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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Deuses de pedra

    || Críticas | Las Palmas 2025 | ★★★★☆
    Deuses de pedra
    Iván Castiñeiras Gallego
    Ese mundo que existió


    Rubén Téllez Brotons
    Las Palmas |

    ficha técnica:
    España, Francia y Portugal, 2025. Título original: «Deuses de pedra». Dirección y guion: Iván Castiñeiras Gallego. Producción: Ángel Santos Touza, Eminé Seker, André Gil Mata y Pedro Duarte. Compañías: Rua Escura Filmes y otras. Fotografía:Iván Castiñeiras, Jorge Quintela, Alberto D. Centeno. Montaje: Antonio Trullén Funcia. Reparto: Cinda Freitas, Mariana Freitas Tavares y Jaime Freitas Tavares. Duración: 85 minutos.

    El paso del tiempo es la fuerza inaprensible e imparable que, desde los márgenes del plano, mueve las imágenes de Deuses de pedra, y les confiere una inmediatez desesperada que, sin embargo, no se traduce en un descuido formal o en una captura de la realidad a vuela pluma. Pocos documentales recientes —puede que sólo Tardes de soledad— pueden presumir de tener una puesta en escena tan medida y planificada como la ópera prima de Iván Castiñeiras. Su plano de apertura imita a esas viejas fotografías familiares que se tomaban hace décadas: padre, madre e hijos –dos niños y una niña—, todos de pie en el campo, posando, mirando a la cámara con la expresión facial seria pero relajada. La imagen, en blanco y negro y con un grano marcado, anuncia el carácter íntimo de un relato cuyos grandes acontecimientos quedarán relegados al fuera de campo. Los miembros de la familia irán creciendo, cambiando, envejeciendo y saliendo del encuadre: al final, todo quedará reducido a las dudas existenciales que asfixian el primer plano de una adolescente que se debate entre quedarse a vivir en su pueblo, amenazado por las multinacionales que quieren vaciarlo para exprimir sus minas, o marcharse a una gran ciudad —Oporto y Valencia son dos de las posibilidades que se le plantean— para continuar con sus estudios.

    El carácter intimista del relato no viene acompañado de la exclusión de cuanto sucede alrededor de la familia protagonista: al contrario, son los planos generales los que le dan un sentido último y único a los primeros planos. El rostro de Mariana, la hija, se convierte, pues, en una cámara de ecos, en un archivo histórico de saberes y lenguajes amenazados por un desarrollo que acecha desde la oscuridad de un futuro plagado de incertidumbres. Ya en una de las primeras secuencias, el director liga de forma indisociable —a través de un travelling circular— los cuerpos de sus personajes a la violencia histórica que define y marca el espacio que habitan. La hierba sobre la que crece la niña oculta un río estancado de sufrimientos, esfuerzos físicos, abandonos y olvidos. Abandonada y olvidada termina la escuela en la que estudia durante sus primeros años: Castiñeiras, sin embargo, captura los juegos y aprendizajes que tienen lugar en sus aulas y jardines antes de que el edificio se convierta en una estructura en ruinas, en un conjunto de ladrillos y cristales rotos como el que, al inicio de la cinta visita un personaje enigmático. En los pasillos y estancias vacías de esa estructura derruida se refleja la cara b de la imagen ideal —y posiblemente idealizada— que guardaba en sus recuerdos y que comparte con los espectadores a través de una narración en off.

    Utilizando una cámara con cuya posición con respecto a los cuerpos y los espacios el cineasta busca traducir las impresiones física y las emociones de los personajes a un lenguaje de líneas horizontales y verticales que se amplían y se estrechan a medida que las sensaciones de libertad u opresión, de plenitud física o cansancio acumulado, se van convirtiendo en una certeza material, la película va creciendo y mirando el mundo con la mismo velocidad y matices que Mariana. Así, cuando el director filma a los niños saliendo del colegio, sitúa el edificio en la parte izquierda del encuadre, dejando a la derecha un gran espacio libre y luminoso, un pentagrama vacío —ese horizonte que impide que los tonos verdes del suelo se encuentren con la plenitud azul del cielo— que los alumnos pueden llenar con sus juegos e invenciones; de la misma forma que cuando decide capturar en primer plano las manos de un habitante del pueblo mientras lleva a cabo una laboriosa tarea manual, las arrugas y heridas de sus manos se convierten en una genealogía física de su vida y sus esfuerzos, en el mapa sobre el que está escrita la historia de un oficio a punto de desaparecer. La libertad de movimiento de los pequeños termina convertida en una anacronía extraña una vez que se trasladada a la frialdad de unas clases más modernas, pero también más frías e impersonales; y el destino de esos trabajos artesanales se resume en un gran silencio final que insinúa su desaparición.

    Deuses de pedra encuentra siempre la posición precisa que le permite a extraer toda la sustancia de la situación que retrata, y utiliza todos los recursos estilísticos que tiene a su disposición para capturarla: desde un montaje con resonancias del efecto kuleshov con el que resume en tres planos —un primer plano que muestra a una anciana moviendo un guiso que se está cocinando en un vieja chimenea, otro de un hombre que pela unas patatas y un primer plano del rostro del mismo hombre, que sonríe mientras mastica la comida— las formas gastronómicas del pueblo y los placeres sensoriales que producen, pasando por la ruptura de la cuarta pared —el propio director interviene en la narración como público que miembro de un público que escucha con fascinación los chistes que cuenta vecino de la aldea—, hasta llegar a la heterogénea mezcla de texturas y colores. Castiñeiras guarda en el interior de sus imágenes los matices de un lenguaje sobre el que se cierne la sombra de la mecanización tecnológica; los movimientos que unos cuerpos esquinados por el tiempo trazan sobre un espacio en vías de extinción, y que no funcionan sino como pequeños tratados en los que queda condensado el núcleo de los oficios a los que han dedicado sus vidas; la mirada de una joven que, una vez ha abandonado la niñez, toma conciencia de la violencia histórica que ha devorado los mundos que precedieron al suyo, de la violencia histórica que está devorando su mundo. Sin melancolías románticas ni idealizaciones pomposas, pero con precisión y empatía, Castiñeiras les ofrece a los espectadores los últimos albores de un mundo que todavía existe, de un mundo que, dentro de unos años, se habrá convertido en “ese mundo que una vez existió”. ♦


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