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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crónica XVI edición de [S8] Mostra de Cinema Periférico de A Coruña

    De conocimientos y formas

    Crónica XVI edición | [S8] Mostra de Cinema Periférico de A Coruña.

    Rubén Téllez Brotons | A Coruña.

    ¿Hacia dónde va el cine? Esa es la pregunta central que se vislumbra si se leen las películas proyectadas durante la última edición del S8 como un gran cuerpo de imágenes en movimiento. Las diferentes obras que participan en la Mostra operan —evidentemente— con completa independencia las unas de las otras, pero, si se las pone en relación, si se observa con cierta distancia las ideas que cada una dispone sobre la pantalla, se puede atisbar que, en su conjunto, proponen una genealogía, a veces contradictoria, cuyas ramificaciones pueden negarse con la misma velocidad con la que se dan la razón. Sucede, sin embargo, que la fuerza que impulsa dicho carácter contradictorio no surge de una simetría cuantitativa en lo que se refiere al número de cintas que defienden diferentes visiones del cine, sino, más bien, de la solidez con que las pocas obras que siguen creyendo en la capacidad de las imágenes para hablar de la realidad ejercen de contrapunto de aquellas (muchas) que creen que el plano sólo puede hablar de sí mismo y de unas cualidades expresivas puestas al servicio de un formalismo férreo o de un juego metalingüístico que se diluye al poco tiempo de ser proyectado.

    En ese sentido, Proceso hacia una película y Puchuncaví [imagen de cabecera], dos mediometrajes de Jeannette Muñoz, bien pueden verse como un intersticio entre dichas formas de entender el cine, puesto que, si bien es cierto que en sus núcleos palpita con fuerza una reflexión sobre los propios límites de la imagen, dicha consideración metatextual está en todo momento anclada a la realidad concreta del presente y a las formas de leer e interpretar los elementos que componen y le dan sentido a un plano. Todo está circunscrito dentro del marco de la reflexión cinematográfica —la primera cinta es el seguimiento de un proceso de montaje en el que el sonido de la moviola utilizada constituye la totalidad de la banda sonora—, pero, al mismo tiempo, la materialidad del contenido de dichas imágenes —paisajes, animales, fábricas, playas, padres jugando con sus hijos en el mar— funciona como un contrapeso que las aleja del onanismo autosatisfecho para ponerlas en relación con las formas en las que el público se acerca a ellas. Ambas cintas funcionan como un todo indisociable, como un dispositivo bífido que, en primer lugar, se esfuerza por generar una serie de expectativas discursivas codificadas por un sistema de montaje que abstrae las imágenes para acentuar su ambigüedad y multiplicar el número de interpretaciones que los espectadores pueden hacer de las mismas, y, posteriormente, desvela sus formas concretas para poner en cuestión la solidez de las interpretaciones generadas. Las películas se construyen a través de una serie de oposiciones —concreto-abstracto; grande-pequeño, naturaleza-industrialización— en cuyas intersecciones se encuentra la verdadera cuestión nuclear de las imágenes. Así, en Proceso hacia una película cada plano sufre un proceso de deformación que convierte sus elementos internos en una conjunción de sombras, siluetas y geometrías lánguidas que, debido a la ambivalencia de sus signos y significados, se prestan a ser interpretadas de mil maneras diferentes. Es entonces, cuando las imágenes se han convertido en la excusa para desplegar toda una serie de teorías hermenéuticas, cuando Puchuncaví pone en cuestión su solidez enfrentándolas con los espacios, cuerpos y edificios que habían sido distorsionados y oscurecidos en Proceso hacia una película. En esa grieta que se abre entre las imágenes de una y otra película, en ese contraste entre las expectativas generadas por el plano devenido símbolo abierto y la realidad concreta del objeto filmado, anida la idea central del díptico: la materialidad de una imagen es ineludible. Dicho de otra forma: el quiebro oscurantista a partir del que se pretende convertir el encuadre en un abstracto criptograma que puede decir todo y nada al mismo tiempo es un movimiento absurdo.

    Si para Muñoz la abstracción de la imagen es el paso fundamental para construir un andamiaje formal que le permite articular su reflexión sobre la necesidad de la existencia de un fondo material que aleje el plano del preciosismo estético de la caja decorativa vacía, para Marcela Cuevas la desvinculación de encuadre y concreción es un imperativo, un movimiento de obligada realización si quiere convertir la pantalla en un espacio en el que proyectar lo intangible. En Electuario: plantas para el duelo, la cineasta mezcla la imagen rodada en super 8, la tecnología digital y la performance en directo para, literalmente, poner en escena la forma de una ausencia, la figura del dolor provocado por la pérdida de una madre. La película es en sí misma un ejercicio de traducción, la búsqueda de unas texturas que puedan ser introducidas en un marco simbólico para, desde ahí, remitir a la angustia generada por la muerte de la figura materna. La imagen como catalizador de una emoción inasible, como caparazón que la viste para poder reflejarla. El gran problema de la cinta es que el hermetismo de sus signos sólo desaparece una vez que Cuevas le ha puesto nombre a cada una de las texturas proyectadas; es decir, cuando ha explicado el nexo entre las imágenes y sus vivencias particulares, que les dan sentido. Hasta entonces, Electuario: plantas para el duelo no ha dejado de ser un collage exuberante que camina por la cuerda floja, acercándose por momentos al capricho estético; que se balancea peligrosamente por el filo del gesto teatral.

    Un paso más allá, el ciclo que el S8 le dedica al cineasta Carlos Castillo pone de manifiesto la tendencia hacia el gag —o el giro de guion— imprevisible, autosuficiente y efímero de un cierto tipo de cortometrajes contemporáneos que se desarrollan dentro del marco de lo experimental. Que Castillo rodase las cintas proyectadas hace décadas no deja de ser una nota paradójica a pie de página. Piezas como La mejor película de la historia ilustran con precisión una poética que reduce los habituales tropos y clichés narrativos a su misma esencia, a una imagen sustancial que, precisamente por la rigidez de sus formas, está desvinculada de la realidad. Un cartel anuncia que el siguiente segmento de la cinta será cómico, pero, tras el corte, los espectadores se enfrentan al primer plano de un ojo que llora. El oxímoron visual —que se sostiene inevitablemente sobre las expectativas del público— provoca una risa corta, una mueca que reproduce la propia ironía del gesto fílmico realizado por Castillo. Sus películas no capturan ni buscan comprender los movimientos del mundo, sino que los reducen a un aforismo breve e inmutable: la tristeza es una emoción esencial; su manifestación física es la lágrima y el género cinematográfico que la pone en escena es el drama —o el melodrama—; lo mismo sucede con la alegría, que cristaliza siempre en una sonrisa y hace acto de presencia en las comedias. El intercambio de estos signos convertidos en compartimentos estancos articula un juego de espejos sin apenas trascendencia.

    LESSONS ON FLIGHT

    Las películas de Luciana Decker, Elena Pardo y Luis Arnías suponen una bocanada de aire fresco no porque utilicen de una manera inusitada tal o cual recurso fílmico, sino porque proponen nuevas formas de mirar.


    Si, como insinúan las cintas de Castillo, la función del cine es reproducir —o parodiar— sus propias formas, condensar en una serie de fogonazos expresivos la historia de sus diferentes géneros, movimientos y vanguardias para dejarse asombrar por los destellos fugaces que dejan sus rápidas explosiones, entonces Lessons on flight, de Cecilia Araneda, es la sublimación de dicha visión formalista. El vuelo de un colibrí no es la excusa sobre la que la cineasta despliega su abanico de recursos técnicos, sino el movimiento fundamental que motiva la existencia de las imágenes de la cinta. La impresión de la silueta del pájaro y las piruetas que traza sobre una pantalla transformada en un fondo de colores es el punto de llegada al que conduce el desplazamiento del cuerpo, el espacio y la historia hacia un fuera de campo para unir el sentido de la imagen a la certeza de un movimiento vacío. El pájaro es un espectro cromático cuyo vuelo le sirve a la directora para anular cualquier noción de temporalidad, para deshilachar el tiempo fílmico y convertirlo en una masa de tiempo muerto: la duración de la cinta podría extenderse de forma ilimitada, puesto que la imagen ha convertido al animal en una sombra mecánica; ya no es un ser vivo —no hay cuerpo— que habita una zona determinada —tampoco hay espacio— y en cuyos movimientos están inscritos los signos de la evolución de su especie —mucho menos historia—, sólo un autómata con aspecto de colibrí que utiliza el plano como un escaparate de su propia forma.

    ¿La imagen se está inclinando peligrosamente sobre su propio reflejo? ¿El travelling ha quedado reducido a un mero desplazamiento técnico que no enuncia ninguna visión del mundo? ¿El cine se ha ido alejando de una función cognoscitiva para terminar ahogándose en la orilla de los juegos formales más banales? La propia existencia de las películas de las que se ha escrito hasta el momento evidencia un gusto por una retórica supuestamente lúdica sostenida por una arquitectura metacinematográfica, pero, por suerte, todavía quedan cineastas que no renuncian a un compromiso con su tiempo y dedican sus imágenes al cuestionamiento del mismo. En esta edición del S8, Puroandar, Por dentro somos color y Bisagras representan ese cine de resistencia cuyos lenguajes abren nuevos caminos expresivos que verdaderamente renuevan la gramática cinematográfica al no concederle a la innovación formal hueca el protagonismo del encuadre. Las películas de Luciana Decker, Elena Pardo y Luis Arnías suponen una bocanada de aire fresco no porque utilicen de una manera inusitada tal o cual recurso fílmico, sino porque proponen nuevas formas de mirar. Al final de la escapada, por poner un ejemplo de cine rupturista, no fue revolucionaria por inventar los cortes sobre plano; su sistema de montaje formaba parte de una operación de fractura mucho mayor que abría incontables grietas en el clasicismo importado desde Hollywood para que entrase por ellas la promesa de nuevas maneras de enfrentarse al objeto filmado.

    Salvando las evidentes distancias con la obra Godard; Decker, Pardo y Arnías siguen la estela de la cinta protagonizada por Belmondo y Seberg, retoman su empeño por encontrar nuevos lugares desde los que observar el mundo y buscan un lenguaje que les permita llevar a cabo dicho propósito. Sus películas comparten, además de una humildad en el modo en que construyen sus respectivos discursos, una obstinación por estudiar el cuerpo humano. Sus imágenes están en todo momento ancladas a la concreción material del cuerpo, de sus órganos, sus procesos biológicos y su relación con el entorno. El expresionismo de determinadas decisiones de puesta en escena está dirigido hacia la disección de la carne. En Puroandar y Por dentro somos color, el materialismo desde el que se trata el cuerpo recuerda por momentos a La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, el cuadro de Rembrandt, no tanto porque los planos sean tableau vivants y estén organizados según principios pictóricos, sino porque la sensación de finitud del ser humano se hace fácilmente palpable en ellos. El cuerpo es un organismo con fecha de caducidad, una máquina cuyos procesos digestivos y circulatorios son expuestos en ambas cintas a través de una misma analogía: la de una cueva cuyas ramificaciones internas se asemejan a las venas o a los intestinos por los que fluye la sangre y la comida. Tanto Decker como Pardo trabajan una noción impresionista del montaje que subordina la duración del plano a la velocidad del corte para crear una serie de asociaciones de ideas a partir de los colores, los movimientos de los personajes, la luz y la vegetación de los espacios que habitan.

    PURO ANDAR

    ¿Hacia dónde va el cine? La pugna entre unas obras que sólo hablan de sí mismas y otras que miran al exterior está más vigente que nunca. Pero no es la moderna utilización de un recurso técnico concreto lo que hace que el cine avance, sino la apertura, por parte de los cineastas, de nuevas ventanas desde las que los espectadores puedan mirar el mundo.


    Surge, así, una suerte de montaje por atracción que utiliza impresiones, pequeños y fugaces gestos, antes que consolidados bloques de imágenes estáticas —o de larga duración— para tejer su malla discursiva. Bisagras, por su parte, se adentra en las ruinas del colonialismo utilizando diferentes registros narrativos: el trabajo con la cámara se adapta a la realidad retratada siempre desde una óptica observacional en la que tienen prioridad el seguimiento del día a día de los personajes, con el sonido de las calles por las que caminan, de sus mercados, de sus juegos en la playa, antes que el arrebato expresionista que deja constancia de la existencia del director. Los habitantes de Gorea pasan delante de una cámara obsesionada con capturar los gestos de su cotidianidad desde una posición lo más transparente posible: no hay espacio para que pueda arraigar en las imágenes un esquematismo formal, porque ello supondría subordinar los sujetos filmados a un barroquismo que nada desvelaría más allá del deseo del director de hacerse notar. ¿Hacia dónde va el cine? La pugna entre unas obras que sólo hablan de sí mismas y otras que miran al exterior está más vigente que nunca. Pero no es la moderna utilización de un recurso técnico concreto lo que hace que el cine avance, sino la apertura, por parte de los cineastas, de nuevas ventanas desde las que los espectadores puedan mirar el mundo. La renovación del lenguaje fílmico debe reflejar una renovada forma de enfrentarse al objeto filmado. En esta edición del S8, las cintas que apostaban por una imagen autosuficiente eran muchas, mientras que las que pretendían indagar y conocer la realidad corrían el riesgo de quedar opacadas por la sombra expresionista de los juegos formales de sus contendientes. Los malabares de las primeras apenas perduran en la memoria una vez que la proyección ha terminado, mientras que las ideas y formas de mirar de las segundas difícilmente serán olvidadas.


    POR DENTRO SOMOS COLOR; BISAGRAS.

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