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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Baltimore

    || Críticas | ★★★☆☆ |
    Baltimore
    Joe Lawlor, Christine Molloy
    Ni tan mal


    Aarón Rodríguez Serrano
    Castellón |

    ficha técnica:
    Reino Unido, Irlanda, 2023. Título original: «Baltimore». Dirección y guion: Joe Lawlor, Christine Molloy. Compañías: Desperate Optimists, Samson Films. Festival de presentación: Telluride Film Festival. Distribución en España: Vercine. Fotografía: Tom Comerford. Montaje: Joe Lawlor, Christine Molloy. Música: Stephen McKeon. Reparto: Imogen Poots, Tom Vaughan‑Lawlor, Lewis Brophy, Dermot Crowley, Jude McClean, Jack Meade, Patrick Martins. Duración: 98 minutos.

    Podemos convenir, de entrada, que Baltimore es una película extraña. Rota por las costuras. Una película que avanza dubitativamente sobre sí misma, buscando un tono que se le escapa (o del que prescinde) constantemente mientras va tejiendo su disposición narrativa con retazos casi aleatorios. Lo que comienza como una suerte de homenaje a las películas de acción británicas de los noventa —con una voz en off en primera persona de la protagonista que arrastra diferentes flashbacks, y que no volveremos a escuchar en todo el metraje—, de pronto se convierte en un pastiche político, en un thriller introspectivo, en un drama rural o váyase usted a saber. De hecho, puede que el mayor encanto de la película sea precisamente ese: que ni la cinta sabe muy bien hacia dónde se dirige, y así parece que va apilando estetizaciones muy locas a cámara lenta —tan locas que su montaje ni siquiera coincide con la duración de la música que se ha elegido para vestirlas— con fragmentos de sueños, con alucinaciones, con momentos de intimidad, y con casi todo lo que se le ha pasado por la cabeza a su guionista.

    La película está deslavazada, ya digo, pero eso no implica necesariamente que no funcione o que sea un mal filme. Antes bien, se parece más bien a una visita a un gabinete de curiosidades, un agradable paseo en el que lo mismo aparece una pantalla partida (¿por qué?) que una explicación absolutamente churriesca de un Vermeer. Igual se cita la lucha de clases que se incorporan unos flashbacks polvorientos cuyo bajo presupuesto le da una pátina encantadoramente setentera. Sin necesidad de decidirse por nada, la película es una mixtape amable y simpaticona de recursos visuales que prescinde tanto de darse coba a sí misma como de aburrir a su espectador —al que constantemente, peor que mejor, le está contando cosas. Una película muy disfrutable en pleno verano, si saben a lo que me refiero.

    La cinta parece tener una agenda ideológica, pero tampoco se la toma demasiado en serio. Hay escenas, como las del «debate» feminista, que están rodadas y escritas con tanta rapidez y tanta desgana que parecen más bien orientadas a ganar la simpatía de los patrocinadores y los mecenas de turno. Una vez que la película se zafa de todos los lastres «explicativos» y de todas las casillas que han de marcarse para no ser demasiado peligrosa, únicamente entonces, comienza a resultar interesante. La primera mitad se arrastra dando tumbos, como decía, con una voluntad más informativa que cinematográfica. La segunda mitad, sin embargo, es donde aumenta el interés y la cinta despliega decisiones formales y temáticas mucho más interesantes. Hay que esperar, pero la cosa merece la pena: las conversaciones se vuelven más morosas pero mucho mejor hiladas, el descenso a la subjetividad de la protagonista se escapa de los lugares comunes y complica sus propias apuestas, se juega a la ambigüedad, a la sugerencia, a la errancia. Puede que no todas las decisiones lleguen a buen puerto —la escena final, por ejemplo, ofrece serias dudas en lo que toca a su disposición enunciativa—, pero dejan buen sabor de boca. Plantean, y esto me parece lo más interesante, que la película puede dudar de sí misma, no saber muy bien qué hacer con su protagonista, no saber cómo juzgarla ni con qué parámetros, no querer situarse con claridad en esa peligrosa cinta de Moebius en el que la posición política deviene locura, y la locura se cristaliza en una posición política. El fanatismo y la justicia, el goce y la violencia institucional, todo parece barajarse con mucho más interés en ese segundo tramo en el que el guion suelta los frenos y se dedica a hacer lo que realmente funciona: no mandar sobre la protagonista, sino dejar que se desate en todas direcciones y acabe generando una especie de centrifugadora visual, psicológica y sugerente. Dicho con mayor claridad: cuando Rose (Imogen Poots) pierde la cabeza, la propia película también la pierde. Y ganamos todos, claro, porque de lo contrario la cinta hubiera derivado en un misal marxista difícilmente comprensible en 2025.

    Por lo demás, Baltimore no puede competir con otras revisiones recientes del pasado británico —estoy pensando en la serie Small Axe, de Steve McQueen—, ni tampoco caber con facilidad en las quinielas del cine de género europeo. Es una película anómala, queda dicho, pero que precisamente por ello acabará ganando una pequeña legión de seguidores. Viendo el estado de las carteleras que tenemos, tras salir de la proyección uno tiene la tentación de encogerse de hombros y soltar un muy castizo: «¡Ni tan mal!». ♦


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