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Los malditos
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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Fekete Pont

    || Críticas | Las Palmas 2025 | ★★☆☆☆
    Fekete Pont
    Balint Szimler
    La imposibilidad de un humanismo cínico


    Rubén Téllez Brotons
    Las Palmas |

    ficha técnica:
    Hungría, 2024. Título original: «Fekete pont». Dirección y guion: Bálint Szimler. Producción: Mártonffy Zoltán y Osváth Gábor. Compañías: Boddah, 235 Film Productions, CineSuper, Filmpartners, FocusFox Studio, Good Kids, KMH Film, Pioneer Pictures, Proton Cinema y Umbrella. Fotografía: Marcell Rév. Montaje: Zsófia Ördög. Sonido: Péter Balogh. Reparto: Paul Mátis (Palkó), Anna Mészöly (Juci), Ákos 'Dadan' Kovács (Ákos), Inez Mátis (Hermina), Gábor Ferenczi (Kornél), Lökös Ildikó (Ildikó), László Nádasi (Zoli), Eszter Márton (Eszter), Zsuzsanna Bruck (Zsuzsa), Gábor Dragon (Gábor), Judit Gombos (Magdi) y Erika Marozsán (madre de Palkó). Duración: 119 minutos.

    En una de las secuencias más sustanciosas de Fekete Pont, un veterano profesor recibe una carta en la que se le comunica su despido con motivo de unas publicaciones que hizo en una red social apoyando una manifestación. Sus compañeros de trabajo, que conocían de antemano el contenido de la carta, están en la sala con él, expectantes; en sus miradas se aprecia un impúdico deseo de capturar un estallido de ira o una ruptura desolada. Un silencio tenso embarga la habitación y, pese al evidente estado de shock del profesor injustamente cesado, nadie se acerca para consolarlo, para ofrecerle un gesto de cariño o tranquilizarlo con unas palabras de apoyo. El morbo y la deshumanización definen el comportamiento de unos personajes para quienes la incomodidad que provoca la figura de su ya antiguo colega de profesión se ha convertido en el principal y más inmediato problema a solventar. Szimler coloca la cámara entre dos impávidos profesores, filmando la secuencia en un plano general estático en el que sitúa al hombre desolado en el centro del encuadre, pero de espaldas a los espectadores. El público se convierte así en un observador inmóvil, en un voyeur de la desgracia cotidiana que, sin hacer el más mínimo amago de acercarse a él, vampiriza el dolor de una persona convertida en carne sufriente y muda. Hay en la escena una evidente denuncia del egoísmo que define, al menos en ese instante, a las criaturas que la pueblan, y es evidente que la dilatación del plano amplifica la contradictoria tensión que sienten los integrantes de la platea, pero eso no anula la evidente crueldad que motiva la decisión formal de negarle al personaje central un plano más cercano en el que, al menos, se le pueda ver el rostro.

    ¿No es la omisión de dicha imagen empática la prueba que explicita el disfrute que el director siente manipulando el sufrimiento de su protagonista, utilizándolo como un juguete cruel con el que incomodar a los espectadores? ¿No hay en su distanciamiento inquebrantable un ensañado señalamiento de la incomprensible actitud general y un olvido del sufrimiento particular? Esas son algunas de las preguntas que surgen a lo largo del visionado de Fekete Pont, una cinta contradictoria que, incapaz de definir su propia identidad fílmica, tensa dos tipologías de miradas diferentes —la cínica y la humanista— en búsqueda de un equilibrio imposible. Así, el cineasta busca reflejarse en los espejos de Rubén Östlund y de los hermanos Dardenne. Del primero rescata su crueldad moralista; de los segundos, el gusto por un realismo de cámara en mano, espacios acotados, tiempo real y un dilema moral como núcleo duro del relato. La secuencia con cuya descripción se abre el presente texto está abiertamente influenciada por la visión del mundo que tiene el director sueco y, aunque la hipocresía con la que Szimler le arrebata el dolor a su personaje es tan evidente como molesta, este no es, ni mucho menos, el principal problema de la película.

    Y es que las imágenes de Fekete Pont se dan la razón entre ellas con la misma velocidad con la que se la quitan: a ratos, la aproximación a los protagonistas está marcada por la cercanía y, a ratos, por la insensibilidad, lo que dificulta la articulación de un discurso ético coherente y matizado, y facilita una confusión de los signos y las estructuras que se pretenden denunciar. El director focaliza la acción dramática dentro de las paredes de un colegio con el objetivo de enfatizar su condición de microcosmos, de pequeña sociedad que reproduce todos los problemas del mundo adulto, pero la ausencia de cualquier tipo de eco del exterior que le permita buscar las raíces de los males que retrata fuera de las aulas termina convirtiendo la película en una conjunción de abusos y violencias que, al principio del metraje, parecen pulsiones naturales inherentes al ser humano y, más tarde, se convierten en una práctica sistemática y endogámica que se hace más grande a medida que causa más dolor. La desorientación del cineasta es evidente, puesto que si lo que pretendía era indagar en el origen de la crueldad, lo que termina haciendo es reproducirla y legitimar su incuestionabilidad. Eso cuando busca parecerse a Östlund. Cuando intenta imitar a los Dardenne, lo que consigue es, paradójicamente, filmar como lo hacen ahora los hermanos belgas: Fekete Pont está más cerca de la anemia dramática y la simplicidad discursiva de El joven Ahmed que de la complejidad de sus primeras obras. La dispersión narrativa y la ausencia de resonancias que hay entre una escena y la que la precede aíslan los intentos de acercamiento que el cineasta hace con respecto a sus personajes, convirtiéndolos en un encadenado de fragmentos costumbristas que ofrecen una visión pétrea del mundo escolar: los abusos que se producen en el colegio son, según las imágenes, meras consecuencias indeseables que surgen en un sistema inmutable, daños colaterales inevitables con los que se debe aprender a convivir. ♦


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