsos y caprichos? ¿Nos mantenemos en un estado de perpetuo infantilismo, aderezado de frustración, lujuria y envidia? ¿Poseer bienes materiales y reconocimiento de nuestros pares es a cuanto podemos aspirar? ¿Tan hueras son realmente nuestras vidas?

    El desafío de plantearse estas preguntas, cuya enjundia las hace probablemente imposibles de contestar, cimienta el arte de Ceylan, quien hace gala, tanto de una ambición desmesurada en su afán de hallar algún tipo de revelación o sabiduría latentes que nos iluminen en esta búsqueda a tientas de propósito, como de una humildad encomiable, al nunca ser taxativo al respecto, puesto que es obvio en sus filmes que no hay certezas axiomáticas, ni siquiera sugerencias que puedan extrapolarse a muchas personas. Es más, y como ha declarado el propio director en varias ocasiones, en su quehacer artístico se «limita» a tratar de entender qué significa ser un humano, de manera que focaliza su perspectiva en aquellas realidades objetivas que, más que otorgarle un significado unívoco a nuestra existencia, le dan valor y riqueza sobre el sombrío telón de fondo de nuestra mezquindad, proponiendo acciones y virtudes para aproximarse a ellas. Consecuentemente, Ceylan esboza un ethos que bien podría suscribir el siguiente pasaje de Los ensayos (1533-1592) de Michel de Montaigne:

    «Qué, ¿no ha vivido usted? Esta no es solamente la fundamental, sino la más ilustre de sus ocupaciones […]. ¿Ha sabido ordenar sus hábitos? Entonces ha hecho mucho más que quien ha compuesto libros. Porque componer nuestros modos de ser es nuestro oficio, no hacer libros, así como ganar, no batallas o provincias, sino el orden y la tranquilidad de nuestra conducta. La gran y gloriosa obra maestra del hombre es vivir adecuadamente».


    A buen seguro, en ello radica la particularidad de que todas las grandes cuestiones que formula Ceylan no se muevan en un nivel de abstracción fríamente intelectual, sino que se concreten mediante una claridad expositiva que resulta meridiana para cualquier espectador avezado, mientras que los personajes son personas cercanas, que habitan, o mejor dicho deambulan, por espacios también próximos, reconocibles. Mediante el análisis de las técnicas estilísticas y de los temas que se repiten en el conjunto de su producción es fácil advertir la destreza y cohesión adquiridas por Ceylan en todos los ámbitos discursivos, de manera que, en una época en la que el envoltorio ha terminado por ser más importante que el contenido; en la que se gusta de un efímero y superficial efecto epatante, y en la que el concepto de moral se diría un anacronismo —en vez de la virtud social por excelencia—, pocas creaciones se muestran tan sólidas, honestas y coherentes como las del autor turco, hasta el extremo de que algunos amantes del séptimo arte lo consideramos el gran cineasta de nuestros días.

    Veamos a continuación por qué.

    ***

    KASABA (1997) | NUBES DE MAYO (1999)
    LOS CLIMAS (2006) | TRES MONOS (2008)

    Las estaciones del año


    En los funestos albores del transhumanismo que nos ha tocado vivir, hemos llegado a tal extremo de negación de nuestra realidad animal —incluso cuando se diría que nos dominan nuestros instintos más primarios—, que hemos devenido una suerte de apéndice corporal de nuestro cerebro, una mera hipertrofia de la mente. La mirada que Ceylan lanza a su entorno resulta voluntariamente irónica respecto a este culto hacia lo tecnológico y artificial al que nos hemos visto abocados en los siglos XX y XXI, como bien ejemplifica la obsesión del pequeño Ali (Cihat Bütün) por obtener un reloj musical en Nubes de mayo (1999). En oposición a ello, es revelador que la climatología, tan asociada al componente fisiológico de nuestra naturaleza, sea un elemento simbólico constante en sus filmes, por lo que una de sus mejores obras, que también marca el inicio de su colaboración creativa con su esposa Ebru, lleva explícitamente por título Los climas (2006). En ella, se narra el tránsito de un matrimonio, desde la calidez y el apasionamiento durante unas vacaciones de verano hasta la frialdad y el distanciamiento de los cónyuges, enmarcado en un nevado paraje. Este es el camino inverso que describe el periplo de Samet (Deniz Celiloglu), protagonista de Sobre la hierba seca (2023), que es narrado entre dos períodos vacacionales, el de invierno y el de verano, dada su condición de maestro de escuela, pero asimismo coincide con el traslado funcionarial desde un remoto pueblo de Anatolia a su destino anhelado: Estambul. Incidiendo en el hecho de que los seres humanos, por mucho que creamos lo contrario, formamos parte del ciclo estacional del planeta, las diferentes épocas del año, o bien reflejan las actitudes y los sentimientos de las criaturas que transitan el celuloide de Ceylan, o bien afectan directamente su comportamiento. No es casualidad que sea en los pequeños pueblos, menos obstaculizado su contacto con el entorno natural, donde se divise, ni que sea a guisa de efímeros fogonazos, una realidad inmanente que subyace por debajo del absurdo de la condición humana, una especie de cadena de eventos integrada en el eterno fluir de todo cuanto existe.

    Las etapas que marcan la traslación de la Tierra se constituyen, por tanto, en el marco que agranda y acota lo que acontece en el microcosmos personal de cada individuo. Ya desde su ópera prima, Kasaba (1997), la polarización de las emociones se da entre los dos extremos: un invierno blanco y nevado, terriblemente frío, y un verano pegajoso y ardiente, dominado por el intenso calor. En Tres monos (2008), las densas y negras nubes que amenazan tormenta dejan para siempre oscurecido el futuro del pequeño núcleo familiar foco de la intriga, mientras que en Nubes de mayo es precisamente la lluvia primaveral, que tan relacionada está con las preocupaciones por la propiedad del bosque en las tierras del anciano padre del protagonista, la que, al caer, prueba que esa ominosa amenaza, igual que las precipitaciones cuando el tiempo es templado y agradable, se concreta en un revés del que es posible salir, sino indemne, sí al menos con escasas secuelas. Porque el ser humano, como indicábamos antes, es un superviviente nato: el animal mejor adaptado a su medio.

    Otro claro paralelismo entre tiempo/emociones lo encontramos en Winter Sleep (Sueño de invierno) (2014), que ambienta en las entrañas nevadas de un pueblo de la Capadocia los conflictos sentimentales de una pequeña familia, en la cinta más bergmaniana del autor, dado que los personajes se enfrentan unos a otros en largos parlamentos, obligados a una convivencia casi forzada por culpa de un tiempo gélido y hostil. Por supuesto, a ello se le suma el correlato metafórico del frío y de la nieve ―en tanto manto que lo cubre (lo oculta) todo con su nada y blancura― durante un invierno en la alta montaña, evocando simultáneamente sensaciones de represión y temor y un exceso de raciocinio, lo que se traduce en insinceridad, orgullo e incapacidad de entregarnos realmente a los demás. Por eso, el inicio del deshielo marcará un nuevo rumbo, más risueño, para los protagonistas. Aquí también se puede rastrear una oda hacia esos «países periféricos» del pensamiento imperante en Europa —el de las culturas centrales y norteñas—, frente a un alma mediterránea que esboza, en su amor por el sol, la calidez, la luz…, una visión de la vida menos acelerada, más afecta a los pequeños placeres y al terruño de cada cual y, por ende, de una escala mucho más humana. No olvidemos que fue al calor del astro rey que realmente prosperó la vida en nuestro ignoto rincón del cosmos, mientras que las sombrías zozobras que nos asaltan se hacen más llevaderas bajo el abrazo luminoso de las estaciones en las que el resto de seres vivos parecen acompañarnos, cuando crecen y prosperan a nuestro alrededor.

    WINTER SLEEP (2014)

    Ficción o vida


    A A pesar de lo exiguo de su producción, pues el cineasta turco ha llevado a cabo apenas nueve largometrajes en casi treinta años —aparte de un corto y de dos documentales1 —, el universo narrativo de Ceylan ha ido sufriendo una transformación gradual conforme ha ido ganando en madurez y seguridad (dicen sus allegados que era muy tímido en los inicios de su carrera), y también, por supuesto, conforme ha sido capaz de lograr mayores presupuestos, posiblemente gracias al prestigio crítico —y al apabullante palmarés que lo acompaña— del que ha gozado a lo largo de su trayectoria. De esta manera, ha evolucionado de una clara influencia del cine iraní (Mohsen Makhmalbaf, Jafar Panahi…) a construir sus narraciones como si de novelas decimonónicas filmadas se tratara, en las que, junto a una cierta evocación formal de los directores que él expresamente admira (Michelangelo Antonioni, Andréi Tarkovski...), pesa sobre todo en su discurso un patente amor por la literatura de corte filosófico, desde los grandes novelistas rusos (Fédor Dostoievski, Lev Tolstói, Iván Turgueniev…) hasta los autores en lengua alemana de principios del siglo XX (Thomas Mann, Hermann Broch...).

    En este sentido, se puede señalar Los climas como el filme que, de una parte, alcanza el cenit de mucho de lo esbozado en sus anteriores propuestas, y, de la otra, marca esa transición desde la indagación entre lo que hay delante y detrás de la cámara —de la falsedad de lo perceptible— hasta la construcción de un discurso novelístico. De ahí que, a partir de su siguiente pieza, Tres monos, su filmografía irá ganando en artificio ficcional y densidad narrativa, si bien es verdad que en Sobre la hierba seca volverá aparecer otra vez explícitamente ese choque entre realidad y ficción. Hay que indicar, empero, que en esta última película Ceylan emplea la reflexión metarreferencial, en primer lugar para apuntalar las pinceladas de crítica social de la cinta —esas «fotos fijas» de personas que viven en zonas depauperadas y abandonadas por el régimen— y, en segundo, para ahondar en la hipócrita máscara, en el «papel» que continuamente está interpretando su protagonista.

    En cualquier caso, resulta significativo que, según lo dicho, nunca como en Los climas se produzca una disolución tan intensa de las fronteras entre la realidad y la ficción, que recuerda a la llevada a cabo en Noche de estreno por John Cassavetes (1977), puesto que no solo la pareja en la que se centra la historia está claramente inspirada en el realizador y su mujer, sino que, en un ejercicio de estriptis artístico y autobiográfico similar, y que encima lleva a las últimas consecuencias los planteamientos de Te querré siempre (1954) y Copia certificada (2010), Ebru interpreta a la protagonista y Nuri, a su marido. Tomando del clásico de Roberto Rossellini su componente de autoterapia y de la maravillosa reinterpretación de Abbas Kiarostami su reflexión sobre los límites entre el arte y la vida —que es tanto como decir sobre los límites del amor, pues las creaciones, como las uniones de pareja, no tienen sentido sin él—, nunca como aquí se azuza e incomoda al espectador para que se cuestione muchos de los principios sobre los que se asientan los lazos matrimoniales y, también, las obras cinematográficas, hasta el punto de impregnar el relato de una textura confesional que, en su misma imposibilidad, lo tizna de una nota de duda que cuestiona la veracidad de lo expuesto… y de lo omitido, con un portentoso uso de las elipsis.

    De esta forma, Ceylan da más o menos por zanjado el proceso de falsificación que había apuntado en todos sus largometrajes anteriores: los padres del director de cine novel de Nubes de mayo, interpretados por los propios progenitores del autor; los protagonistas de Nubes de mayo y de Lejano (2002), claros alter ego de Ceylan, al ser el primero un cineasta y el segundo, un fotógrafo 2, etc. Aquí conviene hacer un alto para puntualizar que su ópera prima, aunque también cuenta con parte de su familia en los papeles principales, se halla al margen de la deconstrucción de la realidad de Nubes de mayo, Lejano y Los climas, ya que opta por una estilización discursiva muy marcada. Ello explica que sea en blanco y negro, que se centre en la mirada ingenua de dos niños y que se apoye más en la relación del individuo con su medio que con sus semejantes. En puridad, se trata de un bello e interesante ejercicio de estilo, donde, a pesar de apuntar ya muchas de las claves temáticas posteriores de su carrera, Nuri Bilge Ceylan seguía en busca de una voz propia.

    LEJANO (2002)

    Antón Chéjov


    Durante el fundido en blanco que cierra Nubes de mayo, justo antes de los títulos de crédito, aparece una dedicatoria a Antón Chéjov. Podría parecerlo, pero no es en absoluto una boutade por parte del máximo responsable del proyecto, ya que en él introduce por primera vez un humor cotidiano que atempera los dramas íntimos que viven cada uno de sus personajes, y que ya nunca más volverá a abandonar su filmografía. Los ejemplos abundan a lo largo de la misma: desde la incapacidad del protagonista de Lejano para deshacerse de las ratas que infestan su humilde apartamento en Estambul hasta la conversación, progresivamente más desopilante, entre el escritor en ciernes de El peral salvaje (2018) y el autor consagrado, pasando por la desastrosa investigación que llevan a cabo los policías de Érase una vez en Anatolia (2011), donde los actos y comentarios incompetentes e ignorantes brillan con luz propia. Desde luego, donde es más fácil de rastrear la influencia de Chéjov es en Winter Sleep (Sueño de invierno), por la sencilla razón de que adapta libre y abiertamente un cuento del autor ruso, Mi mujer (1892), al describir los motivos por los cuales Aydin (Haluk Bilginer) ha perdido el cariño de su esposa, así como la paulatina recuperación del mismo conforme avanza la acción, lo que le otorga el rol protagónico al marido, pero convierte a su cónyuge en el centro temático del relato. Aquí también, a pesar del desencuentro de muchas de las interacciones entre los personajes, el humorismo está siempre presto a aparecer y a dar su contrapunto desdramatizador de lo que sucede; pienso, por ejemplo, en las confidencias alcohólicas entre Aydin y Ögretmen (Nadir Saribacak). Como el Yorik shakesperiano, la risa muestra la calavera, es decir, que no existe problema alguno que no encubra un lado absurdo, y por tanto gracioso, en su desgarro.

    Por otro lado, esa forma de narrar donde se recogen pequeños fragmentos de vida, en la que no se producen grandes resoluciones y a veces parezca que no suceda nada —aunque en el fondo suceda mucho—, también bebe directamente del maestro ruso. No es casualidad, al respecto, que el argumento de gran parte de su filmografía se pueda resumir en apenas una línea, de forma que lo que otorga relevancia a propuestas como Lejano, Winter Sleep (Sueño de invierno), El peral salvaje o Sobre la hierba seca, por citar solo cuatro en las que la intriga se ve reducida a mínimos, no sea una trama especialmente enrevesada o sorprendente, sino los sucesivos diálogos —y los sucesivos silencios— que intercambian los personajes en un contexto determinado.

    En última instancia, también se halla íntimamente relacionada con Chéjov esa capacidad con la que, sutilmente, Ceylan apunta temas de gran calado ético-filosófico, pero los tamiza a través de la falible mirada de sus criaturas, con lo cual invoca las siguientes palabras del dramaturgo de Taganrog en una carta remitida al periodista y editor Aleksei Sergeyevich Suvorin el 27 de octubre de 1888:

    «En las conversaciones con mis colegas literarios siempre insisto en que no es asunto del artista resolver problemas que requieren el conocimiento de un especialista. Es malo que un escritor aborde un tema que no comprende. Contamos con especialistas para tratar cuestiones concretas: a ellos les corresponde juzgar sobre la comuna, sobre el futuro del capitalismo, sobre los males de la embriaguez, de las botas, de las enfermedades de las mujeres. Un artista sólo debe juzgar por lo que entiende, su campo es tan limitado como el de cualquier otro especialista; lo repito, e insistiré en ello siempre. Cualquiera que diga que el campo del artista es todo respuestas y ninguna pregunta nunca ha escrito ni ha tenido que lidiar con un imaginario. Un artista observa, selecciona, adivina y sintetiza […]. Tiene razón al exigir que un artista adopte una actitud inteligente ante su obra, pero confunde dos cosas: resolver un problema y plantear un problema correctamente. Sólo lo segundo es obligatorio para el artista».


    A este mismo espíritu de formular preguntas sin dar respuestas responde, en puridad, que el universo fílmico de Ceylan se caracterice por personajes en encrucijadas vitales, siempre en busca de un asidero que a menudo les resulta esquivo. Así, ante los más obvios, esos intelectuales inspirados en el propio director —léanse los protagonistas, sobre todo, de Nubes de mayo, Lejano y Los climas, aunque se puedan rastrear elementos autobiográficos en otros de sus antihéroes, como en El peral salvaje―, igualmente se hacen eco de esas ansias de sentido la mayoría de sus criaturas; por ejemplo, Hacer (Hatice Aslan), quien mantiene un humillante affaire con el jefe de su marido en Tres monos, en su desesperada búsqueda para llenar el vacío dejado por su hijo fallecido y por su esposo, encerrado en prisión; o Ismail (Nejat Isler) en Winter Sleep (Sueño de invierno), quien, a pesar de vivir en el umbral de la pobreza y tener la vida destrozada, se aferra a su dignidad y rechaza el dinero que le ofrece Nihal (Melisa Sözen), otro personaje, a su vez, en busca de algo, en este caso propósito y redención. Igual que las tres hermanas o el tío Vania de los dramas homónimos de Chéjov, los seres que transitan el universo de Ceylan llevan vidas con momentos tanto de gozo como de dolor, pero, en un cómputo definitivo, prima un sentimiento de impotencia e insignificancia, sumidos como se encuentran en un amasijo de sinsentido cotidiano, de rutina que los arrastra inevitablemente en una dirección u otra, lo que dota a sus piezas de una marcada melancolía.


    ÉRASE UNA VEZ EN ANATOLIA (2011)

    Peripatetismo versus estatismo


    En las películas de Ceylan, la importancia de la expresión hablada, y de su ausencia, viene marcada por la voluntad de hacer hincapié en uno de los elementos más inherentes, y más lacerantes, de la condición humana: la soledad. Sus personajes suelen mantener largas conversaciones, a menudo verbalizando naderías únicamente por el afán de ser vistos por el otro, de conectar. En contraste, la mayoría de sus protagonistas, personas reflexivas y sensibles, al sentirse incomprendidas por sus semejantes —o quizás incapaces de entenderse ellas mismas—, optan por el silencio. Desde luego, el realizador logra de este modo constatar que el empleo del lenguaje no es neutro, y que muchas veces nuestra necesidad de comunicarnos puede convertirse en un arma de doble filo, dado que, en vez de permitirnos superar nuestro intrínseco aislamiento ontológico, lo incrementa, al recluirnos en la celda de nuestros propios pensamientos, infinitamente ajenos a las emociones, opiniones, ideas y querencias que nos muestran quienes nos rodean.

    Dichas conversaciones entre los seres que pueblan el universo del director turco se plasman, o bien por medio del clásico plano/contraplano en un espacio muy acotado —recurso muy abundante en Winter Sleep (Sueño de invierno)—, o bien a través de una especie de diálogos aristotélicos de irónica cadencia. Ambas opciones no son neutras, y se hacen eco, aunque no al 100 %, de la distinción anteriormente apuntada entre invierno/verano. Así, en el estatismo hay en general pensamientos circulares, egotismo e incomprensión, mientras que, en el deambular peripatético, la expresión de las ideas pueda tal vez no ser satisfactoria, pero se produce realmente, no es un monólogo unidireccional. Califico de «peripatéticos» a esos diálogos por los discípulos del filósofo de Estagira, conocidos como los «caminantes», los «itinerantes» (περιπατητικοί), ya que compartían sus reflexiones paseando por los jardines de la escuela. En sazón, con frecuencia Ceylan sitúa a sus criaturas en intercambios verbales y cinéticos al aire libre o en medios de transporte. Y es que, precisamente por esa voluntad que apuntaba antes de indagar sobre los grandes temas de la existencia, pero haciéndolo a través de un verismo que evita el acartonamiento de muchas propuestas de tesis, en sus filmes los personajes hablan mientras se dirigen hacia algún sitio determinado para llevar a cabo alguna tarea. De esta manera, si bien la rutina del día a día se impone inevitablemente, la reflexión, sin embargo, también surge inevitablemente, y de un modo, de hecho, más ineludible, más intrínsecamente humano, al ser espontánea.

    Nuevamente, hay innumerables ejemplos de ello a lo largo de su obra, pero donde se hace más notorio es en El peral salvaje, en que el protagonista mantiene una serie de sucesivos diálogos tras encuentros a la intemperie o mientras anda o se mueve: con su antigua enamorada, Hatice (Hazar Ergüçlü); con un amigo que ahora está en el Ejército vía móvil; con el escritor famoso al que desprecia y envidia a partes iguales; y, sobre todo, con dos conocidos ―uno de ellos, un imán—, con quienes descenderá desde lo alto de la montaña hasta el centro de la villa. Obviamente, el grado de abstracción de cada una de estas charlas variará en función de su interlocutor, pero lo que resulta más relevante es que el último de sus encuentros dialécticos será con su padre, esta vez dejando de lado el caminar, sentados bajo el porche de la casa de su abuelo, cuando Sinan (Dogu Demirkol) comprenda finalmente que está ligado a su progenitor por algo más que los lazos sanguíneos. El poder de la palabra —y, a través de esta, del raciocinio humano— sustenta este recurso, que nos recuerda que el lenguaje es el instrumento con el que soñamos, creamos, nos comunicamos y amamos: cuatro instancias que van estrechamente ligadas.


    SOBRE LA HIERBA SECA (2023)

    Existencialismo


    Esa incapacidad de dar respuestas categóricas a los grandes dilemas de la existencia, así como esa continua búsqueda de sentido en un mundo cuya naturaleza ulterior es probablemente inefable para nuestras capacidades intelectuales, se asientan sobre una filosofía de corte existencialista y, concretamente, sobre el pensamiento de Albert Camus. No es ningún secreto que, gracias a este filósofo y escritor francés, el perfil del hombre moderno ha quedado identificado con el de Sísifo, quien de esta manera se vuelve una figura atrapada en un conjunto de actos repetitivos y absurdos, donde tanto el dolor como la alegría son pasajeros y fútiles. Para no acabar abocado al cero absoluto ―al nihilismo―, Camus aboga por una ética de la solidaridad humana y una comprensión del infinito milagro de la vida misma, cuya siempre renovada excepcionalidad nos es amargamente soslayada por esos patrones de conducta reiterados y monótonos que comentábamos, cual si fuéramos un Cesare controlado por los tejemanejes de la cotidianidad o unos ávidos bebedores del agua del Leteo.

    De ahí que muchos de los personajes de Ceylan transiten por la existencia en una guisa de distanciamiento ontológico, como el protagonista de El extranjero (1942), que tiene bastante que ver con la clarividencia del que es capaz de plantearse millones de preguntas que los demás raramente se formulan, pero que a la vez es del todo impotente para responderlas, por tanto tan inane para vivir con la despreocupación fácil del individuo inconsciente como con la responsabilidad heroica del revolucionario. Así lo vemos en Mahmut (Muzaffer Özdemir), el fotógrafo en crisis de Lejano, quien, a fuerza de evitar el dolor y dedicarse obsesivamente a su trabajo como vía de escape de su angustia existencial, ha devenido una especie de fantasma de sí mismo, completamente inútil para establecer relaciones humanas auténticas y profundas, ni con su esposa ni con su primo venido del campo 3 . E igualmente se ciñen a este prototipo el forense que debe asistir en una investigación criminal en Érase una vez en Anatolia (2011), el dueño del hotel que soñaba con ser artista en Winter Sleep (Sueño de invierno) o el joven escritor de El peral salvaje —y su odiado/amado progenitor—. Pero sobre todo podemos detectar esa melancolía ontológica (aquí tan arraigada que deviene frustración) en el amargado maestro de Sobre la hierba seca, que se erige en una suerte de contrapartida siniestra de Mahmut, al tratar de compensar su pesadumbre metafísica, no a través de su trabajo —que en el fondo detesta—, sino de unas tóxicas relaciones interpersonales, en las que hace continuamente gala de una ficticia «superioridad», al relacionarse con personas que considera inferiores a él —v. gr. una adolescente, un borracho, un tipo pusilánime, una mujer coja—, para tratar así, mediante la lástima, la mentira, la manipulación, la suficiencia o el ninguneo, de ser capaz de llenar su «desierto interior» (en palabras del propio Samet). En la alternativa entre el gozo y el sufrimiento, entre la admiración hacia los valores de la humanidad y el desprecio a sus tropelías, entre la acérrima conciencia de la propia excepcionalidad y la comprensión de nuestras compartidas y vulgares ansias de amor y felicidad, la única solución es desarrollar nuestra comprensión y empatía. En esta línea, personajes a priori tan negativos o pedestres como el confeso asesino de Érase una vez en Anatolia se convierten, paulatinamente, en un recordatorio de la capacidad de sacrificio, perdón y altruismo de las personas, con lo que esa grandeza que también anida en el espíritu humano proporciona una esperanza, una luz para guiarnos en medio del oscuro caos de nuestra irrelevancia existencial.

    WINTER SLEEP (2014)

    La ciudad y el campo


    Durante el periodo romántico, cuando eclosionaron los mitos que instauraron la visión idealista de las identidades nacionales modernas, aquellos países que habitaban en la periferia del Occidente europeo, como Turquía o la propia España, devinieron territorios en los que el exotismo resultaba fascinante pero cercano, o sea, tan extraño y ajeno como fácil de descifrar para la fantasía esencialista de un alma patria, cimentada sobre mitos étnicos y culturales fundacionales y espoleada por creencias religiosas. Es gracias a estos mitos que, en la etapa de entreguerras del siglo XX, se pudo construir la nueva sociedad turca, nacida de la disolución del Imperio otomano durante la Primera Guerra Mundial y de la posterior expulsión de la ocupación extranjera del territorio en la denominada Guerra de la Independencia, la cual finiquitaría el pasado y alumbraría, grosso modo, la actual República de Turquía. Unos avatares históricos de tal relevancia se tradujeron, en todo el arte turco contemporáneo, en una exaltación de las zonas rurales del país, y más concretamente de la vasta península anatólica, en tanto lugar donde se encontraban las cualidades nacionales que distinguían al «ser turco» dentro del resto de estados colindantes e, incluso, del desaparecido periodo imperial y del propio Islam. Dicha mirada hacia el campo propiciaría, en los años 40 del siglo pasado, y bajo planteamientos más político-sociales, una crítica hacia las paupérrimas condiciones de vida de los habitantes del entorno rural. No en vano, el flujo migratorio del campo a la ciudad sería constante en las dos décadas siguientes, así como la expatriación de muchos turcos hacia Alemania en busca de oportunidades laborales.

    Todo ello, en definitiva, ha pergeñado un panorama nacional con una marcada oposición entre la ciudad —aconfesional, occidentalizada y populosa— y el campo —muy pobre, vaciado y anclado en las tradiciones y los prejuicios del pasado—. Dicho así, se diría que Estambul es descrita como un dechado de virtudes por sus artistas y Anatolia, como un pozo de ignorancia y miseria: pero nada más lejos de la realidad. Como bien ejemplifica la novelística de Orhan Pamuk, Turquía ha devenido, en el tránsito hacia el nuevo siglo, una sociedad en lucha consigo misma, tratando en vano de conciliar su herencia cultural otomana, su cultura musulmana y su encaje en una Europa laica y democrática. En una búsqueda trascendental de su propia identidad, el país vive en añoranza de antiguas glorias, y no solo por el esplendor imperial, sino por su pretérita unidad, su pretérito objetivo conjunto, y, por tanto, adolece de una nostalgia de plenitud y sentido que condena a la soledad y a la tristeza a sus habitantes, sintetizada en el sentimiento conocido como hüzün, o la dolorosa sensación de abandono y vacío que surge en nuestro ánimo tras una pérdida irreparable. Así, si bien el entorno urbano puede ser a menudo estimulante e intenso, también conlleva alienación, impersonalidad y aculturación, lo que incrementa de forma exponencial esta índole de spleen colectivo, mientras que la realidad campestre, anquilosada, inculta y menesterosa, y por lo tanto incapaz de dar respuestas de futuro, es en cambio hospitalaria y honesta; y lo que todavía resulta más importante para Ceylan: se halla enraizada en el paisaje, en la naturaleza, en esa inherencia cada vez más inasequible que reside bajo la artificiosidad de nuestros modos culturales y sociales globalizados, de importación foránea. Por tanto, veremos que, en las ciudades, los protagonistas de sus cintas oscilan entre la incomunicación y el extrañamiento. Lejano, Los climas, Tres monos… son buenas muestras de ello. En contraposición, el realizador tampoco lanza una mirada romántica y edulcorada del medio rural, ya que suele describirlo como una zona depauperada, moral y económicamente hablando, lastrada por la religión, las tradiciones y el peso del pasado; véase al respecto Sobre la hierba seca, dada la importancia que la murmuración tiene para condenar al ostracismo a alguien, y, sobre todo, Érase una vez en Anatolia, donde la dicotomía entre la ciudad y el campo se hace más patente que nunca, al venir filtrados los acontecimientos desde la mirada forastera del doctor Cemal (Muhammet Uzuner), llegado de la capital para asistir a una investigación de asesinato en un remoto pueblecito, y quien no puede evitar advertir que los policías locales no actúan con el rigor necesario, y que el presunto homicida quizás está cargando con una culpa que no le atañe para proteger a un tercero, o bien decidió tomar la justicia por su mano ante un reiterado abuso que ese contexto retrógrado no supo, o no quiso, subsanar. Con todo, y también en clara alusión a la actitud insolidaria o, más bien, a la parálisis egotista que predomina en las urbes, el forense no toma cartas en el asunto para remediar semejante situación, al limitarse a «hacer su trabajo». Por otra parte, y siguiendo con el protagonista de Érase una vez en Anatolia, en crisis por su reciente separación, Cemal experimenta momentos de plenitud y paz mediante la contemplación del paisaje o de una muchacha en una paupérrima vivienda, a la luz de un candil. Y es que solamente en el ámbito rural, libre del ajetreo y el estrés de la ciudad, y en contacto con ese mundo natural que no ha pergeñado el hombre, sino que está vivo como él, el alma humana se despoja de las numerosas y vacuas distracciones que abundan en la sociedad presente y es capaz de atisbar la verdad ulterior de sí misma, no importa cuán ininteligible esta pueda resultarnos a la postre. En esta manera dual de concebir su entorno también pesa notablemente la propia biografía del autor, quien, aunque nació en Estambul y cursó ahí sus estudios superiores —además de haber vivido un tiempo en Londres y Katmandú—, pasó la mayor parte de su infancia en la pequeña población natal de su padre, Yenice (región del Mármara).

    EL PERAL SALVAJE (2018)

    Los sueños y la vigilia


    Enlazando con lo anterior, en toda la filmografía de Ceylan hay momentos de una belleza arrebatada, que contrastan, con su halo trascendente y casi mágico, con la nimiedad de nuestra experiencia cotidiana. Sin duda, su obra se adscribe someramente a las claves del realismo, ya que sus intrigas se sitúan en localizaciones reales o comunes de su país; sus tramas entran siempre dentro de los límites de lo factible, con un tono tragicómico impregnado de cotidianidad, y sus personajes son personas normales y corrientes, con las que podríamos cruzarnos al doblar la esquina de cualquier calle del mundo. No obstante ello, siempre rehúye el feísmo o el cinéma vérité, incluso cuando sus imágenes se desarrollen al abrigo de la luz natural, pueda tomar a sus criaturas de espaldas o su cámara se detenga sobre contextos extremadamente prosaicos, en medio de los cuales, de pronto, a veces se introduce un extraño apunte de anormalidad que esboza algo inefable que escapa a los límites de la comprensión humana. ¿Tal vez la existencia de una consciencia divina escondida, de estirpe panteísta? ¿Una vida después de la muerte tan ajena a la que llevamos ahora que somos incapaces de concebirla? ¿O una existencia velada en paralelo, en la estela de las teorías de la física cuántica sobre el multiverso? Sea lo que fuere, los personajes raramente acceden a esa realidad-otra, y cuando eso sucede, es mediante fugaces momentos extáticos, producidos por la contemplación de la belleza en cualquiera de sus formas (v. gr. las manzanas flotando en la corriente de un riachuelo en Érase una vez en Anatolia o las hojas de los árboles que tiemblan con la brisa otoñal en El peral salvaje), o bien a través de sueños o alucinaciones: esas distorsiones de nuestra mente que devienen una muestra perfecta de lo potente, pero también de lo falible, que es nuestro intelecto. Los recuerdos, los deseos, los prejuicios… se suman para forjar imágenes en nuestro cerebro que, en breves destellos, resultan indistinguibles de la realidad: la familia que rememora obsesivamente, hasta el extremo de la manifestación física, al hijo muerto en Tres monos; los espejismos pesadillescos que se abren ante los ojos del protagonista de El peral salvaje cada vez que la angustia lo domina; el antinatural céfiro que agita el cabello de Nuray (Merve Dizdar) en Sobre la hierba seca en el interior de una vivienda sin corrientes, etc. ¿Son nuestros sentidos los que nos engañan o lo hace nuestro ego, al procesar con su inevitable sesgo cognitivo la información que aquellos nos transmiten? ¿O es justamente al acallar nuestro raciocinio cuando avistamos la verdad escondida tras lo aparencial, de la mano de lo intuitivo y subconsciente?

    Puesto que Ceylan no es un místico, ni tampoco hace un cine trascendental, que diría Paul Schrader, finalmente esos instantes son signos de interrogación que disemina un observador privilegiadamente lúcido sobre los límites del empirismo. El apego de Ceylan por la realidad más insignificante y mundana, determinado por diálogos insustanciales, propone una idea central en el núcleo de su narración: la de que, de hecho, el único acceso directo y objetivo al saber que poseemos es este, una absurda argamasa de fruslerías, estímulos sensoriales, experiencias personales, cultura, intuición e inteligencia, y, posiblemente, más que tratar de descifrar las cualidades de dicho saber, más que abogar por esa trascendencia que a lo mejor está o no está ahí —o sencillamente es un error de procesamiento del software de nuestro cerebro—, tenemos que aprender a aceptarlo y a no luchar contra la banalidad que nos rodea enfadándonos o tratando de acabar con ella. Por el contrario, disponemos de un refugio, de un santuario, en el único espacio que es, y que siempre lo ha sido, nuestro: nosotros mismos. Asumido esto, la introspección personal, las visiones o los sueños ―y junto a todos ellos, el arte mismo― se convierten en los pilares sobre los que asentar los vínculos afectivos con quienes nos rodean. Porque, con perdón de John Donne, no es que los hombres no seamos islas, sino que conformamos un inmenso archipiélago en un vasto mar, de modo que exclusivamente siendo del todo conscientes de nuestra unicidad también comprenderemos la del resto, sumergidos en las mismas aguas. Irónicamente, la empatía, la compasión, la solidaridad solo son posibles desde un acérrimo individualismo, que, cuando se estanca en la autosatisfacción de nuestros impulsos más inmediatos, egoístas o materialistas, únicamente proporciona soledad y decepción, como ilustra el destino final del matrimonio protagonista de Tres monos, el íntimo y secreto autodesprecio de Samet en Sobre la hierba seca o la desastrosa forma en la que Isa (Nuri Bilge Ceylan) lleva su relación de pareja en Los climas.

    NUBES DE MAYO (1999)

    Paisaje, agua, música, silencio


    En el momento en el que un creador perfila con experto cincel una cosmovisión concreta, habiendo alcanzado el dominio de los instrumentos expresivos de su arte, suele emplear una serie de elementos recurrentes en sus creaciones que, no solamente las vinculan unas con otras, sino que, especialmente, construyen una imaginería simbólica que transmite sin resquicios a su público una serie de significantes concretos y reconocibles por este. Puesto que Ceylan no esconde su fascinación por el encuadre, heredada de su etapa como fotógrafo, sus filmes abundan en amplios planos generales que, normalmente, se deleitan en la belleza del paisaje y redundan en la necesidad de integración del ser humano en el mismo. Cuando ello efectivamente se logra, aparece esa suerte de aliento místico que arroba el espíritu de los personajes; por ejemplo, el bosque que la joven Asiye (Havva Saglam) cruza con ojos maravillados para ir hacia la escuela en Kasaba, la arboleda bajo la cual la familia de Nubes de mayo rueda una película a instancias de Muzaffer (Muzaffer Özdemir) o el trigo agitado por la brisa que Cemal contempla mientras sus acompañantes intentan reconstruir el asesinato en Érase una vez en Anatolia. A veces, por desgracia, esa magnificencia del entorno no logra despertar ningún tipo de elevación anímica en quien lo mira o habita, de forma que únicamente sirve para recordar el extrañamiento de sus criaturas de todo aquello que las rodea: la tristeza aburrida con la que Mahmut contempla el mar invernal en Lejano; el entramado de callejuelas de análogos tejados por los que camina Cemal, que se erige en una suerte de laberinto donde alcanzar la verdad de lo acontecido resulta prácticamente imposible; las vías de tren nevadas entre las que, en Winter Sleep (Sueño de invierno), Aydin escruta el horizonte en busca de un transporte que parece no llegar, igual que ha perdido su oportunidad de llevar la carrera artística que anhelaba y está a punto de perder definitivamente el amor y respeto de su esposa; la autoconfesión de Samet frente al glorioso paisaje en su breve intervalo primaveral, mientras es dolorosamente consciente de que, da igual adonde vaya o lo mucho que se aferre a un hipotético futuro mejor, «la línea entre el bien y el mal, el dolor y la felicidad» siempre será borrosa para él, etc.

    En este sentido, y en absoluta coherencia con lo dicho, los elementos que se asocian a un tiempo benévolo (brisa fresca, lluvia suave, sol, cielos azules, árboles otoñales…) suelen aparecer en los instantes de sublimación espiritual y conexión con el mundo, mientras que aquellos asociados con un clima invernal (nieve, viento, lluvia torrencial, cielos grises…) agrandan la sensación de desgajamiento de los personajes. Al respecto, es digno de destacar la función que ejerce en sus obras el agua, en cuyo fluir, incluso cuando se encuentra medio congelada ―y, por tanto, «detenida»—, yace la alegoría por excelencia de la vida, basada en la constante transformación de todo, en la imposibilidad heraclitiana de «bañarse dos veces en el mismo río», como se sugiere muy claramente al final de Kasaba, al detener la imagen mientras continua el sonido ambiente del arroyo en el que Asiye ha sumergido la mano. No en vano, en casi todas las cintas de Ceylan aparece algún río, algún lago, alguna fuente, algún estanque, algún hielo derritiéndose, algún charco, algunos copos de nieve cayendo o evaporándose, alguna tormenta de granizo, algunas gotas de lluvia que se precipitan suave o torrencialmente…

    Por otra parte, en esa importancia central que le da el director al encuadre, es habitual hallar a los actores tomados de espaldas o en claroscuros que ocultan sus rostros o sus cuerpos, o bien a través de una posición oblicua de la cámara, a menudo también impedida su exposición de lo narrado por ventanales, espejos, cristales sucios, puertas entreabiertas…, todos ellos recursos que pretenden insinuar cuán indescifrable es en verdad el mundo interior de cada ser humano. Esta voluntad de ser expresamente sugerente y ambiguo responde, asimismo, al uso del fuera de campo, desde el cual a menudo hablan los intérpretes, o bien se concretan en elipsis o contraplanos sorpresivos que, de nuevo, constatan lo confusa y compleja que resulta la verdadera compresión de lo que nos rodea, como sucede, pongamos por caso, a lo largo de las pesquisas de la investigación criminal en Érase una vez en Anatolia o en el comportamiento contradictorio de Samet en Sobre la hierba seca. De ahí que, cuando el autor desee insinuar la existencia de ese ámbito paralelo de realidad abunden los planos detalles, los desenfoques o el montaje en corto, técnicas que dotan el discurso de un elevado grado de abstracción y, por lo tanto, hacen patente lo alejados que esos instantes se hallan de la experiencia ordinaria.

    Finalmente, el estatismo de sus planos, sobre todo vinculados a las interacciones de sus criaturas, contrastan con los momentos en los que la cámara sigue los pasos de los personajes. En general, los primeros corresponden a parlamentos que se distinguen por su deficiente comunicación, en momentos que expresan confusión, egoísmo o soledad, a menudo tan íntimos como violentos, léanse las conversaciones entre Muzaffer y sus padres en Nubes de mayo; la mayoría de diálogos que sostienen Aydin y su esposa Nihal en Winter Sleep (Sueño de invierno); el desgarrador último encuentro entre Hacer y su amante en Tres monos; la larga secuencia de la cena íntima entre Nuray y Samet en Sobre la hierba seca, donde también hay espacio para la reflexión política, o una de las escenas más potentes y terribles filmadas jamás por Ceylan, en la que el rol que él mismo encarna practica un agresivo sexo con una mujer que no es su esposa en Los climas. Ello también explica que, con frecuencia, haga un empleo estratégico del silencio, solamente puntuado por un ruido ambiental de fondo, lo que incrementa la sensación de alejamiento, incomodidad y enfrentamiento. En cambio, cuando aparecen los travellings y los zums, y la cámara se mueve —por lo común, con mucha lentitud—, la forma en la que los personajes se relacionan, los unos con los otros o con el paisaje que les rodea, se adscribe a una interacción menos vehemente, más natural, al tiempo que acostumbra a ser en los instantes de reflexión, evocación o marcada nostalgia cuando la música extradiegética, siempre distribuida a cuenta gotas en todos sus metrajes, y mayoritariamente clásica, hace un tímido acto de presencia.

    LOS CLIMAS (2006)

    El uso del arte


    Según lo expuesto, es obvio que Ceylan lleva a cabo sutiles indagaciones sobre el sentido último de la condición humana para tratar de comprender todo lo que acontece, bueno o malo, en su seno, pero en ningún momento aporta respuestas categóricas. Sus historias, sobre seres reales —da igual su extracción social o su cultura— que se encuentran en disyuntivas personales, tienen visos de cuentos morales; y, desde luego, es obvio que todos los actos tienen sus consecuencias en sus películas. Ello no obstante, sus criaturas se mueven en un amplio espectro de grises, con lo que no hay maniqueísmos, no hay héroes ni villanos, sino gente tridimensional, a veces confundida o frustrada, otras egoísta y cruel, pero también repleta de compasión y amor. No es de extrañar que aquí resuenen los análisis psicológicos de cineastas como Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni, e incluso de Michael Haneke, así como el apego a un (aparente) prosaísmo y minimalismo que contiene en su interior algo más, a la zaga de Robert Bresson, Yasujirō Ozu, Satyajit Ray o Abbas Kiarostami, mientras que en aquellos momentos en los que se esboza una idea, ni que sea parva, de alteridad y onirismo trascendentes, es inevitable no pensar en directores como Andréi Tarkovsky, Béla Tarr o Theo Angelopoulos. Semejantes influencias y concomitancias fílmicas se traducen en piezas en las que la plasticidad y el sensorialismo formales sirven para ahondar en las numerosas disquisiciones de fondo que atesoran, confiriendo una enorme profundidad temática y visual a su apuesta estilística, en la que la duración cada vez mayor de sus metrajes se justifica orgánicamente.

    A todo ello contribuye, en buena medida, que Ceylan, con independencia de su labor de dirección, se encuentre asimismo implicado en otros de los apartados de la creación cinematográfica, léase el montaje, el guion o la fotografía, además de contar con un reducido grupo de colaboradores a la hora de concretar sus propuestas. Así, el autor, recordemos que iniciado como fotógrafo profesional, asumió la cinematografía de sus producciones hasta Los climas, cuando Gökhan Tiryaki lo sustituyó como responsable de la fotografía de manera ininterrumpida hasta su último filme, Sobre la hierba seca (a cargo de Cevahir Sahin y Kürsat Üresin). También convendría incidir en la importancia de su esposa Ebru en la elaboración de los libretos de partida, dado que, desde su implicación en los mismos, han aumentado exponencialmente la calidad de sus planteamientos, ya abiertamente bebiendo del acervo novelístico clásico 4, en una manera omnímoda de narrar que evoca a la que animaba a Luchino Visconti.

    Y es que, en el exquisito fresco humano que ha ido creando Ceylan, asentado en las flaquezas, a veces revulsivas, pero casi siempre entrañables, de sus seres en el marco de la Turquía contemporánea, la mutabilidad, la incertidumbre y la ambigüedad rigen los destinos de todas y cada una de las congojas que acucian a los personajes. De ahí que, en última instancia, se abogue por un disfrute pleno del momento presente, liberado de expectativas, de deseos, de experiencias o de recuerdos, y por lo tanto semejante a la mirada primigenia de un niño, asombrado ante el renovado y constante milagro de la vida —tan única en el universo, tan excepcional—, con lo que se evoca, casi circularmente, a los dos jóvenes protagonistas de su largometraje de debut. Para llegar a ese objetivo conviene despojarnos de miedos, culpas y orgullos y comunicarnos con honestidad; atrevernos a comprender al prójimo, no importa cuán imposible nos pueda parecer sobre el papel; ser capaces de practicar el perdón, hacia nuestros semejantes y también hacia nosotros mismos; tener la valentía de explorar en nuestro interior para calibrar nuestras fortalezas y limitaciones; sobrellevar la desdicha con dignidad y estoicismo, entendiendo que está imbricada en la fábrica misma de la vida, y cultivar nuestra sensibilidad ante la belleza del mundo. Entre los posibles aliados de los que disponemos para facilitarnos este arduo camino, el arte se constituye como el más directo y natural, el más humano.

    * * *

    Decía Lev Tolstói, al hablar de la creación artística, que

    «es una forma de la actividad humana que consiste en trasmitir a otro los sentimientos de un hombre, consciente y voluntariamente por medio de ciertos signos exteriores. Los metafísicos se engañan viendo en el arte la manifestación de una idea misteriosa de la Belleza o de Dios; el arte tampoco es, como pretenden los tratadistas de estética fisiólogos, un juego en el que el hombre gasta su exceso de energía; tampoco es la expresión de las emociones humanas por signos exteriores; no es tampoco una producción de objetos agradables; menos aún es un placer: es un medio de fraternidad entre los hombres que les une en un mismo sentimiento y, por lo tanto, es indispensable para la vida de la humanidad y para su progreso en el camino de la dicha».


    En esa fraternidad radica la grandeza de la obra de Ceylan: desde un homicida de extracción humilde hasta un laureado escritor; desde una esposa infiel hasta un niño poco hablador; desde una activista que ha padecido en carne propia lo que supone tener férreos principios altruistas hasta un inculto e ingenuo pueblerino que cree que hallará El Dorado en la capital; desde un artista deprimido hasta un fiscal pagado de sí mismo; desde un anciano desencantado de la vida en la ciudad hasta una joven que ha perdido la ilusión respecto a las cualidades de su marido… Personas que, tratando de abrirse un camino propio en medio de las circunstancias que les han tocado en suerte, luchan con todas sus fuerzas para alcanzar la dicha, a menudo buscándola en lugares erróneos, asiéndose a quiméricas seguridades, a proyectos irrealizables, a bienes materiales, a glorias mundanas o a quienes les rodean, sin comprender que está en manos solo de uno mismo hacer de nuestro corazón, o bien un erial vacío y desolado, en el que el remordimiento, la envidia o el desencanto nos esclerotizan, o bien el jardín donde, en el devenir de los instantes, en la apreciación de la plenitud del presente, puede florecer de nuevo la fe, la confianza… y, cómo no, el amor. Aunque carezca de esa cualidad omnipotente que le atribuía Virgilio, aunque muchas veces sea únicamente un instrumento de imposición de la voluntad ajena, una máscara de dependencia, incomunicación, sometimiento o maltrato, en él se sintetiza como en ningún otro sentimiento humano la quintaesencia de cuánto hay de valioso, bello y bueno en la vida, y también el padecimiento, y aun el rencor, que provoca su ausencia. Por consiguiente, en esa polarización entre el sufrimiento y la felicidad que planteaba al principio de estas líneas —los dos extremos opuestos y complementarios de nuestros anhelos—, el amor en el universo de Ceylan no tiene el halo dorado de culmen positivo de los desvelos humanos, sino frecuentemente todo lo contrario, dado que, al carecer él también de respuestas, ni redime ni protege ni salva. Ahora bien, de lo que sí es capaz es de erigirse en reducto último de nuestras ilusiones y esperanzas, en refugio que hace blanda la noche y leve la tristeza (que diría Alfonsina Storni): en alivio de nuestra intrínseca soledad.

    Y aquí cierro mi discurso con las palabras con las que el narrador protagonista de Noches blancas (1848) cerraba el suyo, comprendiendo lo que en tantas ocasiones nos es tan difícil de aceptar, esto es, la transitoriedad; y ello a pesar de hallarse íntimamente ligada, ya no a la condición humana o a la vida misma, sino a todo cuanto existe, al cosmos entero:

    «...que Dios te bendiga por el minuto de bienaventuranza y felicidad que diste a otro corazón solitario y agradecido. ¡Dios mío! ¡Sólo un instante de felicidad! Pero ¿acaso eso no es suficiente para toda una vida humana?». ♦



    Notas
    [1] Documentales que, de hecho, se rodaron simultáneamente a las películas Winter Sleep (Sueño de invierno) y El peral salvaje, y que recogen in situ los avatares de la realización de producciones de estas características: con escaso presupuesto, localización en exteriores, algunos actores no profesionales...
    [2] Ceylan empezó su carrera en el ámbito de la imagen fija.
    [3] Interpretado, por cierto, por el propio primo de Ceylan, Mehmet Emin Toprak, fallecido trágicamente en 2002 en un accidente de tráfico justamente cuando volvía de recoger su premio a Mejor Actor de Reparto en el Festival de Ankara. Lo comento porque fue una experiencia traumática para Ceylan, quien se sintió culpable durante mucho tiempo.
    [4] El matrimonio de actores Nazan y Ercan Kesal también ha participado varias veces en el apartado guionístico, así como Akin Aksu, que figura como uno de los autores de la última película de Ceylan, Sobre la hierba seca (2023).


    Bibliografía
    ▪ Aydin, Ali. A “Sensous” Approach to the Cinema of Nuri Bilge Ceylan: Principles of Embodied Film Experience, Stockholm University, 2018.
    ▪ Calvino, Italo. ¿Por qué leer a los clásicos?, Siruela, 2015.
    ▪ Ciment, Michel y Tobin, Yann. «Entrevista a Nuri Bilge Ceylan»,Photomusik.
    ▪ Chéjov, Antón Pavlovich. Cartas, UNAM, México DF, 2019, «Carta a Alexéi S. Suvorin».
    ▪ Dostoievski, Fédor Mijáilovich. Noches blancas, Emesa, 1978.
    ▪ Foundas, Scott. «Nuri Bilge Ceylan on ‘Winter Sleep’ and Learning to Love Boring Movies», Variety, November 03, 2014.
    ▪ Genç, Kaya. «My Lonely and Beautiful Country: On Nuri Bilge Ceylan», Los Angeles Review of Books, January 20, 2022.
    ▪ Goethe, Johann Wolfgang von. Las afinidades electivas, Debolsillo, 2014.
    ▪ Horta Sanz, M.ª Jesús. Los conflictos sociales en la zona de Çukurova durante los primeros años de la República de Turquía según la tetralogía de Memed el flaco de Yasar Kemal, UAM, Madrid.
    ▪ Kamalakanthan, Prashanth. «From Russia With Light: The Inspirations & Imaginations of Nuri Bilge Ceylan»,Ajam Media Collective, December 22, 2014.
    ▪ Montaigne, Michel de. Ensayos (III). Ediciones Altaya, 1995, Barcelona.
    ▪ Redacción. «Turquía en la mirada de Nuri Bilge Ceylan», El Grand Continent, 12 de mayo de 2023.
    ▪ Romaguera, Josep Carles. «Intimismes. Apunts a contrallum», en “Cinema a Sa Nostra”, Temps Moderns, núm. 152.
    ▪ Royzman, Edward B. and Rozin, Paul.«Negativity Bias, Negativity Dominance, and Contagion», Personality and Social Psychology Review, vol. 5, number 4, 2001.
    ▪ Tolstói, Lev Nikoláyevich. ¿Qué es el arte?, EUNSA, Madrid, 2007.


    NUBES DE MAYO (1999) | ÉRASE UNA VEZ EN ANATOLIA (2011)
    EL PERAL SALVAJE (2018) | KASABA (1997)


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