|| Críticas | Cannes 2025 | ★★★★★
Un simple accidente
Jafar Panahi
Detrás de la pared
Rubén Téllez Brotons
Cannes (Francia) |
ficha técnica:
Irán, Francia, Luxemburgo, 2025. Título original: «Un simple accident». Dirección y guion: Jafar Panahi. Compañías: Les Films Pelléas, Bidibul Productions, Pio & Co, arte France Cinéma. Festival de presentación: Festival de Cannes. Distribución en Francia: Memento Distribution. Fotografía: Amin Jafari. Montaje: Amir Etminan. Reparto: Vahid Mobasseri, Mariam Afshari, Ebrahim Azizi, Hadis Pakbaten, Majid Panahi, Mohamad Ali Elyasmehr. Duración: 105 minutos.
Irán, Francia, Luxemburgo, 2025. Título original: «Un simple accident». Dirección y guion: Jafar Panahi. Compañías: Les Films Pelléas, Bidibul Productions, Pio & Co, arte France Cinéma. Festival de presentación: Festival de Cannes. Distribución en Francia: Memento Distribution. Fotografía: Amin Jafari. Montaje: Amir Etminan. Reparto: Vahid Mobasseri, Mariam Afshari, Ebrahim Azizi, Hadis Pakbaten, Majid Panahi, Mohamad Ali Elyasmehr. Duración: 105 minutos.
Los personajes de Un simple accident resultan, de entrada, esquivos: la primera impresión que se tiene de ellos nunca se corresponde con la realidad. De hecho, hasta que no han transcurrido los quince primeros minutos de metraje, no se sabe siquiera cuál de todos es el protagonista. Hay varios desplazamientos del punto de vista que, en su totalidad, ofrecen una certeza: lo que se narra no es una cuestión particular y aislada, un acontecimiento accidental que marca la vida de una única persona. En esta historia de violencia, hay muchas víctimas, unos pocos los victimarios y un mal inconcreto, que parece no tener rostro, pese a la fisicidad del dolor que genera. En la primera secuencia, una familia —padre, madre, hija pequeña— viaja en coche de noche por una carretera vacía: el plano no presenta, de entrada, asperezas ni dobleces. Todo transcurre con aparente fluidez hasta que algo cruza la carretera y, sin capacidad de reacción, lo atropellan con el coche. El padre se baja para ver qué ha pasado: ha matado un perro. Cuando se sube de nuevo al vehículo, su hija le recrimina lo que ha hecho, hurga en la herida que contiene en su gesto compungido. ¿Es este acontecimiento, sucedido en la oscuridad de un espacio liminal al fondo del cual Teherán toma la forma de una brillante y evanescente pintura impresionista, el desencadenante de un drama moral sobre la culpa? ¿La muerte del animal abrirá una brecha en la conciencia dormida de un, en apariencia, padre perfecto?
Panahi niega con el primer cambio de perspectiva todas estas preguntas y desvela su primera carta. El padre ejemplar es un torturador al servicio del régimen. Una de sus víctimas, un mecánico que trabaja en el taller al que lleva a arreglar el coche tras una avería que sufre inmediatamente después del atropello del perro, le reconoce y le secuestra con el propósito de enterrarlo vivo. Sin embargo, en el último momento, después de que el supuesto torturador haya negado su condición de victimario incontables veces, la víctima duda. Es entonces cuando inicia un recorrido por toda la ciudad buscando a más personas que fueron detenidas y aleccionadas por oponerse al régimen, para que confirmen sus sospechas, para que le ayuden a dirimir la incógnita identitaria. La violencia no se aprecia a simple vista, se oculta detrás de las puertas y las ventanas cerradas, bajo los edificios, entre los pliegues del silencio de un pueblo reprimido; tampoco sus consecuencias y efectos secundarios pueden reconocerse en un vistazo rápido. Una pareja que está a punto de casarse, la fotógrafa que han contratado para que los retrate y un familiar suyo también fueron torturadas por el mismo hombre que pocas secuencias antes parecía estar a punto de quebrarse por haber atropellado un perro. En el plano general en el que los presenta Panahi, parecen personas sin aparentes traumas ni heridas abiertas; su integración dentro del flujo opaco de la cotidianidad desvela una dolorosa realidad: todos los extras que aparecen caminando por las calles de Teherán podrían haber sufrido las mismas agresiones que ellos. Las cicatrices que supuran, los dolores crónicos, los traumas psicológicos y la amargura causada por el tiempo perdido se viven en silencio y en soledad, se cargan sobre la espalda como una losa pesada que incrementa la desolación. Cuando la vida parece recomponerse después del trauma —caso de los novios que preparan su inminente boda—, el pasado regresa para recordar que, después del estallido, ningún tipo de olvido, inocencia o felicidad es posible. La violencia lo mancha todo, lo ensucia todo, convierte la felicidad en una ilusión tanto más dolorosa cuanto más cercana parece. Por eso, cuando a sus personajes se les presenta la posibilidad de vengarse, Panahi se aleja de cualquier posicionamiento populista que apele a la visceralidad de las emociones más inmediatas de los espectadores —como hacía Dossier 137— para trazar una serie de cuadros cómicos que, hilvanados a través de la palabra, se ordenan en torno a una reflexión sobre las estructuras y ramificaciones de una violencia que toma forma concreta en las acciones de unos funcionarios de la crueldad, pero que, al mismo tiempo, los supera y sobrepasa, convirtiéndolos en piezas dentro de un engranaje mayor. ♦