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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | F1: La película

    || Críticas | ★★★☆☆
    F1
    Joseph Kosinski
    El anuncio más caro del mundo


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    EE.UU. 2025. Título original: F1: The Movie. Director: Joseph Kosinski. Guion: Ehren Kruger, Joseph Kosinski. Productores: Jerry Bruckheimer, Tim Bampton, Stefano Domenicali, Toby Hefferman, Ian Holmes, Daniel Lupi, Toto Wolf, Brad Pitt, Joseph Kosinski. Productoras: Apple Original Films, Warner Bros., Monolith Pictures (III), Jerry Bruckheimer Films, Plan B Entertainment, Dawn Apollo. Fotografía: Claudio Miranda. Música: Hans Zimmer. Montaje: Stephen Mirrione. Reparto: Brad Pitt, Damson Idris, Javier Bardem, Kerry Condon, Tobias Menzies, Kim Boznia, Joseph Balderrama, Abdul Salis.

    Iba para secuela de Días de trueno (Days of Thunder, Tony Scott, 1990), pero Tom Cruise no acababa de verlo. Luego se cruzó Brad Pitt, al que le encanta cualquier vehículo de cuatro ruedas y saltarse los semáforos. Y por fin, el productor Jerry Bruckheimer convenció a Stefano Domenicalli, el actual presidente y consejero delegado de la Fórmula 1, de que su circo y el cine podrían pagarles unas buenas vacaciones. De repente, los años noventa han vuelto, y la cartelera de verano se nos ha llenado de coches y dinosaurios que resultan más interesantes que los pobres seres humanos que intentan dominar su furia. F1. La película –título horrendo donde los haya, pero quien paga, manda– tiene probablemente la historia más predecible e infantil de cuantas veremos este estío. Y sin embargo es quizá también una de las superproducciones mejor rodadas de los últimos años.

    La culpa la tiene Joseph Kosinski, uno de los tipos más dotados en lo formal del Hollywood contemporáneo. La tentación por los titulares fáciles invita a escribir que F1 es Top Gun: Maverick (2022) con coches. Y es cierto, tanto como que esta fue a su vez un Oblivion (2013) con aviones, o que esta era algo así como Tron: Legacy (2010) con naves espaciales. Pero lo interesante de esta afirmación no es tanto constatar que Kosinski siempre cuenta lo mismo –un héroe que no quiere serlo termina siendo la brújula moral de unos tiempos convulsos– como que cualquier máquina (bella) le importa más que las personas. Así que sí, F1 es Maverick con coches, un virtuoso ejercicio técnico de acción cuya auténtica valía reside en descubrir el carácter misántropo de su director, para quien la emoción y el vértigo que procura una máquina es superior al calor y el afecto humanos.

    Esto le convertiría en el discípulo perfecto de Michael Bay si no fuera porque Kosinski trata de evitar a toda costa cualquier situación erótica o sexual. Cuando se ve obligado a incluir escenas de este tipo, como en Maverick o ahora en F1, el resultado es sencillamente bochornoso, al límite de la comedia involuntaria. A estos momentos solo les falta el sonido de un saxofón para retrotraernos al peor Adrian Lyne. Kosinski también sufre para expresar amistad y camaradería. Lo pasaba mal en Maverick cada vez su cámara entraba en el bar de Penny (Jennifer Connelly), y lo pasa aún peor en F1 cuando trata de establecer vínculos entre los pilotos o de profundizar en la relación entre Pitt y Javier Bardem, más interesante en el guion que en la pantalla. Se da así la divertida circunstancia de que tanto él como sus intérpretes, y por supuesto nosotros, quieren, queremos que el trago pase lo antes posible para que la acción vuelva a su cauce natural: ver máquinas en movimiento. Si no tenemos esto claro, las dos horas y media de F1 pueden hacerse tediosas e interminables.


    A los cinéfilos les toca lo más árido, y es concluir si, a pesar de la superioridad de sus medios, la película de Kosinski aporta algún asunto temático o dramático que no estuviera ya en otros títulos recientes de este subgénero como Le Mans ’66 (Ford v Ferrari, James Mangold, 2019), Rush (Ron Howard, 2013) e incluso la injustamente denostada Driven (Renny Harlin, 2000). Porque, mejor o peor hechas, todas retratan a individuos cuya única meta en la vida es demostrar que la tienen más grande que los demás.


    La sustancia de lo nuevo de Kosinski está en el asfalto peraltado y en el sonido de los motores. Muy bien escoltado por Claudio Miranda (su habitual director de fotografía) y el personal técnico de Skywalker Sound, y algo peor por un Hans Zimmer (música) que no ha tenido escrúpulos a la hora de reciclar su propio trabajo para Días de trueno, el director ofrece nuevas y sugerentes formas de inmersión en una cabina de pilotaje, nuevos ángulos de carrera y nuevas coreografías entre bólidos. La participación activa de la Fórmula 1 en la producción de la película ha sido decisiva al respecto, ya que el equipo de rodaje pudo grabar in situ durante la celebración de tres Grand Prix. Los boxes de Apex, la escudería ficticia para la que compite el personaje de Pitt se situó entre las auténticas de Mercedes y Ferrari, lo que explica la fisicidad y el verismo de las secuencias, pese al inevitable uso de efectos digitales para «meter» a Pitt en el vértigo de cada carrera.

    La parte negativa de esta oportunidad es que F1, sobre todo en su segundo tercio, se parece más a un vídeo corporativo de los que produce Stefano Domenicalli que a una película de carreras. El desfile de cameos, la publicidad descarada de ciertas marcas, el culto a la personalidad de los pilotos y, en fin, la promoción del estilo de vida cool, con su machismo narcisista incluido, que rodea al automovilismo profesional desde la década de los setenta amenazan por momentos el virtuosismo técnico de Kosinski. Quizá sea inevitable: el peaje a pagar por contar con la colaboración imprescindible de los dueños de un negocio milmillonario, los mismos que le han pagado a Pitt 30 millones de dólares, el sueldo más alto de su carrera, por ser la imagen cinematográfica del gran espectáculo del capitalismo deportivo.

    Si uno es capaz de abstraerse de esta deuda, así como del ridículo y simplón tratamiento del lado emocional de la historia, que sacrifica de manera lastimosa al personaje de Kerry Condon, F1 es la típica película de coches que alimenta las fantasías particulares de los aficionados al motor, los únicos además que quizá identifiquen la recreación de varias anécdotas y episodios históricos de la Fórmula 1, desde el numerito de Berger y Senna con el extintor en un hotel de Austria hasta el accidente de Grosjean. A los cinéfilos les toca lo más árido, y es concluir si, a pesar de la superioridad de sus medios, la película de Kosinski aporta algún asunto temático o dramático que no estuviera ya en otros títulos recientes de este subgénero como Le Mans ’66 (Ford v Ferrari, James Mangold, 2019), Rush (Ron Howard, 2013) e incluso la injustamente denostada Driven (Renny Harlin, 2000). Porque, mejor o peor hechas, todas retratan a individuos cuya única meta en la vida es demostrar que la tienen más grande que los demás. ♦


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