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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Los Tigres

    || Críticas | Cobertura SSIFF 2025 | ★★★☆☆
    Los Tigres
    Alberto Rodríguez
    El thriller y sus contradicciones


    Rubén Téllez Brotons
    San Sebastián |

    ficha técnica:
    España, 2025. Título original: «Los Tigres». Dirección y guion: Alberto Rodríguez, Rafael Cobos. Compañías: Movistar Plus+, Kowalski Films, Feelgood Media, Mazagón Films AIE, Le Pacte (Francia). Festival de presentación: Festival de San Sebastián 2025. Distribución en España: Buena Vista International. Fotografía: Pau Esteve Birba. Montaje: José M. G. Moyano. Música: Julio de la Rosa. Reparto: Antonio de la Torre, Bárbara Lennie, Joaquín Núñez, José Miguel Manzano Bazalo “Skone”, César Vicente, Silvia Acosta. Duración: 109 minutos.

    Los Tigres plantea, de entrada, una disyuntiva sobre los usos que se pueden hacer del thriller. Alberto Rodríguez lo ha utilizado a lo largo de su carrera más como una herramienta que como un fin: su propósito no había sido crear atmósferas que se diluyeran una vez que hubiese finalizado la proyección de la cinta ni articular un relato en el que el progresivo aumento de la tensión narrativa fuese el punto culminante de la narración; más bien, al contrario. La utilización de los moldes del género le había servido hasta ahora como excusa, como estallido inicial con el que desencadenar una indagación precisa en la realidad. Hasta el momento, su premisa había sido que, partiendo de la opacidad característica del género, se podía llegar a iluminar una parcela del mundo que hasta entonces permanecía oculta: la única certeza que tenía al iniciar una cinta era que la incursión en la oscuridad le permitiría encontrar un nuevo sitio desde el que mirar. El misterio tenía relevancia en tanto que detonante que interrumpe el fluir de la cotidianidad para poner en cuestión el propio cauce por el que fluye. Al final, lo interesante no es la resolución de ese misterio originario, sino lo que la propia resolución dice del contexto en el que tiene lugar. En Los tigres, sin embargo, Alberto Rodríguez equipara la creación de islotes de tensión dramática a la construcción del propio discurso de la cinta.

    El director ha convertido el uso de grandes planos generales cenitales que le permiten aplastar a los personajes contra el espacio por el que se mueven en un leitmotiv visual de su filmografía. En La isla mínima, esa imagen condensaba la violencia que el paisaje ejercía sobre los personajes. Una violencia que Rodríguez no presentaba como natural, puesto que rechazaba el carácter ahistórico que determinados autores le han conferido a los espacios naturales —o mínimamente manipulados por el ser humano—: bajo la densidad de las marismas del Guadalquivir se ocultaban las estrategias mafiosas de los caciques del pueblo andaluz en el que sucedía la acción de la cinta. La violencia que el espacio ejercía sobre los personajes tenía inscrita la violencia que los propios personajes habían infligido. Las marismas no eran abstracciones espaciales que explotar estéticamente, pero tampoco una mera expresión de la fuerza intempestiva de la naturaleza: eran el escenario de una injusticia, y como tal se acercaba Rodríguez a ellas. Los códigos del thriller le ofrecían unos signos con los que formular dicha visión del mundo.

    El signo en Los Tigres sufre puntuales dislocaciones que lo convierten en un mero gesto formal. Los habituales planos cenitales reaparecen al inicio para explicitar la mirada que va a articular la indagación de Rodríguez. Sin embargo, el potencial estético que las profundidades marinas le ofrecen al director le resultan lo suficientemente atractivas como para quebrar de forma reiterada la linealidad del relato en favor de una exploración formal carente de fondo o expresividad. Las escenas de buceo protagonizadas por Antonio de la Torre alcanzan un nivel de abstracción total: cualquier referencia orientativa desaparece y la imagen se convierte en un reflejo azul que se oscurece poco a poco y en el que, por momentos, cuesta saber si el protagonista está ascendiendo hacia la superficie o descendiendo aún más. El impacto visual de estas escenas es innegable, como también lo es su futilidad y su incoherencia con respecto a la obra anterior de Rodríguez: en esos momentos en los que el cuerpo del protagonista se adentra en una inmensa masa de agua, el espacio se convierte en una abstracción, sin presente y sin historia, y la tensión, que surge de la posibilidad de que el personaje no alcance la superficie, funciona como una vibración efímera y monótona.

    La tentativa de convertir el thriller en finalidad y no de utilizarlo como medio no sólo se deja entrever en las escenas acuáticas. Los personajes, por momentos, parecen más construcciones antagónicas destinadas a entenderse a medida que la trama avance que personas reales que se enfrentan a una situación límite: sus identidades están compuestas por rasgos que permiten diferenciarlos y definirlos rápidamente, por pequeños aforismos cargados de adjetivos que los convierten en piezas funcionales antes que en seres humanos complejos y contradictorios. La subtrama con el reloj del padre de los protagonistas sigue esa misma lógica utilitarista: el reloj es ese catalizador emocional que los gurús de los manuales de guion recomiendan utilizar para explicitar el cierre de un arco dramático. El deseo de construir una ficción técnicamente correcta limita por momentos la propia indagación en la realidad, puesto que Rodríguez la estiliza y deforma introduciendo muchos de los tics habituales del thriller. El ejemplo paradigmático es la elección del casting: si bien es cierto que todos los actores ofrecen interpretaciones notables, algunos de ellos no son andaluces, y el acento que ponen está muy poco trabajado, cosa que no es de por sí negativa, a menos que, como sucede aquí, lo que se pretende es captar el lenguaje popular de la clase obrera andaluza.

    Los Tigres avanza en todo momento luchando contra esa contradicción, debatiéndose entre el propósito de una captura comprometida de la realidad y el impulso estilizante del thriller. Si la película no se convierte en un envoltorio vacío es porque Rodríguez consigue aislar sus fugas formalistas lo suficiente como para poder expresar una idea concreta sobre el mundo que retrata. Fue Bazin quien escribió que la desoladora tesis que latía bajo las imágenes de Ladrón de bicicletas era que, debido a la pobreza extrema que asoló Italia tras el final de la II Guerra Mundial, los trabajadores “se veían obligados a robarse entre ellos para poder sobrevivir”. Una realidad similar presenta Los Tigres, puesto que, para poder salir adelante, sus personajes se ven forzados a delinquir. Definirlos como antihéroes o como amorales es no comprender —y obviar— que es el contexto social el que los obliga a hacer lo que hacen. Alberto Rodríguez lo sabe, y por ello no ofrece nunca ningún tipo de valoración moral —aunque, en este caso, sería más preciso decir moralista— sobre sus acciones. En la precisión con que expresa visualmente esa forma de mirar reside el gran mérito de su película. ♦


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