|| Críticas | Cannes 2025 | ★★★★☆
The Mastermind
Kelly Reichardt
No hay lugar para los equidistantes
Rubén Téllez Brotons
Cannes (Francia) |
ficha técnica:
Estados Unidos, Reino Unido, 2025. Título original: «The Mastermind». Dirección y guion: Kelly Reichardt. Compañías: FilmScience, MUBI, UTA Independent Film Group. Festival de presentación: Festival de Cannes. Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: Christopher Blauvelt. Montaje: Kelly Reichardt. Música: Rob Mazurek. Reparto: Josh O’Connor, Alana Haim, John Magaro, Hope Davis, Bill Camp, Gaby Hoffmann, Amanda Plummer, Eli Gelb, Cole Doman, Javion Allen, Matthew Maher, Rhenzy Feliz, D.J. Stroud, Sterling Thompson, Jasper Thompson. Duración: 110 minutos.
Estados Unidos, Reino Unido, 2025. Título original: «The Mastermind». Dirección y guion: Kelly Reichardt. Compañías: FilmScience, MUBI, UTA Independent Film Group. Festival de presentación: Festival de Cannes. Distribución en España: [Información no disponible]. Fotografía: Christopher Blauvelt. Montaje: Kelly Reichardt. Música: Rob Mazurek. Reparto: Josh O’Connor, Alana Haim, John Magaro, Hope Davis, Bill Camp, Gaby Hoffmann, Amanda Plummer, Eli Gelb, Cole Doman, Javion Allen, Matthew Maher, Rhenzy Feliz, D.J. Stroud, Sterling Thompson, Jasper Thompson. Duración: 110 minutos.
Algo similar sucede en The Mastermind. En el ecuador del metraje, la policía acude a la casa de JB para detenerle por ser el cerebro pensante y una de las manos ejecutoras del robo de cuatro cuadros que estaban expuestos en el museo público de la ciudad. Uno de sus cómplices ha sido detenido y lo ha confesado todo, por lo que, de entrada, parece difícil que el inexperto ladrón vaya a poder escapar. Sin embargo, cuando los agentes se disponen a detenerle, él les pide que le dejen llamar a su padre, uno de los jueces más respetados de Massachusetts, para comentarle la situación. La expresión facial de los policías cambia de forma radical y se marchan de la casa, insinuando que “seguro que los cuadros son devueltos inmediatamente sin que haya mayores complicaciones”. A JB le salva el nombre de su progenitor; su compañero detenido, un joven negro al que Reichardt había presentado en una protesta pacifista, no tiene la misma suerte. Son los años setenta, Estados Unidos está cometiendo atrocidades en la guerra de Vietnam y sus ciudadanos salen a la calle para protestar contra el militarismo, el racismo y las desigualdades de clase. Sin embargo, de la misma forma que en el país de las oportunidades no todo el mundo va a la cárcel por robar, tampoco todo el mundo va a la guerra: el círculo cercano de JB —esos venerables vecinos de clase media que también son entrenadores del equipo de rugby del instituto, que tienen su casita unifamiliar y su barbacoa en el jardín— no tiene que preocuparse por la amenaza de un alistamiento forzoso.
La pantalla de la televisión se convierte en un velo que separa la realidad de un mundo en llamas de la irrealidad de unas existencias cerradas sobre sí mismas: el protagonista —literalmente— le da la espalda a los sonidos del horror que envían los noticiarios y Reichardt, inclemente, enfatiza su egoísmo con un travelling que parte del aparato para terminar escrutando un cuerpo que se pliega de forma mecánica sobre sus angustias particulares. Los problemas personales de JB articulan una narración que se esfuerza por doblarse sobre su propia intimidad sin mucho éxito: los ecos del exterior terminan entrando en plano, ya sea en forma de carteles que animan a alistarse en el ejército o de panfletos y pancartas antibelicistas que hay tiradas por el suelo. The Mastermind funciona, así, como un pequeño microcosmos que condensa en su interior los signos de la situación sociopolítica de los años setenta en Estados Unidos, de sus grandes desigualdades y sus enormes hipocresías, pero que, sobre todo, refleja la pasividad ideológica de una clase social que vive ajena a cualquier conflicto que no le afecte de forma directa.
Los hallazgos de puesta en escena que Reichardt ofrece en The Mastermind son impagables. Ahí está esa suerte de efecto kuleshov invertido en el que es el sentido del segundo plano —JB durmiendo en un autobús— el que cambia según las resonancias que sobre él tienen el primero —un soldado y su esposa que, sentados delante suyo, disfrutan de sus últimos minutos juntos antes de que él se vaya a la guerra—- y el tercero —la esposa del soldado llorando sola tras la marcha de su pareja—; o esa fragmentación espacial que le permite a la cineasta desvelar los órdenes simbólicos que rigen la disposición espacial de los personajes, el lugar que ocupan tanto dentro de los espacios como de los propios encuadres, atendiendo a su clase social, su color de piel o su género; o la utilización de prolongados planos secuencias que, acompañados de un meticuloso trabajo con el sonido, convierten escenas en apariencia intrascendentes en chispazos fílmicos cuya fisicidad proyecta una ilusión de tangibilidad casi real. Como es habitual en el cine de la responsable de Wendy y Lucy, la expresividad de los hallazgos cinematográficos se despliega en silencio sobre un argumento minimalista, reducido a su propia médula, con la finalidad de ilustrar una idea nuclear. En el caso de The Mastermind, el centro neurálgico alrededor del que orbitan sus imágenes es la amarga imposibilidad de vivir al margen de la historia: JB no deja de intentarlo a lo largo del metraje, pero las injusticias de su tiempo, esas a las que le da la espalda, terminan arrollándole sin que pueda hacer nada por evitarlo. ♦
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