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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La habitación de al lado

    || Críticas | Streaming | ★★☆☆☆
    La habitación de al lado
    Pedro Almodóvar
    La mortalidad de Pedro


    Agus Izquierdo
    Barcelona |

    ficha técnica:
    España, 2024. Duración: 106 min. Dirección: Pedro Almodóvar. Guion: Pedro Almodóvar. Reparto: Tilda Swinton, Julianne Moore, John Turturro, Juan Diego Botto, Raúl Arévalo, Vicky Luengo, Alessandro Nivola, Esther McGregor. Novela: Sigrid Nunez. Música: Alberto Iglesias. Fotografía: Eduard Grau. Compañías: El Deseo, Movistar Plus+.

    Un muy buen amigo mío me espetó un día saliendo de una proyección que existe algo mucho peor que una película te deje con mala sensación, y es que te deje frío o impasible. Trasladada esta dinámica al arte, y al cine para ser más concretos, cada vez que nos enfrentamos a un filme —a no ser que este efecto sea una boutade táctica intencionada—, asumimos el riesgo como paracaidistas inexpertos. De ese modo, la experiencia cinematográfica parece un escaperoom, un ejercicio de confrontación con la pantalla y, aún mejor si cabe, con uno mismo. En esta ecuación valorativa —y por supuesto, totalmente discutible— entran en juego mil y una variables y cláusulas condicionantes. Pero vamos al lío: algo me ha dejado, en estos últimos días, tristemente indiferente: La habitación de al lado. La primera incursión almodovariana en el código estrictamente anglosajón, adaptación de Cuál es tu tormento, la novela de Sigrid Nunez, me ha dejado helado como la escarcha. Ay pena, penita, pena.

    El trayecto narrativo de la fábula es de muy fácil digestión: Ingrid (Tilda Swinton), intrépida y cosmopolita reportera de guerra, y Martha (Julianne Moore), célebre novelista y no menos intrépida que la primera —aunque en otro sentido, como ahora veremos—, se reencuentran después de años de condenar al ostracismo una vieja pero samaritana amistad. Esta reconquista fraternal no es tan dulce como parece, puesto que en seguida Ingrid le comunica a Martha que se encuentra en fase terminal de una enfermedad que ha ido aplacando severamente su vitalidad. Ya no hay prolongaciones inútiles que basten: su objetivo es poner punto y final a su existencia y a su demacrada salud, y confía en su amiga para que asista a su consumación. De hecho, casi exige su acompañamiento, sin dejar margen para la aquiescencia. La pareja habitará, durante unas cortas y a la vez prolongadas jornadas, una ignota casa en medio de la montaña, donde compartirán las últimas horas juntas. Cuando la puerta de su habitación se cierre por completo, le dice Martha a su colega, querrá decir que ya todo habrá pasado.

    Mediante una asunción woodyalleniana que mina todo el relato de una ingravidez oxigenadora, Almodóvar consigue tejer un drama que contrapone un ritmo ligero y unas interpretaciones espléndidas —y declaradamente sintéticas— con la pesantez de la historia. Sin embargo, el cuento desinfla a medida que el metraje se arrastra a paso letárgico, con flashbacks que no aportan ni suman, como la trama de los monjes carmelitas, o el pasaje melodramático de la casa incendiada, que integra la participación de una hiperbólica Victoria Luengo. Ese es el problema: que no hay problemas. Que en este conglomerado artificioso no me he sentido perdido; como tampoco me ha abrumado, en esta ocasión, la cuadratura laberíntica —como sí me sucedió con Dolor y gloria— que tan bien acostumbrados nos tiene a la hora de surfear las olas amorales y antimaniqueas, o los prejuicios sociales y otras frescas y lapidarias muestras de expresión artística. Lo mejor de La habitación de al lado, muy probablemente, más allá de un reparto de ensueño, es que el manchego se ha sentido tan libre como siempre —y puede que más libre que nunca—, para proponer una fotografía sobre la naturalidad de algo tan tabú como puede ser el suicidio asistido, las curas paliativas y la decencia que germina aún en momentos tan oscuros y aciagos. Por desgracia, lo peor, precisamente, es que esta plasticidad atómica llegue a eclipsar y a dar rienda suelta a temáticas sociopolíticas que se sobrevuelan de forma tan superficial, tópica y memeizable que el espectador puede llegar a sentirse como poco ofendido. Sucede, por ejemplo, con el personaje tosco, desquiciado e inseguro que interpreta Turturro con gracia, que protesta con proclamas ecologistas y escupe profecías catastrofistas contra el turbocapitalismo, pero que no evita horrorizarnos por todos los estereotipos que conjuga, engendrando una caricatura deformada, perfecta como diana para los ácratas negacionistas de la cultura woke. A veces, donde hay eslogan, no hay mensaje.

    Desprovista de cualquier necesidad de codificación, La habitación de al lado se mimetiza con su propia austeridad, resultando en una pieza escenificada que se autoboicotea y se embarra en el charco del manierismo estilístico que profusa. Todo en conjunto genera una extraña sensación aséptica, cual tormenta imperfecta: una tempestad trágica pero cuyos nubarrones solo desprenden llovizna tibia, y no el chaparrón catártico que se pronosticaba. Quizá este último sentimiento de desazón no tenga nada de malo, y sea fruto de una mala jugada de las expectativas y las coyunturas. Aún así, algo en la cinta falla estrepitosamente de manera paradójica: que nada falle realmente es así porque se desactiva cualquier ápice de riesgo. No hay choque, no hay colapso, y el conflicto brilla por su ausencia. Si esa era la finalidad última, como una especie de elegía a la tranquilidad y una epifanía que dignifique el derecho a un suicido plácido, adelante Bonaparte. Sigo pensando, pese a todo, que la principal problemática reside en una propuesta que se postra a los pies del minimalismo, consiguiendo un acabado hiperdepurado que se rinde a una impermeabilidad emocional que no logra somatizar todo lo que aparentemente parece querer transmitir. La habitación de al lado capitula ante la simplicidad ortodoxa de la forma, como lo hizo Madres paralelas, sin desacatar, sin desobedecer, ni subvertir, ni el tiempo, ni la velocidad, ni las leyes de la inventiva. Es una película cartesiana, materialmente indiscutible, pero con una terrible ausencia de espíritu. De manera que el público que aprecie al viejo Almodóvar —es decir, aquel creador irreverente, bohemio gamberro, castizo y apátrida, contradictorio y severo, iconoclasta y folklórico, tan antidicotómico como indómito— no podrá sino caer preso de una nostalgia que clame a gritos “¡Que nos devuelvan a Pedro!”. Y, según como se mire, Almodóvar vuelve a exhibir un cine prodigioso por momentos, con ciertos repuntes de destreza, pinceladas de genio y retazos de maestría. Pero se encuentra lejos, muy lejos, como el redoble de unos tacones que retumban en un eco de antaño, del tortazo a mano abierta que muchos deseábamos. ♦


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