|| Críticas | Streaming | ★★☆☆☆ ½
Estragos (Havoc)
Gareth Evans
Sin orificio de salida
Lorenzo Ayuso
ficha técnica:
EE.UU. 2025. Título original: Havoc. Director: Gareth Evans. Guion: Gareth Evans. Productores: Gareth Evans, Tom Hardy, Ed Talfan, Aram Tertzakian. Productoras: Signature Entertainment, Lipsync, Richmond Pictures. Música: Aria Prayogi. Montaje: Sara Jones, Matt Platts-Mills Dirección de fotografía: Matt Flannery. Reparto: Tom Hardy, Jessie Mei Li, Justin Cornwell, Quelin Sepulveda, Timothy Olyphant, Forest Whitaker.
EE.UU. 2025. Título original: Havoc. Director: Gareth Evans. Guion: Gareth Evans. Productores: Gareth Evans, Tom Hardy, Ed Talfan, Aram Tertzakian. Productoras: Signature Entertainment, Lipsync, Richmond Pictures. Música: Aria Prayogi. Montaje: Sara Jones, Matt Platts-Mills Dirección de fotografía: Matt Flannery. Reparto: Tom Hardy, Jessie Mei Li, Justin Cornwell, Quelin Sepulveda, Timothy Olyphant, Forest Whitaker.
Cuando Gareth Evans irrumpe en el panorama internacional con Redada asesina (The Raid) (Serbuan maut, 2011), encara esa relación con el ojo del espectador como la de sus fuerzas especiales al arietar las resistencias del edificio que concentra y encierra la acción. La mirada, distanciada del resto del conjunto en la experiencia, se somete al sufrimiento extremo de los cuerpos en liza, fracturados, desembrados, profanados. Al abjurar -temporalmente- de su carcasa protectora, al quedar descobijados, los ojos identifican la carne de esos individuos como la suya propia, luego sufren las consecuencias directas de la violencia desatada. Si Redada asesina pone a prueba la resistencia de Iko Uwais, Joe Taslim y compañía a los golpes y cortes durante largas secuencias de acción, también lo hace con la tolerancia de ese espectador al observarlas sin escapatoria, sin descanso, obligándole a participar de ellas. No cuesta establecer los paralelismos entre el tratamiento que propone Evans, galés acogido por Indonesia en los comienzos de su carrera, con el que pondrá en práctica un oriundo del país asiático como Timo Tjahjanto en películas como The Night Comes for Us (ídem, 2018), a la postre también con Uwais y Taslim al frente del elenco. Ambos realizadores se afanan en desmayar al cinevidente, a través de largas set pieces donde la cinética se lleva al extremo, dilatando el tiempo del relato para que sus personajes se torturen, sin que parezca llegar el ansiado final que resuelva no ya el conflicto de cada escena, sino que dé tregua al que mira y se duele de las inclemencias que se practican.
Conviene recordar que Evans y Tjahjanto llegaron a aliarse en un proyecto conjunto, Safe Haven, segmento incluido en la antología de terror V/H/S 2 (Simon Barrett, Adam Wingard, Eduardo Sánchez, Gregg Hale, Gareth Evans, Timo Tjahjanto, Jason Eisener, 2013). Esa querencia por el horror es, por otro lado, ya palpable en cualquiera de los esfuerzos individuales de ambos. Bien puede asimilarse el planteamiento de Redada asesina con el de un prototípico survival horror de videojuego. Pero, saliendo de esos confines virtuales, la sensibilidad terrorífica se aprecia en esa forma de retratar los cuerpos y su martirio en pos de la narrativa. Los personajes de Evans, como los de Tjahjanto, funcionan como lienzos para esparcir el bermellón en agresivas pinceladas. Su aguante para ser ametrallados, sajados, perforados, mutilados, y, aún así, mantenerse en pie, en activo, los convierte en autómatas, como poseídos por una instancia invisible (el director), empujados hacia un objetivo inescapable (el que determina la trama). Tan importante para su instrucción como John Woo lo será Sam Raimi, a quien Tjahjanto emulará sin rubor en Que el diablo te lleve (Sebelum Iblis Menjemput, 2018).
El empeño por llevar al espectador al límite vuelve a estar presente en Estragos (Havoc, Gareth Evans, 2025), como también lo están las dificultades de Evans para hallar un foco a su carrera lejos de aquel edificio de Jakarta donde estableció su sala de control. Ya en Redada asesina 2 (The Raid 2) (The Raid 2: Berandal, 2014), el director incurría en ciertos vicios que impedían a la secuela alcanzar la eficacia en el impacto de su antecesora. Acaso era cuestión de un exceso de ambición, que abría la historia hasta hacer imposible darle un cierre, apuntando a una siguiente entrega nunca consumada; a la postre, determinadas secuencias de gran aparatosidad, que servían para demostrar su pericia como técnico, resquebrajaban la cualidad material del filme anterior, que triunfaba en su recogimiento. Aun así, secuencias como la de la persecución por carretera triunfaban en tanto que prevalecía el stunt, el desempeño físico, el foco. En contraste con aquel logro de planificación queda deslucida la secuencia inaugural de Estragos, una batida por autopista a un camión de gran tonelaje, aderezada con un temporal de nieve. La composición digital, sumada a los movimientos y encuadres, dibuja una imagen hiperrealista más cercana a la de experimentos surgidos tras Sin City - Ciudad del pecado (Frank Miller's Sin City, Robert Rodríguez, Frank Miller, 2005), o de nuevo, a los entornos del videojuego, que a la fisicidad del cine hongkonés al que Evans rinde pleitesía. Esa fisicidad tampoco está en las secuencias marciales con Tom Hardy, actor de presencia animal amén de imprevisible amén de aplicado practicante de jiu jitsu brasileño, pero no un luchador escénico como Uwais. De nuevo, Evans recurre a trucajes digitales para esconder las facciones del doble de acción y, de algún modo, reconocer que su protagonista forma parte de ese gran motor de simulación.
La hemorragia ocular que luce Hardy tras el caos balístico redunda en esa relación de Evans con el terror, pero también con las implicaciones de hacer y ver una película. En el desafío a la mirada descorporeizada, inmóvil, se esconde un determinismo fatalista: nada se puede controlar desde fuera, nada se puede hacer contra ello desde dentro. Solo queda sufrimiento inmisericorde, agresividad proyectada.
Cuando habla del proceso creativo detrás de Estragos durante una charla para Letterboxd, Evans enfatiza la importancia de dar cohesión a la mezcolanza de múltiples referencias que maneja, del cine criminal estadounidense à la Friedkin al vitriol hongkonés de Ringo Lam o Johnnie To, para poder así amoldarlas a las necesidades de la historia y sus caracterizaciones, pero también a las obligaciones de un producto acabado con razón comercial. Frente a esa insistencia en la coherencia interna, lo que destaca en este enardecido policíaco es la dispersión narrativa, que tantea sus derroteros durante buena parte del metraje, con sus principales operadores desconectados en un mundo demasiado abierto, hasta alcanzar cierta seguridad al congregarlos, una vez más, en espacios más o menos reducidos. No es hasta entonces, a punto de alcanzar la primera hora, cuando las relaciones entre protagonistas y antagonistas, antihéroes y villanos, se terminan de definir y concretarse; y aún así, no todas las motivaciones aguantan el juicio, la espera. Resulta inevitable referirse a la embrollada producción, con cerca de cuatro años de distancia entre el comienzo del rodaje, en julio de 2021, y el estreno, el 25 de abril de 2025, y con sucesivas regrabaciones y reescrituras ya fueran para recrear la magnitud de la visión de Evans o para darles un acomodo a una historia que parece rebosarse más allá de lo que el montaje definitivo puede colmar; montaje, por cierto, cuya autoría se reparten Sara Jones, colaboradora habitual del director, y Matt Platts-Mills, de bagaje televisivo. La duración con la que se cuadra en la interfaz de contenidos de Netflix, 107 minutos créditos incluidos, advierte la sensación de compromiso, de solución agridulce e insatisfactoria al entuerto para un director tendente a recrearse y tomarse su tiempo.
En ese aspecto, Walker, definidor nombre del alter ego de Hardy, bien pudiera entenderse como una extensión de las visicisitudes de Evans, quien desde que dejara Indonesia ha vagado en busca de un lugar que se ajuste a sus ambiciones, hipotecando su futuro mientras a su alrededor múltiples intereses se entrelazan. Siete años después de la ceniza El apóstol (Apostle, 2018), donde armaba su propio hombre de mimbre, el realizador se encuentra amoldado a las a menudo adocenantes políticas de Netflix, con un acuerdo de exclusividad firmado en febrero de 2021 del que, hasta el momento, solo ha derivado Estragos. Eso contrasta con la prolífica andadura de Tjahjanto, quien sí ha amortizado la confianza de la streamer de Los Gatos (California) para entrar en Hollywood con más comodidad, embarcándose como contractor en franquicias de clase media como las iniciadas con Nadie (Nobody, Ilya Naishuller, 2020) y Beekeeper: El protector (The Beekeeper, David Ayer, 2023), de cuyas respectivas secuelas se responsabiliza de forma consecutiva. Entretanto, en la intersección entre las expectativas y las exigencias, entre autoría y dependencia, en que se encuentra Evans, peleando por mantenerse en pie y resolver el trabajo de una pieza, perdido en la fidelidad a patronos cuestionables.
Como en la mencionada El apóstol o previamente Redada asesina 2, Evans resuelve los problemas de Estragos conforme se encamina al desenlace, cuando su planteamiento inicial se ordena y recompone. El intenso último acto supone un regreso a los orígenes, a esas bases de Redada asesina, aunque eso añada cierta sensación de revisitación de grandes éxitos. Hasta la enforcer sin nombre aquí incorporada por la exgladiadora de la UFC Michelle Wasterson bien recuerda al que deja inmortalizado un casi inmortal Yayan Ruhian en la previa. También es donde el cineasta expone más sin filtros su imaginario. Incluso más que cuando recupera el tema Main Shi Zhi, escuchado por primera vez casi treinta años antes en Un mañana mejor (Ying hung boon sik, John Woo, 1986), paradigma del heroic bloodshed al que quiere homenajear. Ese gran tiroteo se desarrolla en una vieja cabaña aislada en el bosque, un escenario propicio para el género del terror y cuyas posibilidades arquitectónicas y especiales explotó Raimi en Posesión infernal (Evil Dead, 1981). Como hiciera el malévolo prodigio de Michigan, Evans persigue a los personajes aprovechando cada recoveco, con posiciones de cámara imposibles, planos aberrados que descubren socavones en el terreno, rendijas en paredes y pasillos. Cada elemento visible en el encuadre tendrá una función, sea una ventana, un elemento de mobiliario, un utensilio, un tablón de madera; la anticipación, el reconocimiento del entorno y de sus posibilidades, se vuelve fundamental para evocar un peligro inminente. Una vez establecido el mapa de situación, ese espacio pondrá a prueba la capacidad de resistencia del espectador: en esta “tabla mexicana” entre fuerzas opuestas, los cuerpos se ofrendan a la carnicería, dejándose atravesar por instrumentos punzantes, reventando por la pólvora, haciéndose fosfatina. Las heridas se acumulan y validan su sacrificio, aunque la retribución sea amarga y no colme las esperanzas.
La hemorragia ocular que luce Hardy tras el caos balístico redunda en esa relación de Evans con el terror, pero también con las implicaciones de hacer y ver una película. En el desafío a la mirada descorporeizada, inmóvil, se esconde un determinismo fatalista: nada se puede controlar desde fuera, nada se puede hacer contra ello desde dentro. Solo queda sufrimiento inmisericorde, agresividad proyectada. El espectador así lo quiere, se resigna a la tortura. Para la instancia omnisciente, para ese director que apenas ha logrado finiquitar su película, tal vez el proceso haya sido el mismo, y se reconozca como su propia víctima: mirar y no terminar de ver lo que esperaba, afrontar el horror y lidiar con él, con el dolor y la frustración. Ser un espectador de su propia supervivencia, la de la historia que quisiera contar, y sucumbir en el proceso. En Estragos se atisba el sacrificio de Evans por alcanzar una grandiosidad imposible, que supondrá una condena para sí mismo. Esos agujeros de bala no encuentran su orificio de salida. ♦
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